27. LAS FLAUTAS DE LA DISCORDIA

Fue así cómo la tripulación de la Fábula se recuperó. En el monte bajo de la isla, Leí encontró las plantas y los insectos que necesitaba para su medicina. Con las pomadas y pociones que preparó pudo curar la mano rota de Babilas y el gigante volvió a estar en disposición de cargar, levantar, cortar y cavar cuanto quiso. Tanto se afanó que las fugas de agua del casco quedaron tapadas, la cubierta limpia y los mástiles reconstruidos.

Mientras, Orfeo, que había pedido permiso a Jahalod-Rin para enterrar los cadáveres de los marineros muertos durante la tempestad, se fue a cavar las tumbas cerca de donde nacían las cascadas con la ayuda de los gemelos y de Finopico.

—Que la Santa Quietud y la Santa Armonía los protejan para siempre —dijo cuando hubieron enterrado a los muertos.

Orfeo se secó la frente, contempló el cielo sobre los árboles y afirmó entusiasmado:

—Este lugar es maravilloso. Y Jahalod-Rin es una persona extraordinaria. ¿No os parece?

—Es un poco raro —respondió Chanclo—. Pero es buena persona.

—¡Es más que eso! —afirmó Orfeo—. Este anciano es… un encanto.

Últimamente, Orfeo había visto a muchos hombres revelar sus bajezas y sus engaños: a su propio padre en primer lugar, pero también al arconte y al capitán de la Errabunda. Jahalod-Rin, en cambio, era infinitamente bueno y sencillo. A su lado, Orfeo recuperó la confianza en el prójimo. Esta vez, tenía la sensación de haber encontrado a un buen modelo.

—¡Qué sabio es Jahalod! —repetía durante todo el camino de vuelta a la playa—. Que se pase el día tallando cañas no es motivo para considerarle raro. Es un artesano. Y sus dedos conservan una habilidad extraordinaria, si tenemos en cuenta su edad.

Tomó la flauta que le había dado el anciano y tocó algunas notas. Cuando llegó cerca de la Fábula, se sentó en la arena y siguió tocando, acompañando alegremente el trabajo de Babilas y de Malva, concentrados en remendar las velas. La principetta apartó la vista de lo que estaba haciendo y observó a Orfeo con semblante grave.

—Más bien deberíais pensar en reparar los instrumentos de a bordo —sugirió.

Orfeo dejó de tocar un momento.

—¡Más tarde! —respondió—. ¡No hay prisa!

Malva miró el nokros. La primera piedra de vida ya casi se había fundido. ¿Cómo podía haberse vuelto Orfeo tan despreocupado de repente? Luego dirigió su atención a la playa. A lo lejos, sentado en una roca, el viejo Jahalod seguía tallando cañas. Tenía un aire sereno, pero en su fisonomía había algo que incomodaba a Malva. No podía dejar de mirar al anciano con una pizca de desconfianza. Para empezar, no comprendía que alguien pudiera, como había hecho él, elegir quedarse para siempre en el Archipiélago.

—¡Pasarse la vida fabricando flautas es absurdo! —mascullaba Malva—. ¿Qué gracia tiene sentarse en el suelo para repetir todo el rato los mismos gestos?

Así transcurrieron dos días con gran rapidez. Chanclo y Peppe, que estaban acostumbrados a perseguir ratas y gatos cuando vagaban por las calles de Galnicia, traían la caza: pequeños roedores, pájaros y marsupiales de largas colas. Finopico reabasteció las reservas de la Fábula, fabricó material de pesca con bambú del bosque y preparó todo tipo de platos refinados que los náufragos compartieron con el viejo Jahalod.

La segunda noche, Orfeo hizo una gran fogata en la playa. Cuando todos se acomodaron sobre la arena, alzó una copa llena de zumo de mangave hacia Jahalod-Rin.

—¡A la salud de nuestro anfitrión! —brindó, con los ojos brillantes—. ¡Por su sabiduría y su hospitalidad! ¡Sin él, estaríamos todos muertos de hambre y de sed!

Los demás asintieron gravemente con la cabeza, recordando el estado de desamparo en que habían arribado a la isla. Sólo Malva prefirió no beber a la salud de Jahalod. Se acercó las rodillas a la barbilla y adoptó una postura enfurruñada. Mientras sus compañeros comían con gran apetito, Orfeo tomó su flauta de caña. Tocó durante un buen rato y el anciano lo escuchó ensimismado.

—¡Tenéis un talento maravilloso! —exclamó Jahalod entre un bocado y otro—. ¡Nunca había oído melodías tan agradables!

Los demás intercambiaron miradas de duda. En efecto, Orfeo no se las apañaba mal para ser un principiante, pero de todos modos los elogios de Jahalod les parecían un tanto exagerados.

—¡Eh, nosotros también tenemos talento! —fanfarronearon los gemelos.

Entonces se pusieron en pie y se ofrecieron a cantar algunas canciones galnicianas. Pero apenas habían entonado el primer verso cuando Jahalod se puso a toser.

—Disculpadme —les dijo, cuando hubo recuperado el aliento—, pero creo que prefiero escuchar la flauta.

—¡Puede ser, pero Orfeo no ha probado bocado! —objetó Chanclo, un poco ofendido—. Nosotros sólo queríamos darle la oportunidad de…

—No tengo apetito —intervino Orfeo—. Comed, por favor, que yo seguiré tocando un poco más.

Peppe y Chanclo se resignaron a no poder cantar y lanzaron una mirada de decepción a Malva, a quien le hervía la sangre por dentro. El sonido de la flauta la ponía nerviosa, pero no llegó a decir nada. Jahalod-Rin, sin dejar de engullir la caza asada, la fruta y el pescado traído por Finopico, balanceaba su blanca cabeza al compás de la música. Parecía resplandecer de felicidad.

—Si hubiese tenido un hijo —dijo de pronto—, me habría gustado que se pareciera a ti.

Al oír aquellas palabras, Orfeo dejó de tocar. Se le había hecho un nudo insoportable en la garganta.

—Yo tenía un padre —murmuró, apoyando el instrumento sobre las rodillas—. Ahora está muerto. Lo enterré hace algunos meses, en Galnicia. Me habría gustado tanto que fuera…

Entonces titubeó, con la mirada repentinamente perdida. Al soltó un gruñido al quemarse el hocico con una chispa. Orfeo dio un respingo.

—Estabais hablando de vuestro padre —le recordó Jahalod con suavidad.

—Sí, mi padre… era una persona que… que desgraciadamente no era tan sabio y honrado como vos —murmuró Orfeo.

Se quedó mirando la flauta, sacudió la cabeza como para ahuyentar la tristeza y se puso a tocar otra vez. Malva sintió un escalofrío.

—¡Ya basta de música! —exclamó—. ¡Preferiría comer en silencio!

Jahalod y Orfeo se volvieron hacia ella al mismo tiempo, contrariados.

—Nada os obliga a quedaros —le dijo secamente el anciano—. Si no sois sensible a la belleza…

—¡Esta flauta me está dando dolor de cabeza! —protestó Malva—. ¡Y he oído melodías mejores, por si os interesa!

Y arrojó un puñado de arena en el fuego. Le temblaban las manos.

—¡He oído las coplas de un marinero de Lombardeña, he oído las voces de las mujeres baigures de noche, en la Gran Estepa Aciciena, he oído el canto de los preunucos de Temir-Gaí! ¡Hasta las serenatas de los músicos de mi padre me parecían más bonitas que el pitido de esta flauta!

—¡Mejor para vos, muchacha! —replicó Jahalod-Rin—. ¡Habéis tenido la suerte de poder recorrer el ancho mundo! Pero yo, aquí, solo… en fin, ¡no tengo otra cosa que estas cañas!

Enfurecido, Orfeo se puso en pie de un salto y se plantó frente a Malva desde la superioridad de su altura.

—¡Tenéis el corazón muy duro, principetta! —le recriminó airado—. Jahalod nos acoge en su isla, nos ofrece su fruta y su agua… ¡Podríais hacer un esfuerzo para agradecérselo! He observado cómo os comportáis desde que estáis aquí: ¡os quedáis en un rincón, creyéndoos la más desgraciada del mundo! Pero ¡mirad a vuestro alrededor! ¡Esta isla es magnífica! ¡Hay muchas cosas para comer y beber! Jahalod vive aquí solo desde hace años, sin distracción, sin nadie con quien hablar. Y si el sonido de una flauta puede sacarlo un poco de su soledad, entonces…

Malva balanceó un trozo de carne sobre el fuego y se puso también en pie. Clavando sus ojos de ébano en los de Orfeo, replicó:

—¡Jahalod ha elegido vivir solo en esta isla! ¡Peor para él! ¡No es asunto nuestro consolarlo por haber sido un cobarde!

—¿Un cobarde? —dijo Orfeo sin aire—. ¿Cómo os atrevéis a insultar a nuestro anfitrión?

Orfeo tenía la respiración acelerada. Bajo el efecto de la cólera, el cuello se le tensaba y unas venas azuladas le sobresalían en la frente. Parecía estar a punto de saltar sobre Malva. Los demás contemplaban atónitos la escena, sin saber qué hacer. En el fuego seguían asándose trozos de carne, haciendo que de vez en cuando saltaran chispas hacia el cielo negro. Jahalod volvió a toser y luego dijo con voz quebrada:

—No te enfades. Sin duda, esta muchacha tiene razón. Además, sí que fui un cobarde cuando Catabea me acogió en el Archipiélago. La verdad es que no tuve valor suficiente como para aceptar el desafío que me propuso.

—No digáis eso —suplicó Orfeo al anciano, desconcertado—. ¡Con lo bueno y generoso que sois! ¡La principetta no sabe lo que dice! Es una… ¡una niña mimada!

Malva abrió la boca, pero estaba demasiado estupefacta como para decir nada. Entonces, Jahalod-Rin le dirigió una mirada sesgada y asintió. Una sonrisa astuta pasó por sus labios.

—Es posible que la muchacha tenga celos —sugirió—. Por lo que he entendido, procede de un alto linaje. Está acostumbrada a ser mimada y atendida, y seguramente le gusta dar órdenes. Ahora, al ver la atención que me dedicáis, tiene la sensación de haber perdido poder… ¡y se siente desplazada!

La cara de Malva enrojeció de ira.

—¿Celos, yo? —gritó—. ¿Cómo voy a tener celos de un viejo chiflado?

Orfeo la agarró entonces por los hombros y la zarandeó sin contemplaciones.

—¡Callaos! —escupió—. ¡Como volváis a llamar chiflado a mi padre, os juro…!

Orfeo pronunció esas palabras con tanta aspereza que Babilas y los gemelos se pusieron en pie de un salto para interponerse entre él y Malva.

—¿Vuestro padre? —rió ella—. ¿Qué estáis diciendo, capitán? ¡Vuestro padre está muerto! ¡Lo acabáis de decir!

Orfeo se echó hacia delante, con el gesto torcido por la furia, pero Babilas lo detuvo con una mano. Los gemelos habían rodeado a Malva y tiraban de ella hacia atrás con fuerza.

—¡Hacedla callar! —rabió Orfeo—. ¡Lleváosla lejos de aquí antes de que le saque las tripas!

Lei y Finopico se incorporaron también, estupefactos. Aquella violencia repentina les había dejado sin palabras. Sólo Jahalod-Rin se quedó tranquilamente sentado junto al fuego, lamiéndose los dedos y picoteando fruta como si nada hubiera pasado.

—Ven conmigo, hijo —murmuró, dirigiéndose a Orfeo—. Siéntate junto al fuego y deja que la cólera de tu corazón se disipe.

Acorralado entre los fuertes brazos de Babilas, Orfeo vio alejarse a Malva y los gemelos. Al oír la voz de Jahalod, se calmó repentinamente.

—Ven, ven… —insistió el viejo—. Si ellos siguen siendo tus amigos, te comprenderán. Dales tiempo. Siéntate aquí y toca alguna melodía para mí…

Babilas frunció el ceño al ver a Orfeo desprenderse de los brazos que le aprisionaban para volver con Jahalod. Se quedó inmóvil, preocupado, proyectando una sombra sobre las llamas con su impresionante cuerpo, mientras Orfeo volvía a sentarse al lado del viejo Jahalod y se disponía a seguir tocando.

Lei y Finopico cogieron a Al por el collar y se lo llevaron lejos del fuego.

—Yo diría que ya no somos bienvenidos —comentó Finopico—. ¡Además, a nosotros también nos provoca dolor de cabeza!

Resentido, Orfeo sopló con todas sus fuerzas la flauta, que producía un sonido tan estridente que Lei soltó un grito. Jahalod-Rin se echó a reír.

—¡No pasa nada! —bromeó, mientras los demás se alejaban—. ¡Ahora ya nos hemos quedado tranquilos tú y yo!

Apoyó una de sus manos de piel moteada en el hombro de Orfeo y añadió:

—He comido muy bien y ahora tengo sueño. Voy a tumbarme en mi cabaña, pero me gustaría que siguieras tocando para mí. La música me arrullará.

El viejo se acostó en el umbral de la cabaña y cerró los ojos. Sentado frente al fuego, Orfeo tocó, tocó y siguió tocando. La noche cubrió la isla, pesada y negra como un manto de fieltro. Había empezado a llover. Malva, Lei, Finopico, Babilas y los gemelos se habían refugiado bajo el techo de tablas, algo más lejos. Hablaban en voz baja, indecisos, echando miradas ansiosas a Orfeo, que no parecía preocuparse por la lluvia. Seguía tocando, con el pelo mojado, junto al fuego que se iba extinguiendo. De vez en cuando soltaba un estornudo. Cuando paraba de tocar, Jahalod se enderezaba con un sobresalto.

—Sigue, por favor… —le pedía con voz quejumbrosa—. ¡Oír la flauta me sienta tan bien!

Orfeo obedecía, luchando contra el cansancio para complacer a su anfitrión. Unas horas daban paso a otras horas, unas notas a otras notas, unos estornudos a otros tantos estornudos.

Al alba, con los ojos enrojecidos y los dedos rígidos, Orfeo seguía tocando.

—¡Gracias, hijo mío! —le dijo Jahalod, desperezándose—. Gracias a ti, he podido descansar bien. Ahora tengo mucha hambre.

Lentamente, Orfeo dejó la flauta en el suelo. Le castañeteaban los dientes. El cielo tenía una luz pálida y una brisa fresca agitaba las hojas de los frondosos árboles. Azorado, Orfeo se dirigió al bosque para recoger fruta. Apenas se tenía en pie, pero no quiso escuchar a sus músculos doloridos que le exigían reposo. Tenía que conseguir comida para Jahalod a toda costa.

Más lejos, bajo el techo de tablas, sus compañeros observaban la escena. No habían podido pegar ojo en toda la noche por culpa de las notas de la flauta.

—¡Por la Santa Quietud, el halacabuyas sería capaz de traerle la luna a ese pelacañas! —gruñó Finopico—. ¡Como siga tocando esa dichosa flauta, le hago comer toda la arena de la playa!

Babilas asintió. Tenía los puños apretados, sin apenas poder contener la impaciencia y la cólera.

El sol estaba ya alto. Habían pasado tres días desde que Catabea había metido las piedras de vida en el nokros y los tripulantes de la fragata Fábula mostraban unas caras abatidas y tristes.

—Tenemos que irnos —afirmó Malva—. La Fábula ya está a punto. ¡Ya hemos esperado demasiado!

—¡Yo, de acuerdo! —respondió Lei—. ¡Nos vamos! Pero ¿y Orfeo?

—¡Dejémoslo aquí! —gruñó hoscamente Finopico—. ¡Si quiere morirse de agotamiento para contentar a ese viejo tirano, que le zurzan!

Babilas sacudió la cabeza para indicar que no estaba de acuerdo y los gemelos protestaron:

—¡Catabea nos dijo claramente que teníamos que quedarnos juntos! —les recordó Peppe—. ¡Si no, nos condenarán al Encierro!

—Tiene razón —secundó Malva—. Tenemos que seguir juntos nuestro camino.

Jahalod-Rin había ocupado su lugar, sentado en la roca de siempre. Con el cuchillo en la mano, empezó su trabajo absurdo, examinando el montón de cañas que Orfeo le había traído.

—Ésta está rota —comentó, alzando una de las cañas—. ¡Y ésta está demasiado verde! ¡Éstas están secas! Escúchame, hijo… ¿Cómo quieres que haga buenas flautas con esto?

—Perdón, padre —respondió Orfeo—. ¡Ahora os traigo más!

Aunque se encontraba claramente al límite de sus fuerzas, echó a correr hacia los árboles.

—Esta isla es nuestra primera prueba —dijo entonces Malva, siguiéndolo con la vista—. Y Orfeo está perdiendo…

Justo entonces, Orfeo surgió del bosque con un brazo lleno de cañas. Se acercó tambaleándose a Jahalod y dejó el haz a sus pies, como un peregrino depositando una ofrenda ante la estatua de una divinidad.

—Muy bien, hijo —dijo Jahalod—. Ahora toca la flauta para mí. Tengo retortijones de estómago, y a lo mejor se me pasan con la música. ¿No será por la carne de tu cocinero? Tiene unos gustos particulares.

El viejo había empleado a propósito un tono de voz fuerte para que todos le oyesen. Finopico dio un respingo.

—¿Mi carne? ¡Mi carne estaba perfecta! —protestó—. ¡Este viejo cascarrabias está empezando a hincharme las narices de verdad!

Lei dio un paso al frente y salió del refugio de tablas.

—Jahalod quiere separarnos —dijo—. ¡Siembra discordia!

Malva se puso a su lado.

—¡Esto ya es demasiado! ¡Venid!

Entonces se acercó a Orfeo, que estaba acuclillado frente a la roca, apretando la flauta con los labios. Durante un momento contempló la cara del joven: el tono pálido, los rasgos deformados por la fatiga, los labios agrietados, los ojos desorbitados. Al notar su presencia, Orfeo alzó la cabeza.

—Fuera de aquí —gruñó—. ¡Jahalod-Rin sólo quiere verme a mí!

Malva adoptó un aire severo:

—¿Desde cuándo habláis en ese tono a vuestra principetta?

—Te ha pedido que te vayas —intervino el viejo sin mirar siquiera a Malva—. Déjanos en paz.

Malva tampoco se dignó mirar a Jahalod. Inspiró profundamente y se arrodilló en la arena.

—Nos vamos —murmuró al oído de Orfeo—. Os estamos esperando.

—Yo no iré a ninguna parte —respondió Orfeo—. Jahalod me necesita aquí. Es una persona delicada y tengo que ocuparme de él. Para él, yo soy un buen hijo. Un buen hijo no abandona a su padre.

Todos los demás pasajeros de la Fábula se habían agrupado en torno a Malva y observaban a Orfeo.

—¡Dejadnos! —insistió Jahalod, alzando hacia ellos la hoja de su cuchillo.

—¡Vais a encender su ira! —gritó Orfeo a Malva—. ¡Marchaos!

—La ira de Jahalod no me da miedo —contestó Malva—. Somos nosotros quienes necesitamos vuestra ayuda, Orfeo. Sin vos, la Fábula no puede navegar. Acordaos de lo que dijo Catabea: para encontrar la salida del Archipiélago…

—¡No quiero irme del Archipiélago! —aulló Orfeo, con la cara congestionada—. ¡He cambiado de opinión! ¡Quiero quedarme aquí, con mi buen Jahalod!

De pronto, Jahalod-Rin se levantó de la roca. Babilas hizo ademán de acercarse a él y el viejo le apuntó con el cuchillo. El gigante se mantuvo a distancia.

—¡Tócame una canción, hijo! —exigió Jahalod—. ¡Me zumban los oídos y necesito música!

Orfeo quiso soplar su flauta, pero no tuvo tiempo: Malva se había abalanzado sobre él. Le arrancó el instrumento de las manos y lo alzó por encima de su cabeza.

—¡Basta de flautas! —exclamó—. ¡Se acabó!

Y, con un golpe seco, partió la caña en dos. Orfeo soltó un grito, pero se quedó acuclillado junto a la roca, paralizado.

Entonces, Jahalod-Rin tuvo un arranque de cólera incontrolable. Se arrojó sobre ella dando gritos, con el cuchillo por delante. Babilas intervino al instante y desarmó al viejo. Malva se quedó con el cuchillo.

—¡Malditos seáis! —aulló Jahalod, de rodillas—. ¡Habéis osado romper la flauta de mi hijo! ¡Merecéis la muerte!

Atónito, Orfeo miraba ora al viejo, ora a sus compañeros, ora los dos trozos de caña. Algo se había roto en su interior al mismo tiempo que la flauta.

—¡Hay más cañas! —advirtió de pronto Lei—. ¡Al fuego! ¡Rápido!

Mientras Babilas sujetaba firmemente a Jahalod por los hombros, Malva, Lei y los gemelos se abalanzaron sobre el montón de cañas. Corrieron con ellas hacia las brasas y las arrojaron allí.

—¡No! ¡Mis flautas no! —suplicó el viejo—. ¡Mi música! ¡Mi hijo! ¡Malditos seáis!

Las cañas reavivaron en seguida el fuego. Las chispas saltaban en grupo al cielo como un enjambre de luciérnagas asustadas. Orfeo se levantó al fin, un poco aturdido, y se llevó la mano temblorosa a la frente.

—¡Tienes que vengarme! —le ordenó Jahalod, que se debatía aún entre los brazos de Babilas—. ¡Ya has visto que quieren separarnos! ¡Venga a tu padre!

Al, que había arrastrado su corpachón por la playa, se acercó entonces a Orfeo y le lamió la mano con un gemido.

—Tengo sed —musito Orfeo—. ¡Qué sed tengo!

Chanclo se apresuró a traerle agua. Le hizo beber y luego le tendió una mano amistosa:

—Ven, capitán. Por favor… Ya es hora de partir.

Orfeo aceptó su mano y se dejó llevar hacia la Fábula.

—¡No puedes abandonarme! —le gritaba el viejo—. ¡Tienes que ocuparte de mí! ¡Te he ofrecido agua y fruta!

Orfeo se encontraba en estado de conmoción, pero los gritos histéricos de Jahalod-Rin ya no surtían efecto alguno sobre él. Se alejó con pasos lentos hacia el barco. Cuando ya subía por la escalera de cuerda, Jahalod le espetó:

—¿Por qué me has convocado, si ibas a traicionarme?

Orfeo se quedó quieto donde estaba. Entonces se dirigió a Chanclo, que esperaba debajo de él con ansiedad.

—¿De verdad he convocado a este hombre? —preguntó—. ¿Y lo he traicionado?

—No le escuches, mi capitán —le recomendó con suavidad el chico—. ¡Es él quien te ha traicionado! Diría cualquier cosa para que no te fueras. ¡Tú sube, que tenemos que zarpar!

Orfeo asintió con gesto grave, le sonrió y reanudó la ascensión. Tras ellos se apiñaban Finopico, Lei y Malva, mientras Peppe tiraba del collar de Al. El viejo san bernardo, que había rescatado un resto de carne de las brasas, se negaba a abandonar su botín, y gruñía y gañía.

Finalmente, cuando todos estuvieron a bordo, Babilas soltó a Jahalod. Desanudó la amarra rápidamente antes de acercarse al casco de la Fábula para apoyar todo su peso contra él. Con un increíble empujón, separó el barco de la playa. Seguidamente, se agarró a la escalera de cuerda y subió a cubierta.

Arrodillado frente a los restos de la hoguera, Jahalod-Rin intentaba recuperar las flautas medio carbonizadas. Se quemaba los dedos y gemía como un animal herido. Mientras, Orfeo se había dejado caer sobre la cubierta y se tapaba los oídos para no oír los lamentos del anciano.

—¡Que se calle ya! ¡Que se calle ya! —gemía, retorciéndose de dolor.

Lei se había arrodillado junto a él. Pasaba las manos sobre las sienes ardientes de Orfeo mientras pronunciaba palabras extrañas y consoladoras.

Los gemelos y Finopico izaron las velas remendadas, que chasquearon al desplegarse bajo el cielo despejado.

—¡Hasta nunca! —exclamó Chanclo.

De pie en la popa, Malva veía alejarse la isla y empequeñecerse la silueta de Jahalod-Rin. ¿Qué les había pasado? ¿Cómo había podido aquel viejo de apariencia tan inofensiva ejercer tanto poder sobre el espíritu de Orfeo? ¿Cómo habían podido unas notas musicales sembrar la discordia entre todos ellos? Malva no se explicaba lo que les había sucedido, pero tenía la sensación de que ella y sus compañeros habían rozado la catástrofe.

En el alambique del nokros, el ácido rojo seguía goteando sobre las piedras de vida. Ya no quedaban más que siete.