—¡Ni siquiera sabes de qué han muerto! —protestó Malva.
Estaba sentada en un cofre, en un rincón de la entrecubierta. Junto a ella, Lei iba y venía, seleccionando plantas y raíces, avivando el fuego bajo la última olla disponible a bordo. Se había subido las mangas de la túnica y estaba tan agitada que tenía la frente cubierta de sudor.
—¿Cómo crees que vas a conseguir un milagro así? —siguió diciendo Malva—. Tu medicina puede curar mordeduras, volver a encajar huesos rotos e incluso… cerrar heridas de sable. Pero ¡lo que te piden esos… invisibles… es harina de otro costal!
Lei no respondió, concentrada en su tarea con ardor y devoción inagotables. Picar las hojas con un cuchillo, sacar las semillas de los frutos del bosque, dosificar, medir y mezclar era todo lo que le interesaba.
—¡Son muertos! —exclamó Malva—. ¡Muertos que llevan años enterrados! ¡Nunca llegarás a devolverles la vida, Lei!
Malva pensaba que su amiga pecaba de presuntuosa. ¿Por quién se había tomado? ¿Quién, de los dos mundos, podía presumir de poder devolver la vida a los difuntos? En el fondo, Malva tenía envidia de los conocimientos de Lei. Seguro que Orfeo le profesaría una admiración sin límites cuando se hubiera recuperado y…
—No tengo alternativa —respondió Lei suavemente—. Prueba para mí. Si rechazo prueba, Catabea sabrá. Catabea mandará a todos a Encierro.
Malva se abrazó las rodillas con gesto malhumorado.
La jornada casi había acabado con sus nervios. Se había pasado horas dando tumbos, preocupada, mientras Orfeo dormía en su litera. Malva lo había visitado innumerables veces, esperando que él entreabriera los ojos y la reconociera. Pero de nada sirvió: Orfeo dormía, dormía y dormía… Resignada, Malva fue a donde estaba Al y se acurrucó con él para sentirse menos sola. En el alambique del nokros, el ácido seguía goteando sobre las cinco piedras de vida que quedaban. Los pensamientos más sombríos invadieron su ánimo. Más tarde, cuando oyó volver a los cinco exploradores, suspiró aliviada y corrió a su encuentro.
Ya a bordo, le relataron atropelladamente sus descubrimientos. Malva no se podía creer que hubieran seguido a seres invisibles de una punta a otra de la isla. Y sin embargo era verdad. Allí, como en el resto del Archipiélago, ocurrían cosas inexplicables.
En el cementerio, al otro lado de la isla, Chanclo dijo haber contado sesenta y ocho tumbas. ¡Qué tragedia!
Lei había resumido lo esencial de lo que los invisibles le habían explicado. Todas las noches, la isla se sumergía en la niebla. Los invisibles del pueblo se encerraban entonces en sus casas. Era la hora de los muertos. Al otro lado de la isla, los cadáveres salían de sus tumbas bajo tierra. Subían hasta el faro y luego poblaban las calles, los prados, los cultivos, los bosques.
La temperatura bajaba varios grados. A pesar del espesor de la niebla, los muertos trabajaban: eran ellos quienes cuidaban los caminos, reparaban los muros que se desprendían, alimentaban los rebaños de nubanubas, aquellos animales extraños cuyos filetes ya no tenía tantas ganas de probar Finopico. Eran los muertos quienes, por la mañana, cuando se levantaba la niebla, tocaban la campana y luego regresaban a sus tumbas, de donde ya no se movían hasta la noche siguiente. Aquello ocurría desde que terminó la epidemia.
Al oír aquella historia, Malva sintió que se le ponía de punta el pelo de la cabeza, pero al recordar lo que la chica de Balmún había prometido a los invisibles, hallar un remedio para curar a los muertos, se quedó sin habla. «Repararé lo que se rompió, reuniré lo que se separó…» Eso era lo que esperaban. Según una profecía, llegaría un salvador para obrar aquel milagro: unir las dos vertientes de la isla, reparar los cuerpos que la enfermedad había destrozado para que las almas pudieran habitarlos de nuevo y la vida siguiera su curso.
—Si encuentro cura —concluyó Lei, distribuyendo sobre la cubierta su recolección de hierbas y frutos—, maldición de isla terminará. Entonces podremos partir.
Y luego siguió yendo de acá para allá por la entrecubierta mientras preparaba sus pociones.
Fuera, la noche empezaba a caer. Una capa de bruma pegajosa se adhería a los ojos de buey y el frío empezó a insinuarse de nuevo en la Fábula. Pero a Lei no parecía afectarle. Se había quitado el chaquetón de Orfeo y lo había puesto sobre el cofre, mientras a Malva le castañeteaban ya los dientes.
—Tú coges chaquetón —le propuso Lei—. Si no temes que sangre trae mala suerte…
Malva se encogió de hombros y sostuvo la prenda. El cuello estaba impregnado con el olor de Orfeo. La muchacha lo respiró pausadamente.
—Babilas dice que vendrá conmigo —siguió diciendo Lei sin dejar de remover el elixir que hervía en la olla—. Debemos dar cura a sesenta y ocho muertos antes de salida de sol.
—Eso es mucho —asintió Malva.
—Necesito ayuda —agregó Lei—. Gemelos demasiado miedosos… Finopico también. ¿Y tú?
Los dedos de Malva se agarraron a la solapa del chaquetón. No sabía qué decir. Justo entonces, Lei echó a la olla unos polvos extraídos de raíces que había encontrado en el monte bajo. Un humo nauseabundo invadió de pronto la entrecubierta. Finopico surgió de la gambuza, alarmado.
—¡Menuda peste! ¿Qué es? —gritó—. ¡Es espantosa!
—Para curar enfermedad —respondió tranquilamente Lei—, hace falta caldo espantoso.
El cocinero sacudió la cabeza, asqueado:
—¡Que la Santa Armonía guarde nuestros paladares de la brujería!
Malva miró a Lei y las dos estallaron en risas, mientras Finopico, refunfuñando, cerraba la puerta de golpe.
—Yo no soy miedosa —afirmó Malva cuando recuperó la seriedad—. Puedes contar conmigo para ayudarte en la isla.
Babilas, Lei y Malva bajaron de la Fábula dos horas más tarde, cargados de frascos y de botellones que contenían la poción de Lei. Cada uno de ellos llevaba además un farol que, por desgracia, no iluminaba mucho. La niebla blanqueaba la noche, la noche ennegrecía la niebla; al bajar la cabeza, los tres compañeros apenas se veían los pies.
Hacía tanto frío que nadie quiso acompañarlos a cubierta. Los gemelos y Finopico se habían reunido en la gambuza, en torno al horno, y Al servía de manta para Orfeo: ¡era una idea de Malva para que el capitán no cogiera frío! El viejo san bernardo no protestó cuando lo hicieron tumbarse sobre su amo. Le echaba babas encima sin parar, pero Orfeo no se daba cuenta.
Babilas saltó a tierra y guió a las dos chicas. Su amplia silueta oscilaba ante ellas, fantasmal pero reconfortante. Los tres avanzaban en fila india por los senderos. Los prados y los campos, más allá de los muros bajos que había al borde de los caminos, desaparecían en la niebla. De pronto, oyeron unos quejidos a la derecha. Eran los nubanubas, que balaban pidiendo comida.
Lei se detuvo. Alzó el farol y saltó el muro. Los otros dos la siguieron en silencio para entrar en el prado. Las hierbas y flores se habían cubierto de humedad. Para darse ánimos, Malva había metido la nariz en el cuello del chaquetón de Orfeo. Cada vez que respiraba, el olor se insinuaba en su nariz y le calentaba un poco el corazón.
Los balidos de los nubanubas se fueron acercando. También se oían chasquidos, crujidos producidos por la paja y murmullos de agua. En alguna parte, en la niebla, los muertos daban de comer y de beber al rebaño.
Lei se sacó un frasco del bolsillo de la túnica y se adelantó con precaución aplicando el oído para orientarse. Tras ella, Malva se arrimaba a Babilas. Notaba cómo el miedo le pesaba dentro.
De pronto, a la tenue luz de las linternas, aparecieron unas sombras. Malva sofocó un grito.
—Sólo nubanubas —susurró Lei, mientras seguía avanzando.
Los animales de orejas largas les daban golpes y les frotaban las piernas. Tenían un aspecto totalmente inofensivo. Malva inspiró hondo. Justo en ese momento, una sombra más alta surgió de la oscuridad. Llevaba un haz de heno a la espalda. Entonces, Lei levantó el farol y pronunció algunas palabras en la lengua de los invisibles. La sombra se movió. Cuando se acercó más, los tres compañeros le vieron la cara, petrificados. Era un hombre de una delgadez cadavérica. Sobre el cuello descarnado se apoyaba una cara abotargada, del color de la tierra y salpicada de manchas violeta. Los ojos, abiertos de par en par e inyectados en sangre, daban vueltas dentro de sus órbitas.
Al sentir sobre ella aquella mirada dolorosa, Malva notó que le fallaban las piernas. Babilas la sujetó con una mano firme, mientras Lei le hablaba a la aparición, sin soltar el frasco.
El muerto dejó el haz de heno en el suelo. Contemplaba a Lei con cierto asombro. Ella siguió hablando y hablando, hasta que él accedió a beber del frasco. Lo atrapó con sus dedos esqueléticos. Malva cerró los ojos: la visión de aquel hombre arrancado de su tumba le daba náuseas. Cuando volvió a abrir los ojos, lo vio destapar el envase y llevárselo a la boca. Lei se había acercado tanto a él que podía tocarlo. Todavía le hablaba con un tono suave.
El muerto se tomó todo el brebaje y luego devolvió el frasco a Lei. Acto seguido, sin decir palabra, cogió de nuevo el haz de heno, se dio la vuelta y se desvaneció en la niebla. Lei, Malva y Babilas se miraron y soltaron suspiros de alivio.
Ya no faltaban más que sesenta y siete muertos que encontrar y convencer…
Aquello duró toda la noche. Avanzando a tientas entre los campos, los bosques y las callejuelas del pueblo, Lei condujo a Babilas y Malva por los caminos a los que la llevaba su loca misión. Cada muerto que surgía de la niebla era como una pesadilla. Con la mirada vacía, la boca torcida por los sufrimientos pasados, la cara hinchada y el cuerpo desencajado, algunos hasta tenían restos de sangre seca en las mejillas. Malva no se habituaba a sus caras enfermizas y putrefactas, sobre todo cuando eran niños. Muchas veces estuvo a punto de huir o de desmayarse. Cada vez que eso ocurría, Babilas la ayudaba a superar el trance, mientras Lei, infatigable, se acercaba a los muertos y les hablaba hasta que bebían la poción. Y lo peor era que nadie podía saber con certeza qué efectos tendría la cura…
En su fuero interno, Malva tenía la impresión de que los esfuerzos de su amiga eran vanos, pero Lei nunca mostró signo alguno de desfallecimiento. De verdad deseaba salvar a esa gente, hacer que los invisibles volvieran a sus envoltorios corporales. Y, sobre todo, quería medir su poder de curandera con el de la muerte, infinitamente más grande.
Babilas llevaba la cuenta de los frascos y garrafas y de los cadáveres que encontraban. Cuando anunció a Lei que el sexagésimo octavo muerto se había bebido la cura, la chica de Balmún dirigió hacia él sus ojos fatigados. Las piernas ya no le respondían. Tenía los labios secos y la voz ronca. Entonces se limitó a elevar los ojos al cielo. La niebla empezaba ya a dispersarse y revelaba tras de sí algunas estrellas pálidas. Malva, agotada, se sentó en el suelo. Hundió la cara en las manos y se echó a llorar por el cansancio.
De pronto, sonó la campana muy cerca. Lei dio un brinco. Era el anuncio de que los muertos iban a volver a sus tumbas.
Al rato, la niebla se levantó, tan bruscamente como el día anterior. El sol inundó de luz la isla y los tres viajeros, deslumbrados, se cubrieron los ojos con las manos. Sin darse cuenta, habían llegado al pie del faro. Ante ellos, el pueblo desplegaba sus cuidadas calles, plazas y fuentes. Más abajo, en la caleta, distinguieron la Fábula. Y en cubierta, Finopico y los gemelos, que trataban en vano de verlos.
Babilas y las dos chicas esperaron. El sol se elevaba en el cielo azul, las aves marinas reanudaban sus danzas sobre los acantilados. Durante un rato muy largo, ninguna palabra salió de sus labios. Lei escrutaba las fachadas de las casas con impaciencia. Cuando se abrieran los postigos, y si su cura había dado resultado, ya no sería una población de invisibles quienes saludarían la mañana… ¡sino campesinos de carne y hueso!
Los minutos se sucedieron. Malva notaba sus miembros adormecerse al calor del sol. Probablemente terminó durmiéndose un poco, mientras sus dos compañeros, pendientes de la primera señal de vida, iban dando vueltas alrededor del faro.
Al cabo de un rato, como no sucedía nada, decidieron sentarse, con el corazón encogido y el rostro descompuesto.
Aquella mañana, los postigos de las casas rojas permanecieron cerrados. Las calles permanecieron silenciosas. Ningún invisible salió a buscar agua a las fuentes. Ninguna horca fue a remover las hierbas, ningún cesto con colada flotó por los aires hasta el lavadero, ningún caballo de madera se paseó sobre los adoquines…
Decididamente, algún efecto se había producido durante aquella noche agotadora… pero ¡no era el que Lei había esperado!
—Yo, fracasado —murmuró al fin.
Malva, con un nudo en la garganta, alzó hacia ella sus ojos de ébano. Lei, tan grácil en su túnica ligera, estaba de pie frente al cementerio de la otra vertiente de la isla. El viento jugueteaba con su pelo rubio. Estaba llorando. Era la primera vez que Malva la veía tan frágil. La chica de Balmún, con los brazos inertes en el silencio desesperante de la isla, se había rendido. Su poción había tenido el efecto inverso del que había deseado: efectivamente, los invisibles se habían unido a sus maltrechos cuerpos, y ahora yacían bajo tierra para toda la eternidad.
—¡Newynas gun! —exclamó de pronto Babilas, señalando las tumbas con el dedo.
Malva se puso en pie de un salto y se acercó a él. Los tres compañeros presenciaron boquiabiertos un fenómeno extraño y vertiginoso: las zarzas y los matojos crecían a una velocidad increíble, extendiendo sus tentáculos de espinas y sus cabelleras verdes por toda la pendiente. Ante sus ojos, la vegetación reclamaba el espacio que se le había negado durante tanto tiempo. Cubiertas de follaje, las tumbas no tardaron en desaparecer.
—¡Cuidado! —gritó Malva, echándose atrás.
La maleza reptaba a toda velocidad hacia el faro, se arrastraba por los adoquines de las callejuelas, trepaba por las fachadas y parecía querer enredarse con sus brazos de espinas entre las piernas de los vivos.
—¡Vayámonos de aquí! —gritó Malva, arrancándose de las piernas un tentáculo de zarza.
Babilas cogió a las dos chicas del brazo y se las llevó a toda prisa a través del pueblo. Ya empezaban a crecer árboles en plena calle, descalzando los adoquines, agrietando las paredes. Las fuentes se cubrieron de musgo, los tejados se vinieron abajo ante el embate de la hiedra que invadía las casas. Las chimeneas se desplomaban, los postigos se desprendían de sus goznes.
—¡El pueblo se hunde! —chilló Malva.
Los tres corrieron sin mirar atrás. A su alrededor, la isla entera estaba sufriendo una transformación total. Cuando entraron en el bosque, unas telas de arañas gigantescas se les pegaban a la cara. Babilas sacó su cuchillo y se abrió camino por entre el ramaje.
—¡Cura no funciona! ¡Yo no salvado a invisibles! —gemía Lei, horrorizada.
En los prados, la vegetación ya lo había engullido todo. Al borde de los caminos veían cadáveres de nubanubas por entre las cercas derrumbadas. Un olor a descomposición flotaba en el aire. La muerte envolvía la isla.
Babilas arrastró a Lei y Malva hasta la playa. Las aves marinas gritaban amenazantes por encima de sus cabezas. En la cubierta de la Fábula, los gemelos y Finopico agitaban los brazos.
—¡Yo, fracasado! —repetía Lei, dejándose caer sobre la cubierta—. ¡Yo, indigna de mi pueblo!
—¡Izad las velas! —gritó Finopico a los gemelos.
Él mismo se hizo cargo del timón mientras Babilas empujaba el navío fuera de la playa.
Malva, temblando de pies a cabeza, se quedó apoyada en la barandilla. Los pulmones le quemaban en el pecho. Las imágenes terribles de la noche le perturbaban el espíritu. Se sentía exhausta, deshecha, calcinada. Alzó la mirada hacia la cumbre de la isla. Allí, en lo alto, el faro había desaparecido completamente bajo la vegetación. En cuestión de minutos, todo se había vuelto salvaje. Todo había quedado abandonado.
Mientras la Fábula se hacía valientemente a la mar, Malva se dio la vuelta y vio a Lei, hecha un ovillo sobre la cubierta y sollozando de rabia y tristeza. Se acercó a ella, se quitó el chaquetón de Orfeo y la tapó con él. Entonces la abrazó torpemente, sin saber cómo atenuar aquel dolor. Tal vez el fracaso de Lei tuviera graves consecuencias para todos ellos, pero una cosa era segura: ni Malva ni ningún otro miembro de la tripulación se lo reprocharía. La chica de Balmún lo había dado todo para salvar a las ánimas en pena de los invisibles. Se había entregado por completo a aquella causa perdida desde el comienzo, y merecía definitivamente el respeto de todos.