Capítulo 9

—¡El bastón de Euclides! ¿De dónde lo habéis sacado, joven?

A sus cincuenta y cinco años, Cyprianus Leovitius se había construido el personaje que todo visitante esperaba encontrar en él: el de adivino sin edad, como si su nacimiento se remontara a la época del padre Adán. Cualquiera más sagaz que Tycho habría percibido inmediatamente que la poblada barba que llegaba a cubrirle el abultado vientre, así como la cabellera sabiamente derramada sobre los hombros, habían sido cuidadosamente empolvadas para darles el aspecto lo más canoso posible, como lo probaba la estela blancuzca olvidada sobre la manga de su toga negra y roja.

Leovitius tenía fama de ser el mejor astrólogo de la Cristiandad. Sin embargo, antaño, estimulado sin duda por su rivalidad con el francés Nostradamus, se había arriesgado a hacer predicciones para unas fechas demasiado cercanas, lo que le puso en una situación embarazosa una vez que se cumplió el plazo. Éste había sido el caso cuando proclamó que el apocalipsis tendría lugar en 1584. Pudo arreglar las cosas acusando al impresor de haber invertido las cifras cinco y ocho. Así pues, habría que esperar unos cuantos siglos antes de la parusía. A continuación había empleado el mismo procedimiento que su enemigo Nostradamus, dando a sus Grandes conjunciones una redacción tan extravagante que cada cual podía interpretarlas a su guisa: ya fuera para el mundo, ya para su propio futuro, ya para al cabo de mil años, ya para el día siguiente. Tycho, que había leído y releído sus obras, creía en ellas a pie juntillas. Después de todo, Leovitius era un honesto matemático y un médico competente, aunque él mismo estaba seguro de ser, ante todo, un profeta astral. Un charlatán que no cree un poco en sus propias imposturas no es un buen charlatán.

Tycho, por su parte, no tenía nada de charlatán. Poseía únicamente la fe testaruda, en la que jamás afloraba la duda, en que su destino estaba escrito en los cielos. Durante la agradable cabalgada que había llevado su equipaje de Núremberg a aquella elegante casa señorial de Lauingen, perezosamente recostada en un meandro del Danubio, no había dejado de enroscar y desenroscar el bastón de Euclides. Veía ya la contera de plata de aquel pesado bastón martilleando el suelo enlosado del palacio real de Copenhague, como anunciando al monarca la llegada del emperador de la astronomía.

¿Cómo había llegado a sus manos? Le resultaba intolerable pensar que había sido aquel pisaverde de Maestlin quien le había transmitido aquel símbolo del saber de los antiguos. De modo que, al paso de su caballo, se había construido una historia más digna del objeto sagrado y de su nuevo propietario. Había hecho lo mismo con el duelo: había cambiado la fecha del enfrentamiento y de la pérdida de su nariz a fin de que el acontecimiento concordase con su tema astral. Luego, por una extraña concatenación de pensamientos, había acabado por convencerse a sí mismo de que todo aquello era la realidad. Así pues, fue de una absoluta sinceridad cuando le contó a Leovitius:

—El gran Rheticus, mi maestro, me lo regaló durante mi estancia en Cracovia.

El astrólogo no le creyó, puesto que conocía bien la historia del bastón de Euclides, ya que había sido condiscípulo de Rheticus en Wittenberg y había mantenido con él una correspondencia asidua. Le habría resultado fácil poner en evidencia al joven danés, pero un mentiroso no puede denunciar a un fabulador so pena de ver destruido el mundo irreal que se ha erigido. No insistió.

—¿Y cómo está el querido doctor Levinus, que tan calurosamente os recomienda?

Tycho, cuya ingratitud no era el menor de sus defectos, se limitó a responder con suficiencia:

—Mi antiguo casero de Rostock me dio algunos consejos para fabricar esta nariz de oro y plata que ahora me ha dado cierto renombre… Pero no es para hablaros de aquel buen hombre, perfectamente ignorante en materia de astronomía, que he realizado este viaje hasta aquí. Veréis, desde que trabajo sobre esta cuestión, no sé qué pensar acerca de las flagrantes contradicciones que hay entre las tablas alfonsíes y las tablas pruténicas. Además, ambas están plagadas de errores, ¡cómo he podido constatar personalmente multiplicando las observaciones!

Si otro bachiller le hubiese dirigido la palabra de aquella manera, el que decían que era el mayor astrólogo del momento habría hecho que los lacayos lo echasen de la casa. Pero el famoso duelo en el que Tycho había perdido su nariz le había dado una reputación tal de duelista que Leovitius prefirió abstenerse. Preguntó, insidioso:

—Pero… ¿no sacasteis a colación este asunto ante mi gran amigo Rheticus?

—La vejez, ¡ay!, ha hecho su labor, y al pobre hombre ya se le va cabeza —replicó Tycho sin desconcertarse—. En su concupiscencia senil, y contra natura desde mi punto de vista, ya no se interesaba por la filosofía natural.

«Zafio personaje», se indignó Leovitius en su fuero interior: había nacido en el mismo año de 1514 que el exiliado de Cracovia, y compartía con él su mismo gusto por los jóvenes.

La cena fue servida. El astrólogo se preguntaba qué querría su visitante de él. Tycho no parecía interesarse por el arte de las predicciones astrales, mientras que, por lo general, a la más pequeña estrella fugaz, muchos acudían de todas partes a consultar al competidor Nostradamus.

—La noche promete ser muy clara —comentó Tycho en un momento dado—. ¿De qué instrumentos de observación disponéis?

—De no gran cosa, pero me conformo con lo que tengo. Algunos relojes que me sirven para vigilar los eclipses de Sol y de Luna. Me baso en las tablas alfonsíes para determinarlos y publicar su fecha en mis efemérides. En cuanto a los eclipses de Sol, los cálculos de Copérnico son mucho más fiables.

—¿De Copérnico? —exclamó Tycho, sin poderlo evitar.

—Sí. Las tablas pruténicas, si así lo preferís. Por otra parte, es sobre esas bases que Copérnico determinó la órbita de la Tierra y los planetas, así como sus epiciclos, en torno al Sol.

¡Era eso! Aquel oscuro canónigo polaco había puesto patas arriba el universo tal como era contemplado desde Ptolomeo. Para ocultar su turbación, Tycho se quitó la nariz, se sacó del bolsillo una pequeña caja de plata, cogió con la punta del dedo índice la mezcla de ungüento y cola que contenía, y untó el interior del postizo. Había observado que, mientras realizaba aquella operación, la gente desviaba los ojos. Por lo general, era muy raro que le mirasen de hito en hito, puesto que la sensación desagradable que suscitaba su extraño apéndice era más fuerte que la curiosidad. Sólo aquel insolente de Maestlin se había permitido mirarle sin pestañear a la cara. Con todo, Leovitius, con los ojos hundidos en su plato y un poco de asco por la manipulación de su comensal, prosiguió, al mismo tiempo que intentaba saborear un delicioso pastel de jamón:

—Los cálculos de Copérnico son, por lo demás, notables en lo que concierne a los tres planetas superiores, mientras que los que antaño fueron compuestos en la corte del rey Alfonso de Castilla constituyen el mejor útil para los tres planetas inferiores.

—¡Y vos os contentáis con eso! —replicó un Tycho que conocía bien el tema—. Esos instrumentos, como vos decís, no son más que un cepillo de carpintería mellado y un martillo con el mango flojo. Si yo, a pesar de mi juventud, he podido detectar algunos de sus errores, ha sido porque me he pasado la mayor parte de las noches con las manos agarrotadas de frío sobre mi compás, mirando el cielo y no los grimorios.

—¡Vaya! —exclamó Leovitius, cada vez más irritado.

—¡No hay vaya que valga! —se enfureció Tycho, que pronunció una larga diatriba que parecía un manifiesto—. Hay quienes pretenden practicar la astronomía, pero no con el cielo real. Trabajando a puerta cerrada con fichas, tablas y cartas, consideran que han cumplido con su deber: al punto de que muchos de ellos carecen de cualquier conocimiento de las estrellas y creen que es suficiente con aprender a redactar calendarios y horóscopos a partir de tablas y efemérides. ¡Estos pretendidos astrólogos ejercen esta ciencia sublime no en el cielo, sino bajo su tienda! ¡Qué digo yo en una tienda: en el hammam, cerca de la estufa, o en una taberna! Se han hecho astrónomos como podrían haberse hecho comerciantes o notarios. ¡Toman la astronomía por un tratado de cifras, y mueren sin conocer la belleza del universo! Pero es allá arriba donde está la Verdad de los astros, allá arriba donde los antiguos descubrieron lo que nos han transmitido. ¡No delante de una chimenea, con la barriga llena y bien calentitos, preguntándose si es la Tierra la que da vueltas alrededor del Sol o si sucede lo contrario!

Tycho ya no se refrenaba delante de un Leovitius atónito. No era tanto contra el venerable astrólogo contra quien había estallado, ni siquiera contra los astrónomos de salón, sino contra ese Copérnico, que había osado, medio siglo antes, trastornar el universo, robarle un destino que debería haber sido el suyo propio: ser el fénix de los tiempos modernos. Entre el príncipe danés de la nariz de oro y el difunto canónigo polaco, la lucha sería, a partir de ahora, sin cuartel. Al menos para el señor danés. Puesto que Copérnico hacía mucho tiempo que criaba malvas…

Tycho se extendió defendiendo el trabajo de observación exclusivamente, lo más escrupuloso posible y con los mejores instrumentos. ¿Cómo podía uno quedarse satisfecho con un error que en ocasiones llegaba a los diez minutos de ángulo, y a continuación tener la pretensión de leer los mensajes enviados por el cielo?

Al sorprenderse de eso, hundía aún más el hierro en la llaga, puesto que Leovitius, como, por lo demás, todos sus predecesores, había forzado deliberadamente la realidad de las cifras para hacerlas coincidir con sus hipótesis, o con sus explicaciones o dataciones de la Biblia. Jamás ninguno de ellos había tenido el sentimiento de estar haciendo trampas con la realidad, sino solamente de estar esforzándose en salvar las apariencias. Para deshacerse del danés, el astrólogo pretextó un gran cansancio, pero antes se permitió darle un consejo:

—Vos me parecéis un excelente filósofo, señor Brahe, y un fino calculador. Además, es natural que a vuestra edad os intereséis por las nuevas invenciones, por las máquinas, por la mecánica. Mañana os escribiré una carta de recomendación para unos amigos míos que sienten pasión por ese tipo de cosas. Son dos hermanos, y muy importantes personajes de la ciudad de Augsburgo.

—No os toméis la molestia. Los señores Paul y Johann Baptista Hainzel ya me esperan, y tengo intención de visitarles mañana.

La arrogancia con la que Tycho había pronunciado aquellas palabras hizo que Leovitius sonriese detrás de su barba empolvada. Si aquel muchacho había pensado ser recibido en todas partes como el Mesías, tendría sorpresas. Todo estudiante, cualquiera que fuese su nacimiento o su fortuna, tenía que ir de universidad en universidad, de erudito en sabio, en un viaje iniciático, al final del cual encontraba a su maestro. Tycho, con sus preguntas inquisitoriales y sus afirmaciones perentorias, parecía un recaudador de impuestos que hubiese irrumpido en la tranquila casa señorial del astrólogo para reclamar una deuda. «¡Qué se vaya de aquí!». Y si se comportaba de la misma manera con los Hainzel, aquellos poderosos notables, no sería tan bien recibido como habría deseado un príncipe de Dinamarca.

Al día siguiente Tycho partió temprano. Consideraba que no había aprendido nada de su anfitrión de una noche. Ciertamente, al fin sabía por qué Maestlin y Leovitius daban tanto crédito a Copérnico. Pero también se dijo que muy bien podría ser que él mismo hubiese descubierto la hipótesis del canónigo, cuando había estudiado la Narratio Prima de Rheticus. Luego, al paso de su caballo, se convenció de que efectivamente la había descubierto, pero que no le había prestado importancia. De modo que no la tenía.

Lo que sí la tenía, en cambio, era que en Copenhague se supo que Tycho Brahe se había entrevistado con el más famoso astrólogo de la época. Federico II tenía un vivo interés por aquel hombre, y la mayoría de los grandes del reino habrían pagado grandes sumas para que Cyprianus Leovitius trazase su tema astral. Bastaría que se supiese, en Dinamarca, que le había arrancado sus secretos para que, a su regreso, no fuese considerado como el retoño tarado de los Brahe. Por el contrario, sus poderes misteriosos podrían inspirarles un terror más eficaz que su espada, que manejaba tan mal. Sí, era eso lo que necesitaba construirse: una reputación. No tenía dudas de que espiaban cada uno de sus actos y sus gestos: cada vez que entraba en una posada o en la biblioteca de una universidad veía en toda mirada que se levantaba a un chivato. Bien, ¡qué los espías que tenían pegados a sus faldones fuesen a contarle a su padre o al rey que él, Tycho, se había convertido en el poseedor de la respuesta a los misterios del cielo y los cuatro elementos!