39. UNA PESCA TRÁGICA

Malva guardó silencio sobre lo que le había ocurrido. Al día siguiente, por mucho que los gemelos la interrogaron y le suplicaron, no obtuvieron respuesta. Las visiones que había tenido en el monte Ur-Tha atormentaban su memoria, y cada vez que cerraba los ojos volvía a ver las espléndidas costas de la bahía de Dao-Boa y experimentaba un sufrimiento indecible. No le quedó más remedio que tomar la pluma para escribir lo que sentía, encerrada en su camarote.

He abandonado mi sueño. He huido de Elgri-la. Si Filomena lo supiera, ¿qué pensaría de mí? ¡Yo que siempre le daba la lata hablándole de este país! Y ¿si no soy más que una soñadora permanentemente insatisfecha? ¿Una niña mimada? ¿Una principetta inconstante?

Y, sin embargo, no me arrepiento de mi decisión. Habría pasado demasiado miedo, sola en aquella isla… y además nunca me hubiera perdonado haber dejado la Fábula. Me habría sentido como una criminal. ¿Significa eso que me he movido por mi sentido del deber?

No.

Confieso que también era por… Orfeo.

No puedo decirles eso a los gemelos. Tengo la sensación de que me quieren mucho y que tendrían celos. Pobrecillos. De todos modos, nuestras pequeñas miserias pronto contarán muy poco. Cuando el Encierro se presente ante el barco, lo único que nos importará será tener ojos para llorar.

¿He cometido el mayor error de mi vida decidiendo volver a bordo?

Malva pensaba a veces que Catabea había querido salvarla provocando aquella ola y dirigiéndola a Elgri-la. A veces, por el contrario, pensaba que la guardiana del Archipiélago le había tendido una trampa, un señuelo. ¿Dónde estaba la verdad? En aquel universo de extrañas reglas, resultaba imposible saberlo. Siguió escribiendo:

Lo que he visto en el árbol me atormenta. Si mi madre ha muerto en mi ausencia, si Filomena es desdichada, si los baigures están en guerra y si el arconte mata para robar los nokros de los otros barcos, es por mi culpa. Soy responsable de todo este desastre. ¿Cómo voy a explicárselo a los demás? Tal vez ni siquiera Orfeo desee escucharme. Por eso, este diario será mi único confidente. Escribir es la única opción que me queda… ¡Cómo se enfadaría mi padre si me viera utilizar así la tinta y el papel! Querido coronado, ¿cómo podéis pensar todavía que lo que escribo no son más que cuentos sin fundamento?

Cuando hubo vaciado suficientemente el corazón sobre aquellas hojas, Malva se sintió mejor. Entonces miró el nokros. El ácido empezaba ya a hacer mella en la penúltima piedra de vida. «¡Ya está bien! —pensó, riñéndose a sí misma—. ¡Si no nos quedan más que tres días de vida, habrá que vivirlos!»

Salió de su camarote y subió a cubierta. La mañana ya estaba avanzada, el sol se acercaba a su cénit, hacía calor y las corrientes eran débiles. Siguiendo su costumbre, Finopico pescaba, con los pies apoyados en la barandilla de proa, la única que había quedado en pie tras el embate de la ola. Babilas estaba al timón, mientras Orfeo, Lei y los gemelos remendaban las velas dañadas.

—¿Puedo ayudaros? —se ofreció Malva, acercándose a ellos.

Orfeo le dirigió una sonrisa y los gemelos le hicieron sitio en seguida.

Malva iba a sentarse cuando Finopico soltó un grito de dolor. Inclinado sobre la barandilla, tiraba desesperadamente de la caña de pescar, pero el hilo se desenrollaba con tal rapidez que le había hecho un corte en la palma de la mano. Con la marinera llena de sangre, el cocinero llamó a Babilas para que acudiera en su ayuda.

—¡Éste es de los gordos! —gritaba—. ¡Un barbospada o una tibocuda!

La caña de bambú se doblaba por el peso del pez y el hilo terminó tensándose como una cuerda de piano. Babilas aseguró el gobernalle y corrió a agarrar la caña. Los dos hombres tiraron de ella, pero el pez se debatía con tal fuerza que ni siquiera consiguieron hacer que emergiera.

—¡Ya lo tenemos! —gritó Finopico, y empezó a dar vueltas al carrete mientras Babilas hacía de contrapeso.

Los gemelos y Malva se acercaron a la barandilla. En el punto donde el hilo se sumergía en el agua, vieron unos remolinos y unas burbujas enormes. El animal que se agitaba allí debía de ser de una talla impresionante.

—¡Cuidado, voy a soltar hilo! —avisó Finopico, aflojando un poco el carrete.

No obstante, justo entonces el hilo se tensó con tal brusquedad que estuvo a punto de romperse. Finopico, desequilibrado, se vio arrastrado por el impulso y Babilas tuvo que sujetarlo fuerte por la cintura para que no cayera por la borda.

¡Ganeg hosgid! —blasfemó el gigante.

La cara convulsa de Finopico había palidecido. Las falanges de sus dedos estaban blancas por el esfuerzo y tenía las sienes inundadas de sudor, pero no desistió.

—¡Increíble! —exclamó—. ¡Nunca había visto un pez tan fuerte! ¿No será… tal vez… una gobima?

Babilas y él siguieron luchando un buen rato, gritando, jadeando, insultando al mar y al cielo, mientras los demás miembros de la tripulación seguían la batalla con miradas de fascinación. Bajo la superficie espumosa del agua podía intuirse al animal tirando y sumergiéndose, luchando sin descanso por su supervivencia. Orfeo, que se había unido a los demás, presenciaba la escena con cierto malestar.

—Tal vez debieras abandonar —le sugirió al fin al cocinero—. Este animal es más fuerte que tú.

Finopico dirigió hacia él su cara enrojecida.

—¿Abandonar? ¡Nunca! ¡Id a por los arpones! ¡Hay que pincharlo y debilitarlo!

Orfeo lanzó una mirada de contrariedad a la superficie del agua.

—Está bien —suspiró—. Intentémoslo.

Los gemelos corrieron a la gambuza y volvieron con los arpones que Finopico había fabricado en la isla de Jahalod-Rin. Entretanto, Babilas había enrollado una escota en torno a la cintura de Finopico y amarrado el otro extremo al eje del cabrestante para evitar que el cocinero se inclinara demasiado sobre la borda.

—¡Lanzad los arpones! —ordenó éste.

Chanclo y Peppe apuntaron y arrojaron a las aguas turbulentas los arpones, que desaparecieron entre los remolinos.

—¡Otra vez! —gritó Finopico.

Los gemelos apuntaron de nuevo y, esta vez, los arpones dieron en el blanco. Los proyectiles se quedaron clavados verticalmente en el agua y entonces emergió una enorme aleta dorsal, negra y reluciente, dentada como un cuchillo de cocina. Finopico lanzó un grito de victoria, pero su alegría duró poco.

Bajo el efecto del dolor, el monstruo corcoveó, dio un violento coletazo a la superficie y saltó hacia delante. La caña de Finopico chirrió, pero no cedió. Un fuerte tirón sacudió de pronto la Fábula. Y entonces el navío cobró velocidad.

—¡Nos está arrastrando! —exclamó Orfeo, atónito.

Malva y Lei, igual de asombradas, se sujetaron a la barandilla. El enorme pez, herido y furioso, tiraba de la Fábula en su huida desesperada, mientras Finopico, aferrado a su caña, soltaba gritos de furia.

—¡Suéltalo! —ordenó Orfeo.

—¡No! —replicó el cocinero—. ¡Antes, muerto!

Babilas se había echado atrás, sobrecogido tanto por la fuerza del pez como por el empecinamiento de Finopico.

El casco de la Fábula surcaba las aguas a una velocidad increíble. La caña de pescar vibraba, la aleta del monstruo marino cortaba las olas, Finopico gesticulaba de dolor o tal vez de exaltación y los demás tripulantes, pálidos de espanto, sentían el viento y las olas azotándoles la cara.

De pronto, en el horizonte se irguieron unas masas rocosas, negras y afiladas. Orfeo sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¡Nos arrastra hacia los arrecifes!

¿Bolbh kiglaeth yawz? —preguntó Babilas con su voz ronca.

—¡Él pregunta si debe romper caña! —tradujo Lei.

—Si este pez no lo ha hecho todavía, tú tampoco vas a poder! —contestó Orfeo, impotente.

Como todos los fenómenos extraños que sucedían en el Archipiélago, la resistencia de la caña de pescar de Finopico era inexplicable.

—¡Confiad en mí! —aullaba Finopico—. ¡Quiero atrapar a este animal! ¡Al final se agotará, estoy seguro! ¡Por la Santa Armonía, capitán, no me privéis de esta victoria!

Desconcertado, Orfeo miró sucesivamente a Babilas, que esperaba la orden de intervenir, a Lei y Malva, que abrían unos ojos como platos, a Finopico, que seguía aferrado a la caña, al pez… y a los arrecifes que se aproximaban a toda velocidad.

—¡Como Babilas se acerque, no respondo de mí! —gritó entonces Finopico.

Al decir esto, soltó la caña con una mano y desenvainó el cuchillo que llevaba al cinto. Sus fuerzas parecían haberse multiplicado por diez por la locura y el frenesí. Sin temblar siquiera, sujetaba la caña con una sola mano, blandiendo el cuchillo en la otra.

—¡Quiero ese monstruo! ¡Nadie va a decirme lo que debo hacer!

Orfeo sintió un escalofrío erizándole el pelo. Inspiró profundamente para ayudarse a reflexionar. Malva, Lei y los gemelos se habían retirado ya a la escalera de la escotilla y tiraban de Al por el collar para llevarlo a un lugar seguro. Los arrecifes asomaban sus caras angulosas y amenazantes fuera del agua. Estaban ya a pocos cables de la Fábula.

—¡No es una gobima de las profundidades! —gritó de pronto Orfeo a Finopico—. ¡Este pez tiene una sola cola y las escamas negras!

El cocinero, nada dispuesto a ceder el control de la caña, lanzó una mirada sarcástica a Orfeo.

—¡Muy agudo, capitán! Pero… aunque no sea una gobima, yo… ¡no pienso soltarme!

—¡Vamos a estrellarnos contra las rocas! —le espetó Orfeo con rabia.

Entonces hizo ademán de acercarse a Finopico, que reaccionó al instante apuntándole con su cuchillo. Una risa demencial le sacudió todo el cuerpo de pies a cabeza.

—¡Los arrecifes! ¡Qué hermosa muerte para un marinero! ¡Terminaremos despedazados! ¡Triturados! ¡Ahogados! Es más hermoso… más hermoso incluso… ¡que terminar en el Encierro!

Dicho esto, se irguió más, clavado firmemente en el suelo. Amarrado a la caña y a su montura acuática, con su llamativo pelo ondeando al viento, parecía una divinidad cabalgando hacia su destino. Junto a la escotilla, los gemelos y las dos chicas soltaban gemidos de espanto.

—¡Haz algo, capitán!

—¡No queremos terminar destrozados!

Los arrecifes ya no estaban lejos. Con la velocidad que había tomado la Fábula, Orfeo ni siquiera estaba seguro de estar a tiempo de evitar lo peor. Los pensamientos giraban en su cabeza como un torbellino: ¿debía arriesgarse a sacrificar a Finopico? ¿Debía poner en peligro la vida de Babilas? ¿O la suya? ¿O la de toda la tripulación? El dilema era insoportable; nunca se perdonaría lo que iba a hacer… ¡Y, sin embargo, no le quedaba más remedio!

Agarró su alfanje, se arrojó hacia el cabrestante y se puso a cortar el cabo que unía el cuerpo del cocinero con el barco.

—¿Qué estáis haciendo? —aulló éste.

Finopico se encontraba demasiado lejos de Orfeo como para tocarlo y no veía lo que ocurría a su espalda por mucho que torciera el cuello.

—¡Suelta la caña! —suplicó una vez más Orfeo, viendo deshilacharse la escota—. ¡Aún podemos salvarnos todos juntos!

El cocinero tenía la boca deformada por un gesto de rabia. Sin despegar la mirada de la aleta del pez, parecía ser incapaz de entender nada, como si el monstruo lo hubiera poseído hasta el punto de hacerle perder la cabeza.

—¡No! ¡No pienso sol…!

Finopico no tuvo tiempo de terminar la frase. El cabo que lo mantenía sujeto cedió brutalmente, de modo que la fuerza del monstruo marino ya no encontró ninguna resistencia. Finopico se precipitó por la borda, cayó al mar y fue arrastrado por el hilo de pescar. Lei y Malva soltaron un grito agudo.

La Fábula se deslizó por la superficie del mar, impulsada por la inercia, pero finalmente fue perdiendo velocidad y se estabilizó a tan sólo unas pocas brazas de las puntas rocosas. Un silencio apesadumbrado y horrorizado se abatió sobre la tripulación. El pez había desaparecido en las profundidades, llevándose consigo el hilo, la caña y al desdichado cocinero.

Orfeo cayó de rodillas sobre la cubierta, con el alfanje en la mano y la cara deshecha. Los demás no se movían siquiera. Se quedaron helados, petrificados por el horror que les inspiraba la situación.

Sólo se oía las olas lamer los arrecifes con su murmullo inmutable. El sol seguía brillando sobre el barco, abrumando a los hombres con el peso de la evidencia: abajo, tanto en el Mundo Conocido como en el mundo desconocido, los seres vivos morían, sufrían, amaban, odiaban, luchaban o renunciaban, pero la naturaleza se mantenía indiferente. A pesar de las tragedias y los tormentos, siempre habría olas, auroras y crepúsculos.

Fueron Lei y Malva quienes hallaron fuerzas para moverse. Se acercaron a Orfeo y apoyaron las manos en sus hombros.

—Gracias —dijeron a la vez.

Orfeo alzó la cabeza. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Se contempló las manos, el alfanje. Se sentía como un verdugo.

—No había otra solución —intentó consolarlo Malva—. Finopico se había vuelto incontrolable.

—Él, loco —secundó Lei.

Babilas, agarrado a la barandilla, se asomaba para tratar de ver algo. Sin embargo, cuando se dio la vuelta y sus ojos encontraron los de Orfeo, cada uno de ellos comprendió que no quedaba ninguna esperanza. El cocinero se había hundido con su bestia monstruosa. Sus anhelos lo habían matado.

Más tarde, aquella noche, cuando Malva descendió a su camarote, descubrió con estupor que el ácido mórbico había disuelto la penúltima piedra de vida, que sólo tendría que haberse reducido a la mitad. Era como si el cuerpo de Finopico hubiera desaparecido por segunda vez. La principetta rompió en sollozos.

—¡Cómo odio este nokros! —gimió—. ¡Odio a Catabea y su Archipiélago! ¡Odio el mar!

Agarró el reloj de arena y se lo puso sobre las rodillas. En el interior del compartimento superior no quedaba más que una piedra. Una piedra, dos días… y sólo siete compañeros a bordo de la Fábula.

—No vamos a salir de ésta… —murmuró Malva, fascinada por el color rojo sangre del ácido mórbico.

Por un breve instante, tuvo ganas de lanzar el nokros contra la pared con todas sus fuerzas para destrozarlo, pero se contuvo. No, no podía hacer eso. Catabea había dicho bien claro que aquel maldito instrumento debía permanecer intacto hasta el final.

—Hasta el final —se repitió Malva en voz alta—, pero ¿hasta el final de qué?

La terrible desaparición de Finopico dejó a toda la tripulación abatida. Incluso a Al, que no quería irse de la cubierta aunque se había hecho de noche. En el fondo, todos debían de sentir que estaban perdidos; que la Fábula, al igual que todos los demás navíos que habían llegado hasta allí, no encontraría la salida del Archipiélago.

Malva se puso en pie, con el nokros en las manos, y salió de su camarote. Atravesó con paso solemne la entrecubierta y llamó a la puerta de Orfeo. Cuando él abrió, con el semblante devastado por los remordimientos y la tristeza, Malva le ofreció el reloj de arena:

—Toma, quédatelo —dijo—. No quiero seguir viendo cómo se agota el tiempo. Lo que queda aquí dentro parece teñido de sangre.

Orfeo abrió las manos y accedió a encargarse del nokros.

—Tienes razón —respondió—, soy yo quien debe soportar esta cuenta atrás… pues yo tengo la culpa de todo lo que ha pasado.

Malva se tensó al oírlo. Sacudiendo la cabeza, contestó:

—No, soy yo quien tiene la culpa, capitán. Soy yo quien lo ha causado todo. Si no me hubiera fugado de la Ciudadela, no te habrías lanzado en mi búsqueda. Ni tú ni Finopico ni los demás. No soy más que una egoísta, una principetta egoísta y estúpida.

Sus ojos de ébano se empañaron. Orfeo se mordió los labios.

—No digas eso —dijo él—. A pesar de todo lo que ha ocurrido, y aunque terminemos todos en el Encierro, nunca me arrepentiré de haberme hecho a la mar y de haberte conocido. Sin ti, tal vez me habría muerto de desesperación en Galnicia.

Malva lo miraba tan intensamente que él se sintió enrojecer.

—Eres tan… vital —farfulló él—. Tan guapa, tan valiente…

—Ya basta —ordenó ella, con la voz quebrada—. Te agradezco que me digas todo eso, pero no es verdad. Yo no soy valiente. Todo cuanto he hecho ha sido por despreocupación o por estupidez.

—A mí me gusta la despreocupación —replicó Orfeo—. Yo desperdicié toda mi infancia siendo razonable, siendo prudente, temiendo las consecuencias. Te digo que no debes avergonzarte de ser como eres.

Entonces, puso una mano torpe sobre la mejilla de Malva. Cuando ella sintió aquella palma ancha y cálida en la cara, tuvo un escalofrío. Él retiró rápidamente la mano.

—Perdóname… —murmuró él.

—No, si yo…

Ella quiso retener su mano, pero Orfeo cerró la puerta de su camarote.

Durante unos cuantos segundos, Malva se quedó allí, inmóvil, frente a la puerta cerrada. El corazón le latía con fuerza en el pecho, atravesado por emociones salvajes que chocaban entre sí como dos sables en pleno combate. Aquella mano, tan suave, tan ancha, tan cálida, acariciándola con la delicadeza de una mariposa… ¡era tan agradable! ¿Tenía derecho a sentirse feliz cuando toda la tripulación estaba de duelo?

Su garganta apenas podía contener los sollozos. Malva giró en redondo y huyó a su camarote.

¿Por dónde empezaré esta noche? —escribió Orfeo en su diario de navegación—. Todo lo que me está pasando me parece inconfesable. Lo peor y lo mejor, lo triste y lo alegre. Ya no sé ni quién soy.

Volvió la cabeza a la puerta de su camarote y le pareció ver de nuevo la cara trastornada de Malva. Luego dirigió la mirada al nokros.

¡Son tan contradictorias las cosas que siento! Quisiera morir para castigarme por haber cortado la cuerda que sujetaba a Finopico y, al mismo tiempo, quisiera seguir viviendo para quedarme con mis compañeros. ¿Tenemos derecho a estar tristes y alegres al mismo tiempo? Tengo la sensación de que en este Archipiélago es la locura lo que nos amenaza, más incluso que ese Encierro incomprensible.

Creo que me estoy…

Entonces dejó bruscamente de escribir. La siguiente palabra era tan fuerte que no sabía si debía escribirla. Escribirla sería como desnudarse ante el mundo. Sería doloroso… pero ¡también sería infinitamente satisfactorio! Notó que le temblaba la mano:

…enamorando de la principetta. Sí, así es. Estoy enamorado de ella, de sus ojos, de su cara, de su boca, de su risa y de sus lágrimas, de sus dudas, de sus arrebatos, de sus enfados y de sus sueños.

Ahora que ya estaba lanzado, su pluma corría sin freno sobre el papel. Era como el desbordamiento de un río.

Ella me confunde hasta el fondo del alma. Cuando la veo se me dispara el corazón, se me humedecen las manos, se me mezclan las ideas, se me endulza la sonrisa. Ya no soy yo mismo. Ya no soy el hijo de mi padre, ni el huérfano de mi madre, ni el capitán de la Fábula… Ya no soy más que un amasijo de sentimientos enmarañados, un hombre que…

Se detuvo otra vez para examinar su reflejo en el trozo de espejo que utilizaba para afeitarse. En efecto, fue un hombre lo que vio, con las mejillas cubiertas de barba y de heridas. Un hombre más robusto, más duro, más experimentado que antes, cuando se miraba en el espejo de su casa, en la Ciudad Baja. Frunció el ceño y siguió escribiendo, pero con más lentitud y vacilación.

Tengo veinticinco años. Malva, sólo dieciséis. ¿Cómo me va a querer como yo la quiero? Seguro que en parte se negó a casarse con el príncipe de Andemarca por la diferencia de edad. ¡Para ella, soy un viejo! No debo pretender otra cosa que salvarla, sacarla del Archipiélago, para que ella pueda seguir su camino a su modo. Debo esconder lo que tengo en el corazón, no sea caso que se asuste y se vuelva a dar a la fuga. Debo desempeñar mi papel de capitán, de protector… y luego, si lo consigo, desaparecer de su vida. Dejarla. Que vuele. Como un pájaro. Ella es un pájaro. Un pájaro maravilloso.

Esperó hasta recuperar el aliento. Las líneas que acababa de verter sobre el papel se hinchaban y se encogían ante sus ojos maltrechos por la fatiga y el dolor.

¿Cómo va a querer Malva a alguien que corta un cable para enviar a un amigo a la muerte?

Agotado, cerró el diario.