Capítulo 6

Una mañana de octubre, al bajar al comedor común, tuvo la sorpresa de ver sentado allí a un compatriota, un primo lejano, Manderup Parsberg, descendiente por vía femenina de una rama menor, por lo tanto netamente inferior. Al igual que Tycho, Manderup había cursado sus estudios en Leipzig y posteriormente en Wittenberg, pero el hijo de los Brahe no frecuentó su compañía. No había que relacionarse con los Parsberg… Sin embargo, no pudo evitar mostrarse afectuoso:

—¡Pero si es Manderup! ¡Lo había dicho, lo había previsto! Todas las señales concordaban: ¡la peste se iría extendiendo y todo el mundo tendría que salir huyendo de Wittenberg, so pena de caer víctima de la muerte negra!

—Un Parsberg no huye jamás, querido primo, ni siquiera delante del diablo. Para mí la epidemia no ha sido más que un pretexto para abandonar unos estudios que no me sirven para nada, ahora que mi deber es combatir junto a mi rey.

Manderup era un joven muy delgado, casi esquelético, rubio y delicado como una muchacha. Tycho, que le sobrepasaba en una cabeza, era ancho de hombros, cabello y mostacho color fuego, bigotes que contrastaban extraordinariamente con el pálido bozo que su lejano pariente intentaba dejarse crecer debajo de una nariz fina y puntiaguda. Entre el atleta y el flaco, nadie habría apostado por este último. La seca réplica cargada de alusiones debería haber suscitado que se desenvainaran dos espadas. Por fortuna, el señor de la casa apareció en el comedor en compañía de su esposa, su hija de dieciocho años y sus tres hijos varones. La familia se sentó a la mesa: la criada sirvió la sopa de col y el profesor de teología pronunció la oración. Luego comieron en silencio, mientras Manderup lanzaba miradas frías y azules como el acero a Tycho, cuyos ojos se mantenían fijos en la contemplación del caldo. Lucas Bachmeister se percató del ambiente belicoso que reinaba bajo su techo. De modo que, una vez terminada la comida, anunció en tono jovial los esponsales de su hija, invitando a los dos gentileshombres daneses al baile que tendría lugar después de la ceremonia. De repente muy distendido, Tycho soltó con su voz atronadora:

—Será para mí un gran honor, pero al mismo tiempo un motivo de gran desesperación, puesto que no seré yo el feliz elegido.

—Sin embargo, casarse con una plebeya no sería la primera infracción del hijo de los Brahe —espetó Manderup en danés, para evitar que sus anfitriones lo entendieran.

—Os recuerdo, señores, que bajo mi techo o en mi clase, sólo se habla en latín —advirtió con una voz dulce el profesor de teología.

Tycho marchó a refugiarse en su habitación y desde la ventana espió la salida de Manderup.

Durante las semanas siguientes, en la universidad, Tycho lo rehuyó, al tiempo que el otro lo buscaba por todas partes. La ciudad y el puerto no hablaban más que del inminente duelo entre los dos primos. La noticia no tardó en llegar a Copenhague. Hacia finales de noviembre, Tycho recibió de su padre, Otte, un carta plagada de faltas de ortografía en la que se le ordenaba acabar con todo aquel asunto, y otra de su tía, con súplicas para que huyese a Wittenberg y prefiriese la peste a la espada. Él mismo tenía dudas, haciendo y deshaciendo constantemente su horóscopo, que le repetía siempre la misma recomendación: no lanzarse a aventuras peligrosas hasta finales de 1566.

Aquel día, el 10 de diciembre, se preguntaba si asistiría a los esponsales de la hija de su anfitrión o si permanecería enclaustrado durante las tres semanas que faltaban para el año nuevo.

De repente, tuvo una iluminación: combinando el calendario lunar usado entre los musulmanes y el calendario cristiano, se dio cuenta de que había nacido bajo el mismo signo astral que Solimán el Magnífico, muerto dos meses antes, la víspera de una batalla en Hungría. ¡Claro está! ¡No era él el poderoso personaje que debía perecer, sino el Gran Turco! Entonces se vistió con sus mejores galas y se dirigió con paso seguro a la sala de fiestas de la universidad, donde se celebrarían la ceremonia y el baile.

Desde que había comenzado sus estudios alemanes, había abandonado por completo la esgrima, así como cualquier otro ejercicio marcial: el futuro nuevo Hércules de la astronomía se creía obligado a hacer abstracción de su cuerpo. De modo que, a pesar de sus veinte años, su fornida envoltura corpórea se hallaba un poco fofa. Sin embargo, estaba muy seguro de su superioridad física frente a aquel alfeñique de Manderup, tanto que no consideró necesario recibir lección alguna del maestro de esgrima de Rostock. Simplemente, si el duelo había de producirse, tendría que ser después del primero de enero.

Durante la ceremonia religiosa su mirada buscó por todo el templo, pero, para gran alivio suyo, su coinquilino estaba ausente. Pensó con satisfacción que, cuanto más baja era la nobleza, menos dispuestos estaban sus retoños a mezclarse con los burgueses: un Parsberg tenía demasiado miedo a que lo confundieran con uno de ellos, mientras que un Brahe podía muy bien disfrazarse de campesino, y el ojo menos avisado distinguiría en él al gran señor.

En la sala de las fiestas, a excepción de algunos oficiales vestidos de gala, no había más que las ropas oscuras de profesores y estudiantes, apenas realzadas de armiño, y para las mujeres, castos vestidos verdes o azules, ocultos bajo las pieles: a pesar del fuego del infierno que zumbaba en las chimeneas, hacía un frío glacial. Después de que el padre de la novia abriera el baile con su hija, Tycho, cuya vestimenta roja y pesada gorguera era la admiración de las jóvenes y hacía fruncir el entrecejo del pastor, invitó a la hija menor de su anfitrión a un ländler, danza grave y lenta que en la actualidad se llama «alemana» y que los tres laúdes que hacían las veces de orquesta interpretaron con dificultad, intentando en vano no desafinar. Su pareja no tenía más encanto que el de sus quince años, pero el danés sabía que así satisfacía al digno profesor de teología, haciéndole soñar con un buen matrimonio. En cuanto pudo, Tycho abandonó a la muchacha y se unió, por el lado de las mesas de juego, a un grupo de hombres que discutían acaloradamente, entre los cuales reconoció al profesor de matemáticas.

Hablaban de alta política, en particular de las consecuencias que podría tener sobre el imperio la muerte de Solimán el Magnífico en el sitio de Szitgetvar.

—No es la historia la que puede decidir sobre eso, sino lo que los astros y el cielo nos dicen acerca del futuro —intervino Tycho con la suficiencia de su edad y altivez de su nacimiento.

—Así pues, ¿practicáis el arte de la astrología? —preguntó el profesor de matemáticas, con un deje de ironía—. Mi vista se ha debilitado de estudiarla, y confieso que hasta el presente no he descubierto en ella nada concluyente.

—¡Pues yo sí! Era fácil prever que Solimán el Magnífico moriría cuarenta y nueve días antes del eclipse de Luna del pasado mes de octubre.

—¿Y vos lo habíais predicho? Explicádnoslo, os lo ruego.

—El cuatro y el nueve, sumados, dan trece, ¿no es cierto? Lo mismo que la suma de las letras hebraicas que forman las palabras Jehová, Abraham, Sinaí, José, Jacob, Isaac, Israel y Torá. De la misma manera que en la Ultima Cena eran trece, entre ellos Judas, figura divina entre los sectarios de Mahoma.

—Felicidades, señor Brahe, domináis perfectamente la lengua de los profetas —encomió el doctor astrónomo, cada vez más cáustico—. Ignoraba que nuestra pequeña universidad contase con tan eminente cabalista.

Tycho no lo desmintió, pero enrojeció ligeramente: había leído aquello en un fascículo en danés, una compilación que le había regalado su tío Steen, el alquimista. ¿Qué importaba? Él, un Brahe, no tenía que justificarse ante un plebeyo. El cual, sin embargo, prosiguió:

—Eso es numerología. ¿Dónde está, en lo que habéis dicho, el arte de los babilonios?

—En Selene, la diosa de la noche. Y en el magnífico eclipse que se produjo la noche del pasado 28 de octubre[1]. Como bien sabéis, la oriflama de los otomanos representa una media Luna blanca sobre un fondo rojo. Ahora bien, aquella noche la Luna era de sangre. Además, Marte, dios de la guerra, al que Solimán ha consagrado su detestable vida, y Venus, a la que mantenía encerrada por centenares en su serrallo, estaban entonces en una determinada configuración que…

Un ligero aplauso lo interrumpió y le obligó a darse la vuelta. Manderup Parsberg batía sus guantes de cuero, cuyos dedos estaban todos ellos cubiertos de anillos. Miraba fijamente a Tycho con sus ojos descoloridos, y su sonrisa descubría unos largos dientes carniceros.

—Felicitaciones, querido primo. Yo también había previsto la muerte de Solimán, pero con menos precisión. Sólo me había dicho a mí mismo que a los setenta años, Gran Turco o no, no se tiene mucho tiempo por delante. Es verdad que, en mi caso, no he contado con la ayuda de los judíos y los sarracenos para calcularlo, aunque fuese a posteriori, como diría el maestro Bachmeister.

Tycho, rojo de ira, casi le saltó al cuello. Que se insinuase que era un cobarde o un traidor a su patria en guerra lo aceptaba; algún día demostraría que la grandeza de su genio aportaría a Dinamarca más gloria que el más encarnizado de sus guerreros. Pero que se osase afirmar que había hecho trampas con los astros al predecir la muerte del sultán era algo que no podía tolerar. Sin embargo, ¿cómo explicarle a aquel pedante que todo era una cuestión de interpretación? Prefirió gruñir:

—¡Pobre Manderup! Te crees muy gracioso. Sin embargo, no he oído salir de tu boca de culo más que estupideces.

El otro puso la mano sobre la empuñadura de su espada y enseguida se formó un círculo alrededor de los dos. Finalmente el duelo iba a tener lugar, y más de uno ocultaba mal su alegría de ver matarse entre sí a dos naturales de aquel país que se comportaba allí como fuerza ocupante. El decano intervino.

—Os recuerdo, jóvenes, que os encontráis en el recinto de la facultad. Y que, según las normas instauradas por Philipp Melanchton, está prohibido batirse, no sólo dentro de los muros de toda la ciudad universitaria, sino además entre correligionarios. Sería enojoso para mí tener que explicarle a Su Majestad Federico II las razones por las que he tenido que encerrar a dos de sus súbditos en los calabozos de Rostock.

—¡Salgamos, pues, de la ciudad, Tycho, y enfrentémonos bajo las murallas!

—¿Con este frío y esta tempestad? Eres aún más estúpido de lo que imaginaba.

—Sea. Esperaré a que mejore el tiempo para enviarte a mis padrinos.

La mejoría se hizo esperar dos semanas. No hacía un tiempo que invitase a dos duelistas a batirse al aire libre, y menos aún a un astrónomo. Finalmente, el cielo quedó despejado la víspera de Navidad, por la tarde. Con el compás en una mano y el recado de escribir en la otra, Tycho se precipitó hacia lo alto del palomar de su anfitrión. Pasó allí la noche, larga noche boreal tan límpida, tan pura, que podía justificar la pasión desatinada del danés por coleccionar estrellas. Arrebujado en sus pieles, intentó recuperar el tiempo perdido: la tempestad no le había permitido, once días antes, escrutar, a las 22 horas y 47 minutos, las configuraciones astrales de sus veinte años y de su gemelo.

Se fue a dormir muy tarde, olvidándose de la celebración de la Navidad. Cuando bajó al atardecer, su anfitrión, que no bromeaba con tales asuntos, le recordó severamente sus deberes religiosos. Pero se suponía que el nacimiento del Señor debía ser alegre: la copiosa cena lo fue. La hora era la del perdón: Tycho y Manderup se abrazaron, para gran satisfacción del maestro Bachmeister y ante los ojos húmedos de su hija menor.

Aliviado, Tycho volvió a subir a su palomar. El día siguiente transcurrió tranquilo, puesto que Manderup estaba ausente. Pero el 27, apareció por la mañana en la habitación de Tycho, que acababa de dormirse después de haber pasado la noche bajo las estrellas.

—La tregua de Navidad ha concluido, Brahe. Dentro de tres días una escuadra partirá a la reconquista de Gotland. Mi hermano la manda y nos recluta a los dos como alféreces de navío. Será un golpe de audacia extraordinario. Los suecos no nos esperan en lo más crudo del invierno, pero el tiempo ha sido tan suave que el mar está libre de hielos. ¡Prepárate! Mañana, con la aurora, nos presentaremos en el puente del Dragón de Elsinor.

—Pero ¡qué estás diciendo! ¿Quién te ha dado permiso para decidir por mí? —gruñó Tycho todavía medio dormido.

—¡Serás cobarde, Tycho Brahe! ¿Te negarás a luchar por tu rey y tu país?

Loco de ira, Tycho saltó de la cama, cogió a Manderup por el cuello, lo levantó como a una pluma y lo lanzó escaleras abajo.

—Esta vez nos batiremos, Brahe —gruñó el otro mientras se levantaba—. Mañana te enviaré a mis padrinos.

—Ya puedes ahorrártelos. El duelo se celebrará, pero será el día primero de enero. ¡No antes!

Manderup se estiró, escupió al suelo y se alejó. La ira de Tycho se disolvió tan pronto como había aparecido. Con manos temblorosas, abrió una gran carpeta, sacó de ella las cartas astrales que había ido trazando desde la edad de dieciséis años, las comparó con las efemérides de aquel año de 1566, las confirmó… No había nada que hacer: todas decían lo mismo. Solimán y él podían morir el mismo año. ¿Era posible cambiar aquel designio? Cinco días, le quedaban cinco días. Luego, todas las esperanzas le estarían permitidas. Pero ¿le concedería ese tiempo Manderup? Decidió desaparecer hasta final de año. Marcharse… pero ¿adónde? El único refugio posible era Wittenberg. Pero ¡ay! La peste le impedía el acceso a aquella ciudad. Se encerró en su habitación y al llegar la noche no dejó entrar a nadie salvo a la hija menor de su anfitrión, que había robado para él un gran pedazo de pan en la cocina. Por desgracia, al día siguiente la chica no volvió: uno de sus hermanos la había denunciado. Entonces, con el vientre atenazado por el hambre, se resignó a bajar a la hora de cenar. Manderup lo aguardaba en el comedor casi desierto.

—¿No hay nadie aquí? —farfulló Tycho.

—¡Ay! —murmuró una vocecita tímida—, se han ido a cenar a casa de mi tío…

Se dio la vuelta. Era la hija menor, vigilada por la mirada severa de una vieja aya. Ésta añadió secamente:

—La señorita está castigada por haber robado pan.

Manderup, con los brazos cruzados sobre el pecho, se rio sarcásticamente.

—¡Qué valor, Brahe! Ahora te refugias en las faldas de las mujeres. Vamos, todo esto ya dura demasiado. Salgamos y batámonos.

—¿A qué viene tanta prisa en morir? —rugió Tycho—. Ten un poco de paciencia y nos enfrentaremos a pleno día, el primero de enero.

—¡Imposible, cobarde! Estaré en alta mar, defendiendo el nombre del rey de Noruega y Dinamarca. ¡Busca tu espada y sígueme!

—Pero… Ni siquiera tenemos padrinos…

—¿Acaso eres italiano o francés, que necesitas de todo ese ceremonial afeminado? Yo seré el testigo de mi lealtad y tú de la tuya, si es que todavía la tienes.

En la noche, negra como la tinta, solamente se advertía el leve fulgor de una alfombra de nieve. Las espadas se buscaron un momento a ciegas. Finalmente entrechocaron y produjeron una lluvia de chispas. Impresionado, Tycho giró sobre sí mismo. Manderup levantó su arma y la descargó como un hacha, con la intención de partirle el cráneo en dos, pero erró el golpe y la hoja se deslizó por la frente y el rostro. Tycho se vino abajo. Manderup volvió a envainar y esperó, con los brazos cruzados. Diez antorchas iluminaban ahora el extremo de la calle. Eran el maestro Bachmeister y sus criados, que corrían hacia ellos gritando.

—¡Deteneos! ¡Deponed las armas!

La hija menor se había escapado del aya y había ido a avisar a su padre. Iluminado por las llamas, el profesor de teología se inclinó sobre Tycho, cuyo rostro no era más que una masa sanguinolenta hundida en la nieve teñida de rojo. Le palpó el cuello y halló que el corazón latía. Bachmeister se enderezó.

—Vosotros dos —ordenó a sus criados—, llevadlo al gran salón y acostadlo sobre la mesa. Tú, Kurt, corre a despertar al doctor Levin Batto. Ve volando. En cuanto a vos, señor Parsberg, mañana convocaré el gran consejo de la universidad, que os juzgará por esta grave falta a nuestras leyes.

Manderup se encogió de hombros y desapareció en la noche. No se le volvió a ver en Rostock: al llegar la aurora se había echo a la mar, dispuesto para la guerra.