45. REPARACIONES

Los cinco supervivientes de la Fábula se alojaron en la Ciudadela, cerca del coronado. Chanclo, que toda la vida había soñado con ser admitido en lugares así, no dejaba de maravillarse. Recorría los pasillos y las galerías con paso decidido, sin fijarse en el deterioro general, explorando todos los rincones con entusiasmo mal contenido. Más de una vez terminó perdiéndose en los pasadizos secretos y Malva tuvo que ir a buscarlo. Al anochecer se paseaba por los jardines abandonados, con la mirada clavada en un punto preciso del cielo. Orfeo comprendía entonces que estaba hablando con Peppe.

Babilas y Lei se alojaron como pudieron en viejas habitaciones que habían resistido a las inclemencias. Malva, por su parte, no quiso volver a sus antiguos aposentos. Pidió a Orfeo que la ayudara a llevar una cama a la alcoba del ala sur. La pequeña estancia rezumaba humedad y los cristales de la ventana se habían roto pero, aparte de aquello, nada había cambiado.

—Aquí es donde quiero dormir —dijo Malva, mirando su reflejo en el espejo del tocador.

Se levantó el largo pelo negro y luego lo dejó caer sobre los hombros, acordándose del día en que le quedó la cabeza como la de un erizo… Sonrió al recordar los gritos horrorizados de Filomena y luego suspiró. ¿Dónde estaría ahora su dama de compañía? ¿Volvería a verla alguna vez? Decidió ahuyentar aquellos pensamientos tristes y miró a Orfeo.

—Me gustaría que compartieras esta cama conmigo —dijo entonces, ruborizándose.

Sintiendo un escalofrío, Orfeo puso las manos en la cintura de Malva.

—¿Que me aloje aquí, con la principetta? —dijo él con una sonrisa—. ¿No contraviene eso el protocolo?

—Ya no hay protocolo —respondió Malva.

Orfeo asintió. Creía que el corazón se le iba a salir del pecho.

—En tal caso, acepto —dijo—. Pero habrá que arreglar esta ventana. ¡Ya sabes que no me sientan bien las corrientes de aire!

Pasaron los días y las semanas. En la Ciudadela había mucho que hacer. Babilas se dispuso a rellenar las grietas que había en el techo del ala este. Lei y Chanclo se encargaron de los caballos: se pasaron días enteros en las cuadras, curando a los viejos jamelgos. ¡A la medicina de Lei le quedaban todavía muchos milagros que obrar!

Malva y Orfeo, por su parte, decidieron poner algo de orden en los asuntos del coronado. Se instalaron en la Sala del Consejo y clasificaron, ordenaron y pasaron a limpio los registros oficiales para salvaguardar la memoria del país. Era una tarea agotadora.

De vez en cuando, Malva alzaba la vista de los libros de contabilidad. Miraba la bandera galniciana colgada sobre la chimenea y recordaba el día en que su padre la había obligado a quemar sus cuadernos. Ya no sentía la humillación que le corroía el alma desde hacía tanto tiempo.

—Un día escribiré nuestra historia —dijo, pensativa—. Es necesario que los galnicianos sepan lo que nos ocurrió en el Archipiélago.

—También habrá que dibujar nuevos mapas —agregó Orfeo—. Y desplazar al sur los límites del Mundo Conocido. Los sabios del Instituto Marítimo no se lo van a creer, suponiendo que sigan allí, claro.

Entonces tomó una pluma y bosquejó los contornos de las islas, anotando su nombre: isla de Catabea, isla de Jahalod-Rin, isla de los Invisibles…

—Aquí, la roca en la que se quedó atrapado Al, allí, los arrecifes de los hombres sin dientes y los de Finopico. Y, finalmente, el emplazamiento del Encierro, donde Peppe se arrojó al vacío…

Malva tuvo un escalofrío. La mención de todos ellos evocaba cruelmente su ausencia. Entonces, para escapar de la melancolía, reanudó el trabajo con más ahínco.

Mientras, el coronado se debilitaba día a día. Pasaba el tiempo sentado en un sillón cojo, contemplando cómo los jardines se recuperaban progresivamente de su abandono. Malva iba a verle a menudo, pero hablaba poco. ¿Qué podían decirse tras tantos años de silencio? No había palabras para expresar lo esencial.

Con el paso de las semanas, la noticia del regreso de Malva se propagó por las antiguas provincias del reino. Los galnicianos más audaces decidieron ir a comprobar por sí mismos si el rumor era cierto. Llegaban por el camino del norte, solos o en familia, cargados con sus trastos, y se presentaban a las puertas de la Ciudadela. Malva los recibía con agradecimiento, y cuando las pobres gentes veían su cara, alzaban los ojos al cielo para dar gracias a la Santa Quietud por haber salvado la vida de su principetta.

Valiéndose de los planos y de los registros restaurados, Malva asignó una residencia a cada uno de los recién llegados. Una docena de familias se instalaron entonces en la Ciudad Baja y de nuevo se oyó a los niños jugar en los callejones.

Más lejos, en el puerto, Babilas había empezado a reparar los barcos. Calafateaba los cascos, enderezaba los mástiles y repintaba los pontones. Empezaron a llegar pescadores que, algunas mañanas, instalaban puestecillos en los muelles para vender pescado. Eran avances modestos, pero Malva sentía renacer lentamente el alma de su país.

—¿No te arrepientes? —le preguntaba Orfeo de vez en cuando.

—¿De haber vuelto?

—Sí. De no haberte quedado en tu país ideal.

—Sin ti, Elgri-la no me habría gustado —respondía Malva—. No me arrepiento.

Una mañana, Lei y Chanclo llamaron a Malva. Fuera hacía buen tiempo. Los árboles frutales de los jardines estaban brotando. Lei y Chanclo montaban con orgullo dos yeguas alazanas que piafaban frente a las cuadras.

—¿Ves? —dijo Lei.

Espoleó los flancos de su yegua y partió al galope hacia el paseo de sicómoros, seguida de Chanclo, que reía a mandíbula batiente. Cuando llegaron al final del paseo, volvieron grupas y se acercaron a Malva.

—¡Eran los dos últimos caballos! —anunció Chanclo.

—Ahora, todos sanos —agregó Lei—. Podemos contar con trece caballos.

—¡Mirad lo que le he enseñado a hacer a esta yegua, principetta! —exclamó Chanclo.

Tiró de las riendas y espoleó varias veces a su montura, que se puso sobre dos patas y giró sobre ellas antes de empezar una especie de baile que encantó a Malva.

—¡No sabía que montaras tan bien! ¡Casi estás a la altura de los jinetes baigures!

—¿A que sí? —respondió el muchacho—. ¡Lei me ha prometido que cruzaremos las estepas!

Malva se lo quedó mirando con cara de incredulidad. Entonces, Chanclo hizo una mueca al darse cuenta de que se le había escapado un secreto.

—¿Qué quiere decir eso? —dijo Malva con preocupación, dirigiéndose a Lei.

La chica de Balmún soltó un suspiro y luego se resignó a hablar. Explicó a Malva lo mucho que echaba de menos su país, sus costumbres y sobre todo a su familia. Cada día que pasaba le pesaba más el corazón y, ahora que los caballos estaban curados, deseaba regresar al reino de Balmún.

—Mi lugar, allí —añadió—. Y Chanclo…

El muchacho se sonrojó y se acercó a ella. Aquella última temporada había crecido mucho. De tanto galopar y curar a los caballos se había vuelto más fornido.

—He decidido acompañar a Lei —confesó—. Aquí, en Galnicia, sin mi hermano, me siento demasiado triste. Tengo que marcharme otra vez. Y lejos. Así le serviré de escolta. ¿Qué os parece, principetta?

Malva abrió la boca, pero ya no sabía qué decir. Desde que había vuelto, el tiempo se le había pasado volando. Un día había dado paso a otro sin que se diera cuenta, y ella no había querido ver la tristeza de Lei.

—Entonces, ¿pasaréis por la Gran Estepa Aciciena? —se limitó a preguntar.

Lei asintió con la cabeza.

—Muy bien —suspiró Malva—. ¿Y cuándo os vais?