Durante la noche, la Fábula volvió a quedar atrapada por fuertes corrientes. El agua empezó a rugir como un animal furioso y a arquearse bajo la quilla, imposibilitando cualquier maniobra. Al amanecer, las corrientes se intensificaron y se llevaron el barco hacia lo que parecía ser el corazón del Archipiélago.
Un numeroso grupo de islotes había surgido del agua, como una retahíla sin fin que bordeaba la ruta marítima que había tomado el barco. La mayor parte de aquellos islotes estaban desiertos, áridos y negros como trozos de carbón. De vez en cuando aparecía alguno menos hostil, cubierto de vegetación o de aves inmóviles, pero las corrientes impedían acercarse hacia allí.
A bordo, además de una tristeza profunda, imperaba una gran inquietud. Las reservas de comida se agotaban. Los viajeros ya estaban rascando el fondo de los tarros y partiendo en siete partes el poco pescado seco que quedaba. El agua dulce había adquirido el sabor detestable de la madera podrida.
La penúltima jornada transcurrió con una lentitud atroz. Cada vez se hacía más evidente para todos que la Fábula no saldría del Archipiélago.
Aquella noche, cuando la tripulación se reunió en el alcázar de popa para repartirse los últimos víveres, Peppe estalló en sollozos.
—¡Se acabó! —farfulló a través de las lágrimas—. ¡Hemos… hemos perdido! ¡Mañana vendrán los patrulleros a buscarnos!
Los demás intercambiaron miradas de consternación. Las palabras de Catabea seguían presentes en todos ellos y nadie se sentía con ánimos para contradecir a Peppe.
—Es culpa nuestra —murmuró de pronto Chanclo con voz apesadumbrada—. Todos vosotros os habéis enfrentado a pruebas… excepto Peppe y yo. Estamos de más en este barco. No somos más que polizones.
Orfeo tragó saliva con dificultad. Tenía la garganta extremadamente seca.
—Os prohíbo que penséis así —espetó a los dos hermanos—. Si fracasamos, no será por culpa de nadie en particular. Al tampoco ha pasado ninguna prueba. Nadie se lo reprochará. Ni a vosotros dos.
Lei, Malva y Babilas asintieron en silencio. Sin embargo, Peppe siguió llorando y gimiendo. Alzando la vista al cielo, exclamó:
—¡Enviadme una prueba! ¡La que sea! ¡Aunque sean monstruos, dragones, manadas de lobos! ¡Ya veréis cómo lucharé!
Como era de esperar, no sucedió nada. El cielo estaba totalmente despejado. Empezaron a aparecer algunas estrellas.
—Archim bawas —suspiró Babilas—. Foadrom baidir.
—Debemos prepararnos para morir —tradujo tristemente Lei—. Es destino.
Un pesado silencio siguió a estas palabras. En las escudillas se enfriaban los restos de la sopa insípida. Sólo Al seguía lamiendo el líquido amarillento, inconsciente de la desgracia que pesaba sobre él.
—La vidente nos mintió —dijo entonces Chanclo—. La creímos porque… ¡sólo porque preferíamos creerla!
Agarró a su hermano por los hombros y le susurró:
—Qué le vamos a hacer. Al menos el viaje ha valido la pena. Qué más dan la gloria y las riquezas, qué más da…
Entonces alzó su carita sucia y afligida hacia sus compañeros. Con voz entrecortada, decidió desvelarles el secreto que Peppe y él habían guardado tan celosamente hasta entonces:
—Las cartas habían predicho que llevaríamos a cabo grandes hazañas. Que estábamos destinados a ayudar a la principetta y a salvar Galnicia del desastre. Por eso nos embarcamos como polizones a bordo de la Errabunda, para que se cumpliera la predicción. Pero sobre todo, las cartas decían que, cuando regresáramos, seríamos… seríamos príncipes.
Esta vez, nadie se burló de la credulidad de los gemelos.
—¿Príncipes? Pero… ¿de qué país? —preguntó Orfeo con voz suave.
Chanclo se abrazó a su hermano un poco más fuerte y carraspeó.
—De Galnicia —murmuró—. La vidente nos dijo que… podríamos casarnos con la principetta. Ése era nuestro secreto.
Malva alzó las cejas, estupefacta.
—¿Qué yo me casaría con vosotros? ¿Con los dos?
Los gemelos hicieron una mueca para indicar que no sabían cómo sería posible aquello, pero que tampoco le habían dado muchas vueltas al asunto.
—Nos pareció maravilloso oír algo así —se justificó Chanclo—. Que nosotros, unos huérfanos, unos desvalidos, unos ladrones, unos granujas… ¡fuéramos príncipes! Pero ahora me doy cuenta de que la vidente nos engañó. Y aunque lleguemos a librarnos del Encierro, ya sabemos que la principetta no va a querer saber nada de nosotros.
Hizo esta afirmación con tal tristeza que Malva sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
—Sí que os quiero… os quiero mucho —murmuró—. No penséis que… Pero es que…
—No os disculpéis —la interrumpió Chanclo—. Nadie puede mandar sobre sus sentimientos.
Orfeo y Malva se miraron, consternados. Las confidencias de los dos muchachos les dejaban sin voz. La noche había caído ya. Lei se estremeció. Por un momento, los gemelos habían evocado sus sueños para que los demás los oyeran, pero aquel futuro brillante jamás llegaría.
Aquella noche, de todos modos, parecía que no habría futuro para nadie. En el alambique del nokros ya casi no quedaba ácido. La última piedra de vida estaba consumida, agujereada, partida. Como los corazones de los viajeros.
Cuando la mañana del último día se levantaron fuertes vientos, Orfeo hizo cargar las velas esperando ralentizar un poco el curso del barco. Pero los vientos soplaban con tal intensidad que la Fábula casi parecía planear sobre las aguas. Las ráfagas entraban con fuerza bajo las puertas de los camarotes y provocaban crujidos y aullidos siniestros. Hacía frío. Los viajeros tenían el estómago vacío. Se agarraban a objetos invisibles con las manos. Aguardaban el final. Ya no quedaba esperanza en sus miradas perdidas.
Cada uno de ellos se había encerrado en su camarote, incapaz de afrontar la mirada de los demás, de encontrar una palabra de consuelo. Ni siquiera Orfeo y Malva osaban hablarse ni tocarse, aunque no deseaban otra cosa que pasar juntos aquel último día. Cuando se encontraban se sentían consumidos por un fuego interior, de modo que preferían evitar la presencia del otro.
Al era el único que no había modificado sus costumbres: se pasaba el día sobre la cubierta, tumbado en el suelo en medio del desastre.
Sin embargo, cerca del mediodía, los vientos se atenuaron y las corrientes perdieron intensidad. Un rayo de sol atravesó la capa de nubes. Uno por uno, los seis tripulantes salieron de sus camarotes. De pie sobre la cubierta, dirigieron la cara hacia el sol con la avidez de quienes saben que sus horas están contadas.
Fue en aquel momento cuando oyeron el bramido.
Era un sonido animal y mineral a la vez. Un aullido que procedía de abajo, del fondo del océano y hasta de más allá, que hizo vibrar el casco de la Fábula y temblar los mástiles. Hasta los pasajeros sintieron dentro del cráneo una conmoción brutal.
Al se había puesto sobre dos patas. Tenía el húmedo hocico levantado y sus orejas apuntaban al este. Su trasero rígido y anquilosado no le impidió acercarse a la borda. Allí, incluso apoyó las patas delanteras en la batayola.
Orfeo estuvo a punto de seguirlo para ver qué había olfateado, pero entonces volvió a oírse el bramido, más fuerte, más ensordecedor, y el capitán se quedó como petrificado. A su lado, sus compañeros parecían igual de incapaces del menor gesto. El mar había empezado a crecer y a temblar, mientras el ruido seguía intensificándose.
Asomado a la borda, Al husmeaba el aire sin dejar de soltar gruñidos.
De pronto, las aguas se abrieron.
Una criatura enorme apareció ante la Fábula. Estaba sentada en una roca negra de donde surgían ríos viscosos de lava volcánica.
Orfeo quiso decir algo, pero la mandíbula, como el resto del cuerpo, se negaba a obedecerle. Paralizado y sobrecogido, no pudo hacer otra cosa que observar al monstruo que acababa de cortarles el paso.
Era un perro gigantesco, de pelaje erizado y musculatura voluminosa. Cuando abrió la boca, mostró unos colmillos rojos y un hilillo de lava le cayó sobre el pecho. Un olor nauseabundo llegó entonces a la nariz de los viajeros, y Al se puso a ladrar.
El enorme mastín llevó su hocico en dirección al san bernardo, abrió sus ojos de fuego y lo miró fijamente. Desde su plataforma volcánica lo observaba, a una altura mucho mayor, pero Al no se amilanó. Siguió ladrando con aire desafiante, claramente ajeno a su inferioridad. El monstruo bajó entonces el morro hacia él, con el lomo arqueado. Se acercó tanto que dejó caer babas sobre la borda.
Al soltó otro gruñido y estiró el cuello hacia delante. Los dos perros se tocaban casi con los hocicos, echando hacia atrás las orejas, listos para enfrentarse. Los colmillos rojos del mastín soltaban gotas de lava que caían humeando en el mar.
De pronto, Al saltó a un lado. ¡Por milagroso que pareciera, era como si hubiese recuperado el vigor de su juventud!
El monstruoso mastín abrió entonces la boca para morderlo, pero Al se había puesto a correr de un lado a otro de la cubierta de la Fábula ladrando furiosamente. Desde su promontorio, la bestia giraba su enorme cabeza para seguir los movimientos del san bernardo.
Estupefactos y enmudecidos, Orfeo y sus compañeros seguían aquel enfrentamiento incomprensible. ¡Al estaba tan débil! ¡Por mucho que saltara, corriera y lanzara mordiscos y zarpazos, no podría resistir mucho contra semejante adversario!
Entonces, el monstruo se echó atrás en su roca y saltó de pronto. Atravesó los aires y cayó pesadamente sobre la cubierta del navío.
Orfeo y los demás palidecieron. Vista de cerca, la bestia parecía todavía más descomunal. Uno solo de sus movimientos bastaría para llevarse a Al por delante.
Y, sin embargo, éste seguía saltando y gruñendo bajo el morro del perro negro. Daba vueltas alrededor de los cofres y los barriles vacíos, rozaba la barandilla o rodeaba el palo mayor, pero la enorme criatura no se dejaba impresionar y se abalanzó sobre él una vez, dos veces, tres veces, clavando las zarpas en los listones de la cubierta y mordiendo las cajas hasta destrozarlas, pero Al siempre lograba esquivarlo. La lava que chorreaba de la boca del perrazo negro dejaba un rastro carbonizado sobre la cubierta. Un olor a azufre y a carne quemada flotaba en el aire. Los seis viajeros se asfixiaban.
Al séptimo asalto, el mastín alcanzó a morder la cola del san bernardo, que soltó un aullido y se contorsionó. Cuando consiguió soltarse, huyó despavorido, dando tumbos.
Cuando el coloso se precipitó de nuevo sobre él, Al había retrocedido hasta la borda. Orfeo creyó que iba a presenciar cómo su perro moría degollado, pero éste tuvo entonces una reacción increíble. En un abrir y cerrar de ojos, dio media vuelta y se lanzó al agua. El mastín, llevado por su propio peso, cayó tras Al, destrozando la batayola a su paso.
Desde donde estaban, los pasajeros de la Fábula no podían ver nada de lo que ocurría en el agua. Oyeron chapoteos y vieron una espesa humareda elevándose por el aire.
En seguida, Al volvió a aparecer. Había nadado hasta la roca y la estaba escalando, aunque al hacerlo se quemaba las patas. Tras él, las mandíbulas infernales del perro negro intentaron por última vez atrapar a su presa, pero sus fuerzas parecían haberse desvanecido. Cuando Al llegó a la cumbre de la roca, el enorme mastín soltó un breve rugido de agonía y se hundió en las profundidades del océano. El san bernardo había ocupado su lugar en el trono incandescente: había vencido al monstruo.
Entonces se disipó la misteriosa parálisis que había inmovilizado a los viajeros. Orfeo volvió a sentirse los dedos, los brazos, las piernas. Cuando, a su lado, sus compañeros recuperaron la facultad de moverse y de hablar, se precipitaron hacia la barandilla, gritando el nombre del viejo san bernardo.
En la roca, las corrientes de lava se habían detenido. Al, que ladraba de dolor, dejó de dar brincos. Las rocas se había enfriado de pronto y ya no le quemaban las patas. Se quedó quieto y volvió la cabeza en dirección a la Fábula.
—¡Al! —gritó Orfeo—. ¡Baja de ahí ahora mismo!
—¡Ilgad korf!
—¡Ven con nosotros! —gritaron los gemelos—. ¡Vamos!
Al gruñía. De repente, se quedó inmóvil. Tenía la cabeza apoyada en su costado y el trasero sentado en la roca endurecida. Ya no ladraba ni gemía.
De pronto, se le había quedado la mirada perdida. La roca negra le envolvió las patas, los muslos, la cola, como si fuese goma. Bajo las miradas horrorizadas de los pasajeros de la Fábula, el perro fue quedando poco a poco cubierto por aquella sustancia envolvente, de forma tan completa que, al poco rato, se había transformado en una estatua de piedra.
Cuando el perro quedó engullido hasta el hocico por aquella materia negra, Lei, Malva y los gemelos estallaron en sollozos.
—Al... —murmuró Orfeo, estupefacto.
Alzó la mirada al cielo para gritar de rabia y de dolor, pero el grito se le quedó atascado en la garganta. Las siluetas metálicas de los patrulleros acababan de hacer su entrada y se abatían en picado sobre la Fábula.