Grantham, Inglaterra, 1655
Había regresado de un largo periplo por el continente que me había conducido de Ginebra a Estocolmo, pasando por una Alemania devastada a sangre y fuego. Durante tres años había representado el papel del viajero inglés excéntrico y rico, como esos que se encuentran a menudo en los caminos y los mares. Sin embargo, aquel viaje, realizado entre 1629 y 1632, no lo había decidido yo para mi disfrute personal. Su Majestad, Carlos I, me había encargado una discreta misión diplomática: se trataba de incitar a los príncipes y reyes protestantes a entrar en guerra contra la poderosa casa austríaca de los Habsburgo. Misión bastante bien cumplida, puesto que durante los siguientes dieciocho años no hubo manera de poder contar los muertos de lo que hoy se llama la guerra de los Treinta Años. Y yo, John Askew, sin jactarme, puedo decir que tuve algo que ver en todo ello.
Al cumplir sesenta años decidí que había llegado el momento de retirarme de los asuntos del mundo y ocuparme únicamente de los míos, en esta casa solariega de Harlaxton, en la que ahora escribo, dirigiendo de la manera más provechosa posible mis granjas, huertos y rebaños, diseminados por la apacible campiña que rodea Grantham.
Algún tiempo después, uno de mis numerosos nietos me hizo una visita. Quería que le presentase a un amigo que yo tenía en el Almirantazgo. Aquel muchacho de quince años soñaba con ser marino. Le expliqué que antes de subir al puente de un barco tendría que estudiar matemáticas y astronomía. Luego, pasando de una cosa a otra, le conté que yo mismo, a su edad, había tenido la revelación de la ciencia de los astros. Siendo paje en el séquito de Jacobo VI de Escocia, nuestro futuro Jacobo I de Inglaterra, había tenido ocasión de visitar, siguiendo a mi rey, la isla de Venusia, en la que el famoso Tycho Brahe había construido su prodigiosa Ciudad de las Estrellas.
A partir de entonces, durante mis viajes conocí a hombres extraordinarios, fundadores del cielo que, por medio del cálculo y la observación, han reconstruido el universo no como lo vemos, sino como es en realidad. Le recordé a mi nieto mi visita a Galileo en Florencia, a Maestlin en Tubinga, a Descartes en Ámsterdam, a Gassendi en París. Y, sobre todo, oh, sí, sobre todo, las numerosas entrevistas que me concedió en Praga y otros lugares aquel gigante entre los gigantes, el astrónomo del emperador, el emperador de la astronomía: Johann Kepler.
Estaba en este punto de mi relato cuando el bribón exclamó: «¡Al abordaje!». El muy cretino se había quedado dormido y soñaba en voz alta. Furioso, levanté mi pesado báculo de madera de olivo y amenacé a aquel impertinente con romperle la crisma si no desaparecía de mi vista al instante. Desde entonces no lo he vuelto a ver. Ahora trabaja en el Almirantazgo como subjefe adjunto en la oficina de lo contencioso, y jamás ha puesto los pies sobre el puente de un barco, salvo, tal vez, en los muelles del Támesis, para discretamente meterse en el bolsillo algún sobre entregado por un capitán…
Mi dulce esposa Helen me calmó como pudo.
—Dear John, puesto que nadie os escucha, ¿por qué no ponéis vuestros recuerdos por escrito?
La idea me gustó, pero por el momento no hice nada. Sin embargo, unos años más tarde recibí una obra de mi amigo francés Pierre Gassendi, un incrédulo a cuyo lado yo pasaría por un meapilas. Su librito narraba la vida y la obra de Tycho Brahe. Como el volumen estaba dedicado ni más ni menos que al rey Federico III de Dinamarca, cuyo padre, Cristián IV, había tenido un célebre enfrentamiento con Tycho, el contenido no se correspondía con la realidad: el astrónomo y su monarca aparecían representados como si fuesen dos ángeles. En la carta que acompañaba su envío, Gassendi se disculpaba de ello con ironía.
Se me ocurrió entonces la idea de ponerme yo también a escribir para presentar a un Tycho sin maquillaje, tal como yo lo había conocido y tal como me habían hablado de él. ¿Cuál era mi propósito? Enseñar a los más humildes, de manera sencilla, que la Tierra, al igual que el resto de los planetas, da vueltas alrededor del Sol y que también gira sobre su eje. Si mis criados, mis peones, mis vaqueros y mis pastores alcanzaban a comprenderlo, ¿por qué no mi ignorante descendencia?
Rememoré que mi compatriota William Shakespeare ya había descrito, en máscaras y alegorías, la rivalidad que enfrentaba, en la Inglaterra de la época, el sistema del mundo copernicano y el de Tycho Brahe. Sucedió en 1601; a mis veinticinco años me encontraba al inicio de una prometedora carrera de diplomático y, la víspera de salir en misión hacia las Provincias Unidas, tuve la oportunidad de asistir a una representación de Hamlet por la compañía de Lord Chamberlain. El propio Shakespeare aparecía en escena, representando con un vigor sombrío el papel de espectro. Completamente transportado por la fuerza del drama, empleé todos los medios imaginables para conocer, al salir del teatro, al famoso dramaturgo. Pero ¿cómo captar su atención entre los numerosos admiradores que se apiñaban a su alrededor, muchos de los cuales eran mujeres hermosas? De pronto se me ocurrió una idea. No se me había escapado, claro está, que el lugar de la acción, la fortaleza de Kronborg, en Elsinor, había sido administrada por la familia Brahe en una época. Me aferré a ese delgado hilo para soltar, en medio de la animación de las conversaciones, que yo, diez años antes, había visto con mis propios ojos la ciudadela celeste de Tycho Brahe en Uraniborg. Shakespeare interrumpió en seco su cortés conversación con dos agradables damas, volvió la cabeza hacia mí, me miró con fijeza durante unos segundos, luego me cogió de la manga y, apartándose del grupo sin pronunciar palabra, me condujo rápidamente a una taberna que él frecuentaba. Allí se desahogó y me contó que, siendo él joven, había acudido con asiduidad al hogar del astrónomo Thomas Digges, en cuyo salón, en otros tiempos, tenía lugar una tertulia. El célebre autor de Una perfecta descripción de las esferas celestes, publicada el año que me vio nacer, 1575, muy pronto se había revelado como un ardiente copernicano, y defendía enérgicamente el sistema heliocéntrico del canónigo polaco. A Shakespeare le gustaba discutir con el anciano, que conservaba una mente diáfana, acerca de sus opiniones originales y un poco iconoclastas sobre el infinito y la organización del universo. Digges había colgado en el comedor un gran retrato de Tycho Brahe. Fue en aquella habitación, y bajo la mirada petrificada del imponente danés, donde Shakespeare se inició en las sutilezas de la astronomía y en los grandes debates que agitaban a los filósofos sobre el misterio cosmográfico. Fue allí también donde, me confesó, germinó la idea de una obra en la que contaría un episodio sangriento de la gesta danesa, pero en la que incluiría numerosas referencias, más o menos veladas, a los acerbos debates cosmológicos de nuestra época, que sólo un público iniciado podría reconocer. Eligió como patronímico de dos de sus personajes, Rosencrantz y Guildenstern, el de dos bisabuelos de Tycho. En la obra teatral, se suponía que eran los mensajeros del poderoso y astuto rey Claudio: Claudio Ptolomeo, claro está. Hamlet había realizado sus estudios en Wittenberg: ciudad en la que Rethicus había enseñado el sistema copernicano. Y cuando Fortimbrás había vuelto de Polonia para saludar al embajador de Inglaterra, había que ver en ello el acuerdo entre el modelo polaco de Copérnico y el inglés de Digges, los cuales eran superiores al sistema danés de Tycho…
Pasmado por aquellas revelaciones, le confesé a Shakespeare mi estupidez, puesto que todas aquellas alusiones se me habían escapado. Me tranquilizó con una carcajada, confesándome a su vez que hasta el momento presente nadie se había percatado de la más mínima alegoría, ¡y que yo había sido la primera persona que había pronunciado en presencia suya el nombre de Tycho! De ahí el favor de concederme aquella conversación en privado…
Resumiendo: treinta años después de este episodio, consideré adecuado emplear el lenguaje del teatro para llevar a buen término mi proyecto pedagógico. Oh, claro está, mi propósito sería considerablemente más modesto en el plano dramatúrgico) que el de mi glorioso antecesor; sin embargo, debería ser más explícito en lo referente a la fábula astronómica. Así pues, escribí una farsa que representaba el encuentro tumultuoso entre los dos mayores astrónomos de todos los tiempos; Johann Kepler y Tycho Brahe, en un castillo de Bohemia. Ordené disponer una caballeriza en desuso de la casa solariega. Mi herrero, un coloso, representó el papel de Tycho; mi mayordomo, el de Kepler; una de mis camareras, quien para conmigo tiene ciertos detalles, el de Elisabeth, la hija de Tycho; mi regordeta cocinera, el de Barbara Kepler; y yo mismo representé al emperador Rodolfo. Acudió mucha gente, incluso de los castillos y las casas de campo de los alrededores. La gente se rio mucho, pero no de lo que yo quería que se riesen. Se reían de ese loco de Kepler, que afirmaba que la Tierra giraba sobre sí misma, y aplaudían el sentido común de su esposa, que, vapuleándole con fuerza, le replicaba que, si aquella idea diabólica fuese cierta, los hombres y los animales saldrían disparados al espacio para no volver jamás.
Mi carrera de dramaturgo terminó ahí. Me resigné a olvidar mis veleidades plumíferas y me refugié cada vez más en mi desván, pegado al precario anteojo astronómico que me había fabricado con mis propias manos.
En la primavera del año pasado vino a visitarme toda mi parentela, para festejar el aniversario de mis cuatro veces veinte años. ¡Festejar, verbo incongruente para semejante edad! Cansado de su cháchara, hacia las dos de la tarde pedí que me pusiesen fuera una tumbona, al lado de la escalinata, en mi lugar habitual, desde donde disfruto de una hermosa vista sobre el parque y los bosques. Envuelto en mi manta, recibiendo en el rostro los tímidos rayos del sol de abril, no tardé en entrar en un voluptuoso estado de somnolencia, a medio camino entre el sueño y la vigilia. En un momento dado, escuché unas risas ahogadas, murmullos y un ruido de papeles. Abrí los ojos y vi, sobre el césped, a dos de mis bisnietas, tumbadas boca abajo sobre la hierba, leyendo un grueso rollo de manuscritos amarillentos. El espectáculo era encantador, pero puse una severa voz de abuelo para pedirles que me trajesen lo que tanto les divertía. Asustadas, me obedecieron precipitadamente, como si hubiesen cometido una grave falta.
Eché una ojeada a la primera página de aquel manuscrito y quedé estupefacto: se trataba de una antigua carta escrita en latín que, sesenta años antes, Michael Maestlin, profesor de matemáticas de Tubinga, había dirigido a su antiguo alumno Johann Kepler.
—¿Quién os ha autorizado, señoritas, a entrar en mi biblioteca? ¿Vuestros padres no os han dicho que está totalmente prohibido hacerlo?
Esta vez mi cólera no era fingida. La mayor de las dos, con lágrimas en los ojos, protestó diciendo que ella no había entrado en mi santuario y señaló mi báculo, que yacía sobre el césped, aparentemente roto, puesto que el puño había salido rodando y estaba un poco más lejos. Les ordené sin la menor amabilidad que me acercasen los dos trozos de aquel objeto, caro a mi corazón, y que se largasen de allí.
Afortunadamente, el báculo estaba intacto. Las dos mocosas habían descubierto su secreto: el hermoso y antiguo puño de marfil que representaba una esfinge se podía desenroscar. El báculo estaba hueco y en su interior cabía una gran cantidad de papel enrollado.
Me puse a rememorar las circunstancias en las que Kepler me había confiado aquel objeto, del que nunca se separaba. A él le gustaba contar la historia, añadiendo mil y una variantes según su humor: con aquel diablo de hombre, nunca se sabía si hablaba en serio o en broma. El bastón con el que Euclides dibujaba sus figuras geométricas en la playa de Alejandría, afirmaba, había sido tallado en aquella madera de olivo; Aristarco de Samos había vaciado su interior para ocultar en él un peligroso papiro; el puño de marfil había sido esculpido por no sé que mago babilonio o persa; el legendario doctor Fausto, a menos que fuese Paracelso, se lo había regalado a su amigo Copérnico; Michael Maestlin lo había robado de la casa del difunto Copérnico y luego se lo había vendido a Tycho Brahe, quien, finalmente, en su lecho de muerte, se lo había legado al propio Kepler.
Por supuesto, no había que tomar al pie de la letra estas fábulas que a Kepler tanto le gustaba contarnos, como su viaje a Marte o a la Luna. Estábamos en Sagan, siniestra ciudad del Voivodato, a principios del año 1629. Yo formaba parte de los discretos emisarios extranjeros que negociaban la paz entre Dinamarca y el emperador germánico. Kepler era entonces el matemático y astrólogo del general Wallenstein. Estaba cansado de aquel país, cansado también de su nuevo señor, tenía miedo por sí mismo y su familia. Le reiteré, en nombre del rey Carlos de Inglaterra, la invitación a trasladarse a mi isla. Me respondió que tal vez algún día se decidiría a viajar a Londres en busca de su «bastón de Euclides». Si realmente ésa había sido su intención, el prodigioso astrónomo ya no tuvo ocasión de realizar aquel viaje, puesto que murió unos meses más tarde, en circunstancias lamentables.
Pero ¡ay!, me temo que estoy poniendo la carreta delante de los bueyes… Volvamos a mi prólogo. En cuanto mi tribu invasora hubo huido, me precipité a mi biblioteca, blandiendo el báculo como una espada, desenrosqué de nuevo el puño y saqué el manuscrito que había vuelto a guardar en su interior. Se trataba de una docena de cartas que Maestlin había dirigido a Kepler en 1595. ¿Cómo no me había dado cuenta de que estaban allí? A la última le faltaban una o dos hojas, pero aparentemente no tenían ninguna importancia. El profesor de Tubinga contaba la vida, medio real, medio imaginada, de aquel sin el cual ellos dos, tal vez, jamás habrían sido nada; de aquel que había colocado el Sol en el centro del universo: Nicolás Copérnico.
La lectura fue agradable. En ella advertí al profesor que había conocido en Stuttgart durante una audiencia que me había concedido el gran duque de Wúrtemberg. Doy testimonio aquí de mi agradecimiento a Maestlin, puesto que estas cartas me indicaron la manera en que podía respetar el deseo de mi difunta esposa, contando por escrito lo que nadie quería escuchar. Así pues, decidí aplicar el mismo procedimiento que el eminente profesor había empleado con Copérnico: penetrar los secretos de Kepler y Tycho, tal como ellos habían desentrañado los secretos del cielo. Tenía una gran ventaja sobre Maestlin: yo poseía una enorme cantidad de documentos relativos a los dos astrónomos, entre ellos sus propios escritos. Lo atestiguan las pilas de pliegos que se amontonan peligrosamente en mi biblioteca.
Tycho, Kepler… Desde luego, esos dos hombres no estaban destinados a conocerse. Todo los separaba: la edad, el nacimiento, la fortuna, el pensamiento, el carácter, incluso la apariencia física. Ni siquiera el más sutil de los astrólogos, en cuyo arte ambos creían, habría podido leer en los astros que algún día habían de encontrarse cara a cara.
El de más edad era un león; el más joven, un zorro. Uno había nacido en el norte, en una tierra helada erizada de torres y de fortalezas, circundada de mares furiosos; sus antepasados habían navegado grandes distancias en sus drakkar para sembrar la muerte, remontando los ríos hasta Londres y París, franqueando la Columnas de Hércules y llegando a Sicilia, y luego a Tierra Santa. De sus antepasados vikingos, Tycho había heredado el cabello rutilante, el ojo de océano, la estatura imponente, el apetito de un ogro y aquella violencia bárbara pronta a estallar a la menor ocasión.
El otro había visto la luz un cuarto de siglo más tarde, bajo el techo de una miserable posada, en un pobre pueblo de Wúrtemberg, al pie de la Selva Negra. Las noches de solsticio eran noches de Sabbat, en las que danzaban brujas, vampiros, ecto-plasmas y demonios, mientras que, refugiados en sus hogares, los campesinos temblaban, temerosos de Dios y también del Diablo. Johann Kepler nació sin apenas perspectivas de vida. Entre aquellas gentes humildes se multiplicaban los embarazos con la esperanza de que, entre las criaturas que llegaban cada año, hubiese dos o tres que sobreviviesen para cuidar los campos, recoger leña en el bosque, atender la posada, trabajar en la curtiduría o hacer girar el molino. Kepler sobrevivió: tenía marcas de viruela tanto en el rostro como en las manos, además de la mirada miope y velada, de una extraña profundidad; más que delgado era enclenque, pues comía poco, bebía menos y no reía jamás. Vivió constantemente acosado por el espectro de la miseria, que le empujó a maniobrar astutamente tanto contra ella como contra los poderosos, agitado por una especie de fiebre que tenía por nombre «revuelta».
Decididamente, era imposible que los dos mayores astrónomos de aquella época, y tal vez de todos los tiempos, Tycho Brahe y Johann Kepler, llegaran a conocerse. Sin embargo, se conocieron. Pero ¡cuánto camino tuvieron que recorrer hasta encontrarse! El primero de ellos en una carroza de oro, en medio de una ancha y rectilínea alameda flanqueada de venerables árboles, en la que se cruzaba con príncipes y reyes. El segundo, en cambio, a pie, por senderos casi impracticables perdidos entre la vegetación y sembrados de mil peligros. Y su encuentro fue tan breve, tan violento, cargado de tanta incomprensión mutua, que más parecía una de esas innumerables querellas de sabios. De ese duelo fugaz salió, sin embargo, un gran vencedor: la verdad del universo.
¿Cómo poner en orden todo aquello? La primera tarea que me fijé fue desbrozar los montones de manuscritos y libros que les estaban consagrados. Al final de este oscuro trabajo, enrollé unas cincuenta hojas manuscritas y las metí en el bastón de Euclides, junto a las cartas de Maestlin. Después, báculo en mano, fui a ocuparme de mis asuntos, que había desatendido en los últimos tiempos. Paseando así por el bosque, en busca de un pastor o un aparcero con quien charlar un rato, sentí un vago más persistente malestar.
De pronto, mientras me hallaba en el camino que conduce a Woolsthorpe para solventar ya no recuerdo qué problema de linderos con una prima lejana, sentí en la mano que sostenía el bastón una fuerte quemadura. Solté aquella tercera pierna de los viejos, que cayó a tierra y liberó los dos rollos de papel. Y yo, que no creo en Dios ni en el Diablo, yo que he desterrado de mi pensamiento y mi conducta toda forma de superstición, vi en aquello una señal. Recogí el bastón de Euclides, volví a meter los dos rollos en su escondite y enrosqué de nuevo el puño. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché una voz, lo juro, una voz que me decía alto y fuerte:
—Termina tu tarea, John Askew. Cuéntalo todo, cuenta la verdad. ¡Habla!
Era la voz de Johann Kepler. Creí entonces, y todavía sigo creyéndolo, que me estaba aquejando el mismo mal senil que se cebó en mi padre, quien, poco tiempo antes de su muerte, dialogaba con los retratos de nuestros antepasados en la gran galería de nuestra casa solariega, insultándolos a veces y otras dirigiéndoles largos discursos incoherentes. Un día incluso llegó a golpear uno de ellos y rasgó la tela.
Volví a Harlaxton tan precipitadamente como mis viejas piernas me lo permitieron. «¡Cuéntalo todo!». «Cuéntalo…». Pero ¿a quién? Maestlin, al menos, sabía a quién dirigía sus palabras. Pero yo, el viejo misántropo solitario, al que algunos denominan el Oso de Lincolnshire, ¿a quién me dirigiría? ¿Por qué tenía yo, mediocre entre los mediocres, que transmitir a las generaciones futuras la palabra y los logros de aquellos genios entre los genios? ¿Y a quién, sobre todo a quién? En aquel momento ni siquiera me planteé la cuestión. Sumido en una suerte de trance, sólo tardé tres meses en redactar el texto que sigue.
Y heme aquí ahora, mullidamente instalado en la escalinata de mi casa solariega, al calor de los suaves rayos del sol primaveral, esperando a que la tinta se seque antes de enrollar el manuscrito para esconderlo en el interior del bastón de Euclides.