La cara de Catabea fue desapareciendo casi por completo tras una cortina de humo. Desde la cubierta del barco, los pasajeros entornaban los ojos para no perderla de vista.
—Habéis aceptado el Procedimiento —anunció Catabea—. Y habéis pronunciado mi nombre. Al traspasar la Gran Barrera, habéis franqueado los límites de nuestro mundo. Habéis penetrado en el Archipiélago y ahora debéis someteros a nuestra ley. ¡Escuchad bien, extranjeros! De lo que os voy a decir dependerá vuestra supervivencia.
Chanclo y Peppe palidecieron al oír estas palabras. Cerraron los ojos y se pusieron a gemir de nuevo. Pero Catabea volvió a tomar la palabra y su voz cavernosa tapó los lloriqueos de los muchachos.
—Las reglas que os voy a exponer son implacables y debo advertiros de que, hasta ahora, ningún viajero ha podido cumplir sus condiciones. ¡Ninguno! Sabiendo esto, todavía tenéis elección: aún podéis renunciar definitivamente a vuestra libertad decidiendo quedaros para siempre en el Archipiélago como prisioneros. Si tomáis esta decisión, podréis beneficiaros de las grandes riquezas de nuestro mar y nuestras islas. Nosotros no os pediremos nada. En cambio, si optáis por atravesar el Archipiélago y salir de él, deberéis someteros a nuestra ley.
Un silencio siguió a esta declaración, durante la cual los pasajeros de la Fábula se consultaron con la mirada. En sus caras se leía la incomprensión.
—¿Y bien? —se impacientó Catabea—. ¿Qué decidís? ¿Preferís quedaros aquí para siempre? ¿O intentaréis lo imposible por regresar al lugar del que venís?
Orfeo tenía la nuca rígida y las manos húmedas. Carraspeó tímidamente antes de preguntar:
—¿Qué ocurrirá si no logramos cumplir las condiciones?
—Se os arrojará al Encierro —respondió Catabea con calma—. Es el destino más común y también el más terrible que hay. Pero todavía podéis decidir convertiros en simples habitantes del Archipiélago. Aquí existe una multitud de islas. Seguro que encontraréis una que os convenga. Y vuestra existencia será larga y dulce.
—Pero entonces nunca podremos volver a casa, ¿no es así? —quiso cerciorarse Orfeo.
—Así es. Y debo precisar que la elección que vais a hacer sólo será válida si todos los pasajeros del barco están de acuerdo.
Presa del pánico, Malva volvió a tirar a Orfeo del brazo.
—Me niego a estar prisionera en este sitio —murmuró—. ¡Acatemos su ley, si es el único modo de huir!
Chanclo y Peppe se pusieron en pie. Con las piernas temblorosas, se acercaron a Orfeo. Un poco más allá, Babilas permanecía postrado, con el pecho arqueado sobre la barandilla.
—Yo, de acuerdo con Malva —anunció entonces Lei con voz decidida—. Imposible para mí quedar aquí, tan lejos de reino de Balmún.
—¿Cuál es vuestra respuesta? —exigió Catabea.
Babilas se incorporó para indicar a Orfeo que secundaría su decisión. Pero fue Finopico quien habló primero:
—¡Nosotros queremos volver a casa, bruja loca! —le espetó a la guardiana de la isla—. ¡Acabamos de llegar a tu Archipiélago de mala muerte y ya hemos visto bastante! ¡Si tengo que toparme con esos pájaros con cabeza de hombre cada dos por tres, hasta prefiero tu Encierro!
Los gemelos soltaron un grito. La boca de Catabea se abrió y de ella salieron silbando unos chorros de humo gris que dejaron a los pasajeros de la Fábula pálidos de estupor.
—¡Entonces, ya os habéis decidido! —exclamó la criatura—. ¡Que hable nuestra ley!
Dejó que se disiparan las brumas que la envolvían y luego, con un movimiento lento, sacó de los pliegues de su túnica un objeto que alzó frente a ella.
—Esto es un nokros, un matatiempo. Contempladlo bien, pues os acompañará en vuestra travesía por el Archipiélago.
El nokros era parecido a un reloj de arena muy grande: constaba de dos compartimentos de cristal que se comunicaban por un estrecho cuello de metal. El conjunto se completaba con un alambique translúcido que contenía un líquido rojo.
—Este alambique contiene ácido mórbico. Irá goteando poco a poco hasta que…
Catabea se interrumpió y se sacó de la túnica una piedra marrón que mostró a los náufragos.
—¡Obsílix! —se asombró Lei—. ¡Esto, piedra muy rara! ¡Sólo en corazón de volcanes, me parece!
—En efecto, se trata de un obsílix —respondió Catabea—. Más conocido como piedra de vida. Este mineral es tan duro que soporta el calor de la lava fundida.
Entonces separó el alambique, colocó frente a él la piedra de vida y vertió un hilillo de ácido rojo por encima. La piedra se partió en dos. Echó humo, se cubrió de burbujas y, ante los ojos atónitos de los náufragos, se convirtió en polvo. Terminada la demostración, Catabea volvió a colocar el alambique en su sitio y resolvió:
—Como sois ocho, voy a dejar en el compartimento superior del nokros ocho piedras de vida. Cada una de ellas simbolizará un miembro de vuestra tripulación.
A pesar del humo que no dejaba de brotar en torno a Catabea, Malva la vio manipular el frágil nokros. Las manos de la mujer árbol se movían con una lentitud penosa pero con una precisión sorprendente teniendo en cuenta su rudeza. Catabea enroscaba y desenroscaba el alambique, cogía las piedras de vida y las depositaba en el compartimento de cristal sin vacilar en ningún momento.
—Ya está —dijo al fin, alzando el gran reloj de arena—. Las ocho piedras están en su sitio. No tardará en caer una gota de ácido mórbico sobre la primera de ellas. La obra de destrucción habrá empezado, y ya nadie podrá detenerla hasta que todas las piedras hayan sido reducidas a polvo. Entonces, el polvo caerá a la parte inferior del nokros. Cuando ya no quede nada de las ocho piedras, vuestro tiempo se habrá agotado.
Los tripulantes de la Fábula intercambiaron miradas de desconcierto. Orfeo se mordió el labio antes de preguntar:
—¿Qué sucederá cuando llegue ese momento?
—Existen dos posibilidades —contestó Catabea—. Que hayáis fracasado, en cuyo caso se os arrojará al Encierro, o que hayáis superado la prueba, y entonces podréis iros del Archipiélago.
Pero ya os lo he advertido: nadie, ninguna tripulación ha triunfado jamás.
—Pero… ¿superar qué prueba? —exclamó Finopico—. ¡No comprendo nada de todo esto!
Catabea se acercó a la fragata y clavó sus ojos brumosos en el cocinero. Cuando ella abrió la boca, Finopico recibió una nube de humo en la cara y se puso a toser.
—¡No te alteres, fogoso galniciano! —le ordenó—. Conozco tu temperamento impetuoso y febril. Sé qué es lo que te obsesiona, pues te conozco a la perfección…
—¡Pamplinas! —exclamó Finopico, apartando el humo con el dorso de la mano—. ¿Qué prueba tenemos que superar?
—¡Ni más ni menos que satisfacer vuestros deseos más extremos, los más secretos! —sonrió la guardiana del Archipiélago.
Dicho esto, volvió lentamente la cabeza y clavó sus ojos sucesivamente en los de Orfeo, Malva, Lei y todos los demás.
—¡Conozco la historia… las heridas de cada uno! ¡Todos vosotros tenéis sueños profundos, carencias terribles, ambiciones que os consumen! ¡Nunca os habéis contentado con vuestra suerte!
Malva se estremeció. Cada palabra que pronunciaba Catabea le pareció tan afilada como una flecha. Y cada flecha daba en el blanco. La profetisa dedicó también un tiempo a Al, que seguía aplastado sobre la cubierta, con el hocico entre las patas.
—¡Hasta los perros tienen sus secretos! —afirmó—. Aquí, en el Archipiélago, se extiende el amplio espejo en el que se reflejan vuestros deseos y temores, vuestros sueños y pesadillas. Este espejo se ensancha o estrecha en función de quienes lo recorren. Cambia de forma sin cesar. Cada día surgen o desaparecen nuevas islas, y hasta yo misma ignoro su número exacto. Son acogedoras o peligrosas, luminosas o tenebrosas, húmedas o áridas, desiertas o superpobladas, pero en todas ellas hay un tesoro escondido.
Mientras hablaba y humeaba, Catabea balanceaba sus brazos enormes, como marcando el ritmo de una música inaudible. Su pelo, la maleza tupida y cenicienta que le erizaba el cráneo, temblaba cada vez que movía la cabeza. Y los árboles de la isla, sobre las colinas, inclinaban o enderezaban las copas al mismo ritmo. Catabea y la isla eran uno.
—Esto es lo que exige nuestra ley —siguió diciendo—. ¡Al atravesar el Archipiélago, debéis conseguir realizaros! Al navegar sobre nuestro mar, os veréis enfrentados a vosotros mismos y deberéis batallar contra vuestros propios terrores. Si rechazáis las pruebas que os esperan, os perderéis sin remedio. No os quedará más opción que el Encierro.
Entonces se acercó a Orfeo, elevó hacia él sus brazos enormes y rugosos y le tendió el nokros por encima de la barandilla de popa.
—Capitán, te confío el matatiempo. El ácido mórbico tarda dos días en disolver una piedra de vida. Serás responsable del nokros durante los dieciséis días que se os han sido concedidos. Si uno de tus compañeros o tú mismo intentáis interrumpir el proceso, la sentencia se ejecutará de forma inmediata. Cuidad bien de este instrumento.
Orfeo sintió un sudor frío cubriéndole la frente. Cogió el nokros con las manos húmedas y luego, sin apartar la mirada del alambique que contenía el ácido, lo colocó sobre la cubierta y lo apoyó en el palo mayor. Mientras tanto, Catabea había dirigido la atención a la principetta para examinarla con atención. Soltando varias volutas de humo, dijo:
—Debo advertirte, joven principetta, del peligro que te amenaza en particular. Otro navío ha atracado aquí. Habrás oído sin duda dos toques de sirena: cada uno de ellos indicaba que un extranjero acababa de traspasar la Gran Barrera. Este visitante solitario se ha presentado a bordo de una nave cispaciana, pero hablaba tu idioma, el galniciano. Ha hecho la misma elección que vosotros, pues prefiere arriesgarse a terminar en el Encierro a quedarse en el Archipiélago como prisionero. He explorado su alma, y no he visto más que odio. Y ese odio va dirigido a ti.
Malva dio un brinco, y su cara se puso muy pálida.
—El arconte… ¿El arconte está aquí?
Catabea balanceó su cuerpo de árbol hacia delante y hacia atrás en señal de asentimiento.
—¡No puede ser! —exclamó entonces Chanclo—. ¡Lo habíamos encerrado en el harén de Temir-Gaí!
—¡Encerrado bajo llave en un cuartucho! —secundó Peppe—. ¡El incendio se extendió muy rápido! ¿Cómo habrá podido…?
—Yo sé todo lo que pasa en mi Archipiélago —le interrumpió Catabea—, pero ignoro lo que sucede en otras partes.
Entonces retrocedió con pasos lentos y añadió:
—Ahora debo retirarme y ordenaros que abandonéis esta costa. El ácido mórbico ya empieza a hacer efecto… ¡Mirad!
En el nokros, la primera piedra humeaba ligeramente. Pequeñas burbujas aparecían en la superficie.
—¡No perdáis ni un momento! —recomendó Catabea—. ¡Dieciséis días! ¡No lo olvidéis! ¡Es nuestra ley!
Dicho esto, se dio la vuelta y se encaminó lentamente hacia el bosque.
—¡Por favor, no nos dejes! —la llamó Malva, inclinándose y agarrándose a la barandilla con todas sus fuerzas—. ¡Todavía tenemos preguntas que hacerte!
Pero Catabea se alejaba inexorablemente. Su voz cavernosa ya empezaba a atenuarse:
—Tantas islas como deseéis, extranjeros, tantos tesoros escondidos como necesitéis desenterrar. ¡Sobre todo, sed sinceros con vosotros mismos! ¡Y entonces, tal vez podáis encontrar la salida del Archipiélago!
Y, con un último gesto de sus enormes brazos, ordenó:
—Y ahora, ¡partid!
Su voz ronca se ahogó bruscamente. Un silencio total se abatió sobre la isla.
Después, todo pasó muy rápido: unas pequeñas olas hicieron cabecear la Fábula, unas olas invertidas, que partían de la costa y se arrastraban hacia el mar. En cuestión de un momento, y ante la completa estupefacción de los tripulantes, el barco fue expulsado por el oleaje espumoso de la isla de Catabea, cuyo contorno se fue difuminando antes de borrarse del todo. Los árboles, las rocas, todo se había evaporado.
Aturdidos, los miembros de la tripulación se agruparon en torno al matatiempo. Una segunda gota de ácido rojo colgaba en el extremo del alambique.
—¿Qué significa esto? —estalló bruscamente Finopico—. ¡No he entendido nada de ese discurso disparatado! ¡Un espejo! ¡Islas que aparecen y desaparecen! ¡Tesoros escondidos! A mí ya me gustaría cavar, ya… Pero ¿dónde? ¡No hay ni una costa en el horizonte!
—Catabea habla con acertijos —intervino Lei—. A lo mejor tesoros no existen de verdad. Ella quiere decir que tesoros escondidos en interior de nosotros.
Los gemelos se arrodillaron delante del nokros.
—Capitán —musitó Chanclo—, dinos qué tenemos que hacer…
—No queremos morir —añadió Peppe—. Somos demasiado jóvenes.
Y dirigiendo a Orfeo sus caritas trastornadas gimieron al unísono:
—¡No queremos terminar en el Encierro!
Orfeo suspiró, sintiéndose desamparado. Catabea les iba a poner a prueba, pero él no tenía ni idea de la forma en que ocurriría aquello. Lo único que veía era que la Fábula necesitaba reparaciones y que su tripulación corría el peligro de morir de hambre y de sed.
Entonces, en el interior del nokros, la gota de ácido mórbico cayó sobre la piedra de vida y creó un pequeño cráter humeante. Todos dieron un respingo.
—Tenemos que encontrar una isla para aprovisionarnos —resolvió Orfeo con voz sombría—. Es lo único que importa por el momento.