El invierno había llegado, y el mar se heló. Tycho habría podido marcharse de la península de Jutlandia a pie enjuto, pero halló que el periplo era demasiado arriesgado, de modo que decidió esperar a que se produjese el deshielo. A comienzos de la primavera retornó a Rostock, donde no se entretuvo, y en abril ya estaba en Wittenberg.
¡Wittenberg! ¡La primera y más prestigiosa universidad de la Reforma! La que dirigió Melanchton, en la que enseñaron Erasmus Reinhold, Rheticus y muchos otros. Tycho Brahe, atormentado por la voluntad de convertirse en el nuevo Ptolomeo, jamás habría aceptado otro lugar para terminar sus estudios de matemáticas y astronomía. Sin embargo, quedó decepcionado: allí se observaba poco y se teorizaba mucho. En Leipzig había leído la Narratio Prima de Rheticus, pero las hipótesis heliocéntricas no habían suscitado su interés. Que la Tierra, con otros planetas, diese vueltas alrededor del Sol o que fuese el centro del universo no significaba nada para él: lo que se enseñaba desde Ptolomeo facilitaba los cálculos y las previsiones mejor que aquel desorden incongruente.
Así pues, Tycho barrió de su mente aquellas elucubraciones, que no le servían para leer los mensajes enviados por los fenómenos celestes. Lo que él anhelaba era observarlos con el mejor instrumental. Encontró su tesoro en un libro aparecido dos décadas antes y que había tenido un gran éxito: La astronomía de los Césares, de Petrus Apianus, que había sido profesor en Ingolstadt. En la obra se describían, en particular, numerosos instrumentos destinados a reproducir los movimientos de los cuerpos celestes. Cada plancha, concebida como un astrolabio de papel, era de un ingenio extraordinario. Por desgracia, Apianus, alias Peter Bienewitz, había muerto hacía casi quince años, y su hijo Philipp, que ocupaba la cátedra de matemáticas en Tubinga, no era más que un mediocre. Tycho trató de averiguar entonces en qué lugar enseñaban los mejores astrónomos de su tiempo. Por supuesto, lo que buscaba no era un maestro, sino más bien alguien que le ayudase a llegar a serlo él mismo cuanto antes, a pesar de sus veinte años.
Decididamente, Wittenberg ya no contaba con ninguna figura de talla en esas artes. Tycho debía buscar en otra parte, al sur, en Wúrtemberg, en Baviera, incluso en Suiza. Allí sólo se ocupaban de teología y derecho. Decidió entonces, después de sólo seis meses de estudios, partir y convertirse al calvinismo. Pero no pudo llevar a cabo su proyecto. En efecto, corrió el rumor de que en la campiña de los alrededores de Wittenberg la peste se propagada. Ahora bien, en el horóscopo que había levantado antes de su partida de Dinamarca estaba escrito que en septiembre del año 1566 un grande de este mundo, infiel a su señor, podría morir de una manera brutal. Sólo podía tratarse de él. Así pues, lo abandonó todo, huyó de la universidad y se refugió en Rostock, donde se matriculó en la facultad de derecho. A la menor señal de peligro, podría replegarse a su país natal, a sólo un día de travesía.
En aquellos tiempos belicosos, Rostock se había convertido prácticamente en un arsenal danés. Tycho no tenía el menor deseo de cruzarse en la calle con sus compatriotas, que se pavoneaban ataviados con sus galas de oficiales de la marina: jubón de cuero o de acero, ancha daga que entrechocaba con las altas botas. Él en cambio, como astrólogo, se vestía a la moda de París: casaca roja con cintas verdes y sombrero con plumas, cascadas de encajes, gran gorguera almidonada, sobre la que su rostro rubicundo con largos bigotes parecía una calabaza puesta encima de una bandeja de plata.
El primer día de su instalación, Tycho había sorprendido algunas sonrisas despectivas a su paso y comentarios a sus espaldas. El hijo de Otte Brahe debería haber desenvainado inmediatamente la espada, pero determinada configuración de Marte y Géminis, así como un gato negro que se le había cruzado por delante en la calle, le convencieron de no batirse ese día.
En la ciudad y sus alrededores ya no quedaba un alojamiento digno de hospedar a un Brahe. La guarnición danesa lo ocupaba todo. Tycho tuvo que resignarse a imitar al resto de los estudiantes: se convirtió en inquilino de uno de sus profesores y se instaló bajo el techo del profesor de teología de la facultad de Rostock, Lucas Bachmeister. Una cama, una mesa, una silla: triste morada para un muchacho que había pasado su infancia en el palacio de su tío y, a continuación, en hermosas casas para él solo, en Leipzig. Incluso tuvo que hacer volver a Copenhague a su último criado.
Pasó así largas semanas taciturnas, aplicado en seguir los cursos de retórica y derecho, para que al menos aquella estancia forzada en tan siniestro puerto le fuese de alguna utilidad.