Transcurrieron dos días sin que sucediera nada. La Fábula no encontró ninguna isla, ninguna nave, ningún escollo. En su litera, Malva observaba el goteo del ácido mórbico del nokros, dividida entre el deseo de creer que se habían liberado definitivamente del Archipiélago y el temor de ser sus rehenes todavía. En función de a cuál de las dos hipótesis se dirigieran sus pensamientos, se llenaba de gozo o de impaciencia, se relajaba o se angustiaba, y sus cambios de humor sorprendían a todos los demás.
—Vamos, principetta —le repetía Finopico—, alegrad esa cara. ¡Mirad lo que os he traído!
El cocinero, que aprovechaba la calma para pescar con asiduidad, exhibía ante ella toda clase de peces, a cual más extraño. Algunos eran minúsculos, azules y puntiagudos como el filo de un puñal, otros enormes y redondos como globos. Finopico catalogaba incansablemente los ejemplares, los dibujaba, los describía y, cuando había terminado el estudio, los echaba al agua hirviendo para preparar una sopa. En secreto, esperaba encontrar la gobima de las profundidades en aquel océano extraño. Pero para ello debería pescar y pescar, y luego seguir pescando.
Orfeo mantenía el rumbo sin mucha convicción. En aquella parte desconocida del mundo, las estrellas no eran las mismas, el sol se tomaba los puntos cardinales a guasa y ya nadie lograba orientarse. Había que fijarse un objetivo al azar y esperar. Todo lo que hiciera falta.
La segunda noche, no obstante, cuando se acercó a Chanclo para relevarle de la guardia, Orfeo notó un cambio en la atmósfera. El viento había cambiado de dirección y se había enfriado de pronto.
—¿Qué ocurre, capitán? —dijo con preocupación Chanclo, sin soltar el timón.
Orfeo frunció el ceño y le recomendó que estuviera bien atento. Al mismo tiempo, se oyó un ruido acuático bastante extraño, seguido de un movimiento del oleaje que sacudió el casco.
En su camarote, Malva no lograba conciliar el sueño. Viendo el ácido mórbico corroer las tres últimas piedras de vida, no podía evitar pensar con espanto en la muerte. También pensaba en Filomena, Elgri-la y los baigures, y una nostalgia terrible le oprimía la garganta. Cuando notó la sacudida contra el casco, se incorporó de golpe en su litera.
Tenía la frente cubierta de sudor y el corazón se le salía del pecho. Salió sin pensárselo dos veces y subió a cubierta. Orfeo estaba apoyado en la barandilla de proa, con un farol en la mano.
—La Fábula está siendo arrastrada por una corriente cada vez más fuerte —anunció al ver a Malva—. Mira.
La joven se acercó. A pesar de la falta de luz, podía distinguir el amplio curso del oleaje. Un bramido continuo provocaba la sensación de que alguna fiera rugía bajo la quilla. Era como si el buque estuviera encima de unos rieles y siguiera una vía invisible de la que no pudiera apartarse.
—Nos hemos desviado —explicó Orfeo—. Y no sopla ni una brizna de viento, así que no hay manera de luchar contra la corriente.
—Y eso que hay allí, ¿qué es? —preguntó Malva, que había levantado la vista.
El cielo estaba clareando un poco, de forma que podía distinguirse una forma oscura que se erguía sobre el agua.
—¿Otro barco?
—Tal vez —murmuró Orfeo—. Es verdad que se mueve, pero…
Se quedaron un rato en silencio, observando la forma que se acercaba. Entonces empezaron a delimitarse sus contornos. No era un barco.
—Parece una… ola —dijo Malva.
Orfeo se estremeció. ¿Una ola? ¿Aquella cosa vertical que se movía y era tan alta como el palo mayor de la Fábula? Orfeo se dio la vuelta y se dirigió a Chanclo:
—¡Ve a despertar a los demás! ¡Date prisa!
Sin pedir más explicaciones, Chanclo dejó el gobernalle y se abalanzó hacia la escotilla, mientras Orfeo y Malva, uno al lado del otro, observaban el avance del extraño fenómeno que amenazaba con cortarles el paso. El corazón les latía al mismo ritmo, rápido, muy rápido. Por un momento, Malva tuvo ganas de arrimarse más a Orfeo en busca de consuelo, pero no se atrevió.
—¿Tienes miedo? —preguntó él.
—Un poco.
Orfeo se colocó detrás de ella y la rodeó suavemente con sus brazos. Un escalofrío recorrió la nuca de la chica.
—¿Y ahora? —preguntó Orfeo—. ¿Todavía tienes miedo?
Las palabras afluyeron desordenadamente pero se quedaron bloqueadas en la garganta de Malva. Sólo un suspiro le salió de los labios. Renunciando de pronto a luchar contra sus propios sentimientos, la chica se abandonó al calor y a la suavidad del cuerpo de Orfeo. Durante un instante, ya no vio nada: ni el mar, ni el amanecer, ni la ola que seguía creciendo. El mundo entero dejó de existir. Se sentía como en una burbuja, ingrávida; su espíritu y su corazón latían al mismo ritmo y se convertían en uno. Por contradictorio que pareciera, nunca se había sentido tan cerca de la felicidad.
Pero aquel instante no duró mucho.
Babilas, Finopico, Peppe y Lei, avisados por Chanclo, irrumpieron en el castillo de proa dando gritos. Entonces, la burbuja en la que flotaban Orfeo y Malva explotó bruscamente, la calidez dio lugar al espanto y la realidad les saltó a la cara: la Fábula se abalanzaba hacia la enorme ola… o viceversa.
—¡Gorchnaim ei arthan! —exclamó Babilas, saltando hacia el gobernalle—. ¡Cypell olc bung!
—¡Nosotros, condenados! —tradujo Lei con voz entrecortada.
Orfeo corrió al timón a ayudar a Babilas, que intentaba desesperadamente corregir la trayectoria del navío. Uniendo sus fuerzas, consiguieron hacer girar la rueda, pero no fue suficiente. La ola se hinchaba a medida que avanzaba y su cresta espumosa se elevaba cada vez más alto hacia el cielo pálido. Faltaba poco para que les cortara el camino.
—¡Amarraos! —ordenó Orfeo al comprender que no tenían ninguna posibilidad de evitar la ola—. ¡Es lo único que podemos hacer para no morir ahogados!
Entonces corrió a desenrollar escotas y cabos, los hizo pasar por las muescas del cabrestante y por los guardacabos y luego lanzó los cables a sus compañeros. De repente, se dio cuenta de que Al no estaba con ellos.
—¿Al? ¡Al! —llamó—. ¿Dónde se habrá metido ese condenado perro?
—¡Está durmiendo en la entrecubierta! —respondió Finopico, esforzándose en atarse un cabo alrededor de la cintura.
Orfeo lanzó una mirada rápida a la ola. Con lo que tardaría en bajar, arrastrar a su perro y atarlo, se arriesgaba a no tener tiempo de ponerse él mismo a salvo.
—¡Capitán! —exclamó Lei—. ¡Yo no sé cómo hacer esto!
La chica rubia se había enrollado torpemente el cuerpo con las escotas y agitaba los cabos frenéticamente.
—¡Ve a buscar a Al! —dijo entonces Malva a Orfeo—. ¡En el Estafador aprendí a hacer nudos!
Dicho esto, se desató y corrió a ayudar a Lei. Orfeo vaciló, pero al ver que Malva se las apañaba sobradamente, bajó corriendo por la escalera de la escotilla. Encontró al enorme san bernardo entre dos cofres, tendido en el suelo, con la lengua fuera y la respiración pesada.
—¡Ven aquí! —le ordenó—. ¡Ven ahora mismo, por la Santa Quietud!
Cogiendo a Al por el collar, empezó a tirar de él hacia la escalera, pero el animal no parecía demasiado convencido. Se puso a gruñir y a mostrar sus colmillos amarillentos. Orfeo notó un sudor agrio cayéndole por la espalda. Sentía la inminencia de la catástrofe. Durante unos minutos, insistió, tiró, suplicó e insultó a su perro sin resultado. El san bernardo se rebelaba contra él, como de costumbre.
—¡Hala, pues peor para ti! —le espetó Orfeo, soltándole el collar.
Fuera de sí, subió los escalones de la escalera de cuatro en cuatro. Cuando salió a cubierta, Malva y Babilas estaban arrodillados junto a los gemelos, anudando los cabos al cabrestante. Tras ellos, la ola erguía su muro azul. Babilas estaba amarrado, pero nada ataba a Malva al barco.
—¡Átate! —bramó Orfeo, precipitándose hacia ella.
Tuvo el tiempo justo para coger un cabo, pasárselo alrededor del cuerpo, agarrar a la chica por la cintura y aferrarla contra sí con todas sus fuerzas. La ola alzó la Fábula, la atrajo, la desequilibró. Orfeo cayó rodando sobre la cubierta. Sus brazos apretaron más fuerte a Malva. Gritos de terror le martillearon los tímpanos en el momento en que la ola cayó estrepitosamente sobre la cubierta. Era como si una andanada de balas de cañón se abatiera sobre el barco. Los gritos agudos de Lei y de los gemelos quedaron rápidamente absorbidos por la enormidad de la colisión.
La Fábula dio un bandazo a babor, después a estribor y luego estuvo a punto de volcar completamente. El impacto fue de tal violencia que Orfeo se sintió arrancado del suelo. Las olas lo barrieron, lo arrastraron y lo alzaron como si nada. El agua le entró en la nariz y la boca, tiró de él en todas direcciones, lo hizo rodar, lo atravesó y finalmente lo dejó totalmente exhausto.
Cuando recobró el conocimiento, estaba tumbado sobre el castillo de proa. Un silencio absoluto le taponaba los oídos. Escupió agua, tosió, hipó y tuvo ganas de vomitar. «Malva… Malva…», murmuraba una voz insistente en su cabeza. Sus brazos se aferraron al vacío. La principetta había desaparecido.