El coronado vivía recluido en el ala este de la Ciudadela en compañía de un puñado de sirvientes leales que hacían lo posible por mantener el espejismo de la grandiosidad de antaño. Las ratas corrían y las hojas muertas se arremolinaban entre el oro y la seda. En los días de lluvia se formaban charcos bajo las mesitas y los tocadores, y el goteo del agua dejaba manchas negras sobre los espejos salpicados de óxido. Los colchones rasgados perdían relleno, los relojes ya no tenían agujas, las cómodas cojas acumulaban polvo y las cortinas colgaban hechas jirones en las ventanas.
Cuando Malva, siguiendo a su padre, entró en las cocinas y en la sala de baile, cuando subió la escalera y atravesó las galerías, se vio invadida por un extraño vértigo. Era el mismo camino que había hecho el día de su fuga. ¡Qué agitación reinaba entonces en la Ciudadela! ¿Dónde estaban las criadas que sacaban brillo al entarimado? ¿Y los mozos que encendían las velas de las lámparas de araña? Mientras recorría las alfombras raídas, Malva se preguntó que catástrofe había podido sumir en el caos aquellos lugares tan familiares durante su ausencia.
Sintiendo que las fuerzas la abandonaban, se paró ante una ventana que daba al sur, a las terrazas. Desde allí pudo ver, de pie sobre un taburete poco firme, a un viejo jardinero que intentaba podar un seto convertido en maleza. El hombre se balanceaba y su pelo encanecido temblaba al viento. Cerca del gran estanque, el quiosco de música se había derrumbado no hacía mucho. La última vez que Malva había pasado junto a él, una pequeña orquesta ensayaba las serenatas previstas para la boda. Incluso se acordó de la melodía que sonaba entonces y del olor tibio de los jazmines que flotaba al anochecer.
Malva se volvió hacia su padre y le preguntó:
—Contadme qué ha sucedido.
El coronado bajó la cabeza gris y condujo a los recién llegados a la Sala de las Exquisiteces. Por el camino se cruzaron con dos criadas que, al reconocer a Malva, estallaron en sollozos.
El coronado hizo sentar a sus invitados a la mesa ceremonial y él mismo apartó el paño que la cubría. Debajo, la madera de aulaca seguía lisa y brillante.
—Siempre he procurado que esta mesa estuviera en condiciones para las visitas —explicó el coronado con una pizca de orgullo—. Es todo lo que nos queda del antiguo esplendor.
Se sentó con sus huéspedes y reflexionó un buen rato, sin saber cómo iniciar su relato. Durante aquel silencio, Orfeo estornudó por las corrientes de aire que atravesaban la estancia. Chanclo, tremendamente impresionado al verse allí, se había pegado a Babilas, mientras Lei esperaba con paciencia a que el viejo monarca diera comienzo a sus explicaciones. Malva había tomado la mano de Orfeo y la estrechaba con todas sus fuerzas bajo la mesa.
—¡Cuánto hemos esperado tu regreso, Malva! —empezó a decir el anciano—. Tu madre…
Al decir esto, se le quebró la voz. Carraspeó y siguió diciendo:
—Tu madre se destrozó las rodillas de tanto rezar ante el Altar de las Divinidades. ¡No sabes cuántas ofrendas depositó allí! ¡Por la Santa Armonía, ojalá ella hubiera podido volver a verte viva!
Malva escuchaba aquellas palabras terribles sin comprenderlas verdaderamente. Durante todo el tiempo que había pasado lejos de la Ciudadela, nunca pensó que su ausencia pudiera causar sufrimiento a nadie. Había imaginado la cólera y la decepción de sus padres, que estuviesen contrariados, pero no apenados. Y sin embargo…
El coronado se secó una lágrima y dijo:
—La coronada murió hace ya tres años.
—¿Tres años? —dijo Malva, con un grito ahogado.
—¡No puede ser! —exclamó Orfeo—. Perdonad, majestad, pero… la principetta se fue de Galnicia hace un año. ¡Y yo mismo hace tan sólo cuatro o cinco meses! ¿Os acordáis? ¡La Errabunda y la María Bella !
El coronado frunció sus blancas cejas y examinó a Orfeo con atención.
—La Errabunda... sí, sí. ¿Erais el capitán?
—Sólo el contramaestre —respondió Orfeo con humildad—. Soy el hijo de Aníbal Mac Bott, ¿recordáis?
El coronado hizo un gesto vago, como si apartara una mosca.
—Hace tanto tiempo de eso… —dijo—. Pero sí creo recordar al bueno de Aníbal. En otros tiempos, el capitán cubrió de gloria nuestra flota.
—¡No os engañéis! —replicó Orfeo con vigor—. ¡Mi padre no cubrió de honor la flota galniciana ni a su país ni a su coronado! Os traicionó. No era más que un pirata, un bandido que nunca acató los preceptos de Quietud y Armonía.
—¿De verdad? —dijo el coronado—. Vaya, qué lástima… Pues yo pensaba…
Se quedó callado otra vez e hizo un gesto mientras intentaba reordenar sus ideas.
—Decíais que mi madre, la coronada, murió hace tres años —le recordó Malva con voz débil—. Pero eso no puede ser. Será que la memoria os está jugando malas pasadas.
El coronado extendió las manos con las palmas hacia arriba y dijo:
—¡Mira estas manos, Malva! Me tiemblan y ya no me sirven para nada, pero míralas bien: tienen diez dedos. Y estos diez dedos son los que me han permitido contar los años que han pasado desde tu desaparición. Diez dedos. Diez años. Así de claro… Aquí han pasado muchas cosas en estos diez años.
Un silencio de asombro siguió a esta revelación. ¿Cómo asumir algo así? ¿Acaso el tiempo se había distorsionado hasta el punto de pasar más rápido en Galnicia que en otras partes? ¡Era del todo impensable! Y por otro lado… aquello explicaba algunos misterios: el deterioro de la ciudad, la cara del coronado y su pelo blanco… Después de todo, en el Archipiélago habían ocurrido infinidad de fenómenos inexplicables. ¿Y si el nokros había convertido en humo más tiempo del esperado?
—Seguid —pidió Malva a su padre—. Quiero saberlo todo.
—Después de un año sin recibir noticias de la fragata Errabunda —explicó el coronado—, ordené que partiera una segunda expedición. Ya no me acuerdo del nombre de los barcos que partieron. Tampoco ellos volvieron jamás. Después, desconfiando del mar, preferí armar a un escuadrón de jinetes, que partieron hacia Orniente, también con la misión de liberarte del emperador Temir-Gaí. Sólo volvió uno de mis hombres, dos años más tarde, y trajo malas noticias: una guerra sin cuartel asolaba las estepas. Mis soldados se vieron engullidos por los combates. Todos murieron. Y lo peor era que Temir-Gaí ya no tenía a mi hija. Nadie sabía si estaba viva o muerta.
Malva suspiró al oír aquel relato. Las visiones que tuvo en el monte Ur-Tha se estaban confirmando una por una. Su madre estaba muerta, los baigures y Filomena sufrían los horrores de la guerra. Se estremeció al pensar aquello. ¿Habrían sobrevivido?
La Sala de las Exquisiteces se vio invadida progresivamente por la oscuridad, pero ningún sirviente acudió a encender las lámparas. En la mesa, nadie osaba ya moverse.
—Así pues, habíamos enviado tres expediciones para nada —resumió el coronado—. Nos habíamos quedado sin nadie que heredara el trono. Poco a poco, la desesperación se apoderó de nuestro ánimo. La coronada cayó enferma. Por todo el país se urdieron conspiraciones. El arconte había sembrado su odio y su ambición por todas partes. Bastaba con una chispa para reavivar el fuego que se estaba preparando.
—El arconte está muerto —intervino Orfeo—. Nos persiguió por los mares, pero ya no volverá jamás.
—¿Lo habéis matado? —preguntó el coronado.
—No —explicó Orfeo—. Pero quedó prisionero en un lugar especial, un archipiélago que…
Bajo la mesa, Malva oprimió algo más fuerte la mano de Orfeo para que dejara de hablar.
—No lo hemos visto morir, padre —aclaró ella—. Pero yo también pienso que ya no volverá jamás.
—Me alegro, pero de todos modos ya es demasiado tarde —suspiró con tristeza el coronado—. Galnicia ha sufrido ataques de todos lados. Hemos librado batallas terribles aquí mismo, hasta el hundimiento final. De eso hace dos años. Sufrimos el embate de cañones, de hordas de soldados llegados de Dunbraven y Andemarca, una auténtica masacre. Los habitantes de la Ciudad Alta fueron los primeros en huir a las montañas. El pueblo llano, presa del hambre y las epidemias, quedó diezmado. Los supervivientes abandonaron la Ciudad Baja para refugiarse más al oeste, en la frontera. Ignoro qué habrá sido de ellos. Ya no soy su coronado. Galnicia ya no existe. Ha sido desmembrada, saqueada por nuestros vencedores. Ya no queda más que esta Ciudadela en ruinas, en la que todavía puedo terminar mis días.
Su voz se apagó. Había quedado reducida a un susurro, abrumada por la pena y la fatiga. Miró a Malva y siguió diciendo:
—Durante todos estos años, no he dejado de pensar en aquel día funesto en que desapareciste. Primero pensé en un secuestro. Luego hice responsable al arconte de tu ausencia. Estaba furioso y sólo quería recuperarte para restablecer el orden en mi país. ¡Quería recobrar lo que era mío! Hasta que un día, un criado me trajo una carta que había encontrado al limpiar una pequeña alcoba del ala sur. Fue justo después de la muerte de la coronada.
Malva se sobresaltó. ¡Su carta de despedida! ¿Cuánto tiempo había transcurrido hasta que llegó a su destinatario? ¡Años y años!
—Cuando leí aquella carta —prosiguió el coronado—, se me reveló la verdad. Comprendí de pronto por qué mi hija había… huido. Yo era el motivo.
El coronado parecía hundido.
—Acabé sabiéndome de memoria aquella carta. La leí y releí hasta destrozarme la vista. Tenías razón, Malva. Desde aquel día, los remordimientos no me dejaron dormir. Me pasé todas las noches pensando en lo que había hecho. Me vi con tus ojos… como un hombre cruel, sin corazón. Así era yo: un coronado obsesionado por el poder y el deber. Y un padre incapaz de comprender a su hija.
Chanclo, Lei, Babilas y Orfeo contemplaban con estupor la cara de aquel anciano. Al oír estas últimas palabras, se volvieron hacia Malva. Muy pálida, la principetta ya no sabía qué decir ni qué pensar. Todo aquello la había dejado totalmente atónita.
—Pero ahora has vuelto —murmuro el coronado—. Es todo lo que deseaba: volver a verte para pedirte perdón.
Las lágrimas que la principetta había intentado contener rodaron finalmente por sus mejillas.
Abrió la boca, pero de ella no salió más que un leve susurro. Orfeo comprendió en aquel instante que Malva ya podía hacer las paces con su padre.