41. EL ENCIERRO

Hasta donde llegaba la vista, no había nada más que agua tumultuosa y vientos que soplaban en la misma dirección. Una atmósfera eléctrica, tormentosa y apocalíptica pesaba en aquel punto del Archipiélago. De vez en cuando parecían oírse gritos de desesperación, llamadas de dolor que llegaban desde las profundidades y que daban escalofríos a quien las oía. Aquel lugar parecía ser donde se unían todos los lamentos humanos desde el albor de los tiempos.

Malva cogió la mano de Orfeo. No intercambiaron ni una palabra, pero con sus dedos entrelazados se expresaban toda la alarma, el amor y el miedo que sentían.

Lei, Babilas, Peppe y Chanclo, agrupados en la proa, tenían las caras transformadas por la angustia. Cuando vieron sobrevolar a los patrulleros sobre la Fábula, ni siquiera temblaron. Los miraron en silencio, como quien ve llegar a un pelotón de ejecución.

Con un clamor de chirridos y voces estridentes, los pájaros de cabezas humanas descendieron sobre la cubierta destrozada del buque.

—Bienvenidos al centro del Archipiélago —declaró ceremoniosamente uno de los pájaros, entornando sus ojos minúsculos.

Los demás batieron las alas y balancearon sus largos cuellos.

—Aquí se manifiesta todo el poder de Catabea —explicó un segundo pájaro—. ¡Aquí, todo converge y se condensa! ¡Aquí se unen el cielo y el mar! ¡Aquí se halla el eje alrededor del cual gira todo nuestro mundo!

Un tercer pájaro se separó del grupo y se posó cerca de Orfeo.

—¡Dadnos el nokros, capitán!

Orfeo notó que lo abandonaban las fuerzas. Hubiera querido desobedecer, agarrar el cuello fofo de aquel animalejo ridículo para retorcérselo, pero toda su reserva de furia se había agotado. Separó su mano de la de Malva y, con la cabeza gacha, bajó a su camarote a por el matatiempo.

Cuando volvió con él, los demás vieron que ya casi no quedaba nada de la última piedra de vida. Las pocas gotas restantes de ácido mórbico no tardarían en terminar de fundirla. Orfeo dejó el objeto frente al pájaro, que encorvó el cuello para examinarlo.

—Entonces, ¡habéis fracasado, extranjeros! ¡Como era de esperar! —dijo, con tono burlón.

El grupo de patrulleros se estremeció de satisfacción.

—¡Según tenemos entendido, habéis fracasado por poco! —comentó el pájaro que había hablado en primer lugar—. ¡No os quedaba más que una sola prueba, pero vuestro tiempo se ha agotado!

—¡Todavía no! —protestó Orfeo, señalando lo que quedaba en el reloj de arena—. ¡Según vuestra ley, no seremos condenados hasta la desaparición completa de la última piedra!

—Y ¿qué más queréis? —se mofó uno de los patrulleros—. Ya habéis cruzado el umbral al dejar atrás la roca del Perro Negro. Las corrientes os han arrastrado. ¡Ya es demasiado tarde!

Malva, con la barbilla temblando de agitación, se acercó al pájaro.

—¡Dos de nuestros compañeros han muerto! —dijo con voz quebrada—. ¿No sirve de nada su sacrificio? ¡Vosotros mismos habéis dicho que casi habíamos llegado al final!

Todos los pájaros ladearon su horrible cabeza en la misma dirección y miraron a Malva con desprecio.

—¡No me vengas con sacrificios! ¿Qué más nos da a nosotros? —rió uno de ellos—. Nadie os ha pedido ningún sacrificio. ¡Si ha ocurrido algo así, será porque esos viajeros no encontraron otra salida! Erais ocho y teníais ocho piedras de vida. Sólo siete de vosotros habéis sido capaces de afrontar sinceramente vuestra verdad. Habéis fracasado.

—¡Es culpa mía! —gritó Peppe, tapándose la cara con las manos—. ¡Yo tengo la culpa de lo que ha pasado! ¡Apresadme a mí y dejad a los demás!

Cayó de rodillas y se arrastró hacia los patrulleros. Pero Chanclo lo cogió del cuello de la camisa y tiró de él con todas sus fuerzas.

—¡Discutir no sirve de nada! —espetó uno de los patrulleros—. Catabea no hace distinciones: toda la tripulación del barco debe correr la misma suerte. Es la ley.

Entonces, otro pájaro gritó:

—¡Remolque!

En una formación perfecta, los patrulleros desplegaron sus alas metálicas y se colaron volando por todas partes. Unos posaron sus garras en la barandilla de proa, otros en el coronamiento de la popa, en los obenques, en la cofa de trinquete, en el cabrestante, en los estays y en los pescantes… ¡lo cubrían todo! Las curiosas siluetas de los patrulleros despuntaban por todo el buque, como si fueran flechas enemigas.

—¡Todo terminado! —murmuró Lei—. Moriremos en el Encierro.

Babilas rodeó a los gemelos con sus brazos fornidos para protegerlos, pero en la mirada se le leía un profundo desasosiego. Su tremenda fuerza no le había servido en el pasado para salvar a su novia, y ahora seguía sin serle de ninguna utilidad. Sólo aspiraba a ayudar a los dos muchachos a sobrellevar el golpe de la mejor manera posible, a pasar del mundo de los vivos al del Encierro sin demasiado dolor.

Malva atrajo hacia sí a Lei con la mano derecha y, con la izquierda, sujetó a Orfeo. Se acordó de las costas apacibles de la isla de Elgri-la, de la suavidad de sus prados, de la blancura de la arena… Orfeo acercó su cara a la de ella. Malva vio en los ojos de él su propio reflejo: el de una chica de cabellos azabache que, sin duda, nunca había sido tan hermosa como en aquel instante. Los labios de Orfeo le besaron la frente, y ella sintió un escalofrío. Entonces, la Fábula levantó el vuelo.

Impulsados por sus alas, los patrulleros se llevaron el navío por los aires mientras sus largos cuellos se tensaban por el esfuerzo. Volaban al mismo ritmo, como máquinas. El barco atravesaba el cielo y las nubes, proyectando su sombra sobre el oleaje.

Abajo, a varios metros bajo la quilla, se había formado un torbellino gigantesco. Apoyados en lo que quedaba de la barandilla, los pasajeros de la Fábula vieron extenderse debajo de ellos la inmensidad sobrecogedora del Encierro: en el centro del torbellino, un ojo negro se abría sobre el vacío. Las aguas se derramaban hacia su interior en una cascada estruendosa que parecía caer hasta el infinito. Era como contemplar el verdadero límite de los dos mundos. Aquel ojo oscuro, inquietante, parecía engullir el mar con la glotonería de un ogro. Y era aquel ojo el que, en un instante, absorbería la Fábula.

—¿Qué hay dentro? —gritó Malva a Orfeo.

El viento revolvía el pelo de la principetta. Un terror absoluto mantenía abiertos de par en par sus ojos de ébano. Orfeo sentía una presión en la garganta.

—¡No lo sé! —dijo él—. ¡No sé qué puede haber ahí dentro! ¡No te separes de mí!

Los seis condenados se habían apiñado para superar el miedo que les invadía. Se dirigían los unos a los otros miradas perdidas. De vez en cuando se oían palabras aisladas, gritos, gemidos. Babilas sujetaba a los gemelos con tanta fuerza que casi los ahogaba. En el nokros no había más que dos minúsculos trocitos de piedra de vida y mucho polvo.

Cuando los patrulleros llegaron a la altura del ojo y el estruendo infernal del torbellino se hizo tan fuerte que fue imposible hablar, todos supieron que había llegado el fin. Los pájaros batieron sus alas en sentido inverso para disminuir la velocidad del barco volador.

—¡Que se cumpla la ley del Archipiélago y se ejecute la sentencia! —declararon al unísono los patrulleros.

De pronto, abrieron las garras y replegaron las patas para dejar caer la Fábula al vacío, al ojo del Encierro.

Los seis pasajeros sintieron que el estómago les subía a la boca, mientras el vendaval producía un silbido ensordecedor.

En aquel momento, Peppe se escapó de los brazos de Babilas. El gigante no tuvo tiempo de hacer el menor gesto. Peppe se separó de un tirón, saltó por la borda… y cayó al vacío antes incluso de que la quilla del barco se acercara al borde del ojo. Su cuerpecillo inarticulado se sumergió en las tinieblas por delante de la Fábula, cuyas velas hinchadas ralentizaban ligeramente la caída.

El muchacho no gritó.

Los demás ni siquiera tuvieron tiempo de comprender lo que había pasado.

Sólo Chanclo sintió instantáneamente en su propia piel la muerte de su hermano. Creyó que las vísceras iban a desgarrársele. Creyó que el corazón le iba a explotar. Creyó que el alma se le iba a quemar. Entonces, el nokros estalló de repente en mil pedazos y liberó el polvo marrón.

—¡Peppe! —chilló Chanclo, desplomándose sobre la cubierta.

El choque que siguió casi lo catapultó por encima de la borda, pero lo retuvieron las drizas enmarañadas con los obenques. Los demás se aferraban como podían a lo que tuvieran delante. La Fábula fue aspirada por el Encierro como un insecto en la boca de un sapo.

Entonces se hizo un tremendo silencio negro. Un silencio que duró mucho rato, tan espeso que el barco parecía flotar ingrávido en él.

Gracias a aquella calma momentánea, Babilas, Lei, Malva y Orfeo recuperaron la compostura. Se arrastraron los unos hacia los otros y se encontraron a tientas. Sus respiraciones entrecortadas empañaban la oscuridad. Se sentían vacíos, como sacudidos por una explosión. Sin embargo, cuando comprendieron que seguían vivos, se apretaron las manos con más fuerza.

A su alrededor, por las tinieblas corrían de vez en cuando destellos deslumbrantes que les dejaban impresiones fugaces en las pupilas. Se produjeron algunas sacudidas que estuvieron a punto de hacerles perder el equilibrio, pero se quedaron tumbados sobre la cubierta del barco, boca abajo sobre los tablones de madera y unidos por las manos.

De pronto, unos resplandores más duraderos iluminaron la oscuridad. Era como si se hubieran encendido unas antorchas en las paredes de una cueva. Al mirar con más atención, los cuatro que quedaban se dieron cuenta de que no se trataba de antorchas comunes. Colgados en las paredes del Encierro, unos seres humanos se consumían lentamente.

Algunos tenían el pelo en llamas, otros los brazos, otros los pies. Allí estaban, en medio de la nada, retorciéndose de dolor, iluminando el camino de quienes pasaban. La visión era tan horrenda que Malva no podía soportarla. Abrumada por las náuseas, cerró los ojos.

La Fábula seguía cayendo lentamente, sin movimientos bruscos. Mientras atravesaba los sucesivos estratos del Encierro, éste dejaba ver a los asustados pasajeros los suplicios que les esperaban. Algunos prisioneros encadenados a unas argollas morían lentamente de sed y de hambre. Otros, sepultados en fosas de tierra, esperaban el momento de morir asfixiados. Se convulsionaban y abrían sus bocas de dientes mellados como peces fuera del agua. Otros, cubiertos de insectos, descuartizados, escaldados, desangrados o desgarrados por puñales, se agitaban mientras gritaban a la muerte…

Orfeo bajó la vista y apoyó la frente en la cubierta de su barco, aturdido, incapaz de soportar más sufrimiento. Así pues, el Encierro era aquello: una prisión para torturar cuerpos y almas hasta que llegara la muerte. Una pesadilla, una abominación, un espanto.

El avance macabro de la Fábula prosiguió durante mucho tiempo. No se ahorró ninguna de aquellas imágenes a los viajeros que, hastiados y abrumados por la lástima, apenas osaban respirar. Siguieron esperando, con las manos todavía entrelazadas, a que terminase el descenso y se les infligieran los peores castigos.

Pero entonces, repentinamente, apareció la luz del día.

Orfeo, Malva, Lei y Babilas alzaron la vista. Bajo sus pies, el agujero negro del Encierro se replegó de pronto sobre sí mismo y desapareció como si nunca hubiera existido. En su lugar se abrió un cielo azul, las velas chasquearon por la brisa y se oyó el chapoteo del agua contra el casco.

Orfeo se puso en pie y sostuvo a Malva como pudo. Frunció el entrecejo, deslumbrado por la luz del sol que se reflejaba sobre el agua. Babilas y Lei se incorporaron también y, tambaleándose, se dieron la vuelta.

¿Qué había ocurrido? ¿A qué venía aquella claridad repentina, aquel sol espléndido? ¿Era una alucinación? ¿Un truco destinado a engañarlos? Y, sin embargo, todos habían presenciado lo mismo: la brusca desaparición del Encierro. Sin saber qué pensar, escudriñaron el cielo con la mirada en busca de una señal, la que fuera.

Justo entonces, vieron a Chanclo balanceándose en lo más alto del mástil, con las piernas enredadas en el cordaje. El pobre muchacho ni siquiera tenía fuerzas para llamarles o salir de allí.

¡Yneb dawl! —exclamó Babilas, lanzándose al rescate.

—¡Él, vivo! —suspiró Lei.

Cuando Babilas hubo recuperado a Chanclo y los dos se hubieron reunido con los demás en la cubierta, dieron rienda suelta a sus emociones. Corrieron lágrimas pero también estallaron risas, y los corazones se desbordaban por todos lados como ríos en plena crecida. El Encierro los había soltado claramente en el último momento, de modo que no habían hecho otra cosa que atravesarlo, de un extremo al otro.

—Ha sido Peppe —dijo entonces Chanclo con voz temblorosa—. Él… sólo quería demostrarnos que era valiente…

El muchacho se quedó sin aliento por la emoción y se puso colorado. Entonces se deshizo en lágrimas.

—¡Él pensaba que tenía la culpa! —gritó entre dos sollozos de dolor—. ¡No soportaba esa idea! Y por eso ha saltado… Y por eso…

Siguió gimiendo, llorando y farfullando en desorden estas palabras durante un buen rato, mientras los demás, incapaces de consolarlo, presenciaban mudos y aturdidos su estallido de pena.

Finalmente, Chanclo se sentó en el cabrestante, agotado.

—¡Por eso lo ha hecho…! ¡Por eso lo ha hecho…! —repetía, con las mejillas bañadas de saliva y dolor.

Entonces, Babilas se arrodilló frente a él y lo abrazó.

Yvn Peppe oiraim an bardan —susurró—. Alch islu gwelchan mabeut. Cosgoaim danrh pobaim.

Y Lei, que se había acercado a ellos, tradujo, temblando por todo el cuerpo:

—Tu hermano Peppe salvado vida tuya y de todos. Saltó cuando sólo una gota de ácido sobre piedra de nokros. Ahora, nosotros debemos vivir para darle las gracias.

Chanclo se dejó mecer en los brazos del gigante, que seguía susurrándole en su lenguaje incomprensible y, poco a poco, sus lágrimas cesaron.

Cuando se restableció la calma, Orfeo se acercó a la barandilla de popa arrancada y contempló el océano que se abría ante él. Malva se le unió. Todavía estaba trastornada, pero aún le brillaban los ojos al mirar a Orfeo. Le parecía que el corazón se le iba a salir del pecho.

—Me parece —dijo él con voz neutra, insensibilizada por tanto dolor— que hemos salido del Archipiélago. El acto de Peppe es terrible, pero gracias a él, estamos de regreso a los límites del Mundo Conocido.

Entonces clavó los ojos en los de la chica e hizo una gran inspiración antes de atreverse a preguntar:

—¿Qué quieres hacer, principetta? Ahora que hemos sobrevivido a tantas pruebas, yo diría que ya todo es posible.

—¿Todo? —repitió Malva.

La chica suspiró. No había duda de que Orfeo tenía razón. De tanto ver morir a unos y sufrir a los demás, de tanto miedo y peligro, probablemente el carácter de los viajeros se había endurecido. Ya no tenían las mismas prioridades que antes. Algunas cosas importantes les parecían insignificantes. El decoro, las reglas de urbanidad, las comodidades, todo parecía haber perdido sentido. En efecto, todo era posible.

Malva se puso las manos en las sienes. La sangre le palpitaba con fuerza en la cabeza. En aquel momento, su decisión le pareció del todo evidente. Al fin, alzó la cabeza.

—Pues deseo… —dijo, mirando a Orfeo fijamente—. Deseo volver a Galnicia contigo, capitán.