Chanclo dormía en la cofa del palo mayor cuando le cayó un excremento de gaviota en la cara. Se despertó de un sobresalto a tiempo de ver al ave alejarse entre chillidos, como si se burlara de él.
—¡Pájaro asqueroso! —imprecó el muchacho, mientras se limpiaba la cara con la manga.
Sólo entonces se dio cuenta de que era la primera ave que veía desde hacía meses. Se puso en pie de un salto y se inclinó hacia delante. A lo lejos se distinguía el contorno de una costa y… el de una gran construcción que se erguía en lo alto de una colina. Con los ojos como platos, abrió la boca y gritó:
—¡Galnicia! ¡Galnicia! ¡Justo enfrente!
Al oír aquel grito, Malva, Babilas, Lei y Orfeo salieron corriendo por la escotilla central y corrieron hasta el castillo de proa.
El día era gris y nubloso y no hacía viento, pero no había nada de bruma: las costas galnicianas aparecieron nítidamente ante ellos, y también la desembocadura del río Gdavir.
—¡Melfed liagh twyll! —exclamó Babilas.
Su tez curtida por el sol se suavizó de pronto y Lei vio despuntar una lágrima de alegría en la comisura de los ojos del gigante. Para ella, naturalmente, la emoción no era tan fuerte. Galnicia no era su país natal y, una vez más, en ella sólo sería una extranjera. De todos modos, se sentía aliviada por haber llegado hasta allí, y la idea de poder poner los pies en tierra por fin le encantaba. Sobre todo, se sentía impaciente por montar a caballo. Malva le había prometido la mejor montura de las cuadras de su padre, así como una escolta de soldados que la acompañaran de vuelta a su casa, a Balmún.
Chanclo, saltando como una pulga, bajó entusiasmado por los obenques y cayó pesadamente sobre la cubierta.
—¡Ya llegamos a casa! —exclamó—. ¡Y traemos a la principetta! ¡El coronado se va a quedar de piedra! ¡Somos héroes!
Riendo a más no poder, se puso a bailar hasta arrastrar a Lei con él entre giros y piruetas y quedarse sin respiración.
—¿A que sí, capitán, a que somos héroes? —preguntó cuando hubo recuperado el aliento.
—No soy yo quien tiene que decidir eso —sonrió con modestia Orfeo—. Y tú tendrías que limpiarte mejor la punta de la nariz antes de bailar con una chica. ¡Parece que un pájaro te haya dejado un recuerdo encima!
Chanclo se puso como un tomate y se frotó tanto la nariz que se le quedó roja.
—Pero sí nos darán una recompensa, ¿no? —insistió, adoptando una pose enfurruñada—. El coronado había mencionado una montaña de galniques, ¿o no?
Apoyada en la barandilla de proa, Malva ponía mala cara. Era ella quien había decidido volver, nadie la había obligado, pero al oír hablar así a Chanclo no podía evitar sentirse como una pieza de caza. Orfeo se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros.
—No hagas caso de ese fanfarrón de Chanclo —le murmuró al oído—. Todavía estás a tiempo de cambiar de opinión. Desembarcaremos más lejos, cerca de la frontera, y tú podrás desaparecer. Nadie sabrá dónde estás ni adonde vas. Ni siquiera yo, si es lo que quieres. Puedes huir otra vez, es así de sencillo…
Cuanto más visibles se hacían las costas, más fuerte le latía el corazón en el pecho. La Ciudadela, el río, el campanario que se erguía sobre la Ciudad Ata…
—No —resolvió ella con convicción—. Entraremos por el puerto y yo no me marcharé. En cuanto a la recompensa, haz lo que quieras. Si mi padre sigue vivo, que él…
—Y ¿por qué iba a estar muerto el coronado? —la interrumpió Orfeo—. ¡Todavía es joven! Sólo hace un año que te fuiste, Malva. Las cosas no han podido cambiar hasta ese punto.
Pero ella se encogió de hombros:
—Es sólo una sensación.
En la entrada del puerto, los cinco pasajeros de la Fábula se asombraron al ver una pesada cadena de bronce tendida entre los diques para impedir el paso de las embarcaciones. Orfeo ordenó a Babilas que echara el ancla y, cuando el navío quedó inmovilizado, el capitán se dirigió a sus compañeros:
—Era uno de los edictos promulgados por el arconte en los días en que el coronado había abandonado el trono. El puerto estaba en cuarentena… pero este edicto se había derogado para permitir nuestra partida. No comprendo qué hace todavía aquí esta cadena.
Desde donde estaban veían los mástiles de los barcos en los muelles. Chanclo contó una docena de ellos solamente. Entonces, ¿dónde se encontraba el resto de la flota?
—¿Y los barcos de pesca? —preguntó Malva, inquieta—. ¿Y las gaviotas?
Tenía razón. Sobre el puerto, el cielo estaba desierto, y por mucho que aplicaran el oído no oían ninguna voz. Ni el rodar de barriles ni el ladrar de perros ni el rechinar de poleas. El puerto estaba invadido por el silencio.
A Babilas y Orfeo les bastó mirarse para ponerse de acuerdo. Sin decir palabra, el gigante saltó por la borda y se zambulló en el agua fría. Los demás lo vieron nadar hasta el dique y lo animaron a voces cuando se agarró a él para salir del agua.
Ya sobre el dique, Babilas, jadeando y chorreando, tiró de la enorme cadena de bronce. Había algas y conchas pegadas a ella. Haciendo una mueca por el esfuerzo, se echó atrás y consiguió arrancarla. Orfeo levó el ancla y la Fábula entró por fin en el puerto.
Reunidos en la proa, los viajeros presenciaron un espectáculo desolador: en los barcos, llenos de polvo y de óxido, podridos por una estancia demasiado prolongada en el cieno, se veían mástiles decaídos como ancianos incapaces de mantenerse erguidos, barriles destrozados y cajas vacías, mientras la mugre invadía los pontones desiertos y el aire batía las puertas de las tabernas instaladas en los muelles.
—¿Qué ha pasado aquí? —murmuró Orfeo, mientras la roda de la Fábula hendía las aguas viscosas y estancadas.
—Huele a pescado podrido —comentó Chanclo sin más.
Al llegar al final del muelle, Orfeo lanzó un cabo a Babilas para que amarrara el navío. Malva estaba muy pálida, pero indicó con un gesto que no se preocuparan: había que bajar, entrar en la ciudad para averiguar qué estaba pasando. Por orden de Orfeo, Chanclo tendió una tabla desde el pasamanos hasta el muelle. Cuando todos se hubieron apeado en el muelle, el grupito se adentró en los callejones de la Ciudad Baja.
Los recién llegados no encontraron más que puertas cerradas por todas partes. Ningún ruido, ningún olor, ninguna presencia humana. Un desagradable aire frío hizo estornudar a Orfeo varias veces.
—¿No será que la gente se ha ido a alguna fiesta? —aventuró Chanclo—. ¿Y si nos están esperando para darnos una sorpresa?
Había dicho estas palabras sin mucho convencimiento, sólo para darse ánimos. Sin embargo, cuanto más avanzaba más notaba que las fuerzas le abandonaban. A cada paso surgía un recuerdo de su memoria, un recuerdo de los días en que hacía mil diabluras con Peppe. Aquí habían robado una naranja a un vendedor ambulante, más allá se habían peleado con los chicos de una banda rival y bajo aquel porche se habían repartido el botín tras una jornada de mendigar…
—No hay ni gatos por la calle —murmuró Orfeo, cada vez más preocupado.
Cuando se acercaron al río Gdavir, los cinco compañeros se quedaron totalmente desconcertados. Ni en los peores momentos del duelo, cuando se creía que la principetta había muerto ahogada, la Ciudad Baja había tenido un aspecto tan siniestro.
—¡Eh! ¡Mirad! —exclamó de repente Chanclo, señalando con el índice los pilares del puente.
En ambas riberas, unas plantas extrañas y flexibles, de color gris, se balanceaban al viento.
—¿No te acuerdas, capitán? ¡Las semillas que le birlé al cocinero de la Ciudadela! ¡Las que el mensajero había traído como regalo! ¡Han crecido!
Chanclo arrastró a los demás hasta la orilla del río.
—Parece… —titubeó Malva, acercándose a las plantas—. Parece…
Acarició el tallo gris y luego arrancó el extremo. Unas semillitas le cayeron a la palma de la mano. A Malva se le iluminó la cara:
—¡Es pagul!
—¿Conocéis esta planta? —se asombró Chanclo.
—¡Ya lo creo! ¡Uzmir y los baigures se pasaban el día comiendo estas semillas cuando viajaba con ellos por la Gran Estepa Aciciena!
—¡Uzmir! ¡Eso es! —exclamó Chanclo—. ¡Ése era el nombre raro del mensajero que anunció al coronado que no estabais muerta!
Malva sonrió, llena de alegría, y buscó entre el follaje gris para recolectar más semillas.
—Es un milagro que hayan germinado tus semillas, Chanclo. ¡Normalmente, el pagul sólo crece entre pequeños matorrales y en el clima árido de las estepas! ¿Queréis probarlo?
Entonces ofreció unas semillas a Babilas, Orfeo y Lei.
—Hay que mascarlas —explicó, metiéndose un puñado en la boca.
—¡Hadsin tlu! —dijo Babilas con una mueca.
—Él dice que pagul no sabe a nada —tradujo Lei.
—Es verdad —secundó Orfeo.
Los cinco se quedaron allí un buen rato, contemplando cómo fluía el río. Antaño, el Gdavir transportaba sus reflejos dorados por todo el país y su esplendor era el orgullo de los galnicianos. Ahora, sus aguas eran turbulentas y amarillas, llenas de barro y de ramas muertas.
Orfeo alzó la vista hacia el campanario que dominaba la Ciudad Alta, en la otra orilla. Unos pájaros daban vueltas alrededor de la torre, lentamente, como buitres. Se echó a la boca unas semillas más de pagul e inspiró hondo.
—Venid —dijo a sus compañeros—, tal vez haya gente en los barrios altos.
Sin embargo, en las calles más anchas y ordenadas de la Ciudad Alta tampoco encontraron a nadie. En las plazas, las fuentes estaban taponadas por el musgo. En la entrada de las viviendas más grandes, las telas de araña se estremecían a cada oleada de viento. Orfeo volvió a estornudar.
Cuando se acercaron al campanario, llamaron al santo diáfice. No hubo respuesta. Orfeo golpeó a la puerta de su residencia natal, pero Bertilda no fue a abrir, como esperaba vagamente que ocurriera.
—¡Este lugar me parece muy frío! —dijo Lei—. ¡Muchas vibraciones terribles! ¡Yo quiero irme!
—¡Espera! —le suplicó Malva—. Tiene que haber una buena explicación para todo esto.
Pero Lei sacudió la cabeza, consternada.
—Aquí ocurrieron cosas terribles. Enfermedad, miseria, guerra. ¡Todos muertos!
Chanclo se puso a temblar. Lanzó una mirada de desesperación a Babilas, quien, inmóvil contra el viento, no sabía qué hacer con sus manazas.
—¡Todos muertos! —repitió Lei, con los ojos desorbitados—. ¡Nosotros también moriremos! ¡Yo quiero irme!
Orfeo sujetó a la muchacha rubia por los hombros.
—¡Hace sólo seis meses que me fui de esta ciudad! —exclamó—. ¡Sus habitantes hacían vida normal! ¡Caminaban, trabajaban, conversaban! ¡Estaban vivos! ¡Es imposible que hayan muerto en tan poco tiempo! ¡Imposible!
Entonces soltó a Lei de golpe y dijo:
—¡Vayamos a la Ciudadela! ¡Seguro que ha ocurrido algo que ha obligado a la gente a refugiarse allí!
Volvieron a bajar rápidamente por las calles vacías, pero cuando llegaron a las puertas de la Ciudadela, las encontraron también cerradas.
—Es normal —quiso explicarse Orfeo—. La gente debe de haberse encerrado en su interior.
Se acercó a la campana que colgaba de la pilastra y la sacudió vigorosamente. La cadena oxidada cedió y se le quedó en las manos.
—Pertort gwener dorim a ustwig —dijo Babilas.
Lei ni siquiera tuvo fuerzas para traducir sus palabras, pero los demás comprendieron lo que había dicho cuando vieron al gigante escalar el muro con la fuerza de sus brazos hasta saltar al otro lado. Poco después, se oyó un ruido metálico y la puerta se abrió de par en par.
Malva entró la primera en el recinto de la Ciudadela. Al momento se dio cuenta de que habían crecido hierbas en medio del paseo de gravilla. Más lejos, bajo la bóveda de sicómoros, las lluvias habían creado surcos y nadie se había ocupado de allanar el camino. ¡Si una carroza intentara pasar por allí, caería dentro de la zanja! Malva nunca había visto los jardines en tal estado. Dirigiera donde dirigiese la mirada, no veía más que matojos, herramientas oxidadas, carretas abandonadas, ramas caídas y árboles muertos. La principetta tenía la sensación de estar visitando su infancia en una pesadilla.
Cuando vio el ala oeste de la Ciudadela con el techo desplomado se sintió embargada por la emoción. Detrás, al borde del acantilado, se distinguían las murallas acribilladas por impactos de bala. Ya no quedaba duda de que la Ciudadela había sido atacada… y que no había resistido el embate. Malva escondió la cara entre las manos. Nunca se había imaginado que llegaría a ver su país en semejante estado. A todas luces, Galnicia ya no era más que una tierra salvaje, abandonada.
Tras ella, Chanclo, Babilas, Lei y Orfeo andaban lentamente, cada vez con mayor reticencia. Cuando descubrieron que Malva lloraba, se detuvieron.
Justo entonces, alguien apareció al final del camino. Era un hombre de pelo alborotado que cojeaba hacia ellos, mascullando. Orfeo se fue corriendo con Malva.
—¿Quién es? —le preguntó, señalando al hombre.
Malva se enjugó las lágrimas. Cuando el hombre se acercó más, la principetta entornó los ojos para reconocer aquella cara arrugada y aquellos andares caóticos. Según recordaba, ninguno de los criados, mozos, jardineros ni cocineros cojeaba de aquel modo. Sólo en el último momento, cuando el hombre dirigió su mirada hacia ella, Malva lo reconoció. Un grito se le quedó ahogado en la garganta:
—¡Mi padre!
El coronado ya no era el hombre que Malva había conocido. Ya no se parecía a aquel monarca intimidante y severo que la había humillado en público. Ante ella se encontraba un viejo inválido que no inspiraba más que compasión. ¡Con lo que ella había temido aquel momento! ¡Si lo hubiera sabido!
El coronado se detuvo cerca de ella, con los ojos inundados de lágrimas, y pronunció su nombre: «Malva, Malva», repetía con voz ronca. Luego tendió hacia ella unas manos temblorosas, cubiertas de motas marrones. Volvió a pronunciar su nombre y, cuando quiso estrecharla en sus brazos, ella no se resistió.
Por muy lejos que se remontara Malva en el pasado, su padre nunca había mostrado un gesto de ternura como aquél. Nunca.