El sol había alcanzado ya su cénit y no parecía querer moverse de allí. Se había quedado colgado encima de la Fábula, como un enorme faro clavado en el cielo por divinidades invisibles. Durante un buen rato, nadie supo qué decir, qué hacer y ni siquiera qué pensar. Todos ellos sentían sobre sus hombros el peso abrumador de la fatalidad mientras el nokros desgranaba ineluctablemente los segundos, los minutos, las horas…
La Fábula seguía la corriente con docilidad. Nadie se preocupaba por dirigirla en una dirección determinada. Y, de todos modos, ¿qué dirección? Sin mapas, sin brújula y en un Archipiélago de dimensiones cambiantes, ningún marino, ni siquiera el más curtido, podría haberse ubicado.
El buque navegaba pues al azar, a merced de los caprichos de aquel mar extravagante que pronto se cubrió de una espesa capa de algas pegajosas. La fragata Fábula perdió velocidad. Las algas lamían el casco como sanguijuelas, adhiriéndose a las últimas cuadernas y a los cabos que colgaban por la popa, hasta que finalmente la nave se inmovilizó, encallada en una pasta verde que ahora se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Cada vez hacía más calor. Pronto empezó a llegar un olor fétido a la nariz de los náufragos.
—¿Qué sucede? —preguntó Finopico, asomándose por la borda—. Parece que el mar se esté pudriendo…
Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Orfeo, que sintió cómo se le llenaba la boca del regusto agrio del miedo y la sed combinados. Ya no era el mar lo que veía a su alrededor, sino una charca de barro verdoso, inmenso y desesperante.
—Capitán… —gimió Chanclo—. ¡Tengo hambre! ¡Tengo sed!
—¡Haz algo! —imploró Peppe.
Orfeo se volvió lentamente, como si el espíritu y el cuerpo se le hubieran quedado también atrapados entre las algas. Los gemelos estaban tumbados sobre la cubierta, cerca del viejo san bernardo, que jadeaba fatigosamente. Malva y Lei, sentadas sobre un cofre, contemplaban el vacío, con los brazos colgando. Sólo Finopico y Babilas estaban aún de pie. Seguían agarrados a la barandilla, uno al lado de otro, con la cabeza gacha. Orfeo se pasó la lengua por los labios quemados por el sol y la sal. Recordó el día de su partida, lo satisfecho e impaciente que se sentía al ver alejarse las costas de su país: ¿no se había jurado entonces reconquistar el honor perdido de los Mac Bott? ¿No se había hecho mil promesas de gloria y aventura?
—Y ahora, ¿qué? —murmuró para sí.
Un dolor repentino le atravesó la cabeza de parte a parte. Se llevó una mano temblorosa a la frente. En su memoria apareció el recuerdo de la cara de su padre en su lecho de muerte, y pensó en el mal del que se creía víctima desde su infancia. ¿No estaría a punto de manifestarse verdaderamente?
—¡No! —gritó en voz alta.
Sus compañeros, sobresaltados, dirigieron lentamente hacia él sus ojos vacíos, sus miradas lánguidas… Orfeo tuvo el presentimiento de que se dejarían arrastrar por la putrefacción que les rodeaba y aceptarían la muerte. El pánico se apoderó de él.
—¡Babilas! —gritó, precipitándose hacia el gigante, que estaba postrado sobre la barandilla—. ¡Vamos, arriba! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Necesito tu fuerza, Babilas!
Viendo que el gigante no reaccionaba, Orfeo zarandeó a Finopico. El cocinero se tambaleó sobre las piernas y se desplomó sobre la cubierta como una marioneta sin hilos. Sus ojos reflejaban el cielo lúgubre y nada más.
—¡Escúchame! —le provocó Orfeo, acercando su cara a la de él—. ¿No habías prometido pescarnos algo, cocinero? ¡Tienes que alimentar a la tripulación! ¡Al agua! ¡Salta al agua y tráenos algo de comer!
Finopico no respondió. El pecho se le hinchaba al ritmo de la respiración, pero las fuerzas le habían abandonado.
—¡Principetta! —llamó Orfeo.
Dejó a Finopico y corrió hacia Malva. La muchacha seguía sentada sobre el cofre, con la espalda apoyada en la de Lei y la mirada perdida. Orfeo se arrodilló frente a ella y le cogió las manos. Estaban heladas como las de una muerta.
—¡Habladme, principetta! ¡Decidme aunque sea una palabra! ¡Una sola palabra, por la Santa Quietud!
Para desesperación de Orfeo, ningún sonido salió de los labios de Malva. En cuanto a Lei, parecía haber caído en un sueño sin fin. De nada servía que Orfeo le suplicara y la zarandeara. Entonces se lanzó hacia los dos gemelos. Tiró de ellos, los llamó por su nombre, los amenazó, les habló en tono de broma, pero no obtuvo ningún resultado. Ellos también sufrían aquella especie de languidez enfermiza que había vaciado sus miradas de todo deseo de vivir.
—No podemos morir aquí… —murmuró Orfeo, lanzando una mirada de pánico al nokros.
Estaba horrorizado por lo que sucedía. Tenía un nudo en la garganta, el corazón le golpeaba el pecho como un animal enjaulado. Se volvió hacia Al y le pasó la mano por la tupida pelambre que le cubría la cabeza. Bajo el pelo, vio lucir los dos ojos del san bernardo.
—¿Al? ¿Me oyes?
El perro lo miró a la cara.
—¡Tú me oyes! —exclamó Orfeo con alivio—. ¡Por lo menos, tú estás bien vivo! ¡Chucho del diablo!
Y lo abrazó con ternura. Las lágrimas le brotaban de los ojos.
—¿Notas cómo nos ronda la muerte, Al? —le preguntó—. Pues hay que ahuyentarla, ¿me oyes? Me niego a abandonar mi puesto. No estoy dispuesto a que mi vida termine en un lugar así…
Orfeo se levantó de un salto y corrió hacia el castillo de proa. Su miedo se había convertido repentinamente en rebeldía. Saltó a un cabo y, allí suspendido, lanzó un grito de rabia al cielo.
—¡Por todas las divinidades del Mundo Conocido y de los mundos desconocidos! —aulló—. ¡Estoy vivo y lucharé por seguir viviendo! ¡Este barco flota aún! ¡Y yo soy el capitán! ¡Y juro que me llevará a donde yo quiera! ¡Me niego a romper mi juramento!
Esperó hasta recobrar el aliento. Nada había cambiado en el cielo, pero Orfeo sentía bullir la sangre en sus venas. Cogió un trozo de madera arrancado por la tempestad y lo lanzó con todas sus fuerzas al mar de algas.
—¡Marchaos, espíritus de la muerte! ¡Dejadnos proseguir nuestro camino!
Siguió lanzando otros restos a las aguas sombrías, subrayando cada gesto con una maldición. Un hilillo de sudor le caía por las sienes. Se quedaba sin aire, la garganta le dolía de tanto gritar, pero su cólera no se aplacaba.
—¡Quiero agua! ¡Agua! —reclamaba con el tono de un encantamiento febril—. ¡Algo de beber para nuestras gargantas secas! ¡Algo de comer para nuestros estómagos vacíos! ¡Viento para nuestras velas andrajosas! ¡Esperanza para nuestros corazones desgarrados!
Entonces de pronto dejó de hablar, abrió la boca y estornudó violentamente. Había notado un soplo de aire fresco en la cara.
Alzando el hocico al aire, Al ladró dos o tres veces. El viento rizaba ahora la superficie esponjosa del agua, creando aquí y allá unos remolinos que fragmentaban la capa uniforme de las algas. Aparecieron franjas de agua azul turquesa y la Fábula se movió ligeramente.
—¡Eh! —exclamó Orfeo—. ¡Mirad!
Los otros tripulantes no reaccionaron. En un instante, las algas se separaron, se alejaron, se diluyeron en el mar y un camino empezó a dibujarse frente a la roda del barco.
—¡Estamos avanzando! —se maravilló Orfeo.
Una fuerza misteriosa empujaba la Fábula. Aferrado a los cabos, Orfeo seguía con la mirada la línea azul que hendía la capa de algas. Poco después, vio surgir a lo lejos el contorno impreciso de una isla.
—¡Tierra! ¡Tierra! —exclamó eufórico—. ¡Estamos salvados!
Ya se divisaban árboles, flores, rocas y una cascada que caía sobre la loma musgosa de una colina. Al se puso a ladrar cuando la isla estuvo más cerca, pero los otros pasajeros no se inmutaron.
Al cabo de un rato, la Fábula penetraba en las aguas tranquilas de una amplia bahía. Ebrio de esperanza, Orfeo agarró una amarra.
—¡Esperadme aquí! —dijo a sus compañeros—. ¡Vuelvo en seguida!
Se zambulló desde el castillo de proa y nadó con todas sus fuerzas hasta la playa, adelantando al barco, que se acercaba suavemente sobre las aguas profundas. Un árbol con un tronco enorme se erguía a pocos pasos de la orilla; Orfeo enrolló firmemente la amarra alrededor de la corteza rugosa.
La isla, al contrario de aquella en la que vivía Catabea, rebosaba vida. Insectos, pájaros (¡sin cabeza humana!), frutas y bayas: ¡allí había suficiente para satisfacer todos los apetitos!
Orfeo subió por la playa en dirección al monte bajo. Entonces, al rodear una roca grande, se quedó helado de pronto y contuvo un grito de sorpresa. Sentado en un tronco talado, un hombre lo observaba.
—Perdón —se disculpó Orfeo—, yo…
El hombre tenía muchos más años que él. Su cara estaba cubierta de motas oscuras y el pelo blanco le caía flotando sobre los hombros. Tenía un cuchillo pequeño en la mano izquierda y una caña entre las rodillas.
—Os pido perdón —repitió Orfeo—. Yo… nosotros necesitamos agua y comida. Mis compañeros…
Y tendió la mano hacia su barco, sin llegar a terminar la frase.
—Tomad todo lo que os plazca —respondió calmadamente el hombre, en un galniciano impecable—. Esta isla pertenece a todo el mundo y a nadie en concreto. Está repleta de riquezas con las que yo no sabría qué hacer. ¿Tenéis un cuchillo?
Orfeo señaló el que le colgaba del cinto.
—Entonces, podréis cortar frutas y raíces —sonrió el anciano—. Servíos.
A continuación bajó la cabeza y reanudó su tarea, que consistía en tallar la caña. Desconcertado, Orfeo vaciló un momento, sin saber qué dirección tomar.
—Para guardar el agua utilizo un barrilito que tengo allí, a la sombra de la araucaria —explicó el hombre—. Os lo presto.
Orfeo le dio las gracias con un gesto de la cabeza y, dejando las preguntas para más tarde, se acercó al árbol de ramas erizadas de espinas. El barril estaba lleno de un agua límpida y fresca. A su lado había un cucharón de madera. Se sirvió de él para beber un buen trago y de pronto notó todo su cansancio desvanecerse. Sin perder más tiempo, agarró el barrilito y volvió a la Fábula. Subió a bordo sujetándose a la escalera de cuerda con una sola mano y, ya en cubierta, se lanzó en primer lugar hacia Malva.
—Bebed, principetta… —murmuró, vertiéndole en la boca el contenido del cucharón.
Malva absorbió el agua, primero torpemente y luego con avidez. Finalmente, abrió sus ojos de ébano y contempló a Orfeo con gesto de reconocimiento.
—Pronto os traeré algo de comer —dijo él, sonriendo.
Entonces repitió el proceso con Lei, los gemelos, Babilas y Finopico, y en último lugar vertió un poco de agua en un platito para Al. Una vez tras otra se repetía el mismo milagro: el agua parecía devolver la vida a quien la bebía.
Serenado, Orfeo saltó de nuevo a tierra y fue a ver al viejo para darle las gracias.
—Es a las nubes a las que hay que agradecérselo —respondió el hombre sin abandonar su tarea—. Aquí llueve todas las noches. —Carraspeó y añadió—: Bajo esa palmera encontraréis un cesto grande para recolectar fruta. Os lo presto.
Orfeo le dio las gracias otra vez, dejó el barrilito bajo la araucaria, encontró el cesto y se acercó al linde de la selva. Allí, árboles de todos los tamaños se inclinaban por el peso de sus frutos. Orfeo recogió tantos que en cuestión de un momento tuvo el cesto lleno. Al volver, mordió una especie de manzana de pulpa tierna que le procuró un intenso placer. Se apresuró a volver a subir a bordo de la Fábula con el cesto y distribuyó la fruta a sus compañeros, cuyas mejillas recobraron el color al instante.
—¡Qué rico está todo! —suspiró Chanclo.
—Gracias, capitán —dijo Peppe.
Malva sonrió.
—Cuando hayáis recuperado las fuerzas —les dijo animadamente Orfeo—, venid conmigo a tierra. ¡Aún quedan cientos de frutas que recoger!
Entonces saltó de nuevo al agua desde la borda de la Fábula. La presencia del viejo le despertaba curiosidad. Deseaba hablar con él, saber cómo se llamaba y qué hacía allí, en aquella isla.
—Me llamo Jahalod-Rin —respondió el hombre a las preguntas de Orfeo—. Hace tantos años que vivo en esta isla que he perdido la cuenta. Fabrico flautas.
—¿Sois músico? —preguntó Orfeo.
—No, fabrico flautas y ya está.
—¿Y no las tocáis?
—Nunca.
Orfeo frunció el ceño, extrañado.
—¿Y para quién son esas flautas, si no las tocáis?
Jahalod-Rin entornó los ojos. Sus labios finos dibujaron una sonrisa.
—Fabricar flautas no es más absurdo que querer irse del Archipiélago.
—Y ¿cómo sabéis que queremos irnos del Archipiélago?
—¡Sois igual que todos los demás! —rió el viejo—. Llegáis aquí armando el gran barullo, hacéis sonar las sirenas de alarma, provocáis el vuelo de los patrulleros y luego no tenéis otra idea en la cabeza que iros de aquí. Yo preferí resignarme a mi suerte y dedicar mi tiempo a otras cosas. Esta isla está repleta de estanques y ríos, y las cañas crecen por doquier. Por lo tanto, fabrico flautas.
Orfeo miró a Jahalod-Rin con asombro.
—Entonces, no quisisteis… —empezó a decir.
—¡Pues no! —sonrió Jahalod, adelantándose a su pregunta—. ¿Para qué dar vueltas y más vueltas en esta infinidad de islas y arriesgarse a terminar en el Encierro? Aquí estoy mejor. Ya no espero nada, pero al menos no voy a decepcionarme.
Orfeo se sentó en la arena frente al anciano. Se quitó el chaquetón de contramaestre y se secó la frente. Durante un rato no dijo nada, ensimismado en la contemplación de la isla. El ruido lejano de la cascada bastaba para serenarlo y refrescarlo. Jahalod-Rin se puso de nuevo manos a la obra con paciencia y esmero.
—De todos modos, Catabea nos ha dicho que existe una forma de salir de aquí… —suspiró.
—A estas alturas, yo ya no lo creo —respondió el viejo—. Por si os interesa, todos los que han querido irse están muertos.
—¿Lo habéis visto? —preguntó tímidamente Orfeo—. Es decir… ¿habéis visto el Encierro?
Jahalod se encogió de hombros.
—¡Desde luego que no! Sólo los que han acabado allí saben cómo es. ¡Mirad! ¡Ya he terminado ésta!
Y mostró con orgullo la flauta que acababa de tallar. Al ver que Orfeo asentía con admiración, se la ofreció.
—Podéis quedaros con ella —dijo—. Así, cuando partáis, os seguiréis acordando de mí.
Orfeo, que no estaba muy acostumbrado a los regalos, la aceptó agradecido. ¡Todo parecía tan simple en compañía de aquel sabio!
—Pero no hace falta que os vayáis —añadió Jahalod—. Aquí sois bienvenidos. Quedaos todo el tiempo que queráis. Me haréis compañía y eso me hará bien. ¡Hace tanto tiempo que no tengo visitas!
Orfeo hizo acopio del coraje suficiente como para preguntarle por el arconte:
—¿No habréis visto por casualidad a un hombre solo a bordo de un barco cispaciano? ¿Un hombre sin pelo y que lleva ropas con suntuosos bordados?
Jahalod-Rin sacudió su largo pelo blanco y Orfeo se sintió más tranquilo. Si, como había dicho Catabea, el arconte les había seguido hasta aquel lugar extraño, al menos no rondaba cerca. Se llevó distraídamente la flauta a la boca y sopló. De ella salió un sonido puro, que hizo sonreír a Jahalod.
—¡Sabéis tocarla! —exclamó.
—En realidad, no —confesó Orfeo—, pero tampoco tiene que ser muy difícil aprender.
—¡Tocadla más! ¡Por favor!
Orfeo hizo lo que el hombre le pedía. Al tapar los agujeros con los dedos, produjo una serie de notas que entusiasmaron al anciano.
—La música… Eso sí me consuela. Ya me pongo triste al pensar que acabaréis yéndoos…
Al oírlo, Orfeo sintió que el alma se le caía a los pies. Aquel anciano parecía tan solitario, tan bueno. Tenía ganas de ayudarlo, de contentarlo.
—No vamos a irnos en seguida —se apresuró a decirle—. Necesitamos reposo y tiempo para reparar nuestra nave. Si no os importa, dormiremos en tierra esta noche…
La cara del anciano se iluminó. Con un gesto de la mano, señaló un techo de tablas que había construido junto a la araucaria.
—Las lluvias son fuertes en esta isla. Resguardaos allí, os lo ruego.
Orfeo, a quien sentaban mal la humedad y las corrientes de aire, apreció el gesto del viejo.
Volvió corriendo a la Fábula, explicó a sus compañeros quién era Jahalod y les mostró el techo de tablas.
—No nos quedaremos mucho tiempo —les dijo, lanzando una rápida mirada al nokros—. Pero ¡seguro que en esta isla hay delicias que tenemos que aprovechar!