Una figura oscura había surgido del agua, a un centenar de cables de la Fábula. A aquella distancia, nadie habría podido distinguir qué era aquella cosa, pero en cualquier caso era algo gigantesco. Y lo más extraño era que, además, era capaz de multiplicarse: una segunda figura, semejante a la primera, apareció envuelta por un ruido sordo como de cascada y seguida de una tercera y luego una cuarta. Aquellas formas colosales emergían del agua para luego quedar inmóviles ante los ojos de los supervivientes.
Al se había quedado callado. Exhausto, se había tumbado sobre la cubierta, con la lengua fuera. Un silencio total reinaba a bordo. Malva y Lei soltaron los sacos de harina y se acercaron a la borda. Bajo sus pies, notaban cómo temblaba la frágil carcasa del navío. Orfeo se puso a su lado y lanzó una mirada a la línea de flotación: sin explicación aparente, el mar espumeaba por la acción de unos remolinos, justo bajo el casco.
Cuando alzó la cabeza, vio con estupor que las figuras negras seguían irguiéndose por encima del agua a un ritmo constante.
—Parecen… estatuas —musitó Malva.
—Tienen forma humana —secundó Lei—. Yo veo cabezas, cuellos, brazos…
Fascinado, Orfeo contempló el nacimiento de aquellos inmensos hombres de piedra, sin comprender cómo podía estar produciéndose un fenómeno así. Las estatuas se encontraban inmersas en el mar hasta la cintura. Estaban colocadas por parejas, una frente a otra, y formaban poco a poco un cerco inquietante que se aproximaba al barco.
—¡Esto es cosa de la bruja! —exclamó de pronto Finopico, presa del pánico, mientras señalaba a Lei con el dedo—. ¡Es ella! ¡Esto es cosa de su magia!
—¡Silencio! —ordenó tajantemente Orfeo.
Entonces se asomó de nuevo por la barandilla y confirmó su presentimiento: la Fábula estaba siendo atraída hacia el cerco de estatuas por una corriente llegada de ninguna parte. Lanzó una mirada a Babilas, pero el gigante hizo un gesto de impotencia: sin ancla ni velamen, la Fábula se desplazaba sin remedio; ni siquiera él podía hacer nada para impedirlo. Los demás tripulantes se agruparon en torno a Orfeo, sin decir nada, con el temor dibujado en el gesto.
El barco empezó a ganar velocidad. Los hombres de piedra seguían de pie sobre el agua, rígidos como soldados en posición de firmes, y cuando la Fábula penetró en el estrecho pasadizo que habían formado, Orfeo tomó conciencia de su gigantismo. ¡Las caras, esculpidas en una piedra cobriza, sobrepasaban la cubierta de la nave en diez metros como mínimo!
—Ningún pueblo capaz de proeza como ésta —murmuró Lei, más maravillada que asustada—. ¡Esto, obra celeste!
A su lado, Malva experimentaba una angustia difícil de explicar. De los cientos de crónicas de viaje que había leído, ninguna mencionaba una aparición semejante. ¿Acaso la tempestad había desviado la nave fuera de los límites cartografiados?
La corriente arrastró la Fábula durante un período de tiempo que a todos les pareció una eternidad. Los gemelos empezaron otra vez a gemir y a predecir catástrofes, mientras Finopico lanzaba miradas desafiantes a Lei.
Cuando llegaron al final del cerco formado por las estatuas, vieron que la roda del barco entraba en unas aguas de un deslumbrante azul turquesa. A lo lejos, Orfeo distinguió entonces el contorno de unas costas, pero no tuvo tiempo de anunciarlo: una bandada de pájaros se acercaba a la Fábula rozando las olas. El batir de sus alas producía un silbido estridente.
De pronto, Al se puso a cuatro patas y se acercó renqueando y gruñendo a la proa de la nave. Cuando los pájaros ya estaban bastante cerca, empezó a ladrarles, pero las extrañas aves no mostraron temor alguno. Entonces, se abatieron bruscamente sobre la cubierta de la Fábula.
Fue en ese momento cuando los náufragos comprendieron que verdaderamente habían entrado en un universo desconocido.
Aquellos pájaros, sostenidos por nudosas patas de zancudos, tenían las alas de metal. Sus cuellos gráciles estaban coronados por minúsculas cabezas humanas.
—¡Por todas las divinidades del Mundo Conocido! —exclamó Finopico con un grito ahogado.
Fue el único que llegó a pronunciar alguna palabra. Los demás se habían quedado tan mudos como Babilas.
—¡Vaya! —comentó uno de los pájaros—. Éstos también hablan galniciano.
—A Catabea le va a encantar —dijo otro pájaro.
Y todos los zancudos con cabezas humanas abrieron la boca para estallar en risotadas lúgubres parecidas al croar de las ranas.
Malva notó que un sudor frío le recorría la espalda. Desde que huyó de Galnicia había descubierto criaturas muy extrañas, pero las cabezas atrofiadas que se balanceaban al final del cuello desmesurado de aquellos pájaros le ponían la piel de gallina. Cuando uno de ellos se acercó desplegando sus alas metálicas, Malva contuvo un grito.
—No tengáis miedo —arrulló el pájaro—. Somos los patrulleros de Catabea. Habéis penetrado en el Archipiélago y el Procedimiento debe cumplirse. ¿Cuál es el nombre de esta nave?
Los pasajeros intercambiaron miradas de pánico. ¿Archipiélago? ¿Catabea? ¿Procedimiento? No comprendían ni una palabra de todo aquello.
—¡El nombre de esta nave! —repitieron entonces los pájaros con tono amenazador.
—La Errabunda —respondió Orfeo, con un hilo de voz.
—La Fábula —contestó Malva al mismo tiempo.
Los pájaros con cabeza de hombre alargaron el cuello.
—¿Acaso tiene dos nombres esta nave? —quiso saber uno de ellos—. ¡Ay de vosotros si queréis engañarnos!
Los demás hicieron rechinar las alas.
—Se llama… Fábula —se apresuró a rectificar Orfeo.
Los patrulleros suavizaron el tono.
—¿Quién manda en esta cáscara de nuez? —preguntó uno de ellos.
Silencio. Peppe y Chanclo, apoyados en el palo mayor partido, daban la impresión de ser cadáveres puestos de pie, mientras que Finopico castañeteaba los dientes sin darse cuenta. Babilas entrecerraba sus ojos oscuros y Malva sacudía la cabeza.
Ante aquellos pájaros extraños, ninguno de ellos se atrevía a asumir el papel de capitán.
—Nuestro capitán ha muerto —explicó Orfeo.
Los patrulleros se contonearon sobre sus largas patas y un largo murmullo de reprobación se elevó entre ellos.
—¡El Procedimiento nos obliga a conocer el nombre del capitán! —gritó uno de los pájaros—. Sin él, tendremos que mandaros al Encierro!
—¡Al Encierro!
—¡Al Encierro! —repetían las demás aves.
—¿Qué es el Encierro? —osó preguntar Orfeo.
Un patrullero se separó del grupo y balanceó su horrorosa cabecita sobre la nariz del joven.
—El Encierro es el centro de nuestro Archipiélago. Es una cárcel donde encerramos a todos los que no respetan el Procedimiento.
El pánico se apoderó de Chanclo y Peppe al oír aquellas palabras.
—¡A la cárcel, no! ¡A la cárcel, no! —suplicaban, cayendo de rodillas sobre la cubierta.
—¡Ya hemos conocido demasiados calabozos! —lloriqueó Chanclo—. ¡Están fríos, oscuros y húmedos! ¡Antes morir que volver a un sitio así!
Malva tiró a Orfeo de la manga y le dirigió una mirada de súplica.
—Nos habéis salvado a Lei y a mí del harén de Temir-Gaí. Si me vuelven a encerrar, no lo soportaría.
Los patrulleros esperaban una respuesta rápida. De las bocas les salían unos sonidos amenazantes. Orfeo miró a Babilas y luego a Finopico. Los dos hombres se limitaron a bajar los ojos.
—Está bien —dijo, con tono de resignación—. Yo soy el capitán de la Fábula. Mi nombre es Orfeo Mac Bott. Nos dirigíamos a Galnicia cuando una tempestad infernal se ha abatido sobre…
—¡Nonononono! —voceó otro pájaro, entornando unos ojos que no eran mayores que la cabeza de un alfiler—. ¡Eso que llamáis tempestad infernal no era otra cosa que la furia de Catabea!
—De todos modos… —siguió diciendo Orfeo— esa tempes…
—¡Ya está bien! —exclamó un tercer pájaro—. ¡Prestad atención a lo que se os dice y dejad de hablar de esa tempestad como si no fuera más que un vulgar fenómeno natural! Sabed que Catabea es muy susceptible. Habéis provocado su cólera al atravesar la Gran Barrera, así que os ruego que no le deis más motivos para enfadarse.
Finopico se acercó. Bajo su pelambrera roja, la piel de la frente había adquirido un tono cetrino.
—¿De qué estás hablando, pájaro de mal agüero? —estalló—. ¡Largaos por donde habéis venido y dejadnos seguir tranquilamente nuestro camino! ¡Lo único que queremos es volver a casa!
Los patrulleros volvieron instantáneamente sus cabecitas hacia el cocinero y clavaron sus minúsculos ojos en él.
—¡Quiere volver a casa! —exclamó una de las aves.
—¡Volver a casa!
—¡Volver a casa!
Y todos los demás pájaros se partían de risa mientras hacían chocar sus alas metálicas entre sí, hasta tal punto que Malva notó que se le ponía el pelo de punta.
—Cuando una nave se extravía en el Archipiélago —dijo entonces uno de los zancudos con un tono repentinamente serio—, nadie vuelve a saber de sus ocupantes. Lo que era conocido deja de serlo. Vuestra casa ya no existe.
—Y ahora —prosiguió el pájaro que había hablado al principio— os llevaremos a presencia de Catabea. Ella os explicará todo lo que necesitáis saber.
Dicho esto, desplegó una de sus alas y señaló con su extremo la proa de la Fábula.
—¡Remolque!
Al oír la señal, con un gran estruendo mecánico, la bandada alzó el vuelo, rodeó el palo mayor partido y volvió a descender, esta vez sobre la popa. Con una sincronización perfecta, los patrulleros abrieron entonces las alas.
La Fábula se vio propulsada hacia delante desde el primer batir de alas. La nave empezó a ganar velocidad, surcó el agua turquesa con una fluidez pasmosa y finalmente se acercó a la orilla de la isla que Orfeo había divisado. Uno de los patrulleros exclamó:
—¡Bienvenidos al hogar de Catabea, extranjeros!
La bandada de pájaros se elevó bruscamente hacia las copas de los árboles esqueléticos que cubrían la isla y luego desapareció para dejar tras de sí a los pasajeros de la Fábula, totalmente estupefactos.
El morro del buque se había hundido en una arena grisácea que contrastaba con el azul intenso del agua. La isla era estrecha, árida y rocosa. La vegetación parecía estar congelada, muerta desde hacía mucho tiempo, como sepultada bajo una capa de cenizas. Los árboles no tenían hojas, los matorrales se confundían con las rocas y un silencio total cubría aquel lugar abandonado al parecer por los animales y los insectos. Abordo de la Fábula reinaba la consternación.
—Es una broma —terminó diciendo Finopico—. Una alucinación, una tomadura de pelo…
No había terminado aún de hablar cuando una súbita corriente de aire hizo estremecer las ramas de los árboles más cercanos a la costa y luego cesó de pronto.
—Nadie ha oído hablar jamás de la Gran Barrera, ni de este Archipiélago de las narices… —añadió el cocinero, con voz algo menos firme.
Algo crujió por entre la espesura del bosque, en lo alto de las colinas. Un chasquido seco de madera, sonoro y lúgubre.
—Nadie ha oído…
—¿Queréis callaros de una vez? —lo interrumpió Malva.
—¡Sí, sí, por la Santa Quietud! —suplicaron los gemelos—. Despertaréis las iras de Ca…
—Pero ¡bueno! —gruñó Finopico—. ¡Es absurdo! ¡Estos pájaros de mal agüero se han burlado de nosotros, está clarísimo!
Los demás no compartían esa opinión. Los extraños toques de sirena, las estatuas gigantes con ojos de piedra, los pájaros con cabeza humana, todo indicaba que se habían perdido en un mundo del que podían esperar cualquier cosa. Incluso Al, desconfiado y temeroso, apuntaba el hocico en dirección al interior de la isla.
—¡Vamos a ver! —se impacientó Finopico—. ¡Seamos razonables! ¡Todo esto no puede ser más que una alucinación provocada por el hambre y la sed!
—¿Y si, en efecto, hemos atravesado cierto límite? —murmuró Malva—. ¿Y si esa Gran Barrera existiera realmente?
Buscó una respuesta en los ojos de Orfeo, que, inquieto e indeciso, sacudió la cabeza.
—No lo sé, alteza.
—Pues bueno, dado que nadie sabe nada —concluyó Finopico—, propongo que desembarquemos. Esta isla parece desolada, pero ¿no habrá agua potable con la que rellenar algunos barriles? ¿No habrá frutos silvestres o raíces que podamos comer?
Los supervivientes del naufragio examinaron detenidamente la costa triste y gris. Finopico se acercó a Babilas para zarandearlo.
—Tenemos que reparar la Errabunda... ¡o la Fábula, qué más da! ¿Qué dices tú?
El gigante indicó con un gesto que estaba de acuerdo.
—¡Pues venga! —insistió el cocinero—. ¡Empecemos ya y pronto podremos irnos de este sitio! ¡Si todavía corre sangre galniciana por nuestras venas, seamos dignos de ella!
Orfeo soltó un suspiro. Desde luego, Finopico tenía razón. Y ahora que se había autoproclamado capitán, tenía que tomar una decisión.
—Necesitamos una pasarela —empezó a decir—. Y madera para el fuego, y utensilios y…
—Como ya sabéis, soy un pescador excelente —le interrumpió Finopico, subiéndose las mangas—. En cuanto me haya fabricado un arpón, me zambulliré para buscar algo con lo que pueda preparar una sopa formidable. ¡Estas aguas tan limpias tienen que estar repletas de peces, por la Santa Armonía! Y de momento no he visto ninguna Catabea que…
No había acabado de decir esto cuando un temblor sordo sacudió los árboles y las rocas. La isla entera pareció emitir un gruñido animal y una voz ronca resonó en los oídos de los náufragos:
—Habéis pronunciado mi nombre…
Malva dio un respingo y, de forma refleja, se agarró al chaquetón de Orfeo. Entonces, una mujer inmensa surgió de entre el bosque de árboles muertos ante sus ojos. Lentamente, fue acercándose sobre la arena. Llevaba una amplia túnica negra que le cubría el torso. Sus miembros parecían estorbarle de tan pesados: los brazos y las piernas parecían troncos, recios, nudosos, arrugados como la corteza. Sólo la cara, lisa y luminosa, conservaba cierto aspecto humano.
—Soy Catabea —anunció—. Catabea, guardiana del Archipiélago.
Al hablar, le salían unas volutas de humo gris de la boca.