30. POR QUÉ LLORABA BABILAS

Malva se ofreció a ir a hablar con Babilas; aunque el gigante no había dejado entrar a los gemelos, no osaría echar a su principetta.

Fue así cómo ella pasó parte de la noche con él, intentando consolarlo y comprender el motivo de aquellas lágrimas repentinas. Cuando la principetta volvió a su litera, el alba estaba cerca. A pesar de que tenía ojeras por el cansancio, no se acostó. Las confidencias de Babilas le habían quitado las ganas de dormir.

Unos días antes había pedido a Orfeo tinta y papel. Él le había dado algunas hojas arrancadas de su diario de capitán, algo arrugadas por la humedad, pero Malva todavía no había escrito nada en ellas. Escribir, narrar… ¿de qué servía si todas aquellas palabras terminaban perdiéndose invariablemente? El coronado le había obligado a quemar sus primeras libretas, el Estafador se había hundido con las otras en el naufragio. ¿Qué ocurriría con lo que escribiera a partir de ahora?

Aquella noche, sin embargo, volvió a coger la pluma. Escribiendo, esperaba liberarse del peso que le oprimía el corazón.

Cuando he entrado en el camarote de Babilas, lo he visto acostado boca abajo en la litera. Las piernas le sobresalían exageradamente por el borde. ¡Qué alto es! Pero lo que me ha sorprendido es que aun así parecía pequeño, sollozando en su camastro. Era como un niño. Me he acercado a él y le he tocado un hombro.

Antes, cuando vivía en la Ciudadela, el protocolo me prohibía tocar a la gente de rango más modesto, aparte de Filomena, claro. Era una norma estricta, pero no siempre la obedecía. Cuando me escondía en las cocinas con las criadas, por ejemplo, ¡hasta llegaba a sentarme en su regazo para ayudarlas a desvainar los guisantes! Eso sí, reconozco que nunca había tocado a un hombre tan fuerte y musculoso como Babilas. Tenía la piel caliente, húmeda y tersa… Tocarlo me ha producido una sensación extraña.

Él también parecía sorprendido al verme allí. Al descubrir la expresión lastimosa de sus ojos, abiertos de par en par, he comprendido que se avergonzaba de sí mismo. Le he preguntado si le daban miedo los hombres de Dunbraven. Él ha dicho que no con la cabeza, ha hecho una mueca y ha señalado el corazón. «¿Te parte el corazón ver a estos hombres?», le he preguntado. Babilas se ha sentado en la litera y ha suspirado con cansancio.

Con gestos, me ha intentado explicar lo que le daba tanta pena. Creo que he comprendido lo esencial y eso es lo que voy a contar aquí.

Malva dejó de escribir un instante. Tenía las manos húmedas y sentía un nudo en la garganta. Su escritura todavía infantil cubría la hoja, las líneas se volvían borrosas ante sus ojos, pero tenía que seguir adelante.

Antes, Babilas no era mudo. Tenía una novia a la que había conocido precisamente en un puerto del país de Dunbraven. Un auténtico flechazo, por lo que he podido entender. Los dos adoraban el mar. Muchas veces se pasaban el día pescando y paseándose en barca. Un día de verano, hacía tanto calor que la novia de Babilas quiso bañarse en mar abierto.

Babilas se ha echado a llorar al evocar estos recuerdos, pero me ha dado a entender que quería llegar al final, que me lo quería «contar» todo. Su pena me conmovía, pero he seguido interpretando su historia.

Como decía, aquel día de verano, la novia de Babilas se zambulló desde la barca. Él le gritaba que tuviera cuidado, que no se alejara. Pero ella nadaba muy bien y no tenía miedo. Para divertirse, jugaba a sumergirse bajo la barca para reaparecer al otro lado, y cada vez permanecía más tiempo bajo el agua.

Llegó un momento en que Babilas ya no volvió a ver a su novia. No salía de debajo del agua. Entonces se ató a la barca con un cabo y saltó al agua. Se pasó horas nadando, buceando, buscando y llamando, pero su novia no subió nunca más a la superficie.

Malva se secó una lágrima que le asomaba bajo el párpado y dio la vuelta a la página para escribir al dorso.

No sé cómo tuvo fuerzas Babilas para volver a tierra, solo en aquella barca. Cuando puso el pie en la orilla, estaba como muerto.

Entonces anduvo a la casa donde vivían los padres de su novia. Las últimas palabras que pronunció fueron para decirles que su hija había muerto.

Después, Babilas se quedó mudo.

La vela que iluminaba el camarote de Malva ya casi se había consumido, pero un resplandor entraba por el ojo de buey.

Ya despuntaba el día. Mojó otra vez la pluma en el tintero y siguió escribiendo:

Cuando Babilas vio a los marineros ahogándose y pidiendo auxilio, le pareció revivir aquella escena espantosa. Pero ¡esta vez ha conseguido rescatar a seis hombres! Seis hombres de Dunbraven a los que no conocía… y, sin embargo, fue incapaz de salvar a la mujer que amaba y que era del mismo país. Por eso lloraba…

Tras confiarme todo esto, se ha dejado caer sobre su litera, extenuado. Me he quedado un rato junto a su cabecera, con el corazón encogido y la cabeza llena de imágenes terribles. Me he acordado de Filomena y Uzmir, y me he preguntado dónde deben de estar, si todavía estarán buscándome y si no habrán resultado heridos tras el ataque a Cispazán. ¡Cuánto los echo de menos! ¿Cómo se puede seguir viviendo sin la presencia de las personas a las que se ama?

Babilas se ha dormido por fin, y yo he subido a cubierta. Allí he encontrado a Orfeo. Finalmente, con la ayuda de Finopico y Lei, se las ha apañado para llevar a los marineros hasta la bodega. Le he dado algunas explicaciones sobre Babilas y él ha sabido entenderlo. Estoy segura de que no le guardará rencor por haberse dejado llevar por la pena. Orfeo es un hombre justo y sensible. Desde que se ha desembarazado de Jahalod-Rin, me parece muy…

De pronto, no encontró palabras para describir a Orfeo. Malva tachó la última línea, dejó la pluma, dobló las hojas y las guardó en un cajón que había bajo la litera. Tenía los ojos rojos. El sol ya no tardaría mucho en salir. La muchacha se sentía tan vacía y triste como una casa abandonada.

Justo entonces, alguien llamó a la puerta del camarote. Era Orfeo. Cuando Malva vio su cara asomándose por el hueco de la puerta, le dio un vuelco el corazón.

—Estaba absorta —dijo, para explicar el sobresalto.

—De todos modos, deberíais dormir un poco —sugirió Orfeo con una sonrisa—. Los gemelos están de guardia, y yo he venido a ver cómo os encontrabais, principetta.

—Estoy bien, gracias. Pero os ruego que dejéis de llamarme principetta. Me llamo Malva. Soy sencillamente Malva.

Estuvo a punto de decir «una chica cualquiera», como hizo Filomena la noche de su fuga de la Ciudadela, pero las palabras no le salieron de la boca. Una emoción indeterminada le agitaba el corazón.

—Está bien —dijo Orfeo—, corregiré mi lenguaje. Hemos escondido a los náufragos en la bodega. Algunos están visiblemente enfermos… Quería pediros que no bajarais allí. No quiero que pongáis vuestra vida en peligro.

Orfeo hablaba suavemente, con una amabilidad conmovedora. Justo cuando iba a cerrar la puerta al salir, el primer rayo de sol entró por el ojo de buey del camarote y le tocó la frente. Sonriendo, se despidió:

—Ya está aquí la mañana. Cuidaos.

Y luego desapareció tras la puerta, dejando a Malva turbada y agotada.