En Núremberg, un anochecer, Tycho salió de la posada y se dirigió a las murallas con su ingenio cruciforme en mano. Le seguía un joven que también era estudiante y que había cenado en una mesa contigua y cuyas maniobras de aproximación Tycho ya había rechazado. Un príncipe danés no debía relacionarse con cualquiera, aunque ese cualquiera tuviera buena apariencia. El noble comenzó a subir las escaleras que conducían al camino de ronda. El otro continuaba pegado a sus faldones. Agobiado por su presencia, Tycho se volvió y dijo:
—¿Qué queréis de mí?
—Excusadme, señor Brahe, pero…
Tycho comprendió que el estudiante le había reconocido por la manera en que su mirada turbada se había deslizado hasta su nariz postiza. Estaba acostumbrado a ello.
—… pero —prosiguió el desconocido— tenemos un amigo común que me ha informado de cómo encontraros: Bartholomäus Scultetus.
—¿Schultz? Al pasar por Leipzig estuve a punto de verlo: acababa de volver a su casa.
—Precisamente allí nos entrevistamos, y me aseguró que con un poco de suerte podría encontraros de camino. Perdón, aún no me he presentado… Michael Maestlin, licenciado por la universidad de Heidelberg, geómetra y, sobre todo, tan enamorado de Urania como vos y como Scultetus.
—¿Y si fuésemos a hablar de todo esto a otro sitio que no fuesen estas escaleras?
Como Tycho señalase su bastón de Jacob, Maestlin se encogió de hombros y afirmó débilmente que las estrellas no se moverían de allí a la siguiente noche. Aquel comentario no gustó al danés, sorprendido de que un estudiante, visiblemente más joven que él, plebeyo y sin dinero, se dirigiese de una manera tan desenvuelta a alguien de su rango. Además, el otro era diplomado en las materias que le estaban prohibidas y, encima, por Heidelberg. Unos ligeros celos incrementaron su antipatía instintiva por aquel muchacho risueño, cuyos rasgos aún no habían salido de la infancia. ¿Y por qué ese Maestlin no había creído oportuno presentarse con la traducción latina de su patronímico, como era la costumbre? ¿Por qué iba el vestido con la vestimenta negra de un pastor? ¿Por qué no llevaba otras armas que aquel enorme bastón con un puño de marfil? Sin embargo, picado por la curiosidad de conocer a ese otro «enamorado de Urania», Tycho lo siguió hasta una taberna cercana a la casa de Durero, peregrinaje obligado para todo estudiante que pasaba por Núremberg.
Maestlin entró en la taberna como un asiduo del lugar y se instaló en una mesa de la que afirmó que era la misma a la que acostumbraban a sentarse Behaim, Durero, Paracelso, Copérnico y Rheticus. Tycho intentó ironizar preguntando si allí también Pitágoras consumía ambrosía en compañía de Aristóteles, y por toda respuesta sólo obtuvo una sonrisa educada. Cuando la camarera se les acercó, en el preciso momento en que el danés se disponía a pedir dos jarras de cerveza, la chica preguntó si «el señor Michael deseaba su habitual botella de tokay», y éste le respondió enviándole un beso con la punta del dedo índice.
Maestlin era parlanchín. Contó con elocuencia cómo había hecho el viaje de Heidelberg a Cracovia, para seguir en esa ciudad los cursos de Rheticus. Lo llamaba «mi maestro» con tal orgullo, que Tycho llegó a preguntarse si por azar su interlocutor no tendría inclinaciones sodomitas, cosa que le parecía el peor de los crímenes. Después, en el camino de regreso, el estudiante alemán había hecho un desvío por Prusia para peregrinar al observatorio «del maestro de los maestros», Nicolás Copérnico, muerto ahora hacía treinta años. Aquel nombre no le decía gran cosa a Tycho: un canónigo polaco un poco loco que habría estado en el origen de las tablas pruténicas, eso era todo.
Pero por nada del mundo habría reconocido su ignorancia ante Maestlin. De todas maneras, entre Ptolomeo y él mismo, no había nadie.
Después de esto, Maestlin anunció que se disponía a realizar una visita a Italia: Padua, Bolonia, Florencia, Roma… «Papista y sodomita, el retrato está completo», pensó Tycho, aun cuando el otro, en sus volubles incisos, protestó de su amor por las mujeres y de su fe luterana.
Aquel vino se bebía como el agua. Tycho ordenó, con un tono brutal, una botella de licor de pera, de la que se bebió tres vasos seguidos. Tenía bastante. Con su acento renano, que el danés encontraba afeminado, Maestlin encontraba muy divertidas sus propias agudezas. Tycho no las comprendía y, por consiguiente, las consideraba estúpidas. Maestlin se atrevía a burlarse de los antiguos, de los que parecía tener grandes conocimientos, ridiculizando sus supersticiones, oponiéndoles la sabiduría y el genio de su Copérnico en su descubrimiento de la Verdad divina. ¿Cómo contradecir a aquella fábrica de palabras sin revelar su ignorancia? Hizo ver que se tragaba aquellas palabras con tanta avidez como el licor de pera, aprobando a veces con un asentimiento de la cabeza o con una mueca.
Por su parte, Maestlin se dirigía pacientemente hacia su objetivo. Scultetus le había prevenido: Tycho era un ogro, un devorador de estrellas. Acumulaba sus coordenadas, no como una ardilla que almacena avellanas en un tronco de árbol en previsión de un invierno riguroso, sino como el avaro de la Aulularia de Plauto: por manía. El danés no buscaba en absoluto el secreto del universo, jamás se planteaba la cuestión del porqué y el cómo de las cosas. No, él recogía datos. En resumen, según Scultetus, Tycho era un imbécil; una bestia engreída de su rango y su riqueza, segura de que eso le daba una superioridad innata sobre sus condiscípulos plebeyos, que no existían sino para servirle. Por lo demás, si su apetito glotón de la observación celeste tenía una razón, no era la de leer los mensajes de Dios sobre el destino de los imperios, sino únicamente los que tenían relación con su vida, como si el cielo sólo hubiese sido construido para él.
Maestlin no estaba lejos de pensar que Scultetus tenía razón. Y aquella ignorancia flagrante de Copérnico, a pesar de la mala comedia que el otro representaba, incrementaba aún más su deseo de conducir al danés hacia donde él quería. Y lo que él quería era dinero. Pero ¿cómo hacérselo comprender a ese borracho sin parecer que estaba mendigando? Maestlin debía, en efecto, recibir de uno de sus parientes, residente en Núremberg, una muy bonita suma que le permitiría llegar a Padua sin problemas. Ahora bien, aquel pariente se había ausentado a Ratisbona por asuntos de negocios. Y el desvío que había hecho hasta el observatorio de Copérnico, en Frauenburg, había disminuido su bolsa. Así pues, decidió contarle su viaje, de manera ligera y divertida, como no importa qué bachiller se lo cuenta a otro que ha encontrado en una posada. Para evitar todo malentendido a propósito de sus relaciones con Rheticus, evocó festivamente, exagerando un poco, las posaderas y prostitutas que se había beneficiado en la etapa. Se imaginaba que, como todo hijo de gran familia, Tycho era un disoluto, que usaba y abusaba del derecho de pernada. La apariencia sanguínea del danés parecía confirmar aquella impresión.
Se equivocaba, Tycho era casto y pudibundo. Su pasión exclusiva por la observación y el cálculo astronómicos hacía que juzgase cualquier otra forma de placer ininteresante, en pocas palabras: una pérdida de tiempo. Sólo la buena comida, la cerveza y el licor gozaban de sus favores, pero únicamente para estimular sus fuerzas durante las largas noches que pasaba al aire libre o durante los días ocupados en anotar columnas de cifras. Por lo demás, es posible que, a sus veintitrés años, el hijo de Otte Brahe todavía no hubiese hecho ninguna calaverada. Maestlin acabó por comprender que no estaba empleando el mejor sistema para abrir la bolsa de su interlocutor. Cambió de táctica.
—Al subir por la escalera de aquella torre de Frauenburg, que conduce al gabinete de trabajo del maestro de los maestros, me embargó el sentimiento sagrado de estar entrando en un templo. La sombra de Copérnico rondaba por doquier. Sabía, además, por Rheticus, que la anciana que me guiaba había sido la compañera de sus instantes más difíciles. En aquella vasta sala, todo estaba en orden, como si el nuevo Ptolomeo estuviese a punto de instalarse allí. La anciana me dejó consultar, a cambio de una gruesa suma para un estudiante sin recursos, los manuscritos originales de su Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes y de sus tablas de cálculo, a las que llaman pruténicas o prusianas, pero que habría valido más llamar «copernicanas».
Por fin Tycho contaba con algún indicio sobre ese Copérnico sobre el que tanto insistía el otro: había ayudado a Rheticus y a Reinhold a elaborar aquellas famosas tablas. Y no pudo evitar interrumpir al incansable charlatán.
—Las he estudiado, y he descubierto en ellas una increíble cantidad de errores, más que en las alejandrinas o las alfonsíes. Volved a los antiguos, amigo Maestlin.
Ésa era, en efecto, la cuestión. Maestlin había sabido por su maestro Rheticus que Copérnico había hecho trampas, tanto para salvar las apariencias como para demostrar que la Tierra y los otros planetas daban vueltas alrededor del Sol. Evidentemente, Tycho ignoraba todo lo referente al heliocentrismo, puesto que el genial descubrimiento de Copérnico había sido sofocado, al día siguiente de su muerte, por la conspiración de silencio fomentada por los papistas y los luteranos, hermanos enemigos, esta vez unidos en su lucha contra la verdad del universo.
Desde que Rheticus lo inició en Cracovia, pese a sus escasos diecinueve años Maestlin se había impuesto por misión revelar al mundo esta Verdad, no gritándola desde los tejados, sino reservándola, de acuerdo con los preceptos de Pitágoras, a los pocos elegidos susceptibles de admirar la armonía querida por el Creador, sin echar jamás margaritas a los cerdos. Había comenzado la evangelización copernicana con Bartholomäus Scultetus: los debates habían sido prolongados, puesto que el antiguo ayudante de Homelius perseveraba en seguir las enseñanzas de su maestro, que, en su tiempo, se había opuesto enérgicamente a un Copérnico todavía con vida. Pero intentar enseñar el «gran giro» copernicano a este Tycho encasillado en sus certidumbres, repleto de suficiencia, supersticioso como una vieja campesina, impermeable a la duda como el más fanático de los monjes, era una tarea imposible de realizar. Por otra parte, no era eso lo que Maestlin buscaba, sino dinero. Así pues, prosiguió su narración sin contestar a las palabras vanidosas de su interlocutor.
—No quise abandonar aquel lugar sagrado sin llevarme una reliquia. Y esa reliquia, ¡hela aquí!
Señaló con el dedo un grueso y largo báculo con puño de marfil que había colocado, con intención deliberada, sobre la mesa.
—Es un objeto espléndido —apreció Tycho, haciéndose el entendido—. Esa esfinge tallada me parece muy antigua —añadió, acariciando el marfil, que el tiempo había vuelto amarillo.
—Mucho más antigua de lo que imagináis —replicó Maestlin—. Dice la leyenda que la madera de olivo de la que está hecho servía a Euclides para dibujar figuras geométricas en la arena. También se dice que fue Arquímedes quien fabricó el bastón, antes de regalárselo a Aristarco de Samos.
—Querréis decir Aristarco de Samotracia, el gramático y bibliotecario de Alejandría… —puntualizó Tycho, encantado de pillar en un fallo al pedante.
El pez picaba. «Además —pensó Maestlin—, este ignaro, que parece tragarse como palabra del evangelio la leyenda del bastón de Euclides, tampoco conoce a Aristarco de Samos, el lejano precursor de Copérnico, que, sin embargo, había sido redescubierto poco después de la muerte del astrónomo polaco». Simuló aceptar la enmienda de Tycho y prosiguió su relato. De las manos de un Aristarco, ahora originario de otra isla griega, el bastón había pasado a las de los magos babilonios, más tarde a las de los matemáticos árabes, antes de ser propiedad de Paracelso, de Rheticus y, finalmente, de Copérnico.
—Para poder obtenerlo yo de la anciana de Frauenburg tuve que vaciar mi bolsa —mintió Maestlin—, y no sé cómo logré llegar a Görlitz. Allí realicé una hazaña aún mayor: logré que Scultetus me prestase la suma que me permitiría realizar el viaje hasta Núremberg, donde el dinero me debía estar esperando. Pero, veréis, he descubierto de nuestro amigo una ley matemática que no hubiese negado el propio Euclides: la generosidad de un acreedor es inversamente proporcional a su riqueza.
Si Tycho no había comprendido la alusión, o bien era un estúpido o bien un roñoso. O ambas cosas a la vez.
—Continuad, pues, vuestro viaje conmigo —le propuso el danés—. Debo visitar a Cyprianus Leovitius y, a continuación, a unos especialistas en artes mecánicas de Augsburgo que, eso me han dicho, han construido unos instrumentos de medición excepcionales. Sería un placer tener como compañero a alguien como vos, que además podría serme de gran utilidad y ayuda.
Utilidad… Ayuda… Convertirse en el secretario de ese príncipe altivo no era la más risueña de las perspectivas para alguien tan independiente como Michael Maestlin. En otras circunstancias lo habría dejado plantado en el acto. Rechazó la propuesta, si bien adornando su decisión con mil y una excusas. Después de todo, explicó, sólo faltaban dos semanas para que su tío regresase de Ratisbona y, con él, su dinero. A la espera, añadió con desenvoltura, se contentaba con pan y agua, y dormiría sobre la paja de las caballerizas de la universidad.
Por su parte, Tycho había comprendido perfectamente lo que su interlocutor quería de él. Había conocido a tantos que sólo se interesaban por él debido a su dinero… Por lo general se contentaba con soltarles desdeñosamente algunas monedas, a fin de que aquellos parásitos le dejasen en paz. Sin embargo, esta vez tenía la sensación de que aquel tipo podía serle útil. Maestlin había demostrado tener buenos conocimientos de astronomía. Pero, puesto que se negaba a servirle, como ya Scultetus había hecho antes de él, era necesario que al menos le debiese algo. Y el otro ya había puesto cebo en su anzuelo.
—Y vuestro bastón de Euclides, ¿no es más que símbolo, o acaso oculta otros secretos? —preguntó, fingiendo que estaba un poco borracho.
Con gestos de mago de feria, Maestlin desenroscó el puño de marfil. El bastón estaba hueco.
—Esta excavación servía a los pitagóricos para transmitirse los secretos del universo, cuando se resignaron a constatar que la memoria y el verbo estaban perdiendo la batalla frente a la escritura.
Tycho sintió de repente que una puerta se abría al Gran Misterio. Necesitaba hacerse con aquel objeto. El blasón de los Brahe ¿no estaba representado por un bastón dorado sobre un campo azur? Que dicho bastón fuese, pues, el de Euclides; aquél sería su cetro, el cetro del futuro emperador de la astronomía. Maestlin no era más que un intermediario, una señal del destino, nada más.
Tycho cogió la madera y metió su mano, que tenía delgada y pálida como la de una doncella, en el agujero.
—¡Está vacío! —constató, totalmente incapaz de disimular su decepción.
—¡Pues claro! En cuanto descubrí lo que mi maestro Rheticus, en su lecho de muerte, me había dicho que encontraría, lo envié a la biblioteca de la Universidad de Tubinga. Allí me han prometido una cátedra a mi retorno de Italia.
—¿Y qué encontrasteis?
—La vida y obra de Copérnico narrada por su discípulo Rheticus.
Una vez más ese Copérnico. «Sólo tiene a ese tipo en la boca», pensó Tycho, contrariado. Y dijo en voz alta, con el tono de mando que empleaba su padre con sus soldados:
—Vendedme ese báculo. Vuestro precio será el mío.
Colocó sobre la mesa una bolsa muy redonda, bordada con hilos dorados.
—No me separaría de él por nada del mundo —exclamó Maestlin teatralmente.
Había llegado a su objetivo. Pero no pudo evitar que sus ojos se fijasen en el índice enguantado de rojo de su interlocutor, en el que relucía un hermoso diamante. Tycho se percató del movimiento de su mirada. De modo negligente se quitó del dedo aquella piedra, que los Brahe se transmitían de padres a hijos, y de la que se decía que había sido traída de unas islas lejanas por uno de sus antepasados, compañero de Erik el Rojo. El trato se cerró. Maestlin y Tycho podían separarse satisfechos, el primero ahora seguro de poder hacer un muy bonito viaje a Italia, el otro loco de orgullo por tener en su mano el bastón de Euclides, persuadido de que aquel báculo le llevaría muy lejos, hasta el reino de Urania, en donde le esperaba su hermano gemelo.
Maestlin, sin embargo, sintió escrúpulos. Al desprenderse de aquella reliquia por bajas cuestiones materiales, tenía la impresión de que estaba traicionando la misión sagrada que se había impuesto a sí mismo: propagar el gigantesco descubrimiento de Copérnico que, desde la muerte del canónigo polaco, los teólogos de todo tipo habían ocultado, y despertar, por medio del debate, una astronomía singularmente dormida desde hacía treinta años, así como toda la filosofía natural.
—Sé que es una falta de cortesía, pero me gustaría recuperar el báculo, que para mí es más precioso que cualquier otra cosa. La falta de dinero a veces empuja a realizar actos irreflexivos, incluso crímenes…
—Un crimen, exageráis —replicó Tycho, que, sin embargo, retiró la mano del puño del bastón, como si se hubiese quemado.
—El crimen de simonía, en este caso. El bastón de Euclides es para mí una auténtica reliquia. Conocí el formidable descubrimiento de Copérnico en la universidad de Wittenberg, en compañía de dos amigos, cuando…
—Pues yo descubrí mi vocación —interrumpió Tycho— durante un eclipse de Sol. Era todavía un niño.
—Contádmelo —dijo suavemente Maestlin, encantado de que el otro, a pesar de su pedantería, se humanizase un poco.
El relato que hizo Tycho de cómo había tenido la revelación de la astronomía fue todo un ejercicio de ingenuidad lleno de jactancia. Así, afirmó que el eclipse que había estado en el origen de su vocación era total, lo cual era falso, al menos en Dinamarca, pero Maestlin se guardó mucho de hacérselo notar. Luego el danés amplificó la soledad de sus estudios. Alguien un poco más crédulo que Maestlin habría podido imaginar que su interlocutor había descubierto por sí solo las matemáticas, sin la ayuda de los antiguos ni de un maestro.
—Tenéis mucha suerte de no ser danés, amigo Maestlin —suspiró Tycho—, puesto que no habéis tenido que sufrir el martirio por vuestro arte. En Copenhague, creedme, ¡todos los días se celebra el auto de fe de la filosofía natural! Si hubiese tenido, como vos, sabios profesores y condiscípulos cariñosos, no habría perdido tanto tiempo luchando contra mi familia, mi país e incluso mi rey.
Maestlin, que dormía a menudo con la bolsa vacía, no sentía mucha compasión por las pretendidas desgracias del gran señor. Pero no lo dejó traslucir. Por su parte, tenía que narrar su entrada en la astronomía, a fin de encontrar una ocasión para exponer la teoría heliocéntrica.
Contó que en Wittenberg, él mismo, Paul Wittich, un prusiano de Breslau, y el hijo de Erasmus Reinhold, el autor de las tablas ruténicas, formaban uno de esos tríos de bachilleres que se jurarían inseparables. Reinhold hijo profesaba por su padre un auténtico culto. En la biblioteca familiar un día se topó con una obra manuscrita cubierta por una espesa capa de polvo: el De Revolutionibus de Copérnico. Aquello fue una auténtica revelación.
—Todo el universo de Ptolomeo, que nos habían estado enseñando desde hacía tres años, se vino abajo. El Sol, tabernáculo de Dios, era ahora el centro del universo, y la Tierra, nuestro planeta, giraba alrededor de él y sobre su eje. Era algo tan simple, tan hermoso, que nuestras almas, todavía vírgenes de todo prejuicio, quedaron como iluminadas…
Con el rabillo del ojo, Maestlin observaba el rostro de Tycho, pero éste seguía impasible. ¿Estaba disimulando? ¿Era su nariz de cera, plantada entre dos ojos claros, lo que le daba aquel aspecto petrificado? ¿Era el licor de pera? Había que continuar el relato.
—Sintiéndonos crecidos por aquel descubrimiento, nos dirigimos a casa de nuestro profesor de matemáticas, dispuestos a batirnos verbalmente con él. Éste, asustado, nos contó que aquellas tesis habían sido condenadas por Lutero y Melanchton, y que mejor haríamos en seguir estudiando a los antiguos en lugar de prestar atención a aquellas elucubraciones diabólicas. Luego, volviéndose hacia Reinhold, le sermoneó, invocando los manes de su padre, que había sido el más encarnizado oponente de aquella teoría y que incluso había llegado a expulsar de Wittenberg al único discípulo de Copérnico, Rheticus. Nos dimos por enterados y no volvimos a evocar, ni siquiera entre nosotros, la sulfurosa teoría…
Tycho continuaba escuchando sin pronunciar una palabra. Maestlin prosiguió.
—Nuestra amistad sufrió las consecuencias de aquel incidente. Reinhold, sobre todo, tomó sus distancias. Wittich, a su vez, comenzó a rehuirme, temiendo que el trato conmigo perjudicase su carrera.
—Es entre los que están más cerca de nosotros donde siempre se descubren las almas mezquinas —dijo Tycho, mostrando que había seguido perfectamente el relato y haciendo gala de una inhabitual perspicacia sobre la naturaleza humana.
—En efecto —aprobó Maestlin—. Una vez que tuve en el bolsillo mis dos licenciaturas de matemáticas y teología, decidí comenzar mi periplo de final de estudios por Cracovia, a fin de entrevistarme con el hombre que había conocido a Copérnico: Rheticus.
—Ya no debía ser muy joven —ironizó Tycho.
—En efecto, al pobre ya no le quedaba nada de aquel flamante caballero al que sus estudiantes llamaban el Orfeo de la Astronomía. Olvidado de todos, salvo de su discípulo y amante Valentin Otho…
Tycho hizo un gesto de desaprobación. Maestlin prosiguió.
—Llegué en un muy mal momento: las persecuciones de los jesuitas eran cada vez más fuertes y Rheticus tenía que salir huyendo una vez más. Sin embargo, tuvo tiempo suficiente como para contarme que Erasmus Reinhold había estado, en efecto, en el origen de sus desgracias.
—¿Cómo es eso? —preguntó Tycho, que se impacientaba.
—Pues bien, los dos hombres competían por suceder a Melanchton y dirigir la prestigiosa universidad de Wittenberg. Reinhold empleó todos los golpes bajos, incluso llegó a denunciar de manera anónima las relaciones sodomitas de su adversario con varios estudiantes, lo que era exagerado, así como que judaizaba en secreto, recordando de este modo los lejanos orígenes del caballero.
Tycho, que sentía pasión por la cábala desde su relación con Levinus Battus, volvió a interesarse por el relato.
—¿Rheticus se vio obligado a exiliarse?
—Exactamente, pero en su huida dejó tras de sí una considerable recopilación de observaciones, cálculos y compilaciones, que en otros tiempos había acumulado en Frauenburg, bajo la dirección de Copérnico. Reinhold se apoderó de ellos, los ordenó y los hizo imprimir con el nombre de tablas pruténicas o prusianas.
—¡Entonces se trata de eso! —exclamó Tycho, para quien muchas cosas se aclaraban súbitamente—. Pero, si no recuerdo mal, las tablas expresan su reconocimiento al gran duque Alberto de Prusia y no a Copérnico…
—Justamente. Ahora bien, Alberto había sido en su tiempo el enemigo mortal de Copérnico y su familia. Comprendí entonces que Reinhold el joven había descubierto la falsificación de su padre, y que únicamente el sentimiento de vergüenza era la causa de su ruptura con nosotros…
—Todo eso me parece muy embrollado y perfectamente inútil —dijo Tycho, bostezando ostensiblemente.
—Eso no es tan evidente —replicó Maestlin—. Reinhold es ahora pastor en Saalfeld, en el corazón de los bosques de Turingia. Posee los secretos de su padre y de las tablas ruténicas, como el enano Alberico sentado al fondo de su gruta sobre el tesoro de los nibelungos… Y tú, Tycho, tú podrías, como tu antepasado Sigurd, apoderarte del tesoro…