34. LA ISLA DETRÁS DE LA NIEBLA

Aquella noche, Lei fue la única que no durmió. Se quedó al lado de Orfeo, silenciosa y atenta. Le cambiaba las vendas cada hora y le hacía tomar plantas y raíces hervidas que había cogido en la isla de Jahalod.

Al despuntar el alba, observó que su paciente parecía más tranquilo y dedujo que ya no sufría. La sangre había dejado de brotar y la herida estaba limpia, así que Lei le frotó la cara con tallos de margarillos, salió del camarote y subió a cubierta para celebrar la llegada del sol. En su lejano país, cuando un herido o un enfermo sobrevivía a la primera noche, sus sanadores lo consideraban un buen signo. Entonces había que rendir ciertos tributos a la naturaleza, a modo de agradecimiento.

Cuando salió por la escotilla, una niebla de una densidad extraordinaria cubría la cubierta. ¡No se veía a diez metros! Lei dio algunos pasos a tientas hacia la barandilla. Hacía frío. La humedad le impregnaba ya la ropa y hacía que le castañetearan los dientes.

Por mucho que se asomara por encima de la batayola, no distinguía nada en el cielo. La Fábula parecía atrapada entre algodones. Así pues, habría que esperar para rendir tributo al sol.

Contrariada, Lei volvió a bajar a su camarote. Tiritando aún, buscó por todas partes hasta dar por fin con una manta seca en un rincón. Entonces tapó a Orfeo con ella. En su estado, el más mínimo cambio de temperatura podía resultar fatal. Especialmente teniendo en cuenta que, como Lei ya había observado, Orfeo tendía a resfriarse en cuanto le daba el aire. Una vez hubo procurado el bienestar de su paciente, se preguntó cómo iba a abrigarse ella. La mayor parte de la ropa se había podrido con el resto del equipaje, en la bodega del barco. Entonces vio el chaquetón de contramaestre que el día anterior había quitado a Orfeo para curarlo. La gruesa tela tenía un desgarro de unos diez centímetros por el sablazo, y lo peor era que todavía estaba llena de sangre… Pero ¡hacía tanto frío!

Lei no lo dudó más: se puso el chaquetón, se subió las mangas al ver que le quedaba bastante grande y salió otra vez del camarote. En la entrecubierta encontró a Finopico revolviendo cofres y baúles y maldiciendo.

—¡Qué frío! —refunfuñaba—. ¡Qué ganas tengo de irme de este maldito Archipiélago!

Cuando se dio cuenta de la presencia de Lei, se serenó un poco.

—¿Cómo está Orfeo? —preguntó sin dejar de rebuscar en los cofres.

—Él, no tan mal ahora —respondió Lei—. Ya no sangra. Él vivirá, creo.

—Para ser un halacabuyas, tengo que reconocer que tiene agallas —comentó Finopico—. Y tú, para ser una extranjera… —Se detuvo para alzar la vista y sonreír a Lei, y dijo—: ¡Tengo que reconocer que tú también tienes agallas!

—Gracias —murmuró la joven.

—¡Por fin! —exclamó Finopico, agarrando una marinera de lana cardada.

Metió la nariz dentro, hizo una mueca y luego, con un encogimiento de hombros, se la puso. Entonces se frotó los brazos vigorosamente antes de anunciar que iba a preparar una sopa caliente para todos.

—¡No sé con qué, porque todas mis ollas han terminado en las narices del arconte o en el mar, pero ya buscaré el modo! ¡Qué asco de tiempo!

Cuando Lei se disponía a volver a subir a cubierta, Malva abrió la puerta de su camarote y le preguntó:

—Pero ¿qué pasa? ¡Estoy helada!

—Niebla —respondió Lei, señalando el exterior con la barbilla.

Malva subió con ella por la escalera. Tenía los labios morados de frío. Se interesó por el estado de Orfeo, y cuando su amiga le dio las buenas noticias, sonrió. Entonces, algo pareció disgustarla de pronto.

—¿Es su chaquetón lo que llevas? ¿El chaquetón de Orfeo?

—Pues… sí —dijo Lei—. Yo no encontré nada más para frío.

Malva le dirigió una mirada de reprobación.

—Si quieres —añadió Lei, algo molesta—, tú coges chaquetón. Yo encontraré otra cosa.

—No —respondió secamente Malva—. Quédatelo. No quiero este chaquetón. Filomena siempre decía que trae mala suerte llevar ropa manchada de sangre.

Dicho esto, dio media vuelta y, malhumorada, cerró tras de sí la puerta de su camarote. Lei suspiró, intuyendo el motivo del berrinche de Malva, pero decidió no darle más importancia. Primero quería asegurarse de que Babilas se ocupaba del timón de la Fábula. Con aquella niebla, había que estar muy alerta.

En la cubierta, la uniformidad lechosa de la niebla persistía, densa y silenciosa. Al respirar, el aire parecía gotear dentro de la nariz y en la boca, destilando su olor de hojas muertas. Lei se tapó bien el pecho con los paños laterales del chaquetón y dio unos pasos hacia el alcázar de popa. Tuvo la sensación de que la cubierta estaba ligeramente inclinada, lo que le pareció algo raro. No hacía viento, por lo que no había razón para que el barco estuviera torcido.

Babilas no estaba en el puente de mando. Había atado la rueda del timón para que mantuviera el rumbo… Sin embargo, a Lei no le pareció que eso fuera lo bastante prudente. Lanzó una ojeada a babor, y luego a estribor. Fue entonces cuando distinguió unas sombras detrás de la cortina de niebla.

El corazón le dio un vuelco. Se acercó a las sombras entornando los ojos. ¡No era una ilusión! ¡Allí había algo, justo al lado del barco! ¿Habría conseguido seguirlos el arconte? Lei se quedó inmóvil, vigilante. De pronto, entre la bruma se abrió un resquicio para mostrar… ¡una enorme roca! Lei palideció.

—¡Arrecifes! —gritó.

Se precipitó hacia la escotilla, tropezando por el camino con rodillos de cabos.

—¡Arrecifes! ¡Arrecifes!

El aviso llegó a los demás miembros de la tripulación, exceptuando a Orfeo, claro. Finopico y Babilas fueron los primeros en reaccionar. Surgieron de pronto por la escotilla y se dieron de narices contra Lei, que seguía gritando a voz en cuello.

¡Brogsgin! —le dijo a Babilas en la lengua de Dunbraven.

El gigante se fue derecho hacia la rueda del timón y la soltó, pero cuando quiso maniobrarla, le resultó imposible.

¡Hufeneth gwar! —maldijo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Finopico, inquieto.

Los gemelos, arrebujados en sendas mantas, salieron a cubierta acompañados de Malva, que había encontrado una vieja chaqueta de punto agujereada en los codos y se la había puesto sobre la marinera. Sin embargo, seguía tiritando. Echaba de menos la chaqueta de piel de oryak que Uzmir le había dado y que los preunucos de Temir-Gaí le habían quitado.

—¡Timón no responde! —tradujo Lei, desesperada.

Todos se abalanzaron entonces hacia la barandilla de proa, esperando oír crujidos y preparándose para un choque brutal.

Pero el choque no llegó.

El silencio se hizo eterno. Ni siquiera se oía el sonido característico de la resaca contra los arrecifes. Ni un murmullo de agua, ni un chapaleteo, nada.

Al cabo de un rato, los miembros de la tripulación se relajaron. Intercambiaron miradas de perplejidad y luego sus ojos empezaron a escrutar la niebla, que en algunos puntos seguía dispersándose.

—¡Allí! —exclamó de pronto Malva, asomada por la borda—. ¡Arena! ¡Hay arena bajo barco!

Los demás se asomaron también y comprobaron atónitos que tenía razón.

—¡Hemos embarrancado durante la noche! —dijo Finopico—. ¡La Fábula está varada en la arena!

En aquel momento, se dispersó una amplia franja de niebla. Las rocas quedaron al descubierto, altas y oscuras, chorreantes por la humedad. Estaban tan cerca del casco que el barco las había evitado de milagro.

—Acantilados rocosos, arena… —murmuró Malva—. Hemos llegado a otra isla del Archipiélago.

Largos jirones de niebla flotaban ahora, manchando de blanco el paisaje. Empezaron a verse árboles y luego hileras de arbustos recortados y también caminos empedrados que serpenteaban junto al acantilado. Todo aquello no parecía obra de la naturaleza. Era evidente que la isla estaba habitada.

—Vayamos a tierra —propuso Chanclo.

—Tendríamos que cortar madera y hacer un fuego —añadió Peppe—. Como esto siga así, me voy a morir de frío.

Acto seguido, un rayo de sol atravesó la espesa capa de nubes. Los pasajeros de la Fábula alzaron los ojos al cielo y, de pronto, la niebla desapareció completamente. Era como si el telón de un teatro se hubiera levantado para que comenzara un espectáculo. ¡Y qué espectáculo!

La isla se mostró entera ante los ojos deslumbrados de Malva y sus compañeros: tenía forma de cono, ensanchado al nivel del mar y puntiagudo en la cima. Se elevaba a tal altura que los viajeros tenían que estirar el cuello para distinguir la cumbre. Sobre los acantilados rocosos se extendían inmensos prados salpicados de flores. Los prados daban paso a una corona de árboles y finalmente a un pueblo, cuyas casas de ladrillo rojo se escalonaban hasta lo más alto de la isla. El paisaje estaba recortado por unos caminos delimitados por muros bajos que se iban entrecruzando y daban al entorno un aspecto ordenado y cuidado. En la cima, dominando el pueblo y el mar, se erguía la silueta alargada de un faro. Parecía una vela adornando un pastel enorme.

¡Kigchupen! —dijo Babilas.

—¡Hala! —exclamaron los gemelos al unísono.

La belleza singular de aquella isla cortaba literalmente la respiración. Los detalles más ínfimos se destacaban bajo el sol, como resaltados por un pincel: aquí, un parterre de flores violeta, allí un lavadero bajo un techo de paja, un campo recién labrado, una carreta de bueyes, un rebaño en un cercado o, más arriba, callejuelas y plazas adornadas con fuentes.

—La población de esta isla parece muy pero que muy civilizada —celebró Finopico—. ¡Por fin hay gente que sabe sacar partido de todos los rincones de su territorio!

—Desde luego —respondió Malva—, pero… ¿dónde está la gente?

—Tal vez ellos silenciosos… —aventuró Lei.

—Ya no hace nada de frío —comentó Chanclo, dejando caer a sus pies la manta que llevaba.

En efecto, el sol calentaba poco a poco el cuerpo y reconfortaba el ánimo.

—Hasta empieza a hacer calor —agregó Malva, lanzando una mirada penetrante a Lei, que no se quitaba el chaquetón de Orfeo.

Para dar ejemplo, se desembarazó de la chaqueta de punto apolillada con la que se había cubierto, pero la chica de Balmún no le prestó atención, pues estaba totalmente concentrada en la isla.

—Quiero explorar —dijo—. Aquí seguro encontraré otros ingredientes para salvar a Orfeo.

—Antes has dicho que ya estaba mejor —objetó Malva.

—Mejor, sí. Pero todavía no bien. Buena medicina necesita hojas de bromelilas, leche de bufabra y caparazones de escorabajos. Aquí, tal vez…

—¿Por qué no vamos todos? —propusieron los gemelos—. ¡Que Al se quede cuidando del capitán!

Malva, Babilas y Finopico seguían sin estar convencidos. Efectivamente, aquellas costas parecían acogedoras. Viendo aquel paisaje, les entraban unas ganas irrefrenables de pasearse por los arroyos y corretear por los prados. Apetecía saciar la sed en las fuentes, sentarse delante de las casas, calentarse junto a las piedras de los muros.

—¡Vamos! —patalearon los gemelos—. ¿Qué nos puede pasar? ¡Los habitantes tienen que ser gente simpática por fuerza!

—Jahalod-Rin también parecía simpático —les recordó Malva—. ¿Tan atolondrados sois que olvidáis las lecciones de nuestras experiencias anteriores?

Los gemelos suspiraron, impacientes.

—No somos atolondrados —protestaron—. Pero ¡ya estamos hartos de desconfiar siempre!

—¡Es imposible que sólo tengamos enemigos en este Archipiélago! —insistió Peppe.

—Catabea nos ha hablado de tesoros —argumentó Chanclo—. Para mí, esta isla es uno de ellos: me recuerda un poco Galnicia.

Babilas señaló de pronto las casas de fachadas rojas y exclamó algo que Lei tradujo así:

—¡Mirad postigos! ¡Se abren!

Una a una, las casas se abrían al día recién estrenado. Desde la cubierta de la Fábula era imposible ver las caras de los habitantes, pero la vida empezó a fluir por el pueblo. Una campana tañó en alguna parte. Se oyeron traqueteos de ruedas por los adoquines de las calles.

—Estoy de acuerdo, esta isla no tiene nada de inquietante —resolvió al fin Finopico—. Aprovechemos que ha despejado para desembarcar.

Todos asintieron excepto Malva, que prefería permanecer a bordo.

—Yo vigilaré la sopa —dijo—. Y si Orfeo se despierta, no estará solo.

Poco después, vio descender a sus compañeros por la escalera de cuerda.

—¡No os entretengáis! —les recomendó—. ¡No nos quedan más que cinco piedras en el nokros!

Sobre los acantilados planeaban aves marinas que de vez en cuando descendían en picado hacia los huecos que había entre las rocas, donde anidaban sus crías. Se había levantado un poco de brisa, y la temperatura parecía mucho más agradable teniendo en cuenta que un momento antes todos temían quedarse helados.

Con el corazón alegre, Lei guió a su grupo de exploradores por un camino empinado y luego por el borde de otro camino que ascendía hacia los prados. Al andar se iba fijando en los márgenes. Su ojo experto localizaba las hierbas, plantas, raíces y bayas útiles, de las que hizo un buen acopio. Los bolsillos de su túnica en seguida se abultaron.

—Variedades desconocidas para mí —dijo en voz alta—. Pero yo encontraré forma de mezclar todo esto. ¡Ciencia de Balmún muy buena!

Pronto llegaron al lado de los cercados donde pastaba el ganado. No eran cabras ni ovejas ni vacas. Finopico se apoyó en la verja, buscando en su memoria algún encuentro con animales parecidos. Eran paticortos, rechonchos y musculosos, como toros pequeños, pero no tenían cuernos. A cada lado de sus morros anchos y chatos colgaban unas orejas largas y velludas.

—Nunca he visto nada semejante —terminó confesando el cocinero—. Pero ¡no me importaría probar qué tal saben sus filetes!

Dejaron atrás los cercados y los prados para seguir subiendo hacia el pueblo. Mientras atravesaban el bosque, Lei cogió todavía un buen número de setas y frutos. Cuanto más se acercaban a las casas, más ruido oían: cencerros, postigos, voces respondiéndose. Más por curiosidad que por temor, se detuvieron en el linde del bosque y esperaron.

A pesar del ruido, no se veía a ningún habitante. Las calles resonaban con gritos alegres, herramientas golpeteando y risas cristalinas, pero ninguna comadre, ningún artesano, ningún niño fue al encuentro de los recién llegados.

—¿Y si son… muy pequeños? —aventuró Chanclo—. ¿Tan minúsculos que no se les ve?

—Deja de decir sandeces —contestó Finopico—. Sus casas son tan grandes como las nuestras. Hay que acercarse más, eso es todo.

Dicho esto, entró con Lei y Babilas en la primera calle. Los ruidos parecían tan cercanos… De repente, una carretilla de mano surgió ante ellos. Lei soltó un grito. La carretilla frenó. Las dos varas de madera se suspendían solas en el aire, como por arte de magia. La carretilla estaba llena de haces bien atados, pero ¿quién la empujaba? ¡No había nadie!

—¡Eh! —gritó Finopico—. ¿Dónde estáis?

Entonces, los brazos de la carretilla bajaron hasta los adoquines con un golpe seco. Se oyó a alguien corriendo y luego una voz que salía de ninguna parte y que hablaba una lengua incomprensible. Incomprensible… pero no para Lei.

—¡Él avisa a otros! —tradujo, con la voz temblando de emoción—. Dice que… que «salvadores llegado».

—¿Salvadores? —repitió Finopico.

—Pero ¿quién? —preguntaron los gemelos—. ¿Quién ha hablado? ¿Quién empujaba la carretilla?

Lei volvió hacia ellos sus ojos como perlas y sacudió la cabeza, extrañada.

Lloedzar a smigoim —dijo Babilas—. ¡Cnohmbelb brogez!

—¿Y él? —quisieron saber los gemelos, nerviosos—. ¿Qué ha dicho?

—Babilas piensa que habitantes invisibles —tradujo Lei.

No tuvo necesidad de decir más para convencer a sus compañeros de que Babilas tenía razón. De pronto, unos murmullos llenaron la calle donde estaban. Ante los ojos asustados de los cinco viajeros, cestos de mimbre y cubas de madera flotaban en el aire, y un caballito con ruedas se movía sobre los adoquines sin que nadie pareciese tirar de él. Una horca de campesino se elevó sola por encima de la multitud de invisibles. Peppe tiró a Finopico de la manga.

—¡Vámonos! —suplicó.

—¡Vosotros esperáis! —exclamó Lei—. ¡Esta… gente no quiere hacernos daño! Vosotros me dejáis escuchar.

Unas voces de mujeres, hombres y niños se mezclaban, provocando un barullo que resonaba contra las paredes de las casas. Lei frunció el ceño, tratando de seguir lo que decían unos y otros, antes de empezar a traducir lo que iba oyendo:

—Dicen que gran epidemia asoló su isla, hace tiempo. Ningún remedio… Nadie tenía medicina…

Entonces, una pelota de tela rodó hasta los pies de los gemelos, que dieron un respingo. Seguidamente, la pelota se elevó desde el suelo y se balanceó ante sus narices.

—¡Vete! —gimió Peppe, apartando el aire que tenía delante—. ¡Fuera, fuera! ¡No quiero jugar!

Le respondió una vocecilla.

—Niño dice que nunca ha visto vivos —tradujo Lei.

—¿Vivo? —preguntó Chanclo—. ¿Eso quiere decir que… estamos rodeados de muertos?

Lei asintió:

—Ellos, fantasmas de muertos. Después de epidemia, ningún superviviente. Luego se convirtieron en invisibles. Y todos días esperan salvadores.

Finopico palideció. Se echó hacia atrás diciendo que él no era un salvador, sólo un cocinero, y propuso largarse con viento fresco.

—No —dijo Lei—. ¡Vosotros esperáis!

Durante un buen rato estuvo haciendo preguntas al vacío y recibió respuestas en la lengua de los invisibles. Mientras tanto, Babilas, los gemelos y Finopico se quedaron apiñados detrás de ella, con los ojos como platos. Finalmente, la chica de Balmún se volvió hacia ellos, sonriente.

—Quieren mostrarnos algo. ¡Vosotros venir!

—¿Qué? —dijo Finopico, sin aire—. ¿Qué les sigamos? ¡Ni hablar!

—¡Esta isla está maldita! —añadieron los gemelos—. ¡Volvamos al barco!

—¿Por qué motivo tendríamos que ayudar a unas corrientes de aire? —insistió el cocinero, retrocediendo aún.

Lei se acercó a Finopico y clavó sus ojos azules en los de él.

—Catabea dijo que debemos afrontar nuestros miedos. Si no, fracasaremos. Ahora, imposible rechazar. Si tú cobarde, te vas. Yo debo ayudar a esta gente.

¡Horch him! —exclamó Babilas, echándose a andar tras Lei.

Finopico se mordió el labio y bajó la cabeza, recordando los consejos de la guardiana del Archipiélago. Suspiró, refunfuñó un instante y finalmente accedió a seguir a los invisibles.

Chanclo y Peppe, por su parte, se quedaron mudos. Andaban a regañadientes, sin mirar ya las plazas, las fuentes, los porches… Aquel pueblo que, de lejos, les había parecido tan acogedor había quedado invadido durante años por la muerte. Era escalofriante.

La horca, las cubas, los cestos, la pelota y el caballito con ruedas guiaron a los viajeros al otro lado del pueblo por las empinadas calles. Finalmente rodearon el faro.

Los cinco compañeros descubrieron entonces la otra vertiente de la isla, el lado oculto. Allí, el paisaje no tenía nada en común con lo que habían visto desde la Fábula. Aquella parte no era otra cosa que un amplio cementerio, un campo de desolación, plagado de zarzas, cubierto de hierbas secas, manchado de polvo gris. Las tumbas, diseminadas por toda la pendiente, eran como cicatrices negras entre la maleza.

Lei se estremeció al imaginar lo terrible que debió de haber sido la epidemia. Algunas tumbas no eran más grandes que cunas. Tenía el corazón encogido, un nudo en la garganta y los puños apretados. Su ser entero estaba conmocionado por el dolor que habían pasado aquellas madres que habían tenido que enterrar a sus hijos, por el desamparo de aquellos hombres que habían tenido que cavar las tumbas de sus esposas y por la angustia indescriptible del último superviviente. Solo en aquella isla devastada, no le habría quedado más remedio que tumbarse en un agujero y dejarse morir como un perro.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Lei mientras los invisibles le explicaban lo que esperaban de ella. Era algo alocado, insensato, sobrecogedor, pero si alguien podía ayudarlos, era ella, la chica de Balmún. Hizo un juramento en la lengua de los invisibles y luego se dirigió a sus compañeros para anunciarles:

—Yo volveré aquí esta noche. Repararé lo que se rompió. Gracias a ciencia de Balmún, reuniré lo que se separó.