32. LA BATALLA

Desde el camarote donde estaban encerrados, Malva y Babilas oían las descargas de los cañones. Una detonación y un silbido precedían el impacto de cada bala. Entonces, Malva escondía la cabeza entre los hombros, cerraba los ojos y se agarraba a la mano de Babilas con todas sus fuerzas. Sólo recuperaba la respiración cuando la bala se estrellaba en el agua. El gigante, nervioso y tenso, estiraba el cuello para intentar ver algo por el ojo de buey, pero no podía dejar a Malva. Todo lo que distinguía eran chorros de espuma por abajo y jirones de cielo azul bailando por encima.

De pronto se hizo un silencio inquietante.

Malva abrió los ojos. Respiraba con dificultad y le zumbaban los oídos.

—¿Qué estará pasando?

A modo de respuesta, se oyó de golpe un ruido seco, seguido de una sacudida. Luego, gritos. Luego, más golpes, bruscos y secos como el primero. Malva se incorporó al lado de la litera, sin soltar la mano de Babilas, y aplicó el oído. «¡Capitán!», oyó. Eran las voces agudas de los gemelos. «¡Rezones!», gritaron luego.

—¡Rezones! —repitió Malva—. ¡El arconte! ¡Su barco se ha amarrado al nuestro!

Orfeo giró enérgicamente la rueda del timón a babor, pero los rezones de abordaje lanzados desde la embarcación cispaciana se habían clavado firmemente en los listones de madera de la cubierta, en la barandilla y en las pilastras de la popa. ¡La Fábula estaba sujeta como un perro con una correa!

—¡Abajo! —gritó Orfeo a los gemelos.

Los dos hermanos corrían peligro de caer de la plataforma donde estaban si los bandazos continuaban.

—¡Bajad y echadle una mano a Finopico!

Peppe y Chanclo se dejaron caer sobre la cubierta y corrieron al pasamanos, donde Finopico se mantenía firme y dispuesto para el combate. A sus pies, un variopinto arsenal que daba la impresión de que se preparaba para un concurso culinario. Tenía la mirada fija en la nave enemiga, con la barbilla erguida y blandía un cazo.

—¡Ven de una vez! —gritaba al arconte—. ¡Te estoy esperando, pirata de agua dulce! ¡No me das miedo!

Los gemelos se pertrecharon con varillas, escudillas de latón y unas pinzas para los pepinillos. Armados de esa guisa, se adelantaron y dirigieron una serie de atrevidas injurias al arconte.

Éste, de pie en la proa del barco cispaciano, estaba sujeto a una de las amarras. Todavía llevaba la ropa espléndidamente bordada con la que Malva le había visto durante la Inmersión, pero la túnica estaba hecha jirones y dejaba al descubierto los músculos del brazo, tensos por el esfuerzo. Tiraba de la amarra frunciendo el gesto y su cráneo rasurado brillaba por el sudor.

—Que se atreva a acercarse más —masculló Finopico— y lo desnuco.

—¡Y yo lo ensarto! —exclamó Chanclo.

—¡Y yo le arranco la nariz! —afirmó Peppe, haciendo chasquear su pinza para los pepinillos.

Mientras, Orfeo había sacado su alfanje. Asomado sobre la barandilla, intentaba cortar las amarras. ¡La nave cispaciana estaba sólo a una docena de brazas!

—¡Allá va! —gritó de pronto Chanclo.

Y le lanzó con todas sus fuerzas un tenedor que pasó rozando la cara del arconte, pero éste ni siquiera pestañeó. Imperturbable, siguió tirando de la amarra que la hoja desafilada del sable corto de Orfeo no conseguía cortar.

—¡Seguid! —ordenó Finopico.

Y arrojó un cazo al arconte, que cayó a sus pies con gran estrépito. Los gemelos le bombardearon entonces con todo lo que pillaban. Cuchillos de pescado, cascanueces, tarteras y espátulas volaron por los aires. Una jarra de cerveza de estaño acertó al arconte de lleno en el pecho. Esta vez, soltó un gruñido. Pero manteniendo sujeta la amarra con una de las manos, blandió

con la otra un sable que llevaba al cinto.

Abajo, en el camarote, Malva continuaba pegada a Babilas. Los tintineos que oía le ponían los pelos de punta. En un momento dado, le pareció distinguir el sonido de alguien corriendo por la escalera.

—¡Viene! —gritó, arrimándose a Babilas.

Pero el ruido de pasos cesó y Babilas la tranquilizó con una sonrisa. Sin duda, eran Finopico y uno de los gemelos, que habían bajado a por más municiones.

Sin embargo, un rato más tarde, Malva y Babilas oyeron otra vez jaleo en la escalera, acompañado de gemidos. De pronto, unos golpes sonaron en la puerta del camarote.

—¡No! —gritó Malva—. ¡Marchaos!

—Malva… —llamó al otro lado de la puerta una voz distinta a la del arconte.

—¿Lei? —preguntó Malva, inquieta.

Entonces, corrió a abrir la puerta. La chica de Balmún estaba tendida en el suelo. Parecía a punto de desmayarse. Malva la cogió por las axilas para levantarla.

—Marineros de Dunbraven… —dijo con un hilo de voz—. Ellos… ¡me golpearon! ¡Huyeron!

Babilas se enderezó. Su cara se había endurecido de repente. Cuando Lei señaló la escalera de la escotilla, salió a toda prisa del camarote y dejó tras de sí a las dos muchachas solas y aturdidas.

En cubierta, la situación había empeorado. El arconte había conseguido saltar a bordo de la Fábula. Estaba de pie sobre la barandilla, aferrándose a los obenques con una mano. Con la otra agitaba el sable, manteniendo así a raya a Orfeo, Finopico y los gemelos. Éstos seguían arrojándole diversos utensilios que el arconte no siempre esquivaba. Le sangraba la frente, pero ni una palabra, ni un grito le salía de la boca. Se había convertido en la personificación del odio, en una máquina de guerra. Orfeo, con el alfanje apuntando al frente, lo observaba atemorizado. Aquel hombre, visto de cerca, le impresionaba hasta el punto de paralizarlo.

Cuando Babilas surgió al fin por la escotilla central, se dio cuenta inmediatamente de la presencia del arconte. Pero sobre todo, lo que vio fue a los seis marineros de Dunbraven que se habían escapado de la bodega.

Uno de ellos se había apoderado del nokros.

Los otros habían formado un círculo a su alrededor y, a pesar de su estado lamentable, parecían capaces de cualquier cosa para defender el tesoro que acababan de robar. El nokros contenía exactamente seis piedras de vida: ¡era su única posibilidad de salvación!

Babilas no vaciló ni un instante. Sin el nokros, sabía que desaparecía toda posibilidad de supervivencia. El gigante corrió hacia el hombre desdentado que apretaba contra su pecho el precioso reloj de arena.

¡Balbh tafaod! —gruñó éste.

Sus compañeros se dieron la vuelta y dirigieron a Babilas sus caras sanguinolentas. Los que se habían quedado sin ojos se guiaron por los ruidos. Los que ya no tenían uñas alzaron sus manos rojas y contrajeron los dedos como garras.

¡Gwewyn pluchtar aim! —escupió uno de ellos, arrojándose sobre Babilas.

El gigante lo atrapó al vuelo. Sentía tal furia que sus fuerzas se habían multiplicado. Levantó al hombre por encima de su cabeza como si fuera un simple trozo de madera y lo lanzó al suelo. Entonces, otros dos marineros le atacaron. Babilas golpeó, aporreó y empujó. Una bola de fuego ardía en su interior; ni siquiera oía los gritos de sus compañeros mientras se enfrentaban al arconte. Se abrió paso a puñetazos hasta el hombre que tenía el nokros, y que había retrocedido, alarmado, contra el palo mayor. Cuando Babilas tendió el brazo hacia el matatiempo, el hombre dio otro paso atrás, tropezó y rodó sobre la cubierta.

Al caer, el nokros hizo un extraño ruido cristalino. Babilas palideció. ¡Si se rompía, todo se habría acabado!

Se abalanzó sobre el marinero, lo inmovilizó contra el suelo y le golpeó repetidas veces. Finalmente, agarró el nokros y se puso de pie. Uno de los hombres de Dunbraven se le había agarrado a los hombros e intentaba estrangularlo con un brazo. Babilas le dio un codazo, empezó a dar sacudidas y consiguió quitárselo de encima. Con la mano izquierda, mantenía el nokros levantado sobre la cabeza.

Cuando se dio la vuelta, vio aparecer a Malva y Lei por la escotilla. Entonces se precipitó hacia ellas y les entregó el reloj de arena. Más atrás, en la popa de la Fábula, el arconte seguía avanzando. Malva soltó un grito al verlo. El hombre alzó sus ojos grises hacia ella, con un brillo demente en la cara. Levantó el sable y dio un salto hacia delante.

—¡Cuidado! —gritó Orfeo.

Todo sucedió muy rápido. El joven se interpuso y su alfanje se hendió profundamente en el brazo del arconte, que se detuvo al recibir el golpe. Al mismo tiempo, Orfeo notó que un dolor espantoso lo atravesaba.

El sable… ¡el sable del arconte! ¡Lo había atravesado al interponerse para proteger a Malva!

Entre la confusión general, nadie se había dado cuenta. Malva y Lei habían retrocedido al interior del barco con el matatiempo, y, mientras los gemelos y Finopico recuperaban sus proyectiles, Babilas seguía debatiéndose contra los marineros desdentados. Los hombres de Dunbraven, acorralados y desesperados, luchaban de forma cada vez más salvaje.

De pronto, Babilas se dio cuenta de que ya no tenía elección: aquellos hombres ya no merecían su compasión. Estaban poniendo en peligro la Fábula. Cogió a uno de los marineros, lo llevó hacia la barandilla y, con un gesto formidable, lo arrojó por la borda.

¡Lambrog! ¡Eidaith! —aullaban los demás.

Despavoridos, se arrastraban gimiendo en todas direcciones, dejando un rastro rojo sobre la cubierta.

Babilas los atrapó uno por uno.

Y uno por uno los lanzó al mar.

Cuando el quinto cayó por la borda, el gigante corrió en busca del último. ¡Había desaparecido!

—¡Babilas! —le llamaron de pronto los gemelos, aterrorizados.

Se habían agarrado a las piernas del arconte, que les golpeaba con todas sus fuerzas mientras Finopico bloqueaba como podía la escotilla de bajada.

Babilas se abalanzó sobre el arconte como una flecha. Los gemelos soltaron su presa, apartándose por los pelos. Desestabilizado por el embate del gigante, el arconte cayó sobre la cubierta soltando un bramido.

En otra parte, Al se había puesto a ladrar.

Babilas sujetó firmemente al arconte, que se debatía maldiciendo de pura rabia, y lo llevó hacia la borda para hacerle caer al mar, pero su adversario consiguió agarrarse a la barandilla. Los ojos le brillaban de odio. Finalmente, el gigante descargó un puñetazo sobre él en plena cara. El arconte soltó la barandilla y se precipitó rodando por el casco del barco. Cuando cayó al agua, Babilas abrió la boca, y un grito extraño y hondo salió de su garganta.

El hombretón se dio la vuelta, sin aliento y empapado de sudor. Buscaba con la mirada al último marinero, el sexto, que había conseguido escapar a su cólera. Escuchó con atención. Los ladridos de Al se habían transformado en gruñidos. Babilas cruzó la cubierta, con los puños apretados y el cuello tenso. Los gruñidos procedían del castillo de proa. Se acercó corriendo y allí, detrás de una pila de barriles, descubrió al que estaba buscando: el marinero ciego, de rodillas sobre el suelo, debatiéndose entre los dientes de Al. El san bernardo tenía la mandíbula apretada contra el brazo del hombre y le impedía seguir avanzando.

Babilas agarró al ciego por el cuello. En un abrir y cerrar de ojos, lo alzó del suelo, se lo llevó hasta la borda y lo lanzó por los aires como si fuera un fardo cualquiera. El hombre se hundió entre el oleaje. Entonces, otro grito desgarrador salió de la garganta de Babilas. Un grito áspero, ronco, doloroso; un grito contenido durante tanto tiempo que parecía proceder de las profundidades insondables del tiempo. Finopico y los gemelos lo oyeron sin poder salir de su estupor.

En las aguas turbulentas que batían los costados de la Fábula, los marineros y el arconte intentaban mantenerse en la superficie. Escupiendo agua, tosiendo y blasfemando, arañaban el casco pidiendo auxilio mientras alzaban al cielo sus ojos como para suplicar a las divinidades que los socorrieran. Pero no fueron las divinidades quienes respondieron a sus ruegos…

—¡Mirad! —gritó de pronto Peppe, señalando al oeste con el dedo.

Los patrulleros se acercaban, volando en formación cerrada. Babilas se reunió con los demás, dispuesto a seguir batiéndose, mientras Al se retiraba renqueando hacia la popa. Malva y Lei, que habían puesto el nokros a buen recaudo, surgieron entonces por la escotilla.

Así, todos ellos presenciaron cómo los patrulleros descendían entre las dos embarcaciones. Ágiles y diestros a pesar de la envergadura imponente de sus alas mecánicas, clavaron las garras en sus presas. Los marineros soltaban aullidos horribles mientras los pájaros los arrancaban de las olas y se los llevaban por los aires.

—¡Yo no! ¡Yo no! —suplicaba el arconte, nadando torpemente hacia la escalera de cuerda que colgaba junto al casco de su embarcación.

Los patrulleros, que no veían motivo para ensañarse con él, lo dejaron en paz. Cuando hubieron pescado a los seis marineros, se elevaron por encima de la Fábula, dieron algunas vueltas bajo el cielo azul y luego se alejaron a toda velocidad.

—Se los llevan… al… al Encierro —se estremeció Chanclo.

Un apesadumbrado silencio cayó sobre el barco. Babilas se acercó de nuevo a la borda y, haciendo gala una vez más de su fuerza extraordinaria, arrancó uno a uno los rezones que el arconte había lanzado. La Fábula quedó libre del junco cispaciano, y pronto se ensancharon las aguas que separaban las dos naves.

El arconte, chorreando y medio muerto, trataba de subir a su embarcación entre gemidos. Malva lo observó un momento, desde lejos, sintiendo a la vez ganas de reír y de llorar. No hizo ni lo uno ni lo otro, demasiado trastornada por lo que había ocurrido, y bajó la mirada.

Sólo entonces vio a Orfeo. Estaba tumbado sobre la cubierta, lívido y resollante. Un charco de sangre se extendía bajo él. Malva estuvo a punto de gritar, pero Babilas se le adelantó:

—¡Orfeo! —dijo el gigante, con una voz cascada—. ¡Orfeo, gwisdall esdog!

Todos los demás dieron un brinco. ¿Qué milagro había devuelto a Babilas el uso de la palabra? Con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa, Lei le respondió en la extraña lengua de Dunbraven:

¡Not gwisdall esdog! ¡Orfeo crogoil!

Y entonces, dirigiendo una mirada perdida a los demás, exclamó:

—¡Orfeo no morirá! ¡Yo medicina!

Se arrodilló junto al cuerpo inerte del capitán y le dio la vuelta con precaución. El sable del arconte le había abierto un boquete en pleno vientre.