36. ESPERANZA

La quinta piedra de vida se había convertido en polvo en el fondo del nokros cuando Orfeo abrió los ojos. Tenía la cara pegajosa de babas, Al le pesaba terriblemente en el pecho y un curioso sabor a sopa le impregnaba las papilas.

Nada más recuperar la conciencia se acordó de todo: los náufragos de Dunbraven, el combate con el arconte, los cazos, los rezones y finalmente el sablazo. Se quitó la manta de encima e hizo una mueca de sorpresa: ¡su herida había desaparecido! ¡Lei había obrado otro de sus milagros! Y si ella se había tomado el tiempo de ocuparse de él, sin duda la Fábula continuaba su travesía en paz, lejos del arconte y de los patrulleros. Orfeo gritó en dirección a la puerta.

—¡Eh! —llamó.

Con un sobresalto, Al levantó su voluminosa cabeza. Orfeo intuyó su mirada húmeda bajo los flecos que le caían sobre el hocico.

—Gracias por haberme dado calor, amigo mío —le dijo—. Ahora ya puedes bajar.

Al sacó la lengua y le lamió la nariz, pero siguió tendido cuan largo era sobre su amo.

—¡Vamos, fuera! —repitió Orfeo—. ¡Busca a los demás! ¡Diles que estoy despierto!

Al ni se inmutó. Fiel a su costumbre, se negaba a obedecer. Orfeo trató de empujarlo, pero había perdido muchas fuerzas.

—¡Que alguien me ayude! —llamó—. ¡Me ahogo! ¡Que me matan!

Pasó un breve instante antes de que la puerta del camarote se abriera de par en par. Tras ella apareció Chanclo, con los puños por delante, dispuesto a repartir golpes. Cuando vio que el adversario de Orfeo no era otro que el enorme san bernardo, se paró en seco.

—Vaya —dijo, algo desconcertado—. Creía que…

—Has sido rápido —le sonrió Orfeo—. ¡Te felicito, marinero! ¡Ahora, si consigues sacarme de encima a este chucho baboso, te nombro segundo de a bordo!

Chanclo silbó entre los dientes. Acto seguido, Al saltó de la cama sin aspavientos y se sentó a los pies del chico. Orfeo sacudió la cabeza: decididamente, aquel perro estaba empeñado en llevarle la contraria.

—¿De verdad soy segundo de a bordo, mi capitán? —preguntó maliciosamente Chanclo.

Orfeo dio unos golpecitos en el borde de la litera para indicarle que se acercara y lo interrogó acerca de todo lo que había pasado mientras se recuperaba. Sin hacerse de rogar, Chanclo le contó cómo Babilas había recuperado el uso de la palabra y le relató los acontecimientos que se habían producido en la isla de los invisibles con profusión de detalles, encantado de poder impresionar a su capitán. De pronto, dijo con tono más triste:

—El problema es que Lei no ha conseguido devolver la vida a los muertos. Se ha pasado horas llorando y diciendo una y otra vez que estábamos todos condenados al Encierro por su culpa. ¿Tú crees que es verdad?

Orfeo se rascó la barbilla. Una barba espesa le cubría las mejillas y le picaba.

—Pues no lo sé —terminó diciendo—. Depende del criterio de Catabea. A fin de cuentas, Lei ha reunido las almas y los cuerpos de los invisibles…

Chanclo soltó un suspiro.

—Tengo miedo del Encierro, mi capitán. Y Peppe más que yo. Es de lo más sensible… Con la de calabozos que hemos visitado en Galnicia, no creo que pueda soportar que lo encierren de nuevo.

—¿Y tú? —preguntó suavemente Orfeo.

—¿Yo? A veces tengo la sensación de que soy más duro que mi hermano. Somos idénticos físicamente, y en cambio… no sé. De todos modos, yo no podría vivir sin él. ¡Siempre juntos, hasta la muerte!

Orfeo sonrió. El entusiasmo del muchacho le conmovía. Le tranquilizó respecto al Encierro lo mejor que supo, y luego se apartó las mantas y se puso en pie.

—¡Me siento casi en plena forma! —exclamó, estirando los músculos—. ¿Quién está de guardia en cubierta?

—Finopico —respondió el chico.

Orfeo anunció que iba a relevarlo. Entonces, como no encontraba su chaquetón, Chanclo le explicó que Lei y Malva se habían peleado por él.

—Al final se lo han puesto de manta las dos y se han quedado dormidas juntas sobre la cubierta. Yo le he ofrecido mi chaqueta de punto a la principetta, pero no la ha querido. No sé a qué viene esto: ¡mi chaqueta no está más sucia que tu chaquetón!

Chanclo dijo esto con un punto de reproche y de envidia que hizo sonreír a Orfeo.

—Las chicas son complicadas —dijo mientras se calzaba las botas—. Tienen sus secretos, pero no hace falta preocuparse.

—¡No, si yo no me preocupo! —respondió animadamente Chanclo—. Según las predicciones de la viden…

Entonces se interrumpió y se puso como un tomate. Orfeo se lo quedó mirando con los ojos entornados:

—A ver, ¿qué ha predicho la vidente? ¡Tengo mucha curiosidad por saberlo!

Justo entonces, la puerta del camarote se abrió otra vez para dar paso a Peppe, soñoliento y desgreñado.

—Pero ¡si estás aquí! —exclamó al ver a su hermano—. No me gusta que me dejes solo de noche, me despierto.

—Ya voy —respondió Chanclo, agradeciendo aliviado la oportunidad de escabullirse.

Salió con su hermano y los dos desaparecieron tras la puerta del camarote. Peppe ni siquiera se dignó mirar a su capitán revivido, pendiente sólo de su hermano. «Estos dos son tan inseparables como las dos caras de una moneda —pensó Orfeo—. ¡Hasta les podría poner el mote de Cara y Cruz!»

A continuación, decidió subir a cubierta. Al lo siguió, arrastrando su viejo corpachón por la escalera de la escotilla.

El cielo estaba despejado y repleto de estrellas. Un viento constante inflaba las velas de la Fábula. Antes de reunirse con Finopico, Orfeo se acercó a la barandilla. Con la cara al viento, respiró deleitado los olores salinos. ¡Por la Santa Armonía, qué placer era navegar! La velocidad y la noche le embriagaban. Por un momento, se olvidó de Catabea, los patrulleros, el arconte, el nokros y la terrible cuenta atrás que se cernía sobre la tripulación. De pie sobre la cubierta, perdido en aquel mar sin nombre, se sintió por un instante feliz como nunca. El peso que lo oprimía desde hacía tantos años había desaparecido. Allí, por fin, tenía la sensación de estar vivo. ¿No se debería aquel sentimiento al propio peligro? ¿O a la presencia silenciosa de sus compañeros de viaje? ¿O, sin ir más lejos, a su recuperación milagrosa de la herida de sable? Seguramente era todo ello a la vez.

Se agachó y acarició vigorosamente el costillar de su perro.

—No confiaba en que aguantaras el tipo tanto tiempo, viejo bribón —le dijo con ternura—. Si conseguimos salir de este Archipiélago, pediré a Lei que te prepare una cura para las patas. ¿Quién sabe si no es capaz hasta de devolverte la juventud?

Diciendo esto, lanzó una mirada al centro de la cubierta, donde dormían las dos chicas. Seguían acurrucadas juntas bajo el chaquetón de contramaestre. Las dos habían atravesado tantas dificultades… A una, Orfeo le debía la vida. A la otra le debía conocer al fin el destino que tanto había soñado. Se enderezó y dio algunos pasos hacia ellas.

—No te obligaré a regresar a Galnicia, principetta —susurró—. Si salimos con vida de este viaje, espero que encuentres el país que ves en tus sueños. Elgri-la, ¿verdad? Te lo has ganado con creces…

Le pareció que Malva se movía en sueños. Se inclinó hacia ella y observó por un instante su cara luminosa.

—Es más importante que yo —añadió en voz baja—. Es más importante que mis juramentos. Es más importante que la gloria de los Mac Bott…

Alzó la vista hacia las estrellas, sonrió y se dirigió al alcázar de popa con paso decidido. Apenas había dado media vuelta cuando Malva abrió los ojos. Lo había oído todo.

—Si salimos de aquí, capitán, ¿quién sabe lo que decidiré? —murmuró entonces ella.

Y se volvió a dormir con una sonrisa en los labios, apretando el chaquetón de Orfeo contra su pecho.

Finopico estaba de pie frente al timón. Justo al lado, sobre un cofre, había dejado un farol y un libro abierto cuyas páginas se estremecían por el viento y que él leía con pasión mientras gobernaba la Fábula. Tan enfrascado estaba que no vio acercarse a Orfeo.

—¿Estás aprendiendo recetas nuevas? —le dijo éste de pronto.

Finopico se sobresaltó, y luego se le iluminó la cara.

—¡Es un milagro veros en pie, capitán! ¡Creíamos que había llegado vuestra hora, pero por lo visto el arconte tendrá que volver a terminar su trabajo!

—¡De eso, nada! —respondió alegremente Orfeo—. ¡A estas alturas, espero que se haya ahogado y que haya sido pasto de los peces!

Dicho esto, echó una mirada al libro que Finopico tenía sobre el cofre. Se trataba de una de las innumerables obras sobre peces que coleccionaba el cocinero.

—Pero te he distraído de tu lectura —se disculpó Orfeo—, si lo prefieres, me…

Finopico se encogió de hombros y cerró el libro.

—Sólo era para entretenerme. ¡La mar está tan quieta esta noche!

Orfeo se sentó en el cofre y se quedó un rato en silencio, disfrutando de la suave brisa y del ligero cabeceo de la Fábula. Todos dormían y no se percibía ninguna amenaza en el horizonte.

—Es exactamente así como yo imaginaba la noche en alta mar —suspiró—. ¡He soñado tanto con momentos como éste…!

—Lleváis la mar en la sangre, ¿no es así? —le interrumpió Finopico—. ¿Por qué habéis tardado tanto en embarcar?

Orfeo notó que el corazón se le encogía y se mordió el labio.

—Es una larga historia —murmuró—. No creo que sea el momento de contarla.

Finopico, con las dos manos en el timón, hizo un grave asentimiento de cabeza antes de decir:

—Ahora ya no tiene importancia. Habéis demostrado sobradamente vuestro valor y nadie os llamará halacabuyas. ¡Ya me encargaré yo de eso!

Orfeo lo observó con el rabillo del ojo. Su pelambrera roja, su cara angulosa y nerviosa… Mirándolo bien, aquel cocinero no era tan mal tipo.

—De verdad siento que Al se zampara tu pollo el día de la audiencia con el coronado —dijo—. Si salimos vivos de este Archipiélago, te prometo…

—¡A la porra con el pollo! —rió Finopico—. ¡También es agua pasada! ¡De todos modos, me interesan más los peces que las aves!

—¿Puedo echarle un vistazo? —preguntó Orfeo, señalando el libro.

El cocinero le permitió hojear el libro a la luz del farol. En sus páginas había grabados que representaban a criaturas marinas de aspecto sorprendente, acompañadas de textos que describían las costumbres de los animales y señalaban las aguas donde podían pescarse. En la primera página había un sello del Instituto Marítimo de Galnicia.

—Pero ¡bueno, si lo has robado! —se asombró Orfeo.

—Es un préstamo —corrigió Finopico—. Sólo un préstamo.

—¿Y los demás? ¿Todos los que tienes en la gambuza?

—También los he cogido prestados. Los pocos galniques que gano no me permiten comprar libros como ésos. Los devolveré cuando hayamos vuelto.

Orfeo se encogió de hombros.

—Bueno, no creo que los echen mucho de menos. ¿Quién va a interesarse por estos monstruos?

—¡No os engañéis, mi capitán! ¡Los peces raros apasionan a muchos expertos galnicianos! Incluso existe una comisión científica especial encargada de llevar a cabo misiones cada cierto tiempo en todas las aguas del Mundo Conocido.

—Pues deberías ofrecerles tus servicios —sugirió Orfeo—. ¡Parece que dominas el tema!

El cocinero hizo un mohín de desprecio.

—Me he presentado muchas veces a la comisión científica como candidato. Pero los caballeros que dirigen el instituto no me han tomado en serio. ¡Y eso que he buceado por todas partes e incluso les he llevado algunos ejemplares interesantes! Pero claro… yo no soy más que un cocinero, no tengo formación…

Orfeo pensó entonces en el día en que vio a Finopico por primera vez, precisamente en las puertas del instituto. Recordó oírle refunfuñar contra los sabihondos bigotudos; ahora, por fin comprendía los motivos de su resentimiento.

—Es injusto —sentenció Orfeo—. ¿Para qué harán falta tantos diplomas y títulos honoríficos?

—Muy bien dicho —respondió Finopico—. Pero todavía tengo esperanzas de convencer a esos señores sabios. Tomad, mirad la página 243…

Orfeo buscó la página.

—¿Veis este grabado, abajo a la derecha?

—¿El del pez grande con la-boca abierta?

—Según el autor, este pez no existe. No es más que una invención de los viejos marinos de Polvaquia. Una quimera. Orfeo leyó en voz alta el texto a pie del grabado:

GOBIMA DE LAS PROFUNDIDADES ƒ. — Llamada así por la tripulación de un velero polvaquiano al regreso de una expedición a Orniente. Según ellos, el animal medía entre cinco y diez metros y presentaba una doble hilera de dientes afilados. De aspecto liso y piel translúcida, la gobima tendría además dos colas independientes. Habría aparecido a varias millas de la costa, en un punto en el que el mar no tiene fondo. No hay más testimonios.

—¡Bueno, bueno! —exclamó Finopico, alborozado—. ¿Qué me decís, capitán? ¿No os parece que esta gobima merece toda nuestra atención?

—Por supuesto… —dijo Orfeo, con poca convicción.

Finopico siguió diciendo con exaltación:

—¡Ojalá pudiera encontrar a este animal! ¡Ojalá pudiera llevar un ejemplar a Galnicia! ¡Ojalá pudiera entrar con la cabeza bien alta en el instituto y poner esta supuesta quimera ante los bigotes de esos sabios engreídos! ¡Por fin me tomarían en serio!

Al oírle hablar así, Orfeo comprendió que, para Finopico, aquellos peces representaban mucho más que simples curiosidades biológicas.

—¡Qué cara pondrían! —exclamó, con la mirada fija en las estrellas—. ¡Sí, señor! ¡Cómo se asombrarían ante mi descubrimiento! ¡Cómo me envidiarían! ¡Cómo se postrarían a mis pies como gusanos! ¡Yo, el pobre cocinero sin fortuna y sin diploma, les haría tragarse su desprecio a todos esos mentecatos!

Soltando de pronto el timón, se arrodilló delante del cofre, junto a Orfeo. Una chispa de locura le bailaba en los ojos como un fuego fatuo en una tormenta.

—¡Ya veis, capitán, cuánto odio a esos sabios! ¡Allí están, apoltronados en los sillones del instituto, que van pasando de padres a hijos, desde hace generaciones! ¡Nos miran por encima del hombro, juzgándonos y burlándose de nuestras ambiciones, pero un día tendré mi venganza! ¡Y gracias a la gobima!

Entonces se calmó de pronto y acarició con mano temblorosa la página 243.

—Tranquila, preciosidad —le dijo al grabado—. Ya sé que no tienes muchas ganas de terminar en el museo y que prefieres retozar en las aguas negras de los océanos, pero paciencia… Hace tantos años que te sigo… Estoy seguro de que las divinidades acabarán oyendo mi voz y que al final nos encontraremos, tú y yo, como dos viejos enemigos. Cuando llegue ese momento, te capturaré. ¡Y entonces entrarás en los manuales oficiales con el nombre magnífico de Finopicuum de profundis!

Cuando hubo recuperado el aliento, cerró el libro con pesar y se puso en pie.

—Todos tenemos nuestros secretos —dijo entonces, más comedido—. No siempre son confesables, pero… es bueno compartirlos de vez en cuando. ¿Verdad, capitán?

Ya despuntaba el alba, trazando sobre el horizonte un reguero lechoso.

De pronto Finopico parecía muy cansado. Orfeo se puso al timón y le dio permiso para retirarse. Entonces, con la espalda encorvada, el pelirrojo se separó del capitán sin decir nada más y desapareció por la escotilla. Llevaba el libro bajo el brazo, con tanto cuidado como si se tratara de un bebé.

Perplejo, Orfeo dejó que su mirada se perdiera en la inmensidad del cielo que palidecía. ¿No se habría vuelto loco Finopico de tanto buscar aquel pez quimérico?

Entonces se encogió de hombros. No, Finopico no estaba más loco que cualquier otro. Perseguía su sueño, como todos los demás tripulantes de la Fábula. El suyo era la gobima. El de Malva, Elgri-la. El de los gemelos, un secreto leído en las cartas de una vidente… «Y el mío?», pensó Orfeo. Una vez más, se acordó de su padre. ¿Cuándo dejaría de avergonzarse del pasado? Finopico le había dado muestras de su confianza, mientras que Orfeo no podía desprenderse de aquella sensación incómoda de que no era más que un impostor, un usurpador, y de que no merecía ser el capitán de la Fábula.

Así se quedó durante largos minutos, absorto en sus pensamientos. Sin embargo, cuando salió el sol, acogió los primeros rayos en los ojos con una especie de alegría. De día, le parecía que sus pensamientos eran menos confusos y que de nuevo podía respirar libremente. Puso las manos en el timón y suspiró.

Malva y Lei empezaron a moverse. Cuando sacaron la cabeza de debajo del chaquetón, entornando los ojos, Orfeo las saludó con la mano. Las dos sonrieron.

—¡Hoy es un nuevo día! —les dijo alegremente—. ¡El viento nos mece y seguimos con vida! ¡Viva la Fábula!

Las chicas se pusieron en pie de un salto y fueron a hacerle compañía.

—¡Gracias, Lei! ¡La herida se me ha curado del todo! —siguió diciendo Orfeo con el mismo tono entusiasta—. ¡Y nunca me he sentido mejor! ¡La próxima vez que vea al arconte, seré yo quien le haga probar mi sable, palabra de Mac Bott!

Lei sonrió. ¡Al salir el sol, todo parecía muy hermoso!

—¡Mirad! —dijo entonces Orfeo, abriendo los brazos—. El cielo está limpio. Hemos superado nuestros miedos y nuestras penas. ¡Catabea tendrá que aguantarse! ¡Hoy no hay ni una sombra en el horizonte!

Malva lo miró con una sonrisa tímida en los labios. El buen humor y la vitalidad de Orfeo le hacían un bien inmenso. Quedaban todavía cuatro piedras de vida en el nokros, lo que seguramente significaba que todavía no podían cantar victoria, pero ella prefería creer que él tenía razón. ¿Y si la salida del Archipiélago se encontraba allí mismo, justo delante de sus ojos? ¿Y si bastaba con mantener el rumbo?

Mientras Orfeo seguía gritando y lanzando desafíos a Catabea, Babilas y los gemelos se presentaron en cubierta, con la noche todavía envolviéndoles el cuerpo. El sol les brindó su bienvenida. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, habían podido dormir lo suficiente y sus caras parecían relajadas, descansadas. Orfeo les dio los buenos días con voz atronadora y la tripulación se reunió en la proa para contemplar el horizonte. La sonrisa no se les despegaba de los labios.

Aquella mañana, si bien por motivos frágiles, la esperanza volvió a dominar los corazones atormentados de los viajeros.