Cuando se hizo de noche, Orfeo se acomodó sobre la cubierta para observar el cielo. Las estrellas habían recuperado su lugar: al este brillaba Proximeda, al oeste Aldebagol y, en el cénit, Orfeo reconoció la constelación de Oriopea.
—¡Ven a ver! —le propuso a Chanclo.
El muchacho seguía postrado frente a la escudilla que Babilas le había traído. Hacía mucho que se le había enfriado la comida. De todos modos, alzó la cabeza, vaciló un momento y luego accedió a hacer compañía al capitán. Se tumbó a su lado, mirando la inmensidad del cielo nocturno.
—Mira —le dijo Orfeo, señalando un punto luminoso con el índice—. Es Alphius, la más brillante de todas. Y allí está la constelación del Aligaitor. Y al lado se ven Betelrig y Vegeb.
Chanclo seguía con la mirada los dedos de Orfeo, más fascinado de lo que pensaba por la belleza de la bóveda celeste. Cada estrella era como una flor. Y para él, a quien nadie se había molestado en enseñar nada, conocer sus nombres le pareció similar a poseer un tesoro. Orfeo recitó para él todo lo que sabía: Altares, Ichab, Tolimuk, Hiperiada… Era como si le cantara una nana. Finalmente, le señaló dos estrellas muy cercanas entre sí que titilaban intensamente.
—Son las estrellas gemelas —le explicó a Chanclo—. Se llaman Ástor y Ólux.
Chanclo tuvo un escalofrío. ¿Estrellas gemelas? ¿Eran idénticas de verdad?
—Desde tierra —siguió diciendo Orfeo—, nos da la sensación de que están casi pegadas la una a la otra, pero en realidad las separan miles de kilómetros.
—Entonces, ¿son como Peppe y yo? —murmuró el muchacho—. Nos separan miles de kilómetros, pero siempre estaremos juntos.
Orfeo asintió y se quedó en silencio. Chanclo devoraba con los ojos aquella parte del cielo donde brillaban las estrellas gemelas.
—Cada vez que quiera pensar en mi hermano —resolvió—, cada vez que le eche mucho de menos, cada vez que tenga ganas de hablar con él, les hablaré a estas estrellas. Será un poco como si Peppe estuviera conmigo y me mirara desde lo alto.
Una sonrisa frágil se dibujó en sus labios. En aquel momento, Orfeo supo que Chanclo llegaría, tarde o temprano, a vivir su vida y que la ausencia de Peppe no impediría del todo que siguiese su propio camino en la existencia.
—¿Tú piensas de verdad que la vidente nos ha engañado? —preguntó Chanclo con brusquedad—. Peppe… creía a pies juntillas en lo de ser príncipes. Él creía de verdad que podíamos casarnos con Mal… vamos, con la principetta.
—¿Y tú? —dijo Orfeo, con tono suave—. ¿Tú también lo creías?
El chico hizo un mohín de decepción.
—Tú sí que la quieres, ¿verdad? —suspiró—. Es contigo con quien se casará.
Orfeo no pudo evitar que se le disparara salvajemente el corazón. No sabía decir exactamente qué sentía Malva hacia él, pero se había arrojado alguna vez a sus brazos, se había dejado besar sin enfadarse y, además, estaba aquella emoción intensa que él sentía cada vez que ella lo miraba. No sabía nada de mujeres, pero tenía la intuición de que había nacido entre ellos un vínculo muy fuerte. Para responder a la pregunta de Chanclo, se salió un poco por la tangente:
—Malva no ha atravesado todas estas dificultades para que la vuelvan a obligar a entrar en el Santuario con un esposo del brazo, ¿no te parece?
—Ahora es libre —reconoció Chanclo, muy serio.
—Muy libre —repitió Orfeo, con aire pensativo.
De nuevo se hizo el silencio. Sobre ellos, el cielo se enriquecía por momentos con más estrellas, constelaciones, nebulosas y galaxias. Comparadas con aquellas enormidades lejanas, las torpezas del corazón humano perdían toda importancia. Ya podían pasar mil desgracias en la Tierra, ya podían devastar pueblos las tempestades, guerras y hambrunas, ya podían nacer y morir amores sin cesar, porque nada de todo eso trastornaría el curso de las estrellas en la noche. Así, a fuerza de observar el cielo, Chanclo y Orfeo se serenaron.
—Estas estrellas nos guiarán hasta Galnicia —murmuró Orfeo—. Y cuando hayamos vuelto a casa, nos bastará con mirarlas para recordar todo lo que hemos vivido juntos.
—¡Serán como recordatorios! —concluyó Chanclo, casi riendo.
Dos días después, la Fábula se cruzó en el camino con un buque procedente del reino de Norj con rumbo a Orniente. Su capitán, un hombre robusto de pelo rubio, propuso a los supervivientes que se embarcaran en su barco, pero Orfeo, tras hablarlo con sus compañeros, rechazó la oferta. Todos ellos preferían poner rumbo a Galnicia lo antes posible. El capitán del buque no insistió, pero les hizo un donativo de víveres, dos barriles de agua potable, una red de pescar y algunos instrumentos de navegación elementales: una carta náutica, una brújula, un sextante. Por supuesto, no pudo evitar preguntar a aquellos viajeros exhaustos qué les había pasado. Lei, que hizo las veces de intérprete, fue muy ambigua. Les habló de la tempestad, de su naufragio en una isla, pero no mencionó la existencia del Archipiélago ni del Encierro. Todos los pasajeros de la Fábula eran conscientes de que su incursión fuera de los límites del Mundo Conocido no sería precisamente fácil de explicar. De entrada sería mejor decir lo menos posible.
Durante la última cena que celebraron a bordo del buque norjiano, preguntaron a su anfitrión acerca de Galnicia, pero el hombre no parecía estar al corriente de la desaparición de la principetta ni de la boda anulada ni de las consecuencias diplomáticas que había acarreado. Galnicia, según dijo, era un país cerrado en sí mismo, reservado y tan poco hospitalario que hacía tiempo que ningún extranjero ponía los pies allí.
Aquellas palabras inquietaron mucho a Orfeo. Desde que partió como contramaestre a bordo de la Errabunda habían transcurrido tal vez un centenar de días, algo que no tenía nada de sorprendente teniendo en cuenta lo arriesgado de la expedición. ¿Y si el coronado había perdido la esperanza de tanto esperar? ¿Y si las conspiraciones y las intrigas habían acabado derrocándolo? ¿Cómo explicar, si no era así, que Galnicia se hubiera aislado de forma tan brusca en su propia desgracia? El capitán norjiano, que llevaba varias semanas surcando el mar, no pudo aportar respuestas a estas preguntas.
Por su parte, Malva experimentó un profundo malestar al oír todo aquello. Le volvió a la memoria la visión que había tenido de su país mientras estaba encaramada en la rama del árbol milenario del monte Ur-Tha: el cortejo fúnebre, los árboles pelados, el silencio inquietante que reinaba en la Ciudadela… Todo hacía pensar en una catástrofe.
Sin embargo, cuando la Fábula levó anclas al día siguiente, los cinco miembros de la tripulación se dejaron llevar por un cierto alborozo. Con la barriga llena, ropa digna y cartas náuticas, se sentían contentos al poder viajar en mar conocido. Por fin sabían dónde estaban y los peligros que pudieran surgir les parecían insignificantes en comparación con los que ya habían superado. Así, cuando las velas se desplegaron y Orfeo tomó el timón gritando: «¡Rumbo a Galnicia!», las caras de sus compañeros se iluminaron. Orfeo les sonrió. Él también estaba contento de volver, aunque en el fondo no dejaba de parecerle extraño. ¿Cómo podía él, que se había sentido asqueado en Galnicia y que no había soñado con nada más que con partir, estar impaciente por pisar el suelo del país? ¿Y si, al ver la Ciudad Alta, sus temores lo asaltaban de nuevo para consumirle el alma? ¿Y si, nada más volver, echaba de menos el mar y sus aventuras?
Desde el alcázar de popa observó a Malva, que se encaramaba ágilmente por los obenques, y sus pensamientos sombríos se esfumaron. Mientras Malva estuviera a su lado, se sentiría fuerte, capaz de afrontar cualquier temor.
Faltaban algunas semanas para que al fin empezaran a distinguirse las costas del país de Esperda. Malva se situó en el castillo de proa, con una mano sobre los ojos a modo de visera. Parecía nerviosa y triste. Lei se dio cuenta y se puso a su lado.
—¿Ves esa hilera de rocas blancas, a lo lejos? —le preguntó Malva.
—Parecen huesos de esqueletos —dijo Lei, estremeciéndose.
—Son arrecifes extremadamente peligrosos. Fue allí donde Filomena y yo naufragamos con el Estafador.
Los ojos de la principetta se habían ensombrecido. Tenía la mirada fija en las siluetas de los arrecifes, mientras recordaba todo lo sucedido allí: el estrépito de la proa al estrellarse contra las cortantes rocas, la zambullida a la que ella y Filomena se vieron obligadas y, finalmente, su deriva, aferradas a los enrejados de las escotillas, hasta aquel momento terrible, cuando la bestia sin nombre…
—Fue allí donde recibí un mordisco en la pierna —dijo entonces Malva—. Nadábamos con la esperanza de acercarnos a la costa, y de repente…
La principetta hizo una mueca de dolor y dio un respingo, como por reflejo. Entonces perdió el color y, con la respiración cortada, tuvo que sentarse.
—Tú, muy sensible —comentó Lei, mientras desabotonaba la marinera de Malva para que pudiera respirar mejor—. Ahora, herida curada. No debes temer nada.
Como para asegurarse, Malva se subió la parte baja del pantalón y se descubrió la pantorrilla. Una larga línea blanca seguía marcándole la piel.
—Si Finopico vivo, él te diría qué bestia vive en este mar —dijo Lei con pesadumbre—. Y tú al fin conocerías nombre… ¡de bestia sin nombre!
Malva se quedó un buen rato absorta en la contemplación malsana de su cicatriz.
—Finopico nos ha dejado sus libros. ¿Y si les echo un vistazo? —dijo.
Aquella idea le pareció muy buena. Bajó a la gambuza y allí, detrás de un revoltijo formado por estanterías caídas y tarros vacíos, encontró los libros del cocinero. Luego se pasó el resto del día encerrada con ellos en su camarote.
Al caer la noche, y mientras la Fábula se adentraba lentamente en el canal que comunicaba Tildesia con las zonas pantanosas de Armunia oriental, Orfeo empezó a preocuparse por la ausencia prolongada de la principetta. Dejó el timón a Babilas y llamó a la puerta del camarote de Malva.
Estaba sentada en su litera, rodeada de una montaña de libros abiertos. A la luz de una vela, y con el entrecejo fruncido por la concentración, examinaba minuciosamente los grabados y descripciones.
—Deberías salir a tomar el aire —le aconsejó Orfeo—. Arriba hace buen tiempo, y de tanto leer se te va a estropear la vista.
Malva le dirigió una mirada perdida. Al parecer, no había oído ni una palabra de lo que él le acababa de decir.
—No sabía que hubiera tantas especies de peces. ¿Crees que Finopico las conocía todas?
—Era mucho más sabio de lo que me imaginaba —respondió Orfeo, recordando la charla que habían tenido poco antes de su desaparición—. Se interesaba sobre todo por las especies raras. Su ilusión era ser admitido entre los especialistas del Instituto Marítimo.
—Pobre Finopico —suspiró Malva—. Todavía no me he hecho a la idea de no volverlo a ver. A veces, hasta me parece oírlo refunfuñar sobre los gemelos… o sobre Al.
La voz le temblaba. Orfeo se acercó a ella y, cuando se sentó en el borde de la litera, reparó en las lágrimas que estaban a punto de derramarse sobre las mejillas de la joven.
—Hemos perdido a muchos amigos —siguió diciendo ella—. Me siento… Me parece injusto seguir viva mientras que ellos…
Las lágrimas se desbordaron. Orfeo abrió los brazos y estrechó a Malva en ellos para consolarla. Hasta aquel momento, todos habían procurado evitar hacer balance de su viaje en el Archipiélago. Finopico, Peppe y Al habían dejado un vacío a bordo y también en el corazón de los supervivientes. Sin embargo, los días transcurrían con toda la carga de trabajo y preocupaciones que traían consigo. Era preciso seguir adelante, izar las velas, reparar las partes dañadas del barco y alimentarse. Todo aquello permitía contener la tristeza, pero al abrir los libros, Malva había abierto también sus heridas. Con cada página, con cada palabra, no hacía más que pensar en los que habían desaparecido.
—Cuando estemos en Galnicia —dijo Orfeo, acariciando el pelo negro de Malva— les rendiremos homenaje. Tenemos que hacer que todos los galnicianos sepan que existieron.
Malva sollozaba. Sus lágrimas mojaban las manos de Orfeo.
—Ya no sé —dijo ella, con la respiración entrecortada—, no sé qué voy a hacer cuando lleguemos. Me parece todo… tan… lejano, tan… imposible…
Orfeo la abrazó con más fuerza.
—Estoy contigo, estoy contigo —repetía él mientras Malva se dejaba llevar por la tristeza.
Se quedaron mucho tiempo así, en los brazos del otro, con el corazón latiéndoles con fuerza y buscándose con los dedos. Orfeo besó a Malva en la frente, en las mejillas, en el pelo. Ya no le daba miedo sentir lo que sentía. Poco a poco, Malva se fue calmando.
—Estaba buscando el nombre de un animal acuático —explicó al fin, separándose de pronto de Orfeo.
Entonces le contó la traición de Vincenzo, el naufragio del Estafador y, finalmente, le mostró la cicatriz que le atravesaba la pierna.
—Lei me curó mientras estábamos encerradas en el harén de Temir-Gaí, pero yo conservaré esta marca toda la vida.
Orfeo tomó la vela y acercó la llama a la pierna desnuda de Malva. La observó un buen rato, la apretó ligeramente con el dedo y vio blanquearse el surco.
—Este animal tenía una mandíbula tremenda —murmuró—. Estas marcas paralelas parecen indicar que tenía dos hileras de dientes.
Entonces volvió a rozar la piel de la muchacha y dijo:
—Aquí… y aquí. Dos hileras de dientes afilados.
Alzó la cabeza, encontró la mirada de Malva y se ruborizó.
—Creo que ya lo tengo —dijo para disimular su turbación—. Si fuera eso, sería…
De pronto, Orfeo volvió a dejar la vela en su sitio y rebuscó entre los libros extendidos sobre la litera. Finalmente, puso la mano sobre el libro que estaba buscando. Era el que Finopico leía la noche en la que le confió sus secretos. Empezó a hojearlo ansiosamente.
—Página 243 —dijo.
Señaló con el dedo el grabado que representaba la gobima de las profundidades y leyó su descripción en voz alta. Luego acercó el libro a Malva, que miró el dibujo detenidamente.
—Si fue esta bestia la que me mordió, puede decirse que tuve suerte —dijo ella—. Pudo haberme matado y arrastrado al fondo del mar…
—Y si es ella —siguió diciendo Orfeo—, significa que Finopico tenía razón: la gobima no era una quimera. Existe de verdad.
Malva contempló otra vez el grabado un buen rato y luego su cicatriz.
—¡Con las ganas que tenía de demostrar que no estaba equivocado! —suspiró Orfeo—. El pobre… Descubrir este pez se había convertido en una obsesión para él. ¡Y resulta que tenía la prueba delante de las narices!
Cuando de nuevo puso la mano sobre la pierna de la principetta, notó que ella tenía la piel de gallina. Orfeo cerró lentamente los libros y los apiló sobre el suelo.
—Tienes frío —le dijo a Malva—. Ahora será mejor que descanses.
Cogió una manta y se la echó por encima. Cuando ella hundió la cabeza en la almohada, su larga melena negra como la tinta se le desparramó alrededor de la cara como una corona.
Orfeo se inclinó hacia ella hasta quedar muy cerca, y entonces se produjo un silencio. Malva cerró los ojos y, con una delicadeza infinita, Orfeo puso sus labios sobre los de ella.
En aquel momento, sus corazones eran como las estrellas gemelas que brillaban en el cielo: dos puntitos luminosos entre las tinieblas inmensas del universo.