Cuando Malva volvió de lo que creyó que era la muerte, vio a dos jóvenes preunucos inclinados sobre ella. La miraban con una especie de temor mezclado con devoción. Lo más curioso era que le hablaban en galniciano:
—Tenéis tres costillas rotas —le informó el primero.
—Y la muñeca izquierda torcida —agregó el segundo—. ¿Os duele?
Malva intentó levantar la cabeza, pero aquel movimiento tan simple le arrancó un grito. El dolor le recorrió brutalmente todo el cuerpo de tal forma que estuvo a punto de perder el conocimiento.
—Con cuidado —murmuró uno de los preunucos—. Lei dice que no os podéis mover.
—¿Lei? —repitió Malva con voz débil—. ¿Dónde está?
—Volverá pronto —la tranquilizó el segundo preunuco—. Ha ido a la gambuza a buscar ingredientes para su medicina.
—Nosotros tenemos que velaros —siguió diciendo el otro—. Si tenéis sed, tenemos que daros un poco de aguardiente de mirto.
Y, acercando un frasco con un líquido transparente a la nariz de Malva, añadió:
—¿Queréis?
Ella dijo que sí con un gesto. ¡No podía tener la garganta más seca! ¡Ni él ánimo más decaído! ¡Ni el cuerpo más magullado!
El preunuco la ayudó a tomar un sorbo de aguardiente. Malva tosió, se ahogó, notó náuseas y luego una sensación de ardor en el estómago. Pero en general se sentía mejor.
—No sabía que los preunucos hablaran galniciano —apuntó—. De hecho, creía que ni siquiera hablaban.
Los dos muchachos le sonrieron a la vez. Entonces fue cuando ella se percató de pronto de su asombroso parecido.
—¿Sois gemelos?
—Sí —dijo el primero—. Y no somos… precucos, o como se llamen. Yo me llamo Chanclo. Y éste es mi hermano Peppe. Nosotros somos los que os hemos salvado.
Malva frunció el entrecejo. Los recuerdos le afloraban lentamente a la memoria. Recordó el harén, los Baños de Pureza… y luego…
—¡El arconte! —gritó, enderezándose en la litera.
—¡No os mováis! —gritaron los gemelos.
Malva se dejó caer pesadamente, desgarrada de dolor. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le llevó un tiempo recuperar una respiración normal.
—El arconte ya no os hará más daño —la tranquilizó Chanclo—. Peppe y yo lo hemos encerrado en la fortaleza imperial. Y luego ¡todo ha empezado a arder! ¡Se habrá quedado asado como un cerdo!
—¡Fue brutal! —secundó Peppe—. ¡Os habéis perdido todo un espectáculo! Había jinetes bárbaros, llamas tan altas como las estrellas y gente corriendo por todos lados. Pero Babilas, que es el gigante más fuerte del Mundo Conocido, os ha traído hasta aquí con jaula y todo.
A Malva, todas aquellas explicaciones le parecían extremadamente confusas. Pero al oír la palabra «jaula», se acordó del auriga celeste y de la tortura que Temir-Gaí le había infligido. Notando más lágrimas cayéndole por las mejillas, pidió otro sorbo de aguardiente.
—Quiero ver a Lei —gimió—. ¿Dónde está?
—No puede haber ido muy lejos —sonrió Chanclo—. ¡Está aquí, a bordo de la Errabunda!
Malva se estremeció.
—¿Estamos en un barco?
Los gemelos se desternillaban. Había tantas cosas que contar, tantas sorpresas que dar, que se divertían de lo lindo.
—Mirad, esto es una gran fragata de tres palos —explicó Chanclo con aire erudito—. Es un navío muy rápido. ¡Para venir desde Galnicia, sólo hemos tardado setenta días! Para volver, será lo mismo.
Malva no se atrevía a mover ni un dedo, pero creyó que los ojos se le iban a salir de las órbitas.
—¿Volver? —dijo ella, alarmada—. ¿Me estáis diciendo que… que me van a llevar… a Galnicia?
—¡Claro! —dijeron alegremente los gemelos—. ¡Es nuestra misión!
Malva cerró los ojos. El desasosiego la abrumaba hasta lo indecible. Ahora que había recobrado el sentido, sus pensamientos corrían de acá para allá, como caballos desbocados. Revivía fragmentos de su viaje: el naufragio en los arrecifes del país de Esperda, su herida, la larga marcha con Filomena hasta Guirkistán, su encuentro con Uzmir, el ataque de los amoyedas… ¿Para qué tanto sufrimiento, tanto miedo, tantas esperanzas y tantos sueños por cumplir? ¿Para que se la llevaran por la fuerza al punto de partida?
—¡No! ¡No! —aulló.
Los gemelos se sobresaltaron tanto que se apartaron de la litera protegiéndose la cara con los brazos.
—¡No quiero volver! —siguió gritando Malva—. ¡Dejadme! ¡Largo de aquí! ¡Esfumaos!
—Pero… —protestó Peppe.
—… tenemos que… —farfulló Chanclo.
—¡He dicho que os larguéis! —les interrumpió Malva, furiosa.
Los dos muchachos se batieron en retirada hacia la puerta del camarote. Aquel estallido de violencia les parecía totalmente inexplicable. ¿Acaso no debía encarnar la principetta los preceptos de Quietud y Armonía? Tenían muy presente el retrato que circulaba en Galnicia por todas partes: la principetta, sonriente y apacible, con las manos sobre las rodillas, rodeada por los suntuosos jardines de la Ciudadela… ¡Por lo que habían visto hasta ahora, el parecido era más bien remoto! Malva estaba pálida, su expresión devastada por la cólera, y su legendario pelo apelmazado y enredado.
—Hay que ver… —murmuró Peppe.
—¡… cómo se ha pasado! —terminó de decir Chanclo.
Molestos y decepcionados, salieron del camarote.
Ya sola, Malva dejó escapar un hondo suspiro. ¡No sólo se encontraba paralizada por el dolor, sino que se encontraba otra vez prisionera! Cerró los ojos y empezó a sollozar.
De pronto, notó un contacto cálido y húmedo en la mano, y dio un respingo. ¿De qué podía tratarse ahora? Se asomó un poco al borde de la litera y descubrió a un perro enorme tumbado en el suelo. La miraba plácidamente, con la lengua fuera y un hilillo de baba colgándole de los belfos. Malva sonrió.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó—. Estabas durmiendo, ¿no? ¿Te he despertado con mis gritos? Pobre muchachote… ¡También ha sido por culpa de esos dos idiotas! Me han hecho llorar, ¿sabes?
Entonces, tendió la mano y acarició la cabeza del perro.
—Al menos, tú no hablas. No tienes malas noticias que darme, ¿a que no? Además, seguro que tú sí que me entiendes. Tú tampoco debes de estar muy contento, metido en este barco… Apuesto a que preferirías corretear por el campo, ¿eh?
Malva siguió acariciando al animal, que, con las orejas enhiestas, parecía escucharla con atención.
—Conozco un país maravilloso —explicó la principetta—. Se llama Elgri-la. Allí sí que estarías bien, sí señor. Podrías saltar por las praderas y perseguir pájaros colorados… Podrías nadar en el lago Barath-Thor y acompañarme a la bahía de Dao-Boa…
Malva notó que se le hacía un nudo en la garganta. ¿Por qué todo se volvía en su contra y le impedía cumplir su sueño? ¿Por qué el Mundo Conocido estaba poblado de gente ambiciosa y cruel? Ella tampoco pedía nada tan difícil: sólo que la dejaran ir hacia el este. Y ya estaba a punto de prorrumpir en lágrimas cuando Lei entró en el camarote, con los brazos repletos de frascos y bolsitas.
—¡Malva! ¡Tú despierta! ¿Te encuentras bien?
—¡Ay, Lei! —gimió Malva—. ¡Cómo me alegro de verte!
Las dos amigas se echaron a reír y a llorar a la vez, cada una de ellas en el abrazo de la otra, bajo la mirada desconcertada de Al.
—¡Pensé que tú mueres en Jaula de Suplicios! Pero yo prepararé otra medicina —anunció Lei, ya calmada—. Cocinero no contento cuando le pedí estos productos, pero peor para él.
Entonces lanzó una mirada a Al.
—Perro muy útil también —añadió ella, dando palmaditas en la cabeza del san bernardo—. En medicina de Balmún, ponemos baba y pelos de animales.
Malva hizo un mohín de asco, pero no protestó. Las habilidades de Lei ya le habían curado la herida de la pierna: desde entonces, podía confiar en ella para lo que fuera. Y luego, cuando pudiera tenerse en pie, ya encontraría un medio de escapar de la fragata antes de llegar a Galnicia.
Mientras Lei empezaba a mezclar los ingredientes de su receta, Malva le hizo preguntas acerca de lo que había ocurrido en el harén.
—¿Quiénes son los que han incendiado la ciudad?
—Jinetes de Gran Estepa Aciciena —respondió Lei.
—¿De la Gran Estepa? ¿Estás segura?
—Yo conozco bien aspecto y vestidos de todos pueblos —explicó Lei—. Llevaban gorras de piel y abrigos de oryak.
Malva notó que el pulso se le aceleraba.
—¡Baigures! —exclamó—. ¡Los baigures han venido a atacar a Temir-Gaí! ¿Has visto… a su jefe?
—Sí —respondió Lei—. Hombre joven y muy ágil. De pie sobre caballo.
—¡Uzmir!
—¿Tú lo conoces?
—¡Era Uzmir! —dijo Malva con un chillido—. ¡Ha venido a buscarme! ¿Y si Filomena estuviera…?
La emoción repentina le hizo perder de nuevo el conocimiento.
Mientras tanto, en el castillo de proa, Orfeo escrutaba el horizonte en compañía del capitán.
—Esta bruma se va a disipar —repetía éste—. Confiad en mi experiencia.
Orfeo se sonrojó al oír esta palabra. ¿Estaba dándole a entender el capitán que sabía perfectamente cuál era su juego? ¿Y que su inexperiencia era tan visible como podía serlo su nariz? No se atrevió a decir nada. De todos modos, aquella bruma no dejaba de preocuparle. Parecía levantarse cada vez más alto y oscurecerse al mismo ritmo que ascendía el sol en el cielo.
—¡Bueno! —dijo el capitán, plegando el catalejo—. La jornada se anuncia buena y pronto podremos presumir de haber concluido con éxito nuestra misión. ¿Cómo se encuentra la principetta? No he querido importunarla, pero espero que ese bárbaro de Temir-Gaí no la haya maltratado mucho.
—En fin… —empezó a decir Orfeo—. Yo también espero que se recupere pronto.
Y se quedó mirando el horizonte con creciente inquietud, pero el capitán se desinteresó por completo. Parecía tener muchas ganas de charlar.
—Sea como fuere, contramaestre, debo felicitaros por el valor y la destreza que habéis demostrado. Ahora ya os lo puedo confesar: al confiaros esta misión pretendía poneros a prueba. Los muchachos no os tenían en gran estima, pero yo diría que habéis ganado muchos puntos. ¡Ahora, hasta Babilas parece apreciaros!
Orfeo interrumpió el escrutinio del cielo y esbozó una sonrisa. Aquellas palabras le reconfortaban enormemente.
—¿Creéis que seguirán llamándome «halacabuyas»?
El capitán soltó una risotada y puso una mano amistosa sobre el hombro de Orfeo.
—Los hombres de mar son muy recelosos, no hay que tenérselo demasiado en cuenta. ¡En cualquier caso, vuestro padre estaría muy orgulloso de vos! Estoy al corriente de su muerte, pero si él os viera…
Orfeo palideció imperceptiblemente:
—¿Conocíais a mi padre?
—¿Y quién no conocía a Aníbal Mac Bott? Físicamente no os parecéis mucho, pero percibo en vos la misma fuerza, la misma ambición. ¿Me equivoco?
—Bueno, en realidad… debo decir que…
—Vamos, vamos —murmuró el capitán, acercándose al oído de Orfeo—. No os hagáis ahora el inoc…
Lo interrumpió una voz furibunda que lo llamaba desde atrás:
—¡Capitán! ¡Haced algo o dimito! ¡Esto es un saqueo en toda regla! ¡Un asalto!
Orfeo se volvió y vio a Finopico, el cocinero, que se acercaba gesticulando y pataleando mientras retorcía nerviosamente su delantal.
—¡Primero fue el perro y los ladrones de arenques, y ahora introducís en la nave a una… una extranjera que tiene toda la pinta de ser una verdadera bruja! ¡Esto es el colmo!
—Lei no es una bruja —objetó Orfeo—. Está atendiendo a la principetta. La he autorizado para que se sirva de todo lo que necesite.
—¡Mi grasa de cerdo! ¡Mis limones confitados! ¡Mi crema de dátiles! ¡Mi mermelada de arándanos y mi aguardiente de mirto! —enumeró Finopico con tono lastimero—. Y, para rematarlo, ¡se ha llevado mi caldo de pollo con judías! ¿Qué piensa hacer con todo eso? ¡Va en contra de todas las reglas de la armonía culinaria!
Presa de la rabia, se arrancó el delantal, lo pisoteó y, como el capitán no decía nada para calmarlo, dio media vuelta gritando:
—¡Luego no os quejéis si tenéis que comer bizcocho seco hasta Galnicia!
El capitán exhaló un suspiro de resignación y reanudó la conversación en el punto donde se había quedado.
—Escuchadme, Mac Bott —dijo—. Si sois tan emprendedor e inteligente como vuestro padre, los dos podemos hacer buenos negocios juntos.
Orfeo notó que se le revolvían las tripas. Aquellas alusiones a Aníbal lo incomodaban sobremanera. Se había ido de Galnicia para olvidarlo, ¡y ahora resultaba que su recuerdo volvía para acosarlo!
—Imaginaos… —prosiguió el capitán en tono confidencial—, imaginaos cuánto estaría dispuesto a pagar el coronado para recuperar a su hija…
Orfeo abrió la boca, pero entonces prefirió callar. La sonrisa aviesa del capitán le provocaba sudores fríos.
—Os habéis quedado sin palabras, ¿verdad? ¡Os entiendo! ¡La ocasión no podía ser mejor! La principetta se halla a nuestra merced… ¡En mi opinión, son millones de galniques lo que hay que pedir como rescate!
—Rescate… —repitió Orfeo, totalmente estupefacto.
—¡Desde luego! —rió el capitán—. ¡Es lo que habría hecho vuestro padre, estoy seguro! Cuando supe que estabais contratado a bordo, en seguida vi en vos a mi futuro asociado. De tal palo, tal astilla, ¿no es cierto?
Por suerte, una nueva interrupción permitió a Orfeo ahorrarse la respuesta. Esta vez fue el vigía, que bajaba por los obenques a toda prisa.
—¡Capitán! ¡Mirad! ¡Justo enfrente! ¡Se prepara una tempestad terrible!
Orfeo se volvió al mismo tiempo que el capitán. El horizonte estaba totalmente cubierto por una enorme masa oscura que se extendía a lo largo de una distancia impresionante; parecía un pulpo gigantesco suspendido sobre el agua. El semblante del capitán se endureció:
—¡Cargad la vela mayor! —bramó—. ¡Todos a sus puestos!