Capítulo 3

El 24 de marzo de 1562, Vedel y Tycho se instalaron en Leipzig, en una hermosa casa más bien alejada de la facultad, para que Tycho tuviese el menor contacto posible con sus condiscípulos. Vedel estableció un programa de estudios tan detallado que no dejaba margen alguno a la menor escapada a las estrellas, y el señor de dieciséis años pareció someterse sin rechistar a aquella férrea disciplina. Se limitó a esperar que llegase su hora. Y ésta no tardó en llegar. En efecto, el preceptor también se había matriculado en la universidad, pero no asistía a la misma clase que su alumno: el año anterior, en Rostock, había obtenido una licenciatura en teología. De modo que, mientras Vedel se hallaba en clase, Tycho escapaba a su vigilancia. Además, tuvo suerte. Durante su primer curso de retórica el joven príncipe se encontró con un compatriota que había sido compañero de clase en la universidad de Copenhague. Allí ni siquiera se había fijado en Johann Feldman, hijo de comerciantes de muy humilde condición. Pero hallándose en tierra extranjera, las barreras de nacimiento parecieron desvanecerse y los dos chicos no tardaron en convertirse en los mejores amigos del mundo. Feldman había latinizado su apellido en Pratensis, Tyge Ottensen Brahe latinizó el suyo en Tychonis Brahensis.

Pratensis compartía la pasión de Tycho por la astronomía y las matemáticas, pero no tenía prohibidas su práctica y estudio. Al cabo de una semana los dos amigos habían refinado su táctica para que Tycho pudiese seguir las lecciones de astronomía del profesor Johannes Homelius. Una vez más, la suerte estaba de su lado, puesto que la clase coincidía con la de poesía latina, a la que asistía Vedel. Tycho se dirigió a la lección inaugural de aquel maestro, famoso en toda Europa por sus mapas, con gran impaciencia. Pero, para gran decepción suya, el decano de la facultad subió a la cátedra para anunciar la muerte, la noche anterior, del viejo Homelius. Tras un breve homenaje anunció que, a la espera de que un nuevo maestro llegase de Wittenberg, se impartirían los cursos de matemáticas, pero no así los de astronomía.

¿Le había dado la espalda la suerte? Tycho lo creyó así hasta el oficio fúnebre, que se celebró al cabo de dos días en el templo de la universidad. La homilía fue pronunciada por el ayudante del difunto, Bartholomäus Schultz, alias Scultetus, quien, con toda legitimidad, debería haber sucedido a su maestro; pero sus veintidós años, y el hecho de que aún no hubiese defendido su tesis, lo inhabilitaban para ocupar dicho cargo. «¡Necesito a ese hombre!», pensó Tycho durante el oficio. Una vez concluida la ceremonia, quiso abordarlo, pero Vedel no se apartó de él ni un solo instante. El joven lanzó una mirada desesperada a Pratensis, quien captó su intención al vuelo y se acercó a Vedel hablándole en danés. El preceptor se sorprendió, porque allí todo el mundo hablaba únicamente en latín. Pronto hallaron amistades comunes e incluso algunos primos. Tycho había descrito detalladamente a su amigo el carácter de su carcelero. Éste tenía un vicio, uno sólo, una pasión exclusiva: Saxo Grammaticus, el monje que, cuatro siglos antes, había escrito la Gesta de los daneses. Este libro narraba, en latín, la vida de los reyes antiguos o míticos de Escandinavia, como Hadingus el Fuerte, Frodi el Generoso o Hamlet el Prudente, personalidad que posteriormente inspiró a nuestro Shakespeare. Bastó una alusión de Pratensis para que inmediatamente Vedel se pusiese a gesticular de excitación, hablando en voz alta de su tema favorito, sin percatarse de las miradas de reprobación que suscitaba semejante conducta durante unos funerales.

Tycho aprovechó la oportunidad para eclipsarse, alejarse con el joven asistente Scultetus y suplicarle que le concediese una entrevista para el día siguiente, a una hora en la que Vedel no pudiese espiarle. En cuanto obtuvo la cita, volvió junto a su preceptor, que, abstraído por Saxo, no se había percatado de nada. Además, tuvo la satisfacción adicional de que Vedel le pidiera que tomase como ejemplo a Pratensis, quien, como buen danés, se interesaba por la historia gloriosa de su patria. Con ello Tycho descubrió la forma de engañar al espía de su tío: todas las tardes, al regresar de la facultad, fingía que sentía un gran interés por la poesía épica, e incluso llegó a tomarle el gusto a eso de entretenerse con los dáctilos y los espondeos.

Así, con suma paciencia, fue domesticando a Vedel, quien al cabo de un año, arrebolado como una virgen, acabó por confesarle que él mismo componía versos a la manera de los antiguos. El hombre poseía un auténtico talento para la poesía. Pero, sobre todo, tenía la vanidad de los poetas. De hecho, el pobre se hallaba en una posición muy delicada, ya que su suerte dependía por entero de Jørgen Brahe. Si cometía el más mínimo error en la misión que le había encomendado, por ejemplo, la adquisición de un libro de astronomía, se encontraría en la calle. Por otra parte, no debía ganarse la enemistad de su pupilo, quien, llegado el día, sería el jefe de la más poderosa dinastía danesa.

Tycho había obtenido todo lo que deseaba durante su primer encuentro con Scultetus. Le había expuesto francamente la situación: su sed insaciable de astronomía y astrología, la categórica negativa de su familia a que continuase por aquella vía, la vigilancia constante de la que era objeto y la amenaza de ser repatriado inmediatamente a Copenhague si lo descubrían observando el cielo o estudiando a Ptolomeo y Regiomontano.

A Bartholomäus Schultz le hizo mucha gracia dar clases clandestinas a ese muchacho, seis años más joven que él. Natural de Görlitz, próspera ciudad de la alta Lusacia, no tenía nada que temer ni que esperar de la parentela de Tycho. Era el primogénito de una rica familia de terratenientes, cuya propiedad menos importante no era el establecimiento donde se fabricaba una cerveza muy reputada en todo el imperio. Debido a la bebida del lúpulo, que tantos placeres como beneficios producía, en el hogar de los Schultz se interesaban no sólo por la filosofía natural, sino también por las innovaciones técnicas. Así pues, Bartholomäus, que tenía intención de regresar a su casa en cuanto hubiese obtenido el doctorado, encontró divertida la idea de formar antes a un discípulo que, además, un día tal vez llegaría a convertirse en un distinguido cliente; o mejor, le permitiría abrir una sucursal: Schultz & hijos, proveedor exclusivo del rey de Dinamarca, he aquí algo que no convenía menospreciar…

Así, durante tres años, Tycho y Pratensis fueron los dos únicos estudiantes de un maestro que ni siquiera era profesor. Estudiantes y, pronto, ayudantes, ya que Scultetus se había impuesto a sí mismo la tarea de continuar la obra del difunto Homelius. Tycho quedó sorprendido, por no decir decepcionado, por el contenido de aquella enseñanza. Él, que pensaba repartir su tiempo entre la observación de la bóveda celeste, las especulaciones sobre la marcha de los astros y los mensajes que el zodíaco enviaba a los hombres, los eclipses, los cometas o las estrellas fugaces, se vio obligado a dedicarse a la geografía, la cartografía, el arte de la navegación e incluso a la fabricación de cuadrantes solares y bastones de Jacob. Ciertamente, los trabajos manuales le resultaban entretenidos, pero lo que él quería era ir allá arriba, a la última esfera, en la que estaban engastadas las estrellas fijas, para encontrar cuál era la suya o la de su hermano gemelo.

A falta de gemelo, había encontrado a un hermano en la persona de Scultetus. El burgués de Lusacia y el aristócrata danés no se necesitaban mutuamente: estaban en un plano de igualdad. Sólo los conocimientos daban una apariencia de superioridad al mayor de los dos. Superioridad de la que, sin embargo, no abusaba. De este modo se estableció entre ellos una relación de camaradería.

La guerra tan anunciada entre Dinamarca y Suecia finalmente estalló. El almirante Jørgen se puso al frente de la flota, mientras que su hermano, el alcaide Otte, tomó bajo su mando todas las fortalezas, entre ellas Copenhague, que defendía el estrecho de Sund, principal objeto de litigio entre los dos reinos boreales.

Tycho acababa de cumplir diecisiete años, la edad de ir a luchar, pero no tenía ningunas ganas de hacerlo. Por su parte, Vedel estaba exultante. Iba a poder cantar la gran gesta de Federico II, y en su mente ya componía los versos en los que loaba las acciones heroicas de su alumno, Tycho Brahe. Había enviado una carta en este sentido a Jørgen. Entonces, al estudiante le entró el pánico. ¿Se habría equivocado al levantar su horóscopo a partir de las pocas nociones que había adquirido de una manera desordenada? Un horóscopo que le decía, como es lógico, que su nacimiento, el martes 13 de diciembre de 1546 a las 22 horas y 47 minutos, lo destinaba a convertirse en el nuevo Ptolomeo. ¿Y si el horóscopo no era el suyo, sino el de su hermano gemelo, mientras que él estaba destinado a morir en la guerra?

Fue a consultar a la única persona en quien podía confiar: Scultetus. Éste trató de tranquilizarlo explicándole que el arte adivinatorio exigía una larga práctica, y que además se prestaba más al destino de los imperios que al de los individuos. En su fuero interno, no obstante, el hijo del cervecero de Görlitz se sorprendía de que el joven príncipe danés estuviese aterrorizado ante la idea de combatir. Aquello provocaba en él una muda satisfacción: el hecho de que aquel coloso de aspecto arrogante, cuya espada chocaba constantemente contra su muslo y que jamás se abstenía de recordar que era el retoño de una extensa estirpe de guerreros, apenas supiese esconder tras sus especulaciones astrales el miedo al dolor y la muerte, regocijaba al pacífico burgués que Scultetus tenía la intención de llegar a ser. Por otra parte, habría encontrado perjudicial para el arte astronómico que ese muchacho, tan dotado para el cálculo y con semejante ansia por descubrir y aprender, no pudiese responder a las esperanzas depositadas en él por culpa de una bala de cañón sueca. De modo que le propuso la siguiente estratagema: que Tycho y él trazasen un mapa de las costas del Báltico, lo más preciso posible, que redactasen un manual práctico para el manejo del astrolabio y el bastón de Jacob destinado a los marinos y, finalmente, que levantasen, de manera imprecisa, un horóscopo de la guerra.

Durante una semana, día y noche, se consagraron a dicha tarea en una pequeña casa que Bartholomäus poseía en las afueras de la ciudad. Mientras tanto, Vedel, enloquecido, seguro de que iba a perder su empleo, buscaba por todas partes a su alumno, guiado por las falsas pistas que Pratensis, jubiloso, le proporcionaba. A continuación Tycho envió el fruto del trabajo de ambos en un doble ejemplar: uno para Su Majestad el rey de Noruega y Dinamarca, y otro para su almirante. Federico II y Jørgen comprendieron entonces que el extravagante estudiante les sería más útil en Leipzig que sobre el castillo de popa de uno de sus navíos.

A partir de entonces Tycho pudo consagrarse por entero a su pasión. Vedel, por su parte, había recibido nuevas consignas de Jørgen, ordenándole que permitiese a su alumno dedicarse a las matemáticas y la astronomía, con la sola condición de que obtuviese resultados prácticos e inmediatos: mapas y arte de la navegación. El preceptor no sabía nada de dichas materias, de modo que llegó a un acuerdo con Tycho: éste ofrecería alguna prenda a su tío, aprobando uno o dos cursos de retórica y derecho. A cambio de esto, él, Vedel, cerraría los ojos a sus actividades nocturnas, la observación de las estrellas.

De este modo Tycho consiguió otros dos años de estancia en Leipzig, y en condiciones bastante agradables. Para complacer a su tío, le enviaba de vez en cuando instrucciones de uso de un instrumento marino —el astrolabio, el bastón de Jacob o la brújula— y se reía de ello con Bartholomäus, a quien le había hecho saber que en aquel mar cerrado siempre se había navegado a la estima. Por no mencionar que un descendiente de vikingos jamás se habría rebajado a utilizar instrumentos, por temor a la única cosa a la que éstos tenían miedo: el ridículo.

Pasaba las noches en la terraza de su casa cosechando estrellas. Durante el día, estudiaba y corregía las tablas astronómicas elaboradas, a partir de Hiparco y Ptolomeo, por un areópago de sabios cristianos, judíos y moros hacía tres siglos en España, bajo el reinado de Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio; luego, las otras tablas de cálculos, muy recientes y llamadas ruténicas o prusianas, puesto que habían sido elaboradas por Erasmus Rheinhold, muerto diez años antes, sobre la base de las observaciones de Copérnico. ¿Tycho tuvo conocimiento entonces de la teoría heliocéntrica del sabio polaco? Sin duda no, o bien la tomó por vaticinios de un anciano exhausto. Por otra parte, saber cómo daba vueltas el universo era algo que no le interesaba. Acumulaba observaciones de la misma manera que un avaro amontona monedas de oro en un cofre y no las gasta jamás.