Orfeo había sentido el impulso de pasear un rato por los jardines de la Ciudadela. Gracias al viento del norte que se había levantado, no hacía calor y el cielo estaba completamente despejado. Los surtidores bailaban alegremente en los estanques. El joven se había subido el cuello de la chaqueta y, con las manos en los bolsillos, se había dejado llevar por los senderos. Mientras caminaba, pensaba en su padre. Ya no sentía aversión ni cólera hacia él. Incluso se decía que, aquella noche, podría proponer a Malva que lo acompañara al cementerio. Juntos, podrían depositar flores sobre las tumbas de la coronada y de Aníbal.
Estaba sumido en estas reflexiones cuando empezó a sentir frío. Estornudó una vez, luego otra y entonces decidió volver.
Cuando ya estaba cerca del paseo de sicómoros, se topó con los sirvientes que habían prestado servicio todo el día con la principetta en la Sala de las Exquisiteces.
—¿Ha terminado ya la sesión? —les preguntó.
Uno de ellos le explicó que quedaba un último visitante, un pobre lisiado, pero que Malva se encargaría sola de él y que les había dado permiso para irse. Orfeo frunció el ceño. Sin saber muy bien por qué, no le gustaba mucho la idea de que Malva estuviera sola con aquel extraño. Volviendo sobre sus pasos hacia la terraza, entró por la puerta acristalada para entrar en la gran sala.
Allí ya no había nadie. Un temor difuso lo asaltó.
—¿Principetta? —llamó.
Al no recibir respuesta, siguió avanzando y entonces reparó en la silla volcada y sobre todo… en el par de muletas que yacían sobre el entarimado. El corazón le latía con fuerza en el pecho.
—¡Malva! —volvió a llamar.
En aquel momento vio que la puerta del pasadizo, en la pared del fondo, estaba entreabierta. Este último indicio terminó de convencerlo: ¡había ocurrido algo grave! Corrió hasta la entrada del pasadizo, entró en él y volvió a llamar a Malva. Con la respiración cortada, se puso a escuchar: no oyó más que el silencio.
El pánico se apoderó de él. Volvió a toda prisa a la Sala de las Exquisiteces, escogió un espinglón de entre las armas que habían rendido los soldados y, así armado, se adentró en el pasadizo secreto.
Estaba oscuro, pero para seguir el estrecho pasillo bastaba con guiarse por las paredes. Malva ya le había llevado hasta allí para mostrarle por dónde había huido la víspera de su boda. Orfeo se acordaba de las ramificaciones, los peldaños y las señales que ella le había enseñado. Con el espinglón apuntando al frente, empezó a correr.
Cuanto más avanzaba, más presentía que algo terrible había ocurrido. ¿Quién sería aquel lisiado capaz de perseguir a alguien sin sus muletas? ¡Un impostor, claro está!
—¿El arconte? —se preguntó Orfeo en voz alta.
Aquella posibilidad le heló la sangre. ¡Estaba tan convencido de que aquel hombre había desaparecido en el Archipiélago! ¿Podía ser que él también hubiera escapado de allí?
Al llegar a un cruce, Orfeo se detuvo. A la derecha, el pasadizo subía hacia los aposentos. A la izquierda, recorría en paralelo el trazado de las cocinas. Orfeo vaciló, escuchó durante un rato los sonidos confusos que llegaban hasta él, pero ninguno de ellos se parecía a gritos ni a pasos apresurados. Finalmente eligió la ruta de la izquierda al acordarse de que era por allí por donde Malva lo había llevado.
Siguió corriendo en las tinieblas, con la boca seca y los ojos desorbitados, hasta que entrevió cierta claridad al final del pasadizo. Una puerta se abría hacia el exterior. ¡Malva había pasado por allí!
Orfeo cargó el espinglón. Al llegar a la puerta entornada aminoró la marcha. Oyó relinchos y golpes de pezuña: la puerta daba a las caballerizas. Una corriente de aire frío le echó el pelo hacia atrás. La nariz se le llenó del olor de los caballos. Le entraron ganas de estornudar. Con la mano que tenía libre, se tapó la nariz muy fuerte.
Finalmente, asomó la cabeza por la abertura. Malva estaba allí, escondida detrás de unas balas de paja amontonadas. Respiraba agitadamente y tenía la cara goteando de sudor.
Orfeo dio otro paso adelante. Entonces descubrió al arconte, con el sable en la mano, que daba vueltas alrededor de las balas de paja soltando maldiciones.
La vista de Orfeo se nubló ligeramente por el efecto del miedo y la tensión. Las manos le sudaban al aferrar la culata del espinglón. ¡Y cómo le picaba la nariz!
Conteniendo la respiración, alzó el cañón del arma a la altura de los ojos para apuntar al arconte, pero éste no dejaba de moverse, de agacharse y de enderezarse. El hombre clavaba la hoja de su sable en la paja, con una sonrisa terrorífica en los labios. Orfeo se decidió al fin a empujar un poco más la puerta, ya que de lo contrario no podría hacer nada. La corriente de aire se intensificó. Orfeo se tapó la nariz más fuerte. Volvió a alzar el espinglón y, finalmente, tuvo al arconte en el punto de mira.
Su dedo se tensó en el gatillo del arma.
Se oyó un ligero chasquido.
El arconte volvió la cabeza hacia la puerta y vio a Orfeo apuntándolo. Un destello de sorpresa le cruzó los ojos grises. Pero en el momento en que apretaba el gatillo, Orfeo estornudó tan fuerte que la trayectoria de la metralla se desvió.
Estornudó dos veces más, hasta perder el control de la situación. De pronto, notó que la hoja del sable le atravesaba el pecho. Entonces oyó la voz del arconte regocijándose:
—¡Ya te ensarté una vez, pero ésta es la definitiva!
Orfeo abrió los ojos. El arconte estaba encima de él. Había aprovechado sus estornudos para arrojarse sobre él y desarmarlo. Era tanto el dolor que sentía Orfeo que creyó que iba a explotar por dentro. Cayó al suelo sin soltar siquiera un grito.
Después, ya no oyó nada excepto los latidos de su corazón que le resonaban en la cabeza. Vio volar una bala de paja que aterrizó sobre el arconte. Vio la silueta de Malva pasar frente a él y volver a ponerse de pie con el espinglón en las manos. Vio al arconte retroceder y abrir la boca.
No oyó la detonación, pero comprendió que Malva había disparado.
El arconte se tambaleó, cayó hacia atrás, con el pecho empapado de rojo y la cara acribillada por la metralla, y luego desapareció de su campo de visión.
Orfeo, que tenía la cabeza echada hacia atrás sobre la paja, sonrió a Malva cuando ella se inclinó hacia él. ¡Qué hermosa era! Su cara, sus ojos de ébano, su pelo tan negro… Pero ¿por qué lloraba? ¿Por qué tenía la boca descompuesta? ¿Qué decía?
«Está pronunciando mi nombre —pensó Orfeo—. Me ama.»
Aquéllos fueron sus últimos pensamientos.
Orfeo fue enterrado tres días más tarde.
Al frente del cortejo fúnebre, el coronado, Bertilda y Babilas sostenían a Malva. La joven principetta, desolada, no despegaba la vista del ataúd. Tras ella iba una multitud de galnicianos silenciosos.
En el cementerio se había cavado una fosa cerca de las dos tumbas donde reposaban Aníbal y Merixel Mac Bott. A pesar de su absoluta aflicción, Malva había querido tomar ella misma todas las decisiones: había encargado a un artesano de la ciudad una lápida de mesua, aquel tipo de madera tan especial que se encontraba en Orniente. En ella, había pedido que se grabara esta inscripción:
Orfeo Mac Bott, a punto de cumplir 26 años. Capitán de la fragata Fábula, que surcó por primera vez los mares situados al sur del Mundo Conocido. Leal a su país, amigo de todos y primer amor sólo de una.