Orfeo volvió a cubierta, donde encontró a Peppe y Chanclo durmiendo apoyados en el palo mayor.
—¡Valiente forma de hacer guardia! —dijo, sacudiéndolos.
Los gemelos se pusieron en pie de un salto y se frotaron los ojos. Farfullaron algunas excusas vagas, pero Orfeo no quiso reprenderlos más. Por suerte, la Fábula no se había topado con ningún escollo ni banco de arena, y aquel momento de distracción era perdonable. Orfeo consultó el nokros, todavía fijado junto al mástil. El objeto seguía destilando incansablemente el tiempo: con la segunda piedra de vida reducida a polvo, ya no quedaban más que seis. Una fina capa de polvo marrón cubría el fondo del reloj de arena. Orfeo se acordó de los marineros de Dunbraven. Las bocas desdentadas, los dedos sangrantes… Cuando su mirada se encontró con la de Chanclo y Peppe, supo que los gemelos estaban pensando lo mismo que él.
—¡Venga! —les dijo—. ¡No nos dejemos abatir! Es de día, hace buen tiempo y…
Y, escrutando el cielo, concluyó:
—¡No hay ningún patrullero a la vista!
Entonces, al acercarse a la barandilla y asomarse a babor, dio un respingo. Una vela triangular había aparecido a unos cincuenta cables de la Fábula. El aspecto de la vela y el casco de fondo plano no dejaban lugar a dudas: se trataba de un junco cispaciano. Una de las embarcaciones que los nadadores no tuvieron tiempo de sabotear antes de la batalla contra Temir-Gaí. Y a bordo, sin duda estaba…
—El arconte —murmuró Orfeo.
La cara se le ensombreció. Más ligero que la Fábula, el junco navegaba con el viento a favor y la vela mayor parecía conservarse en perfecto estado. No tardaría mucho en alcanzarlos. Recordando la advertencia de Catabea, Orfeo gritó a los gemelos:
—¡Quiero a todo el mundo sobre la cubierta en diez minutos!
Chanclo y Peppe se abalanzaron hacia la escotilla sin pedir explicaciones. Mientras daban la alarma, Orfeo hizo un balance rápido: a bordo de la Fábula no había ni buzarcas ni espinglones, ni cañones ni catallestas. Todo había desaparecido durante la tempestad. ¡Las únicas armas de las que disponían eran sus puños y los utensilios de cocina! Si el arconte contaba todavía con armamento cispaciano, el enfrentamiento se anunciaba difícil.
Uno a uno, los miembros de la tripulación llegaron a cubierta. Hasta Babilas había respondido a la llamada. Tenía la cara demacrada, pero Orfeo se sentía agradecido de que estuviera allí.
—Tengo una mala noticia —anunció—. El arconte nos está pisando los talones.
Al decir estas palabras, su mirada se detuvo en Malva. La joven se quedó rígida, mientras los demás soltaban exclamaciones de desespero.
—Lo siento, principett… —empezó a decir.
Entonces se interrumpió, recordando la promesa que le había hecho:
—Lo siento, Malva.
Y señaló la vela triangular, que parecía haber ganado terreno.
—¡Huyamos a todo trapo, capitán! —propuso Peppe.
—¡Sí! —exclamó animadamente Chanclo—. ¡Icemos el velacho y el trinquete! ¡Enseñémosle de lo que es capaz la Fábula!
Malva cerró los ojos, aterrorizada.
—He utilizado el trinquete para reparar la vela mayor —dijo con pesar—. No nos queda más que el velacho.
—Izadlo —ordenó Orfeo a los gemelos—. Desde luego, eso no nos bastará, pero tenemos que intentar mantener la distancia entre él y nosotros.
Entonces, dirigiéndose a Babilas, le preguntó con cierta inquietud:
—¿Podemos contar contigo? En caso de que el arconte nos alcance, ¿estarías dispuesto a proteger a la pri… a Malva?
El gigante asintió con un gesto de la cabeza. Incorporándose, se colocó detrás de Malva y se golpeó el pecho con el puño, como indicando que daba su promesa solemne.
—Bien —sonrió Orfeo, dirigiéndose esta vez a Finopico—. Creo que deberíamos reunir todo lo que pueda servir como proyectil. ¿Qué tienes en la gambuza?
El cocinero hizo una mueca y reflexionó:
—Dos cazos de hierro, una sartén, una olla… Creo que también me quedan dos cucharones, algunos cuchillos desafilados y tenedores…
—Trae todo lo que puedas —le ordenó Orfeo.
—Con todos mis respetos, mi capitán, pero esto me parece un poco ridículo —objetó Finopico—. ¿Qué podemos temer? ¡Catabea nos ha dicho que estaba solo a bordo!
—¡No conocéis a ese hombre! —intervino Malva—. ¡Es más astuto que un zorro y más peligroso que una serpiente! Ha intentado matarme nada menos que tres veces. ¡Estuvo a punto de hacer que me ahogara en el mar de Yprea, casi me estranguló en el harén de Temir-Gaí, y luego quiso partirme todos los huesos en esa jaula en la que me encontrasteis! Le mueve un odio tan fuerte que…
—Pero ¡todavía seguís con vida! —le interrumpió Finopico—. Las otras veces estabais sola, mientras que ahora somos siete los que os protegemos.
—Desde luego —admitió Malva—. Pero el arconte se ha jurado matarme y ha guardado esta idea en su interior durante tantos años que ahora es capaz de todo…
Babilas puso de pronto sus enormes manos en los hombros de la principetta.
—Ya lo sé, Babilas —murmuró ella, sonriendo con tristeza—. Ya sé que no temes medirte con él. Pero ¡si supieses lo aterrorizada que estoy!
Se acercó lentamente a la barandilla y se apoyó en ella para observar el avance del barco cispaciano.
—El arconte preparó su trampa pacientemente. Primero se ganó la confianza de mi padre haciéndose pasar por un honrado servidor del trono de Galnicia. Luego, cuando pudo ocuparse de mi educación, empezó a tender sus redes, como una araña perversa. Sabía que mis padres planeaban casarme joven, pero él no me preparó para ello. ¡Más bien al contrario! Me inculcó el gusto por la libertad y la independencia tanto como quiso. ¡Él sabía que, cuando llegara el día, me rebelaría contra la idea del matrimonio! Mi rebelión le convenía. Y entonces, cuando le pareció que estaba dispuesta a arriesgar mi vida, me ofreció en bandeja una vía de escape de la Ciudadela. —Y, con un suspiro, añadió—: ¡Y lo peor de todo es que casi debería darle las gracias! Sin él, nunca me habría aventurado a viajar y me habría dejado encerrar dócilmente…
A continuación se asomó un poco más hacia el mar, aferrando firmemente la batayola de madera. La voz le temblaba de cólera.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias, arconte! —gritó, en un arranque de furia—. ¡Gracias a vos he conocido el mundo tal como es: inmenso, espléndido, sorprendente, peligroso y cruel! ¡Gracias a vos he conocido la existencia de Elgri-la y también… hermosas amistades!
Dándose la vuelta bruscamente, clavó sus ojos de ébano en los de Orfeo. Con un gesto del brazo, abarcó el espacio que tenía ante ella.
—Sin vos, arconte —prosiguió—, no habría conocido a Uzmir ni al pueblo baigur, ni a Lei, ni a Babilas y su tristeza, ni a estos gemelos bribones, ni la sinceridad brutal de Finopico, ni al capitán Orfeo… ¡ni a este viejo perro medio paralítico, ya puestos! ¡Y sin embargo, arconte, os detesto profundamente!
De pronto, se dejó caer sobre la cubierta y se quedó allí sentada, consumida por la fatiga y el miedo.
—Nunca permitirá que siga con vida —concluyó con un murmullo—. Me he convertido sin quererlo en su obsesión. Mientras yo viva, seguirá sufriendo. Incluso ahora que, para él, ya es imposible tomar el poder en Galnicia. Me persigue porque represento su fracaso. Un hombre como él es totalmente incontrolable, creedme.
Dicho esto, alzó los ojos. Colgando de los obenques, Chanclo y Peppe la contemplaban desde arriba, atónitos y angustiados. Junto a ellos, la vela mayor y el velacho desplegados chasqueaban al viento.
—¡No podéis morir! —dijo entonces Peppe a Malva—. ¡Es imposible!
—¡Tiene razón! —gritó a su vez Chanclo—. Y ¿queréis saber por qué?
Malva exhaló un suspiro.
—¿Queréis saber por qué, principetta? —insistió Chanclo, bajando a toda prisa por el cordaje.
Corrió hacia ella y le reveló:
—¡No podéis morir porque vuestro destino no es terminar aquí! ¡Peppe y yo conocemos vuestro futuro!
—¡Ésta sí que es buena! —rió Finopico—. ¡Estos dos deliran! ¿Quién puede saber el futuro? ¡Nadie!
—¡Que sí! —se indignó Peppe, que se había unido a su hermano—. En la ciudad, hay una echadora de cartas que…
—¡Una vidente! —se mofó Finopico—. ¡He oído salir de vuestra boca un montón de majaderías, mozalbetes, pero ésta se lleva la palma!
Chanclo se defendió:
—¡Ella nos avisó de que el arconte partiría en busca de la principetta! ¡Ya lo dijimos! ¿A que sí, mi capitán?
Orfeo no tuvo más remedio que asentir.
—¡Algunas personas tienen poderes extraños pero verdaderos! —secundó Lei—. En mi pueblo, en reino de Balmún, pensamos que visiones pueden decir verdad.
Los dos gemelos asintieron con la cabeza, encantados de haber encontrado a una aliada para contradecir a Finopico.
—¡Vaya! —siguió atacando éste—. ¿Y qué os ha predicho esta vidente acerca de nuestra principetta?
Peppe y Chanclo intercambiaron una mirada incómoda.
—Hemos jurado que no lo diríamos —se excusaron—. ¡Si desvelamos este secreto, todo cambiará y dejarán de ocurrir muchas cosas importantes!
—¡Muy ocurrente! —dijo Finopico en tono de chanza—. ¡La vidente se embolsa los galniques y os obliga a guardar silencio! ¡Bonito truco!
—¡De eso, nada! —se ofendieron los dos hermanos—. Lo único que podemos decir a la principetta es que no morirá aquí. Su destino la llevará a otra parte.
—¡Yo os creo! —intercedió entonces Orfeo para zanjar la disputa—. Malva no tiene nada que temer, de eso estoy seguro.
Y, acercándose a ella, le tendió la mano para ayudarla a incorporarse. Cuando la tuvo de pie frente a él, le murmuró:
—No vayas a desilusionar a los gemelos, Malva. No mueras.
Y ella sonrió:
—Lo intentaré, mi capitán.
—Por favor, no me llames «capitán». Soy Orfeo. Soy sencillamente Orfeo.
Justo entonces, Al se puso a ladrar. Se había arrastrado hasta el alcázar de popa, indiferente a las manifestaciones dramáticas de Malva y a los comentarios mordaces de Finopico. Había puesto las dos patas sobre los peldaños de la escalera y, con el hocico en alto, gruñía y ladraba enérgicamente. Los tripulantes de la Fábula alzaron la vista.
—¡Allí! —exclamó Lei, señalando al este con el dedo.
Una nube había aparecido en el horizonte. Una nube negra, compuesta de pequeños puntos en movimiento.
—¡Los patrulleros! —anunciaron los gemelos—. ¡Nos han encontrado!
—¡Todavía no! —respondió Orfeo—. De momento, están buscando a los marineros por los arrecifes donde se hundió su barco.
Entonces corrió al timón, lo agarró y ordenó: —¡Todos a sus puestos! ¡Babilas con Malva, en mi camarote! ¡Los gemelos, a la cofa del vigía! ¡Finopico, trae objetos con los que defendernos! Y tú, Lei, baja con los marineros de Dunbraven. ¡No deben moverse, ni hablar, ni hacer nada!
Giró el timón a estribor y la Fábula viró. En el mismo instante llegó una fuerte detonación. Una bala de cañón silbó por los aires… y se estrelló a pocas brazas de la roda. Ya no quedaba ninguna duda posible: el arconte estaba armado.