Tycho pasó los primeros años de su vida en el castillo de su tío, en Tostrup, lugar que gracias a las pretensiones italianas de Jørgen resultaba mucho menos severo que el torreón de Helsingborg, pues ventanas y columnatas sustituían con ventaja a aspilleras y garitas. Por otra parte, las muestras de cariño de Inger para con el niño eran mayores que si hubiese sido su madre natural.
El rey Cristián III había decretado que la corona del reino de Dinamarca y Noruega era hereditaria, para gran perjuicio de los príncipes. Como contrapartida, había convertido su reino a la Reforma y había distribuido generosamente entre sus vasallos los ricos bienes del clero católico, además de ofrecer a las grandes familias nuevos cargos y honores. Así, Jørgen Brahe se convirtió en almirante y gobernador del puerto de Vordingborg, que controlaba el otro estrecho que unía el Báltico con el mar abierto. Los barcos de la Hansa y de los suecos ya no podían hacer sus negocios sin pagar unas tasas exorbitantes en los peajes daneses. Los Brahe se habían convertido en aduaneros de las puertas de los océanos. Después de caer bajo su jurisdicción, más de un marino o un comerciante los habría calificado de piratas.
Cristián III no sólo era señor de la mayor potencia boreal, sino también de la más poderosa nación adherida a la Reforma. Sin embargo, estaba apesadumbrado: mientras que en los principados y los grandes ducados alemanes de dicha confesión florecían las universidades, en las que los más prestigiosos profesores formaban a los que un día llegarían a ser célebres teólogos, filósofos, juristas, matemáticos y artistas, el simulacro de universidad que el rey se había empeñado en abrir en Copenhague permanecía singularmente desierto. Los escolares de buena familia y sus padres consideraban que no había necesidad alguna de conocer a Platón, Euclides o Ptolomeo para navegar, comerciar o guerrear. El rey no podía obligarles a ello, de modo que pidió a su esposa que captara a las madres para la causa. La primera convencida fue Inger Brahe, para quien nada era demasiado bueno para su hijo adoptivo. No le costó persuadir a su marido Jørgen, puesto que éste, a pesar de su rusticidad, había comprendido que para gobernar una nación no bastaba con saber luchar.
Así pues, hizo llamar a un joven pastor sin dinero de Rostock, quien enseñó al niño todo lo que un hijo de buena familia debe saber para comportarse de acuerdo con su rango. Jørgen lo mantuvo oculto a fin de que nadie en la corte supiese, y Otte menos que nadie, que su hijo adoptivo estaba aprendiendo latín. Durante seis años los preceptores se sucedieron. Sólo permanecían unos meses antes de huir, puesto que, aunque Tycho se mostraba muy dotado para todas las materias, aquellos desgraciados eran tratados por Jørgen como los más viles de los criados. Incluso llegaba a azotarlos para hacerlos pasar por el aro, según decía.
El rey Cristián III murió en la primavera de 1559. Sus exequias se celebraron a unas dos leguas de Copenhague, en la catedral de Roskilde, que para los daneses es un poco lo que Westminster para los ingleses o Saint-Denis para los franceses, pero a lo rústico. Le sucedió su hijo, Federico II, sin que los Oxe, los Bille o los Brahe tuvieran nada que objetar. El nuevo monarca había tenido un preceptor italiano y contrajo matrimonio con la princesa prusiana Sofía de Mecklemburgo, lo que le limó algunas asperezas normandas. Con el celo de los neófitos, el nuevo monarca quería elevar los estudios que se impartían en Copenhague al nivel de las mayores universidades reformadas por Melanchton, como Wittenberg y Tubinga. Durante las numerosas audiencias que concedió a sus principales vasallos, luego a la pequeña nobleza y, finalmente, a los comerciantes, pidió a cada uno de los jefes de aquellas familias que permitiesen que sus retoños siguiesen sus estudios en la nueva universidad de Copenhague, aunque sólo fuese para inculcarles nociones de derecho. En su ambición por dominar el mar Báltico, Federico II quería ir mucho más allá que su padre, que se había contentado con el papel de aduanero. Quería, sobre todo, apoderarse del reino de Suecia, el enemigo ancestral. Para llevar a cabo estas conquistas poseía barcos y soldados de sobra, pero apenas contaba con hombres capaces de administrar las inmensas extensiones con las que soñaba constituir un imperio boreal, un imperio Escandinavo.
Los comerciantes aceptaron con entusiasmo la idea de confiar uno de sus vástagos a aquella universidad que, finalmente, les abría las puertas. La pequeña nobleza los imitó. Sin embargo, sólo uno de los grandes vasallos puso a su único heredero en manos de aquellos profesores, contratados en la Alemania reformada sin reparar en el precio: Jørgen Brahe, por supuesto, convirtió a su hijo adoptivo Tycho, de trece años, en un estudiante.
Cuando Otte se enteró de la noticia, se presentó hecho una fiera en el palacio de Tostrup y acusó estentóreamente a su hermano mayor de querer convertir a su hijo en un clérigo, en un ratón de biblioteca. Poco tiempo antes habrían desenvainado las espadas para matarse fraternalmente, pero con el advenimiento del nuevo rey, ambos Brahe se habían convertido en los brazos armados del reino, uno de tierra, otro de mar. Así pues, decidieron dirimir la cuestión primero a puñetazos, y luego, cuando estuvieron bien aturdidos y cubiertos de sangre, a fuerza de vaciar jarras de cerveza, hasta consumir medio barril. Una vez calmados, llegaron a un acuerdo: Tycho seguiría sus estudios, pero sin por ello descuidar el oficio de las armas. En cuanto al hermano menor del muchacho, Steen, también tendría que estudiar algo de derecho, retórica y filosofía. Así el mayor se convertiría en el político más poderoso del reino mientras que el menor sería el jefe del ejército y la marina.
Después de aquello, todo fue a las mil maravillas durante tres años. Siguiendo el acuerdo alcanzado por Otte y Jørgen, Tycho y Steen ingresaron en la universidad, a la edad de trece y doce años respectivamente, y fueron a la misma clase, sin tomar en consideración el notable adelanto intelectual que había adquirido el mayor. Desde entonces los dos muchachos se profesaron un odio mortal, de forma que, cuando no se estaban peleando, se ignoraban mutuamente. Además, como les estaba prohibido relacionarse con los alumnos de una casta inferior, su escolarización fue más bien solitaria.
El 14 de agosto de 1560, su profesor de matemáticas, un hombre completamente vestido de negro cuya barba espesa ocultaba un rostro amarillento, entró en el aula frotándose las manos con aire de satisfacción. Aquel diácono bávaro había tenido que dejar su Augsburgo natal, donde los luteranos no era muy estimados por las autoridades católicas, a pesar de la paz que acababa de ser firmada en dicha ciudad por las dos confesiones.
—Señores —anunció—, la semana que viene asistiremos a un fenómeno celeste poco frecuente: un eclipse. El Sol pasará por detrás de la Luna y durante un buen rato nos veremos sumidos en una gran oscuridad.
Tycho levantó la mano y, con una insolencia que ciertamente no le permitía su escasa edad, sino más bien sus títulos de nobleza, dijo:
—¿Os tomáis por Dios, profesor, para predecir lo que hará el cielo en el futuro?
El pedagogo aún no se había acostumbrado a semejante trato. En su universidad de Augsburgo el muchacho habría merecido, cualquiera que fuese su origen, la férula y el calabozo. Pero allí, entre aquellos bestias, tuvo que contentarse con una pequeña venganza.
—Ciertamente no, señor Steen…
—¡Mi nombre es Tycho!
—Huy, perdonad el error. ¡Os parecéis tanto a vuestro hermano!
—¡No es mi hermano, sino mi primo!
El maestro saboreó brevemente la rabia de su alumno y prosiguió con voz melosa:
—¿Quién soy yo para intentar subir, aunque sólo sea un peldaño, hacia el Señor de todas las cosas? No: si puedo hacer semejante predicción es gracias a los antiguos, que desde la noche de los tiempos, de Babilonia a Alejandría, observaron el cielo y calcularon el tiempo que tardaban los planetas y el Sol en dar vueltas, sobre sus órbitas cristalinas, alrededor de la Tierra.
Se volvió hacia la pizarra y dibujó un círculo, en cuyo centro escribió la palabra «Tierra». Unos ligeros trazos curvos bastaron para crear un efecto de perspectiva y representar un globo. Con mano segura trazó alrededor de la Tierra otro círculo en el que dibujó una media luna.
—¡Zafarrancho de combate! ¡Son los turcos! —exclamó Steen.
La clase estalló en carcajadas.
—¡Silencio! —gritó Tycho—. ¡Dejadle terminar! El primero que se atreva a abrir la boca se enterará de quién soy yo.
—Gracias por vuestra intervención —dijo el profesor, sin darse la vuelta—. Pero el comentario de vuestro hermano… ¡perdón!, de vuestro primo, era tan pertinente como impertinente. Los sectarios de Mahoma se sirven, en efecto, de las fases de la Luna para establecer su calendario anual, mientras que los cristianos utilizamos el tiempo que tarda el Sol en volver al mismo lugar en el cielo, y según el mismo ángulo en relación con horizonte; es decir, un poco más de trescientos sesenta y cinco días. Como podéis ver, lo que os enseño no es del todo inútil, lo mismo que el arte de los números. Pero antes de llegar al Sol, primero debo trazar dos órbitas más, donde están como incrustadas otras dos estrellas que equivocadamente son llamadas errantes, puesto que recorren siempre el mismo camino, y que nosotros denominamos, con mayor exactitud, «planetas»: he aquí Mercurio y he aquí la esmeralda Venus.
La tiza se partió con un chirrido y algunos alumnos dieron muestras de desagrado, aunque guardaron silencio inmediatamente al advertir la amenazadora mirada de Tycho.
—… Y finalmente, el astro de los días que da vueltas alrededor de la Tierra en un día y una noche, breve período dividido en veinticuatro horas. Detrás del Sol, es decir, aún más lejos de nosotros, los tres últimos planetas: el rojo Marte, Júpiter y Saturno.
Su brazo se estiró aún más para describir un gran círculo que casi tocaba el borde de la pizarra.
—Y éste, señores, es el envoltorio, la bóveda en la que el mundo se halla y se mueve, vasta esfera tachonada de un millar de estrellas fijas.
—¿Qué hay detrás? —preguntó Tycho.
—Eso, señor mío, se halla fuera de mis competencias. Preguntádselo a vuestro profesor de teología, aunque dudo que pueda daros una respuesta.
—Entonces volvamos a los eclipses —refunfuñó Tycho.
—Pues bien —reanudó el diácono con un tono convencido—, habréis constatado que, cuanto más lejos de la Tierra están los círculos que recorren los planetas, más amplios son. De modo que, cuanto más cerca se hallan los planetas, menos tiempo tardan en dar la vuelta. Y ocurre que, forzosamente, como sucede en las carreras de caballos, uno alcanza a otro y lo deja atrás. En ese momento preciso, para el espectador, si está situado en el lado correcto, el caballo más rápido oculta al más lento. Es decir, lo eclipsa.
—Pero entonces ¿se hace de noche durante el día? —preguntó Tycho, que parecía ser el único interesado.
—Sólo en las pocas ocasiones en que la ocultación es total, la noche surge efectivamente en pleno día: el tiempo que el disco de la Luna oculta exactamente el del Sol, lo que jamás supera los siete minutos. Pero lo más frecuente es que la ocultación sólo sea parcial, que la luz del día sólo disminuya un poco, y entonces hay que procurarse cristales ahumados para apreciar el espectáculo del Sol parcialmente oculto.
—¿Y cómo se puede saber si el eclipse será total o parcial? —inquirió Tycho, cada vez más escéptico.
—Como las velocidades de los planetas son constantes; como, desde la noche de los tiempos, los hombres han observado el fenómeno; como saben que tal día a tal hora de tal mes de tal año la Luna estará a tal altura en el horizonte y en tal lugar en el cielo, es posible, mediante complejos cálculos, determinar el momento en que ocultará todo o una parte del Sol, y en qué lugar de la Tierra será visible dicha ocultación. ¡Por eso, señor Tycho, puedo afirmar que dentro de una semana exactamente, a las trece horas precisas, tal vez se haga de noche en Copenhague durante tres minutos y treinta segundos!
—¿Y sois vos quien lo habéis calculado? —preguntó Tycho desdeñosamente.
—Yo sería incapaz de hacerlo. Lo he visto en esas hojas que se llaman almanaques, diarios o efemérides, según su complejidad, y que anuncian todo lo que va a suceder en el cielo, aquí o en otras partes, durante el año en curso. Pero como veo que el tema os interesa, os propongo que me acompañéis a observar el fenómeno.
El muchacho aceptó, aunque dejando caer la amenaza de que, si el eclipse no se producía, no daría mucho por la plaza del matemático en la Universidad de Copenhague. El eclipse ocurrió, claro está, y aunque en Copenhague sólo fue parcial, el adolescente quedó maravillado. Así pues, era posible predecir con siglos de anticipación lo que pasaría en el cielo, y también se podía saber lo que había sucedido en el pasado. Sin embargo, la predicción no era perfecta: todavía existía una incertidumbre sobre los lugares de la Tierra en que el eclipse sería total. El destino de los hombres y el de los imperios no podían más que humillarse ante esas leyes inmutables, que eran las del tiempo.
Y su propio destino, el de Tycho, estaba escrito en las alturas. Pero ¿se trataba realmente de Tycho? ¿No sería él «el otro», aquel gemelo cuyo nombre jamás le habían querido revelar? Tenía que averiguarlo a toda costa. Además, deseoso de aprender a adivinar el futuro como lo hacían otros, decidió impregnarse de la mecánica celeste. Acaparó las enseñanzas de su profesor de matemáticas, a quien acosó permanentemente sin dejarle ni un momento de respiro. Se presentaba en su casa avanzada la noche, en las únicas horas en que el pobre hombre podía encontrar un poco de tranquilidad en familia, y lo arrastraba a observar la bóveda celeste hasta el amanecer. El desafortunado diácono bávaro habría huido de buen grado, pero ¿cómo hacerlo? ¿Por mar, con cuatro hijos?
No tuvo que arriesgarse a esa peligrosa empresa. Steen, que compartía habitación con Tycho, lo espiaba. No le resultó difícil comprobar que su hermano desatendía el resto de sus estudios, sobre todo el derecho y la retórica, y se consagraba en exclusiva a la astronomía, siempre pegado a los faldones de su profesor. A la primera ocasión, el hermano menor habló del asunto con su padre, Otte. Muy pronto la cátedra de matemáticas quedó vacante y su titular, acusado de corromper a la juventud danesa, fue expulsado manu militari.
Expulsión inútil: Tycho ya no le necesitaba. Como un león, había despojado al bávaro de todo su saber, hasta dejarlo reducido a un esqueleto. Pero cada vez estaba más hambriento. Por doquier recogía cartas marinas, planisferios celestes, tablas astronómicas, diarios, efemérides caducadas. Otte estaba satisfecho: su hijo sería almirante. Jørgen lo estaba menos: si Tycho no seguía una carrera diplomática, corría el riesgo de no llegar a ser jefe de la Corte, es decir, el primer ministro de Dinamarca.
Ambos se equivocaban. Tycho, obsesionado por descubrir su verdad en las estrellas, se conchabó con uno de sus tíos, hermano de su madre natural: Steen Bille, la oveja negra del clan. En lugar de ocuparse de la guerra y la navegación, ese hombre extravagante había instalado en un antiguo monasterio la primera imprenta, la primera vidriería y la primera papelera de Dinamarca, a pesar de los sarcasmos de la alta aristocracia, pero alentado por los reyes Cristián y Federico. En aquel lugar que había pertenecido a los monjes y que los campesinos creían frecuentado por los trols, Steen se entregaba a experiencias misteriosas. A menudo, del antiguo refectorio salían y se elevaban densos humos cargados de chispas sanguinolentas que, cuando el viento soplaba del norte, atravesaban el estrecho y llenaban el castillo de Elsinor de olores mefíticos.
Aprovechando la rivalidad que existía entre su padre y su tío, durante su decimoquinto año Tycho pudo disfrutar de una gran libertad. En lugar de destrozarse mutuamente, Jørgen y Otte pasaron a disputarse sus favores en una auténtica subasta. El menor de los Brahe creyó haberla ganado cuando se imaginó que su hijo se interesaba por las cosas del mar y que prefería ir a su casa, situada en la costa sueca del estrecho, que a la fortaleza de su hermano mayor, al sur de la gran isla de Copenhague. Pero Otte no tardó en descubrir que no era a él a quien Tycho iba a visitar, sino a su cuñado Steen Bille, el alquimista. El joven se encerraba días enteros con su tío en el antiguo monasterio de Herrevad, aquel antro del diablo. Otte pensó en ir a desafiar a aquel loco de Steen, pero su esposa lo contuvo. No es que se sintiese muy unida a su hermano, pero un duelo, le explicó a su esposo, amenazaría con destruir la frágil alianza entre los Bille y los Brahe y provocar un conflicto entre las dos familias más poderosas del país.
Otte se tragó el orgullo y se dirigió a casa de su hermano mayor a fin de solventar el asunto del hijo de «ambos». Quería exigirle a Jørgen, ahora gran almirante, que acantonase al muchacho en sus arsenales de Vordingborg o que lo nombrase alférez de uno de sus navíos. Pero los planes de Jørgen para Tycho eran muy otros. El muchacho sería su único heredero, y ese nuevo linaje no podía quedar interrumpido por una bala de cañón. Los dos hermanos sólo estaban de acuerdo en un punto: había que arrancar a Tycho, destinado a convertirse en el jefe del clan Brahe, de la nefasta influencia de Steen. Finalmente, Jørgen, más sutil que su hermano menor, logró imponer a éste una idea que le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo: que Tycho abandonase Dinamarca durante una temporada. En un primer momento Otte se resistió. ¿Dejar el país cuando se estaba fraguando una guerra? Aquello equivalía a una deserción.
Hubo que servir una gran cantidad de pintas de cerveza antes de que Jørgen lograse convencer a Otte: puesto que Dinamarca, dueña de Islandia, de Groenlandia, de Noruega y de toda la península de Jutlandia, tenía todas las posibilidades de convertirse para la Reforma en lo que el imperio de los Habsburgo era para los papistas, no eran almirantes lo que aquella futura gran potencia más necesitaba, sino administradores. Y —argumento definitivo que acabó con las últimas reservas de Otte— el conocimiento de las leyes y de otros príncipes enriquecería a Tycho y, por consiguiente, a todo el clan. Así pues, el hermano menor se resignó a que el hijo de «ambos» continuase sus estudios en Alemania.
Pero ¿qué universidad elegir? Ellos no sabían nada del tema y en aquel momento sólo se les ocurrió la de Rostock. Era el puerto continental más cercano a Copenhague y, por el momento, pertenecía al príncipe de Mecklemburgo, padre de la reina de Dinamarca. Eso era tanto como decir que en Copenhague se la consideraba, si no una posesión danesa, sí al menos una especie de colonia.
Sin esperar a que se fundiera el hielo, Jørgen acompañó a su sobrino en la corta travesía. El decano acudió al puerto para recibir a tan influyente personaje. Sin embargo, no todo era tan fácil como el mayor de los Brahe había imaginado, pues no tardó en descubrir que la facultad de Rostock dependía de la de Leipzig, en Sajonia, a una buena semana de viaje. Ello implicaba que Tycho debería realizar allí al menos su primer año de estudios. De nada sirvieron las airadas protestas de Jørgen y sus posteriores intentos de soborno al decano: las normas universitarias, instauradas por el reformador Melanchton, no admitían excepción alguna, de manera que el joven debía trasladarse allí, lejos de todo control tutelar. Entonces el decano propuso a Jørgen que el muchacho viajase acompañado de un preceptor por encima de toda sospecha, que velaría para que el nuevo estudiante no se apartase ni un ápice del programa fijado por su tío: derecho, retórica, teología, sin caer en la tentación de la alquimia y la astrología, que le habían sido inculcadas por su primer profesor de matemáticas y aquel chiflado de Steen.
A Jørgen le pareció una rara perla el preceptor que el decano le presentó. Anders Sorensen Vedel tenía como primera ventaja la de ser danés: su futuro, su fortuna, incluso su propia vida, dependerían, pues, de su celo en servir a la familia Brahe. Sólo tenía veinte años, y no se le conocía ningún vicio ni ninguna querida. Aquel hombre delgado y febril estaba devorado por una sola ambición: convertirse en el vate de los nuevos tiempos de Dinamarca, el príncipe de los poetas normandos que cantase la saga de la dinastía de los Oldenburg. Para él sólo contaba la grandeza de su patria. Que el jefe de los Brahe le confiase a su heredero para que lo convirtiera en un Médicis vikingo, del que él sería el Marsilio Ficino, colmaba su vanidad. Además, Jørgen, que conocía bien a los hombres, le encontró otra ventaja: Vedel tenía mal aliento, por lo tanto era virtuoso por sí mismo, ni siquiera fue necesario pagarle un sueldo elevado. El preceptor obedecería y le enviaría cada semana un informe detallado de las actividades y los gastos de Tycho. Además, por precaución, los cuatro servidores del séquito que acompañaba a su sobrino tenían todos ellos el encargo de vigilar a Vedel, al mismo tiempo que se vigilaban entre sí.
Tycho no se dejó engañar, pero se sometió. Cuanto más lejos estuviese de su país natal, más libertad de acción tendría. Cuando pidiese este o aquel libro de matemáticas o de astronomía en la biblioteca de su universidad, ¿cómo iba Vedel a leer por encima de su hombro? Y además, antes de su partida y en secreto, había logrado sonsacarle una bonita suma de dinero a su tía, a quien le resultaba imposible negarle nada.