23. LA FÁBULA

Lo primero que sintió Malva al recuperar la conciencia fue un dolor punzante en la nuca. Notaba la sangre latiéndole en las sienes y tenía la sensación de que su cabeza era el doble de grande. Entonces se acordó del hombre uniformado que había entrado en el camarote donde estaba y que la había golpeado con un catalejo. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué la habría atacado? No tenía ni idea.

Malva abrió al fin los ojos. Aunque se hallaba envuelta en penumbra, se dio cuenta de que estaba atada y tumbada boca abajo. Debajo de ella, un suelo de tablas húmedas exhalaba un fuerte olor a sal y vinagre que le impedía respirar. Tenía algo pesado sobre las piernas, pero al menos podía mover los brazos. De modo que, apoyándose en las manos, se ladeó para respirar mejor. Una vez así, constató que no podía moverse más debido al peso que le aprisionaba las piernas.

Alzó la vista y comprendió que yacía bajo una lona impermeable tendida a lo largo de los elevados bordes de una chalupa. Un destello de luz solar se filtraba por los intersticios y un ligero oleaje mecía la embarcación. Malva respiró profundamente al acordarse de la sobrecogedora tempestad que se había abatido sobre la Errabunda. «Al menos —pensó—, el mar parece en calma y yo estoy viva.»

No obstante, todavía había algo que le preocupaba: el peso que tenía sobre las piernas. Alargando el cuello, levantó la cabeza tanto como pudo, y fue en aquel momento cuando vio, con el rabillo del ojo, la cara del hombre que la había dejado sin sentido. Ahogó un grito y volvió a caer sobre el costado.

—¿Quién sois?

El hombre no le respondió. Estaba prácticamente recostado sobre ella: al parecer tenía el torso apoyado en la bancada de remar, pero el resto de su cuerpo le aplastaba las piernas.

Con el corazón palpitándole con fuerza, Malva hizo un esfuerzo para ladear de nuevo la cabeza y ver mejor a su agresor. Éste sonreía satisfecho, con los ojos clavados en su prisionera. La principetta distinguió en el cuello del uniforme del hombre el emblema galniciano del Instituto Marítimo, pero no tuvo fuerzas para proseguir su observación y se dejó caer de nuevo.

—Vos… vos sois el capitán de la Errabunda, ¿no es cierto? —preguntó con voz inquieta.

El hombre no se dignó contestar. A ella sólo le pareció ver que asentía con la cabeza.

—Ignoro por qué me habéis golpeado —siguió diciendo Malva mientras intentaba apaciguar el tumulto de su corazón en el pecho—. Supongo que pretendíais… salvarme, ¿verdad? ¿Por eso estamos en esta chalupa?

El persistente silencio del hombre era particularmente angustioso. Malva lo interpretaba como señal de sus malas intenciones. Volvió a estirar el cuello y se dio cuenta de que él sonreía, imperturbable, regodeándose sin duda al verla patalear e impacientarse.

—Si es así como os divertís —dijo ella—, ¡me alegro por vos! Pero sabed que, pase lo que pase, nunca volveré a poner los pies en Galnicia.

El hombre seguía asintiendo, sin molestarse al parecer por responder a la provocación.

—Prefiero saltar al agua que seguiros, ¿me oís? —se exasperó Malva—. Mi vida no pertenece a nadie. Ni al príncipe de Andemarca ni al coronado, ni siquiera al pueblo galniciano. Si sois hombre de honor, volved con mi padre y mi madre y decidles lo siguiente: a Malva no le interesa el trono ni el poder ni los bailes en la Ciudadela ni las mezquindades y conspiraciones a las que tan aficionada es la gente de vuestra ralea, como el arconte sin ir más lejos. Malva nació para ser libre. ¡Y, piense lo que piense el coronado, para leer, estudiar y escribir! Nació para vivir en la bahía de Dao-Boa. ¡Y espero que os acordéis de ese nombre!

Habiéndose quedado sin aliento, se calló un instante, esperando la reacción del capitán. De pronto, notó algo caliente goteándole sobre la nuca. Se pasó la mano por el pelo, se llevó la palma a los ojos y…

—¡Es sangre! —chilló.

Presa del pánico, empezó a contorsionarse de tal forma que consiguió ponerse boca arriba. Entonces se encontró frente a frente con el rostro fláccido del capitán. Un hilillo de sangre le salía de la boca contraída y sus ojos vidriosos ya no parecían percibir otra cosa que tinieblas.

—Madre mía… ¡está muerto! —exclamó Malva con la respiración agitada y el estómago revuelto de repugnancia.

Entonces dejó escapar un grito estridente. Con una serie de movimientos desordenados, se agarró las piernas y tiró de ellas hacia arriba para liberarlas. Al dar el último tirón se golpeó la frente contra la bancada. Mientras tanto, la sangre del capitán no había dejado de caerle sobre la ropa, los brazos y las manos. Finalmente, encogió el cuerpo hacia la proa de la chalupa. La presencia del muerto la llenaba de terror. Sin dejar de convulsionarse por los sollozos, empujó la lona con todas sus fuerzas para arrancarla.

Cuando por fin se levantó para respirar el aire fresco, un vértigo repentino la hizo tambalearse. Estuvo a punto de caer al agua, pero se sujetó justo a tiempo y se dejó caer sobre el borde de la chalupa, presa de unas náuseas irreprimibles. Se quedó inmóvil durante varios minutos, inclinada sobre el agua, sin pensar en nada, hasta que unos gritos agudos le hicieron levantar la cabeza.

El sol ya estaba alto. Deslumbrada, Malva no distinguía más que una forma oscura a varias brazas de distancia. Y luego, al entornar los ojos, reconoció a Lei, de pie en la Errabunda, que agitaba los brazos hacia ella.

—¡Malva! —gritaba la chica de Balmún—. ¡Venimos a buscarte!

Enmudecida por lo que acababa de vivir, Malva no fue capaz más que de alzar la mano como respuesta. Entonces vio desaparecer a Lei, sin duda para ir a buscar ayuda. Aquello le hizo pensar que no era la única superviviente de la tempestad.

Malva se echó a llorar sin darse cuenta siquiera. Las lágrimas le inundaban las mejillas mientras poco a poco iba tomado conciencia de su situación: la chalupa seguía unida al barco por una amarra que el capitán no había tenido tiempo de soltar. El desdichado estaba tumbado bajo la lona, con la espalda ensartada por el gancho de una enorme polea que, empujada por los vientos furiosos de la borrasca, se le había clavado entre los omoplatos. Malva se puso a temblar como una hoja al deducir que, si el capitán no hubiese estado allí, habría sido ella quien habría recibido en pleno pecho el impacto mortal del proyectil.

Otras siluetas acababan de aparecer en la popa de la Errabunda. Lei había señalado la posición de la chalupa a dos hombres, que ahora tiraban de la amarra que la sujetaba. Malva echó una mirada de asombro a su alrededor. La mar estaba casi totalmente lisa, exhibiendo un azul profundo y una calma extraña. Ni una porción de tierra se distinguía en el horizonte, ni un pájaro surcaba el cielo, ni un soplo de aire rizaba la superficie del agua. La principetta empezó a dudar de si realmente había vivido una tempestad, pero entonces dirigió su atención a la Errabunda y pudo constatar los desperfectos: el palo mayor desplomado sobre la cubierta, los trozos de madera esparcidos por todos lados, los cabos deshilachados, las velas desgarradas… Cuando la chalupa se acercó más, Malva se dio cuenta de que hasta las letras de oro pintadas bajo el balcón de la popa habían quedado parcialmente borradas por las olas: una barra de la E había desaparecido, de modo que esta letra se convirtió en F, las dos R habían desaparecido totalmente, así como la N y el arco de la D. El corazón de la principetta dio un vuelco: ya no se leía Errabunda sobre el casco abollado de la nave sino… ¡FÁBULA!

—¡Pero bueno!… —murmuró, atónita.

¡El barco mostraba ahora el mismo nombre que el del relato del viejo marinero Bulo! ¡El nombre del barco que había encallado en las costas de Elgri-la!

—¡Es una señal! —dijo en voz alta—. ¡Por todas las divinidades del Mundo Conocido! ¡Es la señal de que este barco me llevará hasta donde deseo ir!

A pesar de su fatiga y de la intensidad de sus emociones, Malva se sintió contenta y confiada de repente. Una amplia sonrisa le iluminó la cara manchada por la sangre del capitán y se puso a bailar de alegría en la chalupa:

—¡Lei! ¡Lei! ¡Es extraordinario! ¡Hemos tenido una suerte increíble!

Asomada a la barandilla de popa, la chica rubia le devolvió la sonrisa sin entender muy bien lo que pasaba.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —repetía a Orfeo y Babilas, que remolcaban la chalupa.

El gigante había surgido poco antes de la bodega, donde había quedado sepultado bajo unos barriles que se habían desplomado sobre él. Tenía la mano izquierda rota, pero la fuerza de la otra le bastaba. Orfeo había esperado hallar a otros supervivientes, pero al menos la presencia de Babilas suponía para él un gran alivio. En cuanto a la principetta, encontrarla viva era como un milagro.

—¿Estáis bien? —le gritó cuando la proa de la chalupa tocó el casco de la Errabunda.

Cuando reconoció el cuerpo inmóvil del capitán tendido bajo la lona, no le pareció una gran pérdida. Seguramente aquel embaucador habría sentido en el momento de morir el gusto amargo de la traición en la lengua.

—¡Sí! —respondió Malva—. ¡Echadme una escalera!

Orfeo admiró la agilidad de la joven al verla trepar por la cuerda hasta la cubierta. Pero cuando la tuvo delante, se preocupó al ver la sangre que le manchaba la ropa.

—¡No os inquietéis! —le sonrió Malva—. No estoy herida. Es la sangre del capitán… ¡Está muerto y bien muerto!

Al decir esto, soltó una risa nerviosa. Entonces se acercó a Lei y la rodeó con sus brazos.

—¿Dónde están los demás? —quiso saber.

Un silencio incómodo le respondió. Malva frunció el ceño:

—¿Estáis diciendo que… sólo somos…?

—Por el momento, sí —confesó Orfeo—. Sólo somos cuatro.

La principetta se quedó mirando a Orfeo, desolada. Luego alzó la vista hacia Babilas.

—Al menos, tú pareces muy fuerte —musitó—. Pero ¡no vas a poder reparar la Fábula y tripularla tú solo!

—¿La Fábula? —se sorprendió Orfeo.

—¡Nuestro barco! —exclamó Malva—. Ya sé que puede parecer extraño, pero ha cambiado de nombre durante la tempestad. ¡Miradlo!

Los otros tres se asomaron por la barandilla y, aunque a la inversa, pudieron leer las letras doradas que quedaban inscritas sobre el casco.

—La Fábula... —suspiró Orfeo—. No sé si ese nombre le pega mucho a una ruina como ésta. Nos hemos quedado sin palo mayor y sin velas, el timón ya no responde y dudo que los instrumentos estén en condiciones de ser utilizados. No creo que la Fábula pueda llevarnos de vuelta a Galnicia.

Al oír esto, Malva clavó sus ojos de ébano en los de Orfeo. Se la veía del todo serena, pero estaba firmemente decidida a dar su opinión.

—Me niego a volver a Galnicia —afirmó—. Ya sé que el coronado os ha confiado esta misión, pero… tengo otros proyectos. Para empezar, quiero encontrar a Filomena, mi dama de compañía, que se ha quedado en la Estepa Aciciena. Y luego, cuando volvamos a estar juntas, iremos a Elgri-la, al este del Mundo Conocido. En cuanto a mi amiga Lei, ella tiene que volver al reino de Balmún.

Orfeo retrocedió impresionado ante las palabras de la principetta.

—Sólo os pido que nos dejéis desembarcar en el primer lugar que encontremos y que le digáis a mi padre que he muerto en la tempestad —propuso Malva—. Al fin y al cabo, es lo que ha estado a punto de pasarme. No será una mentira muy gorda.

—No… no os comprendo, alteza —farfulló Orfeo—. El pueblo galniciano ansia vuestro regreso… Sin vos, el país no tiene futuro. Hemos pasado meses sumidos en el duelo y el terror hasta el día en que supimos que estabais viva y…

Malva negó con la cabeza. Orfeo, sintiéndose en total desamparo, lanzó una mirada a Babilas y luego a Lei.

—No me podéis pedir que mienta al coronado —añadió—. He prestado juramento ante el Altar de las Divinidades y he… —Al ver que Malva seguía negando con la cabeza, abarcó el navío con un gesto desesperado—: ¡Han muerto hombres por vos, principetta! ¡Ellos creían en su misión! ¿Cómo osáis…?

—Vos no podéis comprenderme —le cortó Malva con sequedad—. Si vuelvo ahora a Galnicia, mi vida será un desastre. Así que iré a Elgri-la o… moriré.

Orfeo se restregó la cara con las manos. Estaba empezando a hacer calor. Mucho calor. Y aquella discusión absurda le estaba provocando dolor de cabeza.

—No sé nada de esa Elgri-la —dijo entonces—. Nunca he oído hablar de ella. Y, de todos modos, me niego a abandonaros en una tierra desconocida.

Malva soltó un suspiro de exasperación.

—Otro que quiere decidir por mí —murmuró—. No tengo suerte.

Sintiendo cómo la cólera se apoderaba de ella, se acordó del día en que su padre la humilló públicamente en la Sala del Consejo, del día en que su madre le confirmó que contraería matrimonio con el príncipe de Andemarca y también del día en que los amoyedas la vendieron a Temir-Gaí. ¿Acaso tendría que pasarse toda la vida luchando para que la dejaran definitivamente en paz? Entonces, dirigiéndose a Babilas con un mohín lleno de resentimiento e ironía, le preguntó:

—¿Y tú? ¿Por qué no dices nada? ¡Seguro que tú también tienes un montón de proyectos para mí! ¡Vamos! ¡Haz tu oferta! ¡La principetta está a la venta!

El gigante bajó los ojos.

—Babilas es mudo —le espetó bruscamente Orfeo, que había perdido la calma—. ¡Fue él quien os cargó sobre los hombros para sacaros del harén de Temir-Gaí! ¡Fue él quien atravesó las llamas que consumían la fortaleza imperial y también fue él quien rompió los barrotes de la jaula donde estabais encerrada! Se merece que lo tratéis de otra forma, principetta.

Desconcertada, Malva se mordió el labio y se tragó la cólera que estaba expresando.

—¡Ya basta! —zanjó Orfeo—. ¡Esta discusión no conduce a nada! ¡Estamos perdidos en alta mar! ¡Ya basta de hablar de Galnicia y… de Elgri-la! Tenemos que mantenernos con vida, eso es todo lo que importa.

Alzó la mirada hacia el horizonte. El aire temblaba. La temperatura aumentaba por minutos y aquel mar tan calmado le inquietaba. Se acercó a la barandilla para echar una ojeada a la chalupa donde yacía el capitán. Se sacó el alfanje, cortó el cabo que todavía unía la pequeña embarcación con la nave y sin pronunciar siquiera una palabra de adiós, contempló cómo se alejaba el cadáver; luego volvió a dirigirse a Babilas y Lei.

—Registremos la bodega —ordenó—. Necesitamos alimentos y agua dulce.

Malva seguía enfurruñada. De pronto se sentía débil y muy cansada. El chichón que tenía detrás de la cabeza le dolía y la visión de aquella tripulación tan escasa le dejaba la moral por los suelos. ¿Quién se había creído que era aquel contramaestre para hablarle en ese tono? Fue a sentarse en el cabrestante, cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó allí quieta.

Cuando Babilas y Orfeo ya descendían por la escotilla central, un extraño sonido rompió el silencio: era como una sirena de niebla, un toque prolongado que se hacía cada vez más grave. Los pasajeros se quedaron helados.

Esperaron un buen rato, sin moverse, a que se repitiese el sonido, pero no fue así.

—Será un trueno —resolvió finalmente Orfeo.

—O tal vez… ¿otro barco? —sugirió Lei.

—Yo diría que no —respondió Orfeo—. La sirena de la María Bella es más aguda.

Sin hacer más esfuerzos por comprenderlo, se encogió de hombros y acompañó a Babilas al interior de la bodega.

Cuando llegaron al pie del segundo escalón, se dieron cuenta de que el nivel del agua ya había bajado considerablemente. Si hacía sólo unos momentos casi tenían que nadar para moverse por el interior del barco, ahora caminaban chapoteando en un agua de pocos centímetros de profundidad y llena de algas.

Pasaron por varios pañoles sin descubrir nada aparte de barriles destrozados, tablones partidos, sacos de lona empapados y ratas que huían a su paso. Finalmente, empujaron la puerta de la gambuza con la esperanza de encontrar provisiones secas, pero allí constataron que nada se había salvado del agua. Todo se había sumido en el más completo desorden. Los libros del cocinero se habían caído de la estantería, mezclándose con los frascos de especias rotos y los arenques malogrados.

Ya se iban de la gambuza cuando Orfeo vio una pelambrera roja que sobresalía de detrás del enorme hornillo de hierro que estaba volcado al otro lado del compartimento.

—¿Finopico? —le llamó, con el corazón acelerado.

Al no obtener respuesta, Orfeo se acercó. Detrás del mueble encontró al cocinero, acuclillado en el agua y con la cara hundida en el pelaje empapado de Al, al que tenía abrazado. Al ver a su amo, el san bernardo emitió un gruñido sordo. Entonces, Finopico alzó la cabeza, y sus ojos se encontraron con los de Orfeo.

—El halacabuyas… —susurró, atónito—. Por todas las divinidades del Mundo Conocido… ¡Ha sobrevivido!

Orfeo sonrió. Que lo llamaran halacabuyas ya no le molestaba. ¡Qué contento estaba de haber encontrado a Al con vida! Y, al fin y al cabo, también se alegraba de que aquel cocinero cascarrabias hubiera escapado a la masacre.

—Ya veo que habéis trabado un conocimiento más íntimo con mi perro —le dijo—. Parece que os aprecia.

Finopico se encogió de hombros, pero no rechazó la mano que le tendía Orfeo para ayudarle a levantarse. El cocinero tenía un corte que aún sangraba en la mejilla y cojeaba un poco.

—He preferido esperar aquí hasta estar seguro de que todo se hubiera calmado… ¡Por la Santa Armonía, mis libros!

El cocinero recogió un tomo y dejó escapar un gemido de consternación al ver que estaba empapado.

—Bueno, parece que ahora somos seis —suspiró Orfeo mientras acariciaba la cabeza de su perro—. Y ¿quién sabe si no habrá más?

Mientras salía de la gambuza con la intención de bajar más para seguir explorando el vientre de la nave, pensó con gran inquietud en Peppe y Chanclo. Con lo listos que eran los dos muchachos, ¿no habrían encontrado un refugio? Pero ¿dónde?

—¡Dejad los libros ya! Procurad al menos recuperar lo que haya de comer y subidlo a cubierta para que se seque —le espetó a Finopico antes de desaparecer.

Más abajo, el espectáculo era desolador. Con el agua hasta los muslos, Orfeo se abrió paso entre los cadáveres de los marineros ahogados. Había al menos ocho o nueve, flotando panza abajo, en los rincones oscuros y malolientes. Orfeo se llevó la mano a la boca, mareado, consternado por la impresión. Horas antes, aquellos hombres corrían por la cubierta y cargaban las velas. Estaban vivos, eran marineros fuertes y resueltos. Habían seguido las órdenes del capitán y así es como habían terminado…

—¡Chanclo! —llamó Orfeo, con la voz cortada por la emoción—. ¡Peppe!

Conteniendo la respiración, siguió deambulando por la oscuridad, perdiendo la esperanza a medida que iba descubriendo más cadáveres. Cuando llegó ante la minúscula puerta del pañol de las velas, llamó una vez más:

—¡Chanclo!

Y, al fin, le llegó una respuesta:

—¡Eh! ¡Estamos aquí!

Orfeo dio un brinco y pegó la boca a la puerta:

—¡Aguantad, ya voy!

Abrió el pestillo, esperando encontrar cierta resistencia, pero la puerta se abrió sin dificultad.

—¡Si no estáis encerrados! —Se asombró al descubrir a los dos gemelos encogidos junto a las velas de reserva.

—No hemos dicho que lo estuviéramos —respondió Chanclo.

—¡Vaya! Entonces, ¿por qué no salíais?

Peppe pasó el brazo por el hombro de su hermano y echó una mirada a su alrededor.

—Aquí está todo muy oscuro… —susurró.

—Y hay muertos por todas partes… —agregó Chanclo con una mueca.

Orfeo sonrió. Estaba francamente contento de haber encontrado vivos a los dos pilluelos.

—Os dan miedo los muertos, ¿no es eso? —se burló.

Chanclo y Peppe lo miraron con ojos despavoridos.

—¡Tocar un cadáver trae mala suerte! —gritaron al unísono.

Orfeo terminó convenciéndoles de que dejaran la superstición a un lado, y los dos muchachos, temblando de miedo, lo siguieron por entre pañoles y escaleras. Cuando salieron a la luz del día, se desplomaron sobre la cubierta, lívidos y a punto de desmayarse.

—¡Somos ocho! —clamó Orfeo, satisfecho.

Malva y Lei, que estaban vaciando un saco de harina sobre un jirón de vela para secarlo, lanzaron una mirada de desencanto a los gemelos.

—Pues vaya —suspiró Malva—. Poco nos van a ayudar éstos a llegar a Elg…

Nadie le oyó terminar la frase, que quedó tapada por un nuevo pitido que desgarró el aire en aquel instante y que esta vez se prolongó haciéndose cada vez más agudo. Los supervivientes se quedaron inmovilizados. Cuando cesó el sonido, se miraron entre sí desconcertados. La sirena parecía haberse acercado.

—Eso no ha sido un trueno —murmuró Malva.

Chanclo y Peppe empezaron a temblar otra vez.

—Los muertos… —susurraban—. ¡Son… sus almas, que están llorando! ¡Ya te hemos dicho que no había que tocar los cadáveres! ¡Vienen a por nosotros!

Justo entonces, Al levantó la cabeza hacia el cielo y se puso a aullar con tono fúnebre. Los gemelos se taparon los oídos y se apretaron el uno contra el otro con cara de espanto.

—¡Haced callar a ese perro! —gritó Finopico, agitando uno de sus libros sobre su cabeza—. ¡Y decidles a esos dos mentecatos que dejen de hacer predicciones idiotas! ¡Acabarán atrayendo la desgracia sobre nosotros!

Pero Orfeo no le escuchaba, atento al horizonte, con los ojos agrandados por la estupefacción.

—Demasiado tarde —se limitó a decir, señalando con el dedo lo que acababa de aparecer a lo lejos.