46. DESPEDIDAS Y REENCUENTROS

Todavía era de noche cuando todos los moradores de la Ciudadela se reunieron frente a las caballerizas. El aire era muy fresco. Las criadas apretaban los chales remendados contra el pecho y los mozos daban golpes al suelo con los pies. Habían formado un círculo en torno al coronado, que, a pesar de estar aquejado de una tos seca, tuvo que levantarse temprano para asistir a la partida de Chanclo y Lei. A su lado, Malva, Orfeo y Babilas observaban los últimos preparativos.

Cuando las dos yeguas alazanas estuvieron cinchadas y cargadas, los dos viajeros montaron en ellas. Tenían la cara demacrada por la falta de sueño, pero se les veía también impacientes por partir.

—¿Lleváis suficiente comida? ¿Y agua? —quiso asegurarse Malva, acercándose a Lei—. ¿Os habéis acordado de los espinglones? ¡No salgáis sin armas! ¡Los caminos no son nada seguros! Si caéis en manos de los amoyedas…

La chica de Balmún señaló una hoja que colgaba de su silla.

—¿Y mantas? —siguió preguntando Malva—. ¡Las necesitaréis cuando crucéis los desfiladeros nevados de la frontera de Guirkistán!

—Hemos pensado en todo —la tranquilizó Chanclo—. El cocinero nos ha preparado incluso unos tarros de arenques con arándanos para los padres de Lei.

—Bien pensado —sonrió el coronado—. Arenques al estilo galniciano. ¡No hay nada mejor!

El sol atravesó la línea del horizonte. Había llegado la hora de partir. Chanclo levantó la mano para llamar la atención de Orfeo.

—Me guiaré por las estrellas —le dijo con un nudo en la garganta—. Siempre me acordaré de la noche que pasamos juntos en la cubierta de la Fábula.

—¡Peppe cuidará de ti! —le recordó Orfeo—. Pero ¡no hagas tonterías!

—¡Yo ya no hago tonterías! —replicó el muchacho.

Lei se sopló en el hueco de la mano. Sus ojos como perlas pasaron por las caras de todos sus amigos y se detuvieron en la de Malva, que le tendió la mano.

—Ándate con cuidado —le suplicó Malva, estrechándola con fuerza—. No quiero perder a más amigos.

—Iré con mucho cuidado, te prometo.

Malva acarició la crin blanca de la yegua.

—Cuando llegues a tu casa, todo habrá cambiado, ¿te das cuenta? El tiempo que ha transcurrido en Galnicia habrá sido el mismo para Balmún. Diez años, ahora casi once.

—Yo pensado en esto. Tal vez mis padres muertos, pero no mis hermanos y hermanas. Ellos mayores, nada más.

—Si te apetece visitarnos de vez en cuando, siempre serás bienvenida.

—Tú también, Malva. Si quieres conocer reino de Lei, tú bienvenida. Siempre.

—De momento, no quiero irme —suspiró Malva—. Tengo que descansar y…

Echó una mirada rápida a su padre, que tosía más fuerte, y dijo:

—…el coronado está enfermo. Tengo que quedarme con él.

—¡Y con Orfeo! —agregó Lei, guiñándole el ojo.

Malva asintió con la cabeza. Luego se llevó la mano a la chaqueta de punto y sacó un papel enrollado que tendió a Lei.

—Es un mensaje para Filomena. Si la encuentras en las estepas, ¿se lo darás de mi parte?

Lei tomó la carta y prometió entregarla. Entonces, Babilas y Orfeo se acercaron a los dos viajeros y se despidieron de ellos.

Chanclo y Lei dirigieron luego sus monturas a la salida de la Ciudadela, por el mismo camino que había seguido la carreta que transportó a Malva y Filomena en barriles de rioro la noche que huyeron. Hicieron un último gesto de despedida con la mano y se fueron alejando poco a poco.

Inmóviles, con los ojos enrojecidos, Malva y Orfeo se quedaron un buen rato frente a las cuadras sin decir nada. Finalmente, subieron a las murallas de la Ciudadela, en la cara norte. Desde allí, el panorama era inmenso, y hasta podían seguir con la vista a las dos yeguas alazanas.

—Ya están lejos —suspiró Malva.

Justo entonces, distinguió unas siluetas que se acercaban por el mismo camino, en sentido inverso.

—¿Quiénes serán?

Orfeo entornó los ojos y entrevió una larga procesión de campesinos y campesinas a pie que formaban en la carretera una cinta móvil parecida a una hilera de hormigas.

—Son galnicianos —murmuró—. Un centenar al menos. Parece que vuelven a sus casas.

Desde su puesto de observación, Malva y Orfeo contemplaron el avance de la procesión. Poco a poco fueron distinguiendo a mujeres, niños, soldados portando viejas buzarcas bajo el brazo, mendigos, comerciantes, las donna de la noblezza e incluso a un monje venerabile y a dos o tres santos diáfices a los que se reconocía por el birrete amarillo que llevaban un poco ladeado.

—¡Hay que darles la bienvenida! —decidió Malva, ahuyentando su melancolía con un gesto—. ¡Esta gente debe de llevar días y días caminando! ¡Abramos las puertas de la Sala de las Exquisiteces!

Orfeo la siguió mientras ella bajaba la escalinata a todo correr. La ayudó a ponerlo todo en orden y a preparar los registros y luego fue a buscar al coronado para que estuviera con ellos durante aquel acontecimiento. ¡Era la primera vez desde la caída del país que afluían tantos galnicianos a la vez a la Ciudadela!

Horas más tarde se había formado una inmensa cola en los jardines. Se prolongaba desde el centro de la Sala de las Exquisiteces hasta las primeras calles de la Ciudad Baja. Y todos los recién llegados gritaban, hablaban, se llamaban entre sí, se daban noticias y en suma formaban tal barahúnda que el coronado ya no sabía dónde estaba. Los bebés lloraban, los perros ladraban, los ancianos se sentaban entre quejidos en la hierba para descansar sus pies entumecidos y los comerciantes dejaban las carretas en el primer sitio que encontraban para vender sus productos estropeados por el viaje, mientras los soldados descorchaban botellas de rioro que habían aparecido casi de milagro en las bodegas y que Malva había ordenado distribuir al mismo tiempo que los alimentos. Parecía un día de fiesta.

No obstante, cuando la gente entraba en la Sala, se callaba de pronto y se descubría la cabeza. Con los ojos como platos, los recién llegados se acercaban entonces a su principetta, con cara de no dar crédito a lo qué veían. Pero les bastaba con tocar la mano de Malva para convencerse de la realidad. No sólo estaba viva y coleando, sino que seguía siendo prácticamente la misma que en el retrato que había inmortalizado su belleza. Tal vez un poco más delgada y con una expresión más grave en la mirada, pero sus ojos de ébano seguían encandilando a todo aquel que la miraba.

Malva había tomado asiento en una silla que Babilas había arreglado precipitadamente para la ocasión, y cuyo asiento seguía siendo poco seguro. A su lado, sentado en el trono deslucido, el coronado se había adormecido y de vez en cuando daba un respingo al oír que la gente le hablaba. Orfeo, por su parte, se mantenía en la sombra, ligeramente apartado, y contemplaba la escena con creciente emoción. Estaba asistiendo a aquello con lo que tanto había soñado: estar presente cuando la principetta se reencontrara con su pueblo. Y esta vez tenía el presentimiento de que sería la definitiva.

—¡Cuánto os hemos echado de menos! —le decían las mujeres.

—Pensábamos que habíais muerto en las tierras de los bárbaros —añadían los hombres.

—¡Lo que hemos sufrido! —se lamentaban las donna—. ¿Os podéis creer que hemos tenido que comer raíces y colas de cerdo salvaje?

La gente se agolpaba a su alrededor, la tocaba, lloraba, le daba las gracias, y Malva aceptaba todas estas muestras de afecto con cierta serenidad. A cambio, distribuía casas, puestos de venta y responsabilidades. Luego, se iban con la garantía de poder vivir una vida nueva en la Ciudad Alta o en la Ciudad Baja, según sus preferencias.

Los soldados depositaban buzarcas y espinglones oxidados a los pies de la principetta y le juraban fidelidad. Los santos diáfices le murmuraban bendiciones al oído. Los comerciantes le prometían mil regalos y los campesinos, a quienes Malva cedía parcelas de tierra, vertían sobre ella lágrimas de agradecimiento. En un rincón de la sala, tres criados anotaban en los registros oficiales todo lo que se decía.

En un momento dado, una anciana vestida con una esclavina negra y que llevaba un abultado fardo se arrodilló ante Malva.

—He vuelto a pesar de mi avanzada edad con la esperanza de recibir noticias de una persona que partió en vuestra búsqueda —dijo la anciana—. Es un joven al que he criado y que formaba parte de la primera expedición, hace diez años…

Al oír aquella voz y aquellas palabras, Orfeo salió de entre las sombras, con el corazón palpitándole con fuerza.

—¿Bertilda? —preguntó, con voz vacilante.

La anciana alzó la mirada hacia él y, al reconocerlo, estalló en sollozos.

—¡Estás vivo! ¡Estás vivo! ¡Por la Santa Quietud!

Como Bertilda parecía al borde del desmayo, Malva hizo que la llevaran a la antesala para que pudiera echarse y lanzó una mirada inquisitiva a Orfeo, que le explicó en dos palabras quién era aquella señora vestida de negro antes de ir a hacerle compañía. Bertilda se agitaba y se retorcía las manos sin dejar de repetir:

—Gracias, gracias, gracias…

En los recuerdos de Orfeo, Bertilda siempre tenía un aspecto envejecido, pero entonces la vio tan consumida por la edad y las privaciones que casi se preguntó si no se convertiría en polvo ante sus ojos.

Cuando recuperó el dominio de sus emociones, Bertilda pudo incorporarse y encontró fuerzas para contar a Orfeo qué había sido de ella: la soledad en la fría casa de Aníbal, la espera insoportable, la desesperación, los años que pasaron silenciosamente y después la guerra contra las hordas de invasores del norte.

—Una mañana, oí ruido de gente corriendo y gritando en la calle de al lado. Me entró miedo. Reuní cuatro cosas y me marché. Y no fui la única: la Ciudad Alta se quedó vacía de golpe y nos agrupamos para vagar como mendigos por las sendas.

—¿Para ir adonde? —quiso saber Orfeo.

—Lejos, a las fronteras. Fue allí donde encontré refugio, en una aldea de cuevas que los campesinos habían abandonado años atrás.

—¿Has vivido en… cuevas? —se asombró Orfeo.

La anciana asintió. Había sobrevivido allí durante más de dos años con otros refugiados galnicianos. Sin embargo, el frío, el hambre y el miedo a ser descubiertos, atacados y asesinados no doblegaron su resistencia.

—Pero nunca he dejado de defender lo que te pertenecía —dijo con orgullo a Orfeo—. No renuncié a la esperanza de volver a verte algún día y devolverte lo que me confiaste cuando te fuiste.

Entonces se inclinó y abrió el fardo que había traído. De él sacó algunos objetos que Orfeo reconoció. Eran cachivaches sin valor pero que habían formado parte de su infancia y adolescencia. Luego, Bertilda abrió un cofrecillo. Orfeo palideció. Aquel cofre contenía las joyas y el oro de Aníbal.

—No es más que una pequeña parte de tu fortuna —se disculpó la anciana—, ya que no podía cargar con todo. Supongo que el resto habrá sido presa de los saqueadores. Lo siento mucho.

Orfeo contempló el cofre, atónito.

—Sé que no querías aceptar nada de tu padre —murmuró Bertilda—. Pero este oro es todo lo que queda de él. Quédatelo.

Incómodo, Orfeo no se atrevía a rechazarlo ni a aceptarlo.

—Aníbal te quería —agregó ella—. He pasado años viendo cómo te trataba y sé cuánto te apreciaba. Más que a cualquier otra persona.

Orfeo miró fijamente a Bertilda y pensó en todo lo que había pasado desde la última vez que se habían visto.

—Lo acepto —dijo.

Bertilda sonrió.

—Pero ahora tienes que descansar —añadió Orfeo—. Debemos buscar una habitación para ti.

La vieja criada sacudió la cabeza.

—Te lo agradezco, pero no quiero vivir aquí. Si no te importa…

Entonces se sacó del bolsillo un manojo de llaves.

—… dormiré en tu casa, en la mansión de los Mac Bott.

¡Bertilda había conservado incluso las llaves! Sin poder salir de su asombro, Orfeo accedió. Llamó a unos criados y ordenó que acompañaran a la anciana a la gran mansión blanca al pie del campanario.

—Mañana iré a visitarte —prometió él, besando la frente arrugada de Bertilda.