EPÍLOGO

Todas las mañanas, Malva se vestía como una campesina: un vestido sencillo, un pañuelo de algodón con el que ocultaba su melena y unas alpargatas de esparto, y luego salía a hurtadillas de su habitación. Pasaba discretamente por las cocinas y se metía en el bolsillo alguna que otra golosina: mazapanes, pasta de golondrinas al anís o galletas de regaliz. Una vez fuera, se adentraba en el paseo de sicómoros, cruzaba las puertas de la muralla y se alejaba por los callejones de la Ciudad Baja.

Desde las primeras horas del día reinaba una actividad frenética. Los vendedores ambulantes empujaban sus carretas sobre los adoquines nuevos, los albañiles y los carpinteros se encaramaban por los andamios, los niños acudían en bandada a las escuelas que se acababan de abrir, los herreros forjaban, los portadores de agua andaban contoneándose entre los puestos de venta, los panaderos exponían sus buñuelos recién horneados, los ancianos instalaban sillas frente a sus puertas, y todo aquel pueblo se llamaba a voces, se interpelaba, negociaba y charlaba.

A Malva le gustaba sobre todo observar a las mujeres que, subidas a las azoteas de las casas adosadas, desplegaban sábanas y camisas sin cesar de discutir acerca de todo y de nada. De la más joven a la más vieja, todas tenían una opinión formada sobre cualquier tema. Sus comadreos daban mucha información acerca del estado de ánimo de los galnicianos:

—¡Dicen que el coronado no tiene del todo la cabeza en su sitio!

—¡Es verdad! Mi prima lo ha visto pasarse horas delante de un olivo. ¡Y hablaba solo!

—¡Huy, tu prima! ¡Ésa diría cualquier cosa con tal de hacerse la interesante!

—¡Súbete aquí, que te enseñaré a mi prima!

—Da igual, el viejo no tiene de qué preocuparse. Aunque no se haya casado, la principetta se sobra y se basta para gobernar el país.

—¡Eso digo yo! Ya le podemos estar bien agradecidas. ¡Sin ella, todavía andaríamos como pedigüeñas por los caminos!

—Pobrecilla, ¿verdad? Dicen que ha llorado hasta quedarse seca ante la tumba del capitán Orfeo…

—¡No me extraña! ¡Con lo guapo y valiente que era! ¡Un hombre así no se encuentra todos los días!

—¿Lo dices por tu marido?

—¡Súbete aquí, que te enseñaré a mi marido!

—Da igual, a mí me da pena la principetta. Sufrir tanto por amor a su edad…

—La culpa de todo la tiene el arconte. Ése sí que…

—¿Os acordáis del duelo general? ¡Sólo con ver pasar al arconte por la calle con sus soldados, yo ya tenía pesadillas!

—¿Sabes lo que te digo? ¡Que es una pena que muriera en el acto cuando le disparó la principetta! ¡Un granuja de esa calaña merecía sufrir más!

—Da igual, al final murió como un perro y lo arrojaron a la fosa común, sin santo diáfice ni ritual ni nada.

—Dejad de hablar de estas cosas, que se me revuelve el estómago.

—Oye, hablando de estómago… ¿Quién irá hoy a la subasta? Dicen que la pesca ha sido extraordinaria…

Y las mujeres siguieron riendo y hablando sin prestar atención a la joven campesina que las escuchaba desde la calle. Tendían la ropa blanca bajo el sol y sus gruesos brazos rosados saltaban de una canasta a otra en una coreografía compleja y fascinante. Todas las mañanas se escenificaba el mismo ballet. Luego, cuando ya había oído suficiente, Malva exhalaba un suspiro y proseguía su paseo.

Después, bajaba hasta el río Gdavir para observar el tráfico de los barcos de palas que salían del puerto cargados de pescado o de barriles de rioro y se alejaban, remontando la corriente, hacia las provincias del norte. Poco antes se había firmado un tratado entre Galnicia y sus vecinos. Babilas, a quien Malva había nombrado embajador recientemente, se había encargado de negociar con Dunbraven y había conseguido grandes logros diplomáticos. Aunque se había arrancado al país una gran parte de sus tierras, lo esencial era que había vuelto la paz. Los habitantes de las provincias estaban bien abastecidos, el hambre ya no los amenazaba y todos pudieron empezar a vivir como en la época de prosperidad.

Al cruzar el puente, Malva siempre echaba un vistazo a las plantaciones de pagul que ahora se extendían a lo largo de ambas orillas. Entonces pensaba con nostalgia en Chanclo y en Lei. Llevaba meses sin recibir noticias de ellos.

Finalmente emprendía el camino cuesta arriba hacia la Ciudad Alta. Las tiendas habían levantado las persianas y las terrazas de los puestos de comida se animaban. Allí se veía, sentados juntos a las mesas, a los dom de la noblezza y a marinos tatuados, a las donna con faldas de seda y a viejas echadoras de cartas de Tildesia. Los niños jugaban en torno a las fuentes y de vez en cuando se podía presenciar la llegada de viajeros extranjeros que sujetaban con una correa a aligaitores, mapayotes de Arémica o cangutís de Fridgia. Malva se preguntaba siempre si alguno de ellos se presentaría un día montado sobre un nubanuba o un auriga celeste… ¡o sobre un enlil, el animal que los amoyedas utilizaban como montura! Un escalofrío le recorría entonces la espalda. ¡Había visto tantas cosas extrañas en su viaje por los confines del Mundo Conocido!

Al llegar a los alrededores del campanario, Malva se acercaba con disimulo hasta la casa de los Mac Bott. Entonces daba tres golpes a la puerta y esperaba. Bertilda caminaba ya con dificultad y tardaba un poco en ir a abrirle.

—¡Ah, sois vos, principetta! —sonreía.

Malva se apresuraba a entrar. Cuando estaba lejos de miradas indiscretas, se quitaba el pañuelo y se soltaba la melena antes de dejarse guiar por Bertilda al salón.

—Hoy he traído pasteles de ruibarbo —le decía mientras se sentaba en el sofá.

Bertilda le ofrecía entonces una limonada y las dos pasaban horas charlando tranquilamente. Su tema de conversación predilecto seguía siendo Orfeo. Malva interrogaba a la anciana sin descanso, pues quería saberlo todo sobre el niño y el adolescente que había sido, y sobre Merixel, Aníbal y la Galnicia de otros tiempos.

Bertilda contaba y volvía a contar, se rascaba la cabeza en busca de recuerdos. Lo que más fascinaba a Malva era el relato del último encuentro entre Orfeo y su padre. Se estremecía cada vez que Bertilda le narraba los detalles de aquella conversación, pero no podía escapar a la fascinación que le producía revivir aquella escena.

—De veras me pregunto de qué sirve que os cuente todo esto —suspiraba Bertilda—. No son más que recuerdos, ¡y vos sois tan joven! Me preocupa veros siempre sumida en el pasado. ¿Qué vais a hacer con todo esto?

Malva sonreía con cierto aire de misterio. Sabía exactamente lo que iba a hacer con todo aquello.

Hacia el mediodía, se despedía de Bertilda y volvía a la Ciudadela. El trono reclamaba su presencia: tenía gente a la que recibir, embajadores a los que mandar a las provincias y muchas decisiones importantes que tomar.

Una de aquellas decisiones concernía a Finopico.

Malva convocó a los nuevos dirigentes del Instituto Marítimo y les ordenó organizar una expedición científica con el objetivo de demostrar la existencia de la gobima de las profundidades.

Los sabios protestaron: ¡aquel animal no era más que una quimera!

—A mí me interesan las quimeras —replicó la principetta—. Sin ellas, no nos quedarían sueños que perseguir.

Desplegó la carta de los mares sobre la gran mesa de la Sala de las Exquisiteces y envolvió con un trazo de pluma el lugar donde se hundió el Estafador. Luego, mostró la cicatriz de su pierna. Fuertemente impresionados, los sabios dejaron de protestar. Y así se decidió que la expedición partiría al poco tiempo.

Otra de sus decisiones concernía a los cartógrafos. Malva los hizo presentarse también y puso ante sus ojos el papel en el que Orfeo había dibujado el mapa del Archipiélago.

—Deberán tirar los mapas antiguos —exigió— y crear unos nuevos que mencionen la existencia de estas islas, al sur del Mundo Conocido.

Los cartógrafos palidecieron. ¡Desplazar los límites del Mundo Conocido les parecía imposible! Pero Malva no les dejó exponer ni una protesta más e inscribió sobre el dibujo, en letra grande: «Archipiélago de Orfeo».

—Éste será a partir de ahora el nombre oficial de esta región. ¡Manos a la obra!

Los cartógrafos asintieron y salieron con el dibujo. Malva suspiró. Estuvo dudando sobre si debía hacer constar Elgri-la también en los nuevos mapas, y finalmente decidió no hacerlo. Elgri-la debía permanecer secreta, oculta. Un sueño, en definitiva.

Al cabo de cierto tiempo, el coronado murió.

Después le llegó el turno a Bertilda.

En la mansión de los Mac Bott, Malva fundó un orfanato que acogiera a los niños de las calles: la Institución Peppe. Allí no habría calabozos oscuros ni malos tratos. ¡Ella se encargaría personalmente de que así fuera!

Al cabo de más tiempo, la expedición científica regresó del mar de Yprea. Tras meses de búsqueda, las bodegas de los barcos volvían llenas de ejemplares de peces absolutamente desconocidos y totalmente extraños. Ninguno se parecía a la gobima de las profundidades.

Malva ordenó entonces que zarpara una segunda expedición, lo que desesperó a los sabios del instituto. Ella había decidido que no habría descanso hasta que el Finopicuum de profundis ocupara su lugar en los libros oficiales.

Volvió el invierno. Filomena y Uzmir hicieron ensillar los caballos y retomaron el camino de las estepas. Debían unirse a su gente para partir a la caza del oryak. Filomena derramó algunas lágrimas y Hainur, de pie sobre su caballo, efectuó un baile de despedida para Malva.

Antes de irse, prometieron volver el verano siguiente a verla.

Por fin, Malva recibió una carta procedente del reino de Balmún. Estaba firmada por Lei y Chanclo.

En ella le contaban sus múltiples aventuras, la bienvenida que les ofreció la familia de Lei y las fiestas que se celebraron los días que siguieron. Los dos se llevaban de maravilla. Lei había dibujado al pie de la carta el plano de la casa que construirían juntos, al borde de un lago.

Las estrellas gemelas también brillan aquí todas las noches —explicaba Chanclo—. Y, en definitiva, creo que la vidente no se había equivocado: ahora soy feliz… ¡como un príncipe!

Y terminaban la carta pidiendo a Malva que abrazara a Babilas y Orfeo de su parte. Malva decidió entonces escribirles para decirles que éste, al querer salvarle la vida, había perdido la suya.

Aquel día se dirigió de nuevo al cementerio. De pie frente a la lápida muda de Orfeo, habló y lloró mucho tiempo. Luego dobló las rodillas, se agachó, puso las palmas bien planas frente a ella y abrazó la tierra.

Después, volvió a la Ciudadela. En la Sala de las Exquisiteces, Babilas recibía a dignatarios llegados de Polvaquia o de Esperda. Parecía apañárselas muy bien solo. Malva decidió, pues, desaparecer discretamente.

Se encerró en la alcoba, corrió las cortinas, encendió una vela, abrió un cuaderno y se sentó frente al tocador. Se quedó un rato ensimismada ante su propio reflejo, recordando una vez más aquel día en el que tomó la decisión de fugarse. Las palabras de la carta que había escondido allí, tras el espejo, volvían claramente a su memoria. Sin embargo, la rebeldía, la cólera y el hastío habían dejado de atormentarla. Se había liberado de aquel pasado doloroso. Así pues, había llegado la hora…

Mojó la pluma en la tinta.

En la primera página, escribió el título de la historia que quería contar: «El medallón del arconte».

Y entonces, con una escritura febril, empezó su relato:

Al norte, los muros de la Ciudadela se elevaban a una altura vertiginosa. Coronando el peñasco, recordaban a una rapaz al acecho, desplegando sus torres y sus alas por encima del valle, proyectando su sombra grandiosa sobre las tranquilas aguas del río Gdavir…

Escribió durante toda la noche, reviviendo los días lejanos en los que nada sabía aún de los dolores y las alegrías del mundo y resucitando con sus palabras a todos los que la habían acompañado a lo largo de su fabulosa odisea.

FIN