Al contrario que Orfeo, Malva no había perdido el conocimiento. Cuando notó que él la soltaba, intentó agarrarse al barco, pero la ola llevaba demasiada fuerza. La corriente la había tomado entre sus brazos líquidos con una fuerza extraña, casi suave, y se la había llevado lejos del navío a una velocidad portentosa.
Por un momento, Malva tuvo la sensación de volar, de cabalgar sobre la cresta de espuma como si fuera una montura. Vio el cielo sobre ella, deslizándose a toda velocidad. Vio los colores del sol naciente, las últimas brumas matinales deshilachándose a su alrededor, como si fueran de algodón. No se resistió. En ningún momento llegó a sentir miedo de verdad. Algo en su interior le decía que aquella ola sobrenatural no había aparecido para matarla, que no iba a ahogarse, que no iba a morir. De momento.
La espuma la arrastró, la propulsó durante un buen rato. Después, la ola pareció remitir y la cresta fue inclinándose poco a poco. Finalmente, depositó suavemente a la chica sobre una playa y luego la abandonó allí.
Malva se quedó tumbada en la arena, con los ojos cerrados, un poco aturdida. El sol le secó la ropa rápidamente. La muchacha paró de temblar, estiró los miembros y dejó que el calor que irradiaba la playa se prendiera en su piel. La resaca la mecía. De vez en cuando, oía pájaros piando, y alas y ramas agitándose. ¡Qué sereno y calmado parecía todo después del miedo y el estruendo! ¡Qué maravilla dejarse embriagar por el sol, sin preocuparse de nada más que de su propio bienestar! Por mucho que Malva se repitiera que la Fábula podía haber naufragado, no sentía ningún tipo de inquietud. Todo lo que le importaba en aquel momento era sentir la arena bajo sus pies, bajo su vientre, bajo sus mejillas, y aquella tenue brisa algo azucarada que le entraba tímidamente por la nariz. La paz se le había asentado en el corazón, casi a su pesar. Se sentía bien.
Al cabo de un buen rato, abrió los ojos y se incorporó.
Se encontraba en una playa de arena blanca que contorneaba el arco perfecto de una bahía. Bordeando la costa había árboles de ramas gráciles e inclinadas que sostenían frutas rojas o marrones. Una construcción en forma de cono se erguía por encima de los árboles.
En un estado como de trance, Malva dio la espalda al mar y, casi olvidando lo que acababa de pasar, empezó a andar hacia la construcción. Había crecido vegetación sobre la cúpula, creando una especie de cabellera ondeante. La piedra ocre de la fachada estaba ornamentada con una multitud de estatuillas que representaban a hombres o a animales y parecían contar la historia antigua de un pueblo desaparecido. ¿Sería un templo? ¿Un lugar de culto dedicado a las divinidades, una simple residencia o la sepultura de un rey? Unas aves rojas daban vueltas por encima, planeaban en torno a las copas de los árboles y se posaban de vez en cuando sobre la punta de piedra del edificio.
Malva se detuvo frente a la puerta monumental que señalaba la entrada. Entonces vaciló por un momento: ¿debía penetrar en el interior? ¿Y si turbaba la paz de aquel lugar? Finalmente decidió rodearlo. Ya volvería más tarde; de momento le pareció más importante explorar el resto de la isla.
Dejó la playa para aventurarse en el monte bajo. Los únicos sonidos perceptibles eran los de los pájaros colorados y el viento al agitar las ramas.
No tenía miedo. Andaba sin preocuparse de nada. Aunque nunca había puesto los pies en aquel sitio, se sentía segura en él, como si fuera un lugar conocido.
El bosque se abrió para formar un claro. En el centro, rodeado por árboles de troncos lisos, Malva descubrió un lago de aguas burbujeantes y humeantes. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Las palabras del viejo Bulo, el marinero del Estafador, le volvieron a la memoria. ¿No había evocado la presencia de un lago parecido a aquél en… Elgri-la?
Malva se acercó a la orilla, se arrodilló y aspiró los vapores que flotaban en la superficie del lago. Emitían un olor suave, de fruta y miel. La chica sumergió la mano en el agua tibia y, cuando la sacó, observó que tenía la piel más suave, fina como la de un niño pequeño.
—El lago Barath-Thor —murmuró, maravillada.
Volvió a ponerse en pie, con el corazón acelerado. ¿Cómo podía haberse producido aquel milagro? ¿Cómo podía haberla conducido aquella ola exactamente al lugar al que soñaba ir? Era totalmente incomprensible, pero a Malva ya no le cabía duda: ¡estaba en Elgri-la!
Llena de vigor y entusiasmo, salió del claro y echó a correr por la pendiente que ascendía por la isla. Un camino de hierba suave se dibujaba bajo sus pies y, aunque era bastante escarpado, no le costó nada subir por él. Los árboles fueron dispersándose para dar lugar a prados atravesados por riachuelos. Malva alzó la vista. Como esperaba, en lo más alto de la isla, erguido sobre un montículo floreado, se alzaba un árbol de tronco recio y ramas pesadas. ¡Todo coincidía plenamente con el relato del viejo Bulo!
Con una alegría indescriptible, atravesó los ríos, corrió por entre las flores, saltó sobre las rocas. Cuando llegó al pie del árbol, casi no estaba cansada. Echándose a reír, se puso a bailar sobre la hierba hasta marearse. Luego se apoyó en la corteza rugosa del tronco y pegó la mejilla a ella.
—¡Estoy en el monte Ur-Tha! ¡Estoy en el monte Ur-Tha! —se repetía. Nunca se había sentido tan embriagada.
La isla se extendía a su alrededor en toda su belleza majestuosa. Los pájaros de plumaje colorado trazaban arabescos por encima de los árboles, los ríos cantaban entre las rocas cristalinas, el mar acariciaba la bahía con su cabellera ondulada y todo parecía puro, intacto. Elgri-la era precisamente eso: un remanso de paz y encanto, un refugio en calma, lejos de todo lo que había hecho desgraciada a Malva hasta entonces. Allí nadie podía obligarla a casarse con quien no quería ni a ser lo que no era. Allí todo era posible.
Recordando la promesa que se había hecho, Malva saltó a las ramas del árbol milenario. Trepó por el tronco hasta lo más alto, hasta la última rama, y allí se sentó a horcajadas para contemplar el mundo. ¡Si lo que decía el viejo Bulo era cierto, iba a obrarse el efecto mágico del árbol!
Nada más instalarse en la rama, notó un picor en los ojos y luego una especie de escozor que le arrancó una mueca. Pero no cerró los párpados, porque quería ver…
—¡Galnicia! —dijo, volviéndose hacia el sol naciente.
Abriendo los ojos de par en par, vio surgir entonces frente a ella la silueta familiar de la Ciudadela: sus murallas y torres alzándose en la cima del acantilado, su aspecto intimidante de gran ave rapaz y, más abajo, los meandros plateados del río Gdavir. La impresión fue tan fuerte que Malva tuvo que agarrarse a la rama para no caer. Sintió vértigo, náuseas, mareo. Respiró lentamente, sin permitirse cerrar los ojos en ningún momento.
Ahora veía los jardines de la Ciudadela, la fachada sur y las primeras casas de la Ciudad Baja, que se desplegaban bajo su sombra. Los árboles de los huertos habían perdido las hojas, como en pleno invierno. Los surtidores de los estanques estaban callados y nadie se paseaba por las terrazas. Todo estaba gris, apagado, inmóvil. En los pináculos de la Ciudad Alta doblaban las campanas sin cesar.
«Habrá muerto alguien», pensó Malva con un escalofrío. Desvió ligeramente la mirada y distinguió un cortejo que descendía hacia uno de los puentes. Una multitud difusa seguía una carreta cubierta con una mortaja. Un santo diáfice conducía aquel carruaje traqueteante. Tras él, rodeado de soldados armados, avanzaba…
—¡El coronado!
Como ahuyentada por aquel grito, la visión se nubló y la imagen de Galnicia se disipó en una especie de bruma fría.
Malva sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Si el coronado encabezaba el cortejo fúnebre, entonces bajo la mortaja debía de yacer alguien importante… ¿Sería la coronada?
—¿Ha muerto… mi madre? —exclamó Malva.
Un silencio apacible respondió a su pregunta. Se cubrió los ojos con la mano hasta recuperar el aliento y, azorada, dirigió la mirada a otra parte.
—¡Quiero ver a Filomena! —exigió con una voz algo temblorosa.
De nuevo se puso en marcha la magia del árbol: el picor, el escozor fugaz y luego una sensación extraña de ser transportada por el espacio…
Una inmensa llanura de hierba corta, barrida por el viento y salpicada de nieve, apareció ante los ojos de Malva, que reconoció inmediatamente la Gran Estepa Aciciena en la que había viajado en compañía de los baigures. El corazón se le aceleró. Cuando la visión se hizo más nítida, percibió un campamento de tiendas de piel de oryak, en cuyo centro se elevaban volutas de humo negro. En torno al fuego se habían reunido unos jinetes armados que enrojecían las puntas de sus lanzas en las brasas haciendo girar los mangos. Malva reconoció entre ellos a Uzmir. La apuesta cara del kansha supremo parecía amarga y endurecida.
Malva desvió ligeramente la mirada. De una de las tiendas acababa de surgir una joven cubierta con un pesado abrigo de piel. Por unos segundos, Malva no estuvo segura de haberla reconocido, y sin embargo… sin embargo ¡era Filomena! «¡Si este árbol no miente, está viva!», pensó Malva con profundo alivio.
Filomena se acercó al círculo formado por los jinetes y ocupó su sitio al lado de Uzmir. Entonces, los hombres retiraron las lanzas del fuego y un cántico salió de sus gargantas. El kansha lanzó un grito y todos sus compañeros se dispersaron. Sólo Filomena se quedó quieta, mirando las llamas con la cabeza baja.
«Está llorando…», pensó Malva mordiéndose el labio.
Los jinetes saltaron a unos caballos escuálidos y partieron al galope en formación cerrada detrás del kansha. Uzmir se había puesto de pie sobre la grupa de su montura blandiendo su lanza. Malva comprendió entonces que los baigures no partían a la caza. Las lágrimas de Filomena lo decían todo… ¡Uzmir y los suyos estaban en guerra!
Malva cerró los ojos, con el pecho oprimido. No le hacía falta ver contra quién luchaban los baigures; ya lo sabía. Los amoyedas y las tropas de Temir-Gaí se habían aliado sin duda tras el incendio que devastó el harén, y ahora el pueblo de Uzmir tenía que combatir en todos los frentes.
Malva se removió incómoda en la rama. Todas aquellas visiones le dejaban un regusto amargo en la boca. La alegría que había sentido poco antes la había abandonado y su corazón se ahogaba en una tristeza sin fin. Apretó los dientes, volvió a abrir los ojos, alzó la cabeza al sol y dijo:
—¡El arconte! ¡Quiero ver dónde está el arconte!
Un doloroso destello dio paso a un bajel de bambú trenzado y velas oblicuas, muy distinto a todas las embarcaciones que había conocido hasta entonces. Sobre la cubierta yacían unos cuerpos inertes y ensangrentados. Al oír unos gritos, se sobresaltó. En la popa del barco se escenificaba el último acto de una batalla sin cuartel.
El arconte, de pie sobre un cofre, con la túnica abierta sobre el torso sudoroso, agitaba sus sables frente a sus adversarios. Se enfrentaba a dos marineros agotados y heridos, que se apoyaban el uno en el otro en un último esfuerzo. El odio deformaba los rasgos del arconte. Tenía una herida en el cráneo rapado, pero no parecía desfallecer. Se abalanzó sobre uno de los marineros, y Malva estuvo a punto de cerrar los ojos cuando el hombre clavó la hoja en el vientre del desdichado. El último superviviente de la tripulación se desplomó también sobre la cubierta y soltó su arma. Aunque estaba al límite de sus fuerzas, consiguió arrastrarse tras el mástil mientras el arconte recuperaba el puñal del hombre que acababa de matar. Horrorizada, Malva vio avanzar al arconte lentamente, con los labios apretados. El marinero temblaba y rogaba a su verdugo que se apiadara de él, pero Malva sabía que toda súplica era inútil. El arconte no sentía piedad alguna.
Cogiendo al hombre del pelo, le hundió el puñal en la garganta. Acto seguido, se dirigió con paso rápido hacia la proa del barco y se puso a buscar algo bajo un montón de velas amontonadas. Entonces sacó un objeto que Malva reconoció inmediatamente: un nokros que todavía contenía algunas piedras de vida. Alzó su trofeo al cielo, triunfal. ¡Gracias a aquel nokros robado, podía ganar tiempo para retrasar el plazo de Catabea y evitar el Encierro!
Al borde del desmayo, Malva cerró los ojos y rompió a llorar sobre la rama. Las escenas de las que acababa de ser testigo impotente le revolvían el estómago. Pasó un rato sollozando, sola en el árbol, abrumada por la cólera y el dolor. La cara de Uzmir se le aparecía aún, demacrada y pesarosa, o la visión de Filomena, abandonada junto a aquel fuego que languidecía sobre la estepa helada. Y luego, las imágenes de Galnicia, gris, invernal, la Ciudadela, los jardines frutales, las callejuelas, toda aquella parte de su infancia que había querido olvidar pero que seguía clavada en su corazón como la punta de una flecha. Apretó los puños y aporreó la rama hasta que le sangraron las manos.
Pasó mucho tiempo antes de que Malva encontrara fuerzas para levantarse. Retrocedió para apoyarse en el tronco, respiró profundamente y contempló el paisaje que la rodeaba. La suavidad de los valles y los prados, la calma de los bosques, el frescor de los arroyos e incluso el esplendor de la bahía de Dao-Boa le parecían irreales. Casi se podía decir que tanta belleza le dolía. Ya no comprendía qué era lo que la había empujado a llegar hasta allí. ¿Cómo podía haberse ido de la playa sin preocuparse por la suerte de sus compañeros de la Fábula?
Malva miró al mar.
—Quiero ver… a Orfeo —murmuró al fin.
Sus ojos se agrandaron, sus pupilas se dilataron y volvió a manifestarse el prodigio del monte Ur-Tha al hacer aparecer ante ella las velas remendadas de la Fábula.
La ola había golpeado el buque con tanta fuerza que había destrozado las barandillas de popa. Sin embargo, en la cubierta estaban todos los pasajeros, vivitos y coleando: Orfeo, Lei, Babilas, Chanclo, Finopico, Peppe e incluso Al, que iba dando vueltas y soltando gañidos roncos. Parecían desamparados, afligidos. Cuando se fijó mejor en sus caras, Malva se dio cuenta de que estaban llorando. Orfeo escudriñaba el oleaje, aferrado a la batayola rota. Su semblante inspiraba tanta angustia que la muchacha se quedó totalmente trastornada. Peppe y Chanclo, con la cara empapada de lágrimas, la llamaban por su nombre: Malva, Malva, Malva…
—¡Creen que estoy muerta! —exclamó.
Entonces, la visión desapareció, y Malva se vio de nuevo sola en el árbol, incapaz del menor gesto.
—¡Creen que estoy muerta! —repitió.
Tenía ganas de gritar, pero no le quedaban fuerzas. Las piernas le temblaban cuando se dejó caer por el tronco hasta abajo. El contacto del suelo la tranquilizó un poco. Se arrodilló en el musgo y miró al cielo. Hacía tan buen día, soplaba una brisa tan suave… ¿Cómo podía experimentar tanta tristeza ahora que por fin había llegado a Elgri-la?
Desesperada, desanduvo el camino que llevaba a la bahía adonde la había arrastrado el oleaje unas pocas horas antes. Sus ojos ya no veían los ríos, sus oídos ya no prestaban atención a los pájaros y su corazón estaba encogido como un animalillo frágil y asustado.
Cuando se acercó a la playa, se dirigió sin vacilar al templo de piedra ocre. Ignoraba lo que encontraría allí, pero el instinto le ordenaba entrar. Empujó la pesada puerta de madera, que giró sobre sus goznes con un gemido. El interior estaba oscuro y frío. Unos haces de luz caían del techo, agrietado por las raíces que crecían encima. Algunos insectos zumbaban alrededor de Malva mientras ella se iba adentrando.
En el centro de la única sala había un pedestal de piedra cubierto de musgo y telarañas. Sobre el pedestal algo brillaba. Al principio, Malva creyó que era un resto de luz que entraba por algún sitio. Luego alzó la vista hacia la bóveda del techo y examinó las grietas. No, aquello no era un rayo de sol. Se acercó más y entonces descubrió una larga varilla de cristal puro, clavada en la piedra del pedestal. Sus facetas talladas emanaban una luz intensa, casi deslumbrante.
Malva contempló un buen rato el cristal, fascinada por su forma perfecta y su destello misterioso. La luz parecía proceder del interior. Dentro de aquel objeto había algo vivo, una especie de latido parecido al de un corazón. Alargó la mano y rozó la superficie lisa.
Apenas entraron sus dedos en contacto con el cristal, Malva se sintió irradiada, atravesada por la luz. Todo lo que le había parecido confuso era ahora diáfano, simple, evidente. La envolvió un intenso sentimiento de bienestar: se sentía ella misma, decidida a quedarse a vivir allí para siempre, a construir su casa en aquel lugar, a cumplir sus sueños. La luz tenía el efecto de una revelación para ella. ¡Adiós a Filomena y Uzmir! ¡Adiós a Galnicia, adiós a la coronada! ¡Adiós a Orfeo y los tripulantes de la Fábula! Ella tenía que hacer su vida sin ellos, lejos de ellos. ¡Tenía que salvarse olvidándolos!
Malva se miró los dedos, apoyados en el cristal, y de pronto comprendió de qué se trataba.
—El vuth-nathor… —murmuró.
Conocía aquel nombre desde que el viejo Bulo lo había mencionado en el Estafador, justo antes del naufragio. Había evocado su destello, la había prevenido acerca de la fascinación que provocaba. El vuth-nathor había invadido sus noches y acompañado sus días. ¡Sí, ella lo recordaba todo! El anciano había querido apoderarse de aquel tesoro y aquello había provocado su desdicha: había sido expulsado de Elgri-la, condenado a perseguir el resto de su vida un sueño definitivamente fuera de su alcance, un simple recuerdo.
De repente, sintió miedo.
Con el corazón latiéndole con fuerza, retrocedió y se alejó del cristal.
Dio media vuelta y salió corriendo del templo. En la cabeza se le arremolinaban pensamientos contradictorios. Cuando regresó al sol del exterior, a la playa de arena blanca, a los árboles y los pájaros, ya no sabía qué debía hacer. Por un breve instante, el vuth-nathor le había iluminado el espíritu, pero no había durado mucho tiempo. Bastó con alejarse para que todo volviera a ser complicado, ambiguo, inextricable.
Se sentó en la arena, dobló las rodillas bajo la barbilla e intentó reflexionar. «Si me quedo aquí —se decía—, ¿qué ocurrirá? Me construiré una casa, hasta puede que consiga vivir libre… pero ¿tendré que vivir sola para siempre?»
De nuevo le entraron ganas de llorar. ¡Nada de lo que había soñado hasta entonces tenía ningún valor sin la presencia de aquellos a quienes amaba! ¡Se había equivocado! Había creído que la felicidad la esperaba allí, en Elgri-la, pero no había hallado otra cosa que una soledad inmensa y unos remordimientos infinitos.
Soltó un suspiro y se frotó la cara con las manos. Por otro lado, ¿qué ocurriría si renunciaba a Elgri-la? ¿Podría reunirse con Orfeo, Lei y los demás? Y, una vez a bordo de la Fábula, ¿no serían todos condenados al Encierro?
¿De qué serviría entonces volver?
Malva desplegó las piernas y se tumbó en la arena, mirando al cielo. Le parecía imposible tomar una decisión. Habría querido pedir ayuda, que alguien tomara la decisión por ella, o que la ola que la había arrastrado hasta allí volviera para llevársela, ¡aunque fuera para ahogarla! Habría querido que Orfeo apareciera en la playa, que se acercara a ella y la rodeara con sus brazos, como había hecho aquella misma mañana en cubierta…
—¡Orfeo! —llamó, desesperada.
Nadie le respondió, y su voz murió en su garganta. El silencio le susurraba en los oídos su murmullo infernal. Le dolía todo.
Al cabo de un rato, cuando ya se le secaron los ojos, Malva se puso de pie. Con las piernas temblorosas, volvió a la puerta del templo. Sin saber muy bien cómo, a fuerza de llorar y de revolcarse en la arena, había tomado su decisión. Entró en el templo, se acercó al vuth-nathor, puso las dos manos encima y tiró con todas sus fuerzas. La luz volvió a atravesarla y a iluminar su espíritu, pero se resistió a su llamada.
—¡Quiero volver con mis compañeros! —exigió—. ¡Mi lugar está a bordo de la Fábula!
El vuth-nathor empezó a brillar con más fuerza. Malva sintió un escozor en las palmas, un escozor cada vez más fuerte, insoportable, que le arrancó un grito y la obligó de pronto a soltar el cristal.
Nada había cambiado a su alrededor. El templo seguía en su sitio, húmedo y plagado de insectos.
—¡Quiero volver con ellos! —siguió gritando a las divinidades invisibles—. ¡Ésta no es la Elgri-la que yo quiero!
La calma y la penumbra le oprimieron el corazón. Hacía tiempo que allí ya no habitaba ninguna divinidad. Nadie podía responder a su petición.
Abatida, Malva salió del templo. ¿Le habría mentido el viejo Bulo? ¿Sería irreversible el poder del vuth-nathor? ¿Estaría condenada a quedarse allí para siempre, en aquella bahía de Dao-Boa que ya no tenía sentido para ella?
Entonces volvió a la playa. De pronto, cuando ya pensaba hundirse en el mar para terminar con todo, vio una vela que se acercaba a la isla. Una vela blanca y el palo mayor de una nave… ¡Era la Fábula! El corazón le latía con fuerza en el pecho.
—¡Estoy aquí! —gritó, agitando los brazos—. ¡Estoy aquí! ¡Venid a por mí, por la Santa Armonía!
Malva miró atrás y, en lo más alto del templo, vio brillar un rayo de luz cristalina como el foco de un faro en el mar. ¡Era aquel resplandor lo que estaba guiando a la Fábula!
La principetta saltó y agitó las manos hasta que distinguió las caras pálidas pero radiantes de Lei y los gemelos en la proa del navío. Reían y lloraban al mismo tiempo, mientras Babilas y Orfeo maniobraban en el alcázar de popa. Se adentró en el agua, primero andando y luego nadando, atraída por la Fábula como si fuera un imán. Finalmente, Orfeo dejó el gobernalle y desplegó la escalera de cuerda para que ella pudiera subir a bordo.
Cuando Malva asomó la cabeza por la borda, sus compañeros se agolparon a su alrededor. Al ladró, pero nadie fue capaz de pronunciar ni una palabra. Orfeo se limitó a abrir los brazos, y Malva se dejó caer en ellos, sin pudor, con un alivio y una felicidad indescriptibles.
—He vuelto —murmuró—. Pase lo que pase, me quedaré siempre contigo.
Entonces, la Fábula dio media vuelta y se alejó de las costas de aquella Elgri-la ilusoria cuyas promesas Malva había rechazado.
En el nokros, otra piedra de vida se había partido en dos. A la tripulación ya no le quedaban más que cinco días para encontrar la salida del Archipiélago…