Pasó un mes. Y luego otro. Y otro más.
Llegó el verano.
En el letargo del mediodía, Malva se sentó en un banco de piedra del cementerio. Se quedó allí durante horas, con un ramillete de flores silvestres en las manos. De vez en cuando se dormía.
El recuerdo de Orfeo, de sus ojos, de sus manos, de su voz la perseguía. El corazón de Malva ya no era más que un vasto terreno yermo y seco, un desierto.
Y, sin embargo, acababa de cumplir diecisiete años. Las piernas la llevaban, casi a su pesar. Así, de día en día, seguía viviendo, o al menos en apariencia. Hablaba, escuchaba, recibía a embajadores, a soldados o a simples lavanderas. La Sala de las Exquisiteces permanecía abierta hasta muy entrada la tarde. Y cuando la principetta ya no podía más, se refugiaba en los brazos de Babilas, que le susurraba palabras en su extraña lengua de Dunbraven. Malva comprendía aquellas palabras, que atenuaban un poco su pena.
Un día, cuando volvía del cementerio, Malva encontró a una delegación en la Sala de las Exquisiteces. De pie entre todos los objetos de oro y las cortinas la esperaban varios personajes de caras curtidas y ojos rasgados. Llevaban unos ropajes polvorientos y grandes botas de piel vuelta.
En el centro del grupo, Malva se fijó en un hombre alto y fornido y en una mujer de mejillas brillantes y lisas como manzanas. Al ver entrar a Malva, la mujer abrió los brazos y se echó a llorar.
¡Era Filomena!
A su lado estaba Uzmir, el kansha supremo, en compañía de un puñado de jinetes baigures.
Malva creyó que el corazón le iba a explotar de puro contento. Entonces se arrojó a los brazos de Filomena gritando su nombre. Los abrazos, las lágrimas de alegría, los estallidos de risas, las palabras llenaron muchos minutos bajo las miradas de asombro de los sirvientes, que nunca habían presenciado una escena tan poco protocolaria en la Sala de las Exquisiteces.
—¡Malva! ¡Malva! —repetía Filomena, estrechándola contra sí—. ¡No sabes cuánto miedo he pasado por ti! ¡Te creía muerta! ¡Te he buscado por todas partes, por todas partes! ¡Por todo Orniente!
—¡Yo también he temido por ti! —sollozó Malva—. ¡Si tú supieras! ¡Si tú supieras!
Al cabo de un rato, Uzmir se acercó y abrazó también a Malva.
—Siempre he dicho a Filomena que tenías que estar viva, en alguna parte —dijo con su característica voz cavernosa.
—¿Hablas galniciano? —se sorprendió Malva.
—Filomena me ha enseñado vuestro idioma —sonrió el kansha—. La primera vez que estuve aquí no hablaba ni una palabra. De eso hace ya mucho tiempo, mucho tiempo. ¿Cómo está el coronado?
Con un suspiro, Malva le explicó que estaba perdiendo la memoria y que faltaba poco para que sus piernas dejaran de sostenerlo.
—Ya nos han dicho que la coronada ha muerto —murmuró Filomena—. Tus amigos nos lo han contado todo.
—¡Chanclo y Lei! ¿Los habéis visto?
Uzmir y Filomena asintieron al unísono.
—Nos estuvieron buscando durante mucho tiempo por toda la Gran Estepa —explicó Filomena—. Nos dieron tu carta. En cuanto supe dónde estabas, pedí a Uzmir que ensillara los caballos. Tus amigos, en cambio, siguieron su camino hacia Balmún.
Cuántas noticias al mismo tiempo, cuántas cosas por decirse, cuántas emociones fuertes… Malva clavó sus ojos de ébano en los de su antigua dama de compañía y le pidió:
—¡Quiero que me lo cuentes todo! ¡Todo!
—Está bien —respondió Filomena entre risas—, pero antes quiero enseñarte algo. Ven.
Entonces la llevó afuera. Detrás del ala oeste estaban agrupados una docena de caballos baigures que pacían en la abundante hierba del jardín frutal. Allí había unas carretas estacionadas a la sombra de los ciruelos.
Sobre uno de los caballos había un niño de cinco o seis años, que manejaba las riendas de su montura ante la mirada atenta de una mujer gruesa que le iba lanzando recomendaciones en la lengua de las estepas. Malva lo observó un momento sin decir nada. Bajo el gorro de oryak bordado en hilo de oro, su tez era más clara que la de los demás baigures, pero sus ojos rasgados recordaban claramente a los de Uzmir.
—Te presento a Hainur —dijo Filomena—. Es mi hijo.
Malva abrió la boca, pero no pudo decir ni una sola palabra.
—También es mi hijo —añadió con orgullo Uzmir, acercándose a Hainur.
Al ver a su padre, el niño tiró de las riendas y bajó del caballo. Uzmir lo tomó de la mano y se agachó para susurrarle unas palabras al oído. El niño batió palmas con alegría, corrió hacia una carreta, rebuscó en un cofre y sacó de él un paquete envuelto. Miró a su madre, le hizo una pregunta en baigur y luego se volvió hacia Malva sonriendo. Le ofreció el paquete y le dijo en galniciano:
—Es un regalo para la principetta de Galnicia.
Malva tenía lágrimas en los ojos. La belleza de Hainur, sus gestos, su voz, todo lo que representaba la emocionaban infinitamente. Se inclinó hacia él y aceptó el paquete con manos temblorosas.
—Ábrelo —la animó Filomena.
Malva deshizo el envoltorio. En el interior descubrió una pipa de tubo largo esculpida en un metal precioso.
—¿Un chibuk? —se asombró—. Pero… ¡yo creía que el chibuk estaba reservado a las mujeres casadas!
Filomena le lanzó una mirada maliciosa:
—Lei y Chanclo nos han dado a entender que estabas enamorada, principetta. Nos han hablado de un tal capitán Orfeo… Aunque no llegues a casarte, la ocasión bien merece un chibuk, ¿no?
Malva sonrió, pero en la garganta se le había formado de repente un nudo insoportable. Sintió una fuerte presión en el pecho, se le borró la sonrisa de la boca y, ante la mirada consternada de Filomena, estalló en sollozos.
—¿Qué le pasa, mamá? —dijo Hainur, preocupado—. ¿A tu amiga no le gusta nuestro regalo?
Malva se había quedado arrodillada en la hierba. Lloró, lloró y lloró, aferrando el chibuk con sus manos rígidas. ¡Lei y Chanclo no sabían lo que había ocurrido! ¡Llevaban días en ruta cuando se produjo la tragedia! Malva alzó la cabeza y alargó la mano hacia el chiquillo.
—Me gusta mucho… este chibuk —le aseguró entre sollozos—. Pero… lloro porque… mi amado ya no está.
—¿Se ha ido a cazar oryaks?
Malva sonrió tras su torrente de lágrimas.
—Es una forma de decirlo, sí… Pero aquí, en Galnicia, no hay oryaks. Así que… se ha ido lejos, muy lejos. Y me parece que no volverá jamás.
Hainur se había acercado a Malva y la contemplaba con pesar, como sólo saben hacer los niños pequeños cuando comprenden el dolor de los mayores.
—Ya sé lo que puedes hacer —le dijo con su vocecilla—. Quédate con el chibuk y espera a que tengas otro que te quiera para encenderlo.
Malva se mordió el labio y se secó los ojos.
—¿Crees que habrá otros que me quieran en el Mundo Conocido?
Hainur se arrodilló frente a ella. Acercó su cara a la de ella y le dio un sonoro beso en su mejilla mojada.
—Yo ya te quiero —dijo él.
Malva ya se sentía mejor. Miró a Filomena, cuya cara mostraba una gran pena.
—Tienes un hijo maravilloso —le dijo Malva—. Tiene un don para consolar a la gente.
Entonces se levantó y se puso el chibuk bajo el brazo.
—Bueno, ya estoy harta de tantas lágrimas —dijo con un suspiro—. Vosotros estáis conmigo y quiero daros la bienvenida como os merecéis. ¡Venid!
Dicho esto, entró en la Ciudadela, seguida por sus invitados, y se dirigió a las cocinas. Allí, dio instrucciones para que se preparara un banquete.
Los cocineros se pusieron manos a la obra inmediatamente. Sacaron las cacerolas para fregarlas, y los coladores, las espátulas, las ollas y los asadores entraron en acción. ¡Hacía muchísimos años que no había una fiesta en la Ciudadela!
Después, Malva se fue a ver a las criadas y les pidió que pulieran la cubertería, sacaran la vajilla, sacudieran las alfombras e iluminaran la sala. También convocó a los jardineros y los músicos y por todos lados hubo farolillos, surtidores y serenatas. El pequeño Hainur corría por las escaleras y los pasillos riendo.
Y entonces, todos se separaron para esperar la cena.
Malva se retiró llevándose consigo su querido chibuk. Lo colocó en su alcoba, cerca de la cama que durante tan poco tiempo había compartido con Orfeo. Aquel regalo la llenaba de una profunda emoción. Representaba su amor perdido, pero también la promesa de otros amores, de otros momentos de felicidad. Constituía el lazo perfecto entre el pasado y lo que estaba por venir.
Aquella noche, en torno a la inmensa mesa de madera de aulaca, a la luz titilante de los candelabros, los invitados estuvieron conversando hasta muy tarde. Allí estaban Babilas, con su nuevo traje de embajador, Uzmir, Filomena, Hainur y el resto de la delegación baigur, el coronado, que se dormía a veces delante del plato, Bertilda, que había hecho el esfuerzo de andar hasta la Ciudadela para la ocasión, el santo diáfice, algunos sabios del Instituto Marítimo, viajeros extranjeros, algunas donna con vestidos de seda escotados, marineros que reían sonoramente y contaban historias de tempestades, y una docena de niños de las calles que Malva había reclutado para que hicieran compañía a Hainur. Desde luego, faltaban muchas personas de entre las que la principetta habría querido ver en su mesa: Orfeo, Peppe, Finopico, Lei, Chanclo… e incluso la coronada, a quien le hubiese gustado mostrar todo aquello.
Pero la decisión estaba tomada: los lamentos y la pena no se aceptaban en la mesa aquella noche.
Los calamares rellenos de cigalas corrían garganta abajo con abundancia de rioro y el ragú de higos hacía las delicias de los paladares, al igual que las galletas de pagul. Filomena, por su parte, se abalanzó sin contemplaciones sobre los arenques a la galniciana: ¡los años que llevaba sin probarlos!
Cuando todos los comensales quedaron saciados, Malva se puso en pie, tambaleándose un poco por el rioro, y contó en público por primera vez su historia completa: su huida, la traición del arconte y de Vincenzo, la curandera esperdiana, el ataque de los amoyedas, la aparición de Uzmir, el viaje hacia el este, su rapto, el harén de Temir-Gaí, la prueba de los Baños de Pureza, la Jaula de los Suplicios, la llegada inesperada de Orfeo, los gemelos y Babilas, y su regreso imposible hacia Galnicia.
Los invitados escucharon arrebatados su relato. Abrieron los ojos como platos cuando ella evocó el Archipiélago, Catabea y los patrulleros, así como los obstáculos que encontró la Fábula en las diversas islas. Más de una lágrima corrió cuando Malva contó cómo Peppe se había sacrificado para que sus compañeros escaparan del Encierro.
Finalmente, Malva alzó su copa y todos bebieron a la memoria de quienes habían pagado con su vida aquella aventura fuera de los límites del Mundo Conocido.
Entonces, Filomena y Uzmir tomaron la palabra por turnos. Contaron cómo habían organizado la incursión hacia la fortaleza de Temir-Gaí para salvar a la principetta y describieron el incendio, la terrible batalla que siguió y luego la declaración de guerra del emperador contra todos los pueblos libres de las estepas. Aquella guerra duró más de seis años, hasta que los amoyedas y los cispacianos, diezmados, renunciaron a su venganza.
—Hainur nació con la paz —explicó Filomena, estrechando a su hijo contra su pecho—. Él es la paz.
—¡Bodgmain Hainur tellin ar tuilder! —exclamó Babilas.
Y, como nadie comprendía el idioma de Dunbraven, hizo una mueca y él mismo tradujo, un poco al estilo de Lei:
—¡Yo bebo por Hainur, hijo de amor y de paz!
Todos aplaudieron y las botellas siguieron vaciándose. Ya era muy tarde cuando los últimos en levantarse de la mesa se fueron a dormir. Antes de irse a la cama, Filomena tomó a Malva del brazo.
—No has mencionado Elgri-la —le murmuró—. ¿Es que has abandonado tus sueños?
A Malva le daba vueltas la cabeza. Se sentía feliz y cansada. Miró a su amiga directamente a los ojos y le dijo:
—Tenías razón, Elgri-la no existe. Al menos, no como yo me la imaginaba. Pero no he renunciado a nada. He decidido convertir Galnicia en una especie de Elgri-la a mi estilo. ¿Tú qué opinas?
—Conociéndote —respondió Filomena con una amplia sonrisa—, opino… ¡que eres perfectamente capaz de conseguirlo, principetta!