El viento se levantó de golpe. El océano, trémulo al principio, empezó a ondear, a agitarse y a sacudirse bajo el casco de la Errabunda. El aire se oscureció aún más. Unas olas cada vez más grandes recorrían la superficie del mar. El rayo desgarraba la oscuridad, el trueno hizo temblar el cielo y una lluvia implacable empezó a aporrear la cubierta del barco.
Orfeo corrió a su camarote. Cuando entró, empapado y sin aliento, encontró a Malva y Lei acurrucadas en la litera. Un olor muy particular, mezcla de limón, alcohol, grasa de cerdo y perro mojado flotaba en el aire. Estornudó varias veces antes de preguntar a Lei si la medicina estaba lista.
—Malva ya ha bebido caldo —respondió Lei con un susurro—. Ella está mejor. Pero yo tengo miedo que barco se hundirá…
—No es más que una tormenta —sonrió Orfeo, mientras cogía su capote impermeable—. ¿Dónde están los gemelos? ¿Y Al?
—Perro salió. No gustó que yo le arranqué pelos. Y gemelos fuera también.
Orfeo sintió sobre él el peso de la mirada inquieta de Malva. Estaba muy pálida, pero su belleza legendaria afloraba aún sobre sus rasgos marcados por la fatiga.
—¿Sois el capitán? —preguntó ella.
—¡No, no! —se sonrojó Orfeo—. Sólo soy el contramaestre. Os doy la bienvenida a bordo, principetta. Me siento muy honrado de…
Un movimiento violento de la nave le hizo perder el equilibrio de pronto. Se agarró a la mesa.
—La cosa se pone fea —anunció—. Tengo que regresar a mi puesto, pero volveré a veros. Conservad la calma y no os preocupéis. La Errabunda resistirá.
Salió del camarote asegurándose de haber cerrado bien la puerta y subió a cubierta, sacudiéndose con un encogimiento de hombros la sensación de inquietud que la mirada de Malva le había transmitido. No sucedía todos los días que un galniciano dirigiera la palabra a la principetta heredera, pero no era el momento de reverencias ni de palabras bonitas…
Bajo la martilleante lluvia, los marineros se distribuían por todos los rincones para recoger las velas. Los hombres ocuparon todo el palo de trinquete, asaltaron la gavia mayor y arrumaron toda la carga posible para repartir el peso. El capitán corría de un extremo al otro de la cubierta, gritando órdenes. Su voz apenas se hacía oír sobre el silbido del viento y los crujidos del barco.
Orfeo se dirigió tambaleante hacia el puente de mando. A su alrededor se desencadenaba toda la fuerza de los elementos, pero no tenía miedo. ¡Ni sentía mareo alguno provocándole retortijones de tripas! En cambio, experimentaba una especie de embriaguez al estar allí, bajo aquel cielo furioso, empujado por los brazos enormes de la mar, que mecía el navío como una niñera demoníaca. ¡Había soñado vivir momentos como aquél durante toda su vida!
Los cabos azotaban la cubierta, la arboladura ululaba. El mar se abatía sobre los costados del barco con peligrosa frecuencia. Orfeo se dirigió a popa con decisión, como un torero entrando en el ruedo para medirse con el toro.
A pesar de su número y su agilidad, los hombres no tuvieron tiempo de cargar todas las velas. Los vientos no dejaban de arreciar y el cielo se confundía tanto con la masa furiosa de las aguas que pronto se hizo imposible determinar si el barco flotaba o volaba. Ahora ascendía, ahora descendía, ahora se inclinaba a babor, ahora a estribor.
Cuando Orfeo alcanzó al fin la popa, las velas se desgarraron como si no fueran más que trozos de papel. Subió los escalones, resbaló y se arrastró hasta el timón… ¡El piloto no estaba en su puesto! ¡La Errabunda no tenía timonel!
—¡Poneos a cubierto! ¡Bajad a la bodega! —bramaba el capitán, dirigiéndose a su vez a la escotilla central.
Orfeo se agarró al timón y, firmemente plantado, trató de enderezarlo. La lluvia le azotaba la cara, le pegaba el pelo a la frente y lo cegaba por completo. Con las manos aferradas al gobernalle, miraba fijamente las olas como para hipnotizarlas. Todos los relatos de marineros que había leído en su infancia cruzaban por su mente como fulgurantes visiones que se superponían a la realidad. Así recordaba a los héroes de otros tiempos que habían descubierto las tierras lejanas de Arémica y Orniente, veía sus semblantes duros y sus ojos febriles, y se sentía más cercano a ellos.
—¡No nos vas a hundir! —gritó a la tempestad, sintiéndose invadir por una exaltación fuera de lo común—. ¡Soy Orfeo! ¡Del orgulloso linaje de los Mac Bott de Galnicia!
El oleaje pronto llegó a crecer tanto que, en el seno de las olas, parecía que el mar se abría hasta el fondo. Orfeo vio con pavor a varios hombres arrastrados por golpes de mar. Otros, sin soltarse de las barras de la borda, trepaban tratando de llegar a las escotillas.
En el cielo negro, los relámpagos se sucedían a un ritmo angustioso. El capitán había desaparecido y sólo él parecía seguir en disposición de mantener el control de la Errabunda. El agua lo inundaba todo; Orfeo ni siquiera distinguía ya la proa del barco. Su capote se hinchaba como una vela por el efecto de las ráfagas. Pasara lo que pasase, mantendría rumbo al oeste… ¡a Galnicia!
De pronto, con un ruido apocalíptico, un rayo se abatió sobre el barco. El palo mayor se partió en dos por el impacto. Se desplomó hacia delante y los cabos que se llevó consigo en su caída restallaron sobre la cubierta como látigos. Tres hombres quedaron aplastados bajo el palo mientras otros, a quienes el cordaje se había llevado por delante, cayeron por la borda. Los gritos de dolor y de angustia quedaron apagados por el aullido del viento; la propia Muerte se ahogaba en el tumulto general.
—¡Por la Santa Quietud! —se estremeció Orfeo, volviendo a la realidad.
Las olas amenazaban con engullirlo todo. La rueda del timón dejó de ofrecer resistencia a las manos de Orfeo: ¡el eje se había roto! Fue entonces cuando comprendió que el océano dictaba sus propias leyes. Se quitó el capote y, abandonando su puesto, se impulsó hacia delante. Los pies le resbalaron al bajar los escalones y se agarró de milagro a la barandilla, pero las olas barrían la cubierta con tanta fuerza que se vio arrastrado por ellas. Arañó el suelo con las uñas y se dio de espaldas contra un obstáculo. ¡Era la entrada de una escotilla! Medio ahogado por el agua del mar que le entraba por la nariz y la boca, levantó la trampilla y se dejó caer al interior de la nave sin saber qué milagro había permitido que siguiera con vida.
En la entrecubierta, el agua se filtraba por todas partes. Entre los tablones rotos rodaban bidones de acá para allá. En el techo, las vituallas se balanceaban colgadas de sus ganchos: los jamones y los trozos de carne negruzcos parecían péndulos. Unas ratas nadaban enloquecidas en aquel mar en miniatura que inundaba la bodega. Un silencio de muerte reinaba en el vientre de la fragata. ¿Era Orfeo el último superviviente? ¡No, no podía aceptar aquella idea espantosa!
Con el agua hasta las axilas, empezó a andar. El barco escoraba, se inclinaba a babor y luego a estribor implacablemente. Orfeo tragó agua varias veces. Agotado, alcanzó al fin la puerta de su camarote, pero la presión del agua era tan fuerte que la encontró bloqueada. Entonces oyó gritos al otro lado.
—¡Principetta! —llamó.
Echó un vistazo a su alrededor. Entre los objetos que flotaban, vio un trozo de tablón y un cabo bastante firme. Se enrolló el cabo alrededor de la cadera, ató el extremo a un gancho del techo y, apoyándose en la puerta con los pies, la embistió con el tablón. Diez veces, veinte veces. La madera de la puerta empezó a ceder. Los gritos de angustia aumentaron.
Empapado y sin aliento, pero sin perder la esperanza, Orfeo continuó la operación durante largos minutos. Las manos le sangraban sobre el tablón y la sal del agua le provocaba un escozor indescriptible. Al fin, la puerta cedió y el agua se precipitó por la abertura, como si fuera un animal impaciente por devorar lo que tuviera enfrente. Orfeo cortó el cabo que lo ataba al techo y se escurrió por la brecha.
Cuando pasó al otro lado, el agua llegaba ya al tablero de la mesa y borboteaba en torno a la litera. Allí descubrió a Lei, lívida de terror, subida a una silla. La chica sangraba por la frente. Orfeo se acercó a ella y le cogió la mano con suavidad.
—¿Dónde está la principetta? —preguntó él con voz ahogada.
Lei sacudió la cabeza.
—¿Se ha levantado de la cama? ¿Qué ha ocurrido?
Lei se llevó una mano temblorosa a la frente.
—Hombre vino. Él me golpeó con catalejo. Después, nada. Malva desapareció.
Orfeo cerró los ojos, agobiado. La conversación que había tenido con el capitán justo antes de la tempestad le volvió a la memoria, y comprendió hasta qué punto se había dejado manipular por aquel hombre. ¿Cómo pudo haber confiado en él? Ahora sentía una especie de indignación mezclada con fatiga. Fuera lo que fuese lo que quería hacer el capitán, no se arriesgaría a llevarse a la principetta demasiado lejos. En el peor de los casos, se ahogarían los dos…
Orfeo se sentó al lado de Lei. A su alrededor, el agua seguía ascendiendo, mientras la Errabunda gemía como un animal agonizante. Sin intercambiar ni una palabra, se quedaron simplemente uno al lado del otro, resignados a morir.
Poco después, sin embargo, el mar dejó de ensañarse con el barco. Los truenos se espaciaron. Las nubes empezaron a dispersarse, dejando que unos finos rayos de sol se filtraran entre ellas. La tempestad se calmaba de forma tan brusca como había estallado.
Dentro del camarote, Lei se echó a llorar. Orfeo notaba también un picor en los ojos, pero contuvo las lágrimas. Se dirigió a la puerta reventada y murmuró:
—Vayamos a socorrer a los demás, si están aún en este mundo.
A pesar del agotamiento y el aturdimiento que sentía, Lei lo siguió, luchando contra la corriente.
Cuando emergieron por la escalera de la escotilla central, notaron sobre la cara el suave calor del sol. Parecía que el cielo se hubiese lavado. En torno a la Errabunda, el océano inmenso cabrilleaba tan mansamente que casi podía llegarse a dudar de que hubiera estallado tempestad alguna. No había ni rastro de cadáveres. El mar los había engullido a todos. En cuanto a la María Bella , simplemente había desaparecido.
Orfeo se detuvo en el centro de la cubierta devastada. La bandera verdiamarilla de Galnicia, hecha jirones, yacía a sus pies.