—¡Cincuenta tarros de arenques! ¡Treinta y siete raciones de bizcocho! ¡Un kilo de aceitunas, y no cuento todo el resto! —estalló Finopico, fuera de sí.
El cocinero se daba golpes en el pecho y sacudía su pelambrera roja, alzando los ojos al cielo a cada paso, como si quisiera poner por testigos a las aves marinas que volaban en círculos alrededor de la Errabunda.
—¡Estos bribones me han saqueado! —siguió rugiendo—. Y, en lugar de castigarlos, ¡se les ofrece amablemente un puesto a bordo! ¡Es el colmo!
Orfeo trataba de seguir concentrándose en su minucioso trabajo, pero le costaba aguantar la risa. Su idea había sido verdaderamente genial: ¡no sólo había salvado el pellejo a los gemelos, sino que además había obtenido el placer de dar un buen berrinche a ese mal bicho de cocinero!
—¡Lo que tendrían que cortarles son las manos! —gritó Finopico mientras se acercaba al barril donde estaban sentados los dos chicos—. ¡Las manos, y no el pelo!
—¡Haced el favor de dejar de gritar así! —intervino Orfeo—. A ver si se me va a ir la mano por vuestra culpa.
Con una larga navaja de barbero, estaba terminando de afeitar la cabeza de Peppe. Unos mechones llenos de roña revoloteaban por la cubierta y hacían estornudar a Al. Por una vez, el perro se paseaba fuera del camarote, lo que contribuía a sacar al cocinero de sus casillas aún más. Para él, el san bernardo y los dos polizones no eran más que unas bocas sin provecho, unos parásitos, unos gorrones.
Sentado al lado de su hermano, Chanclo suspiraba al examinar su reflejo en un trozo de espejo:
—Parezco un huevo —concluyó—. Qué asco. Y este mechón ridículo sobre la frente… ¿de verdad hace falta?
—Sí —respondió Orfeo—. Es la moda cispaciana.
Desde que expuso su plan al capitán, todo se había acelerado. La tripulación de ambas fragatas se preparaba con afán para la operación prevista para aquella misma noche. En torno a la Errabunda, los submarinistas se entrenaban y calculaban el tiempo que necesitarían para llegar al puerto a nado, mientras que en la cubierta de la María Bella se bruñían los cañones, se subían los sacos de pólvora y se sacaba brillo a las buzarcas y los espinglones. Y es que, si la primera fase del plan debía llevarse a cabo con delicadeza, sin duda no podía decirse lo mismo de la segunda…
—Cuando el capitán ya no os necesite —siguió amenazando Finopico, dirigiendo un dedo vengativo hacia los gemelos—, ¡yo mismo me encargaré de enseñaros disciplina!
Y, dedicando una mirada a su alrededor, agregó:
—A la cubierta de la Errabunda le hace falta un buen pulido y una buena pasada de vinagre. ¡Eso os ocupará todo el viaje de vuelta si hace falta!
Al caer la noche, Orfeo, Babilas, los gemelos y dos fornidos marineros más se dirigieron a Cispazán. Iban cubiertos con unas túnicas oscuras para no atraer las miradas y las únicas armas que llevaban eran navajas.
—¡No os olvidéis! —recomendaba Orfeo sin cesar—. ¡Que nadie hable! Ni una palabra en galniciano, ¿está claro?
—¡Vamos a estar tan mudos como Babilas! —prometieron los gemelos, con una mano en el pecho.
A pesar de los riesgos que entrañaba la empresa, los dos estaban muy entusiasmados con aquel paseo por tierra firme. Llevaban más de dos meses sin estirar las piernas y, excitados por la aventura, subían por el camino del acantilado dando brincos como cabritillos.
Antes de entrar en las calles de la ciudad, se escondieron tras los matorrales para que los cuatro hombres se ataran a la frente las cintas que habían improvisado cortando un trozo de bandera. Amarillas, como las de los cispacianos.
Se colocaron alrededor de Peppe y Chanclo y luego, con paso decidido, tomaron el camino que llevaba a la gran muralla de madera. Los dos gemelos, dóciles como corderitos, mantenían gacha la cabeza rapada. Seguían el juego a la perfección. Al igual que el día anterior, los noctámbulos se tambaleaban y reían mientras iban de taberna en taberna, bajo el resplandor rojo de los farolillos.
«De momento, damos el pego —pensó Orfeo—. Mientras dure…»
Cuando llegaron a la gran plaza, tuvieron una breve vacilación. Ante ellos acababa de surgir otro grupo, compuesto igualmente por hombres con cintas en la frente y muchachos de cabeza rapada. Se dirigían también a la fortaleza imperial. Orfeo interrogó a Babilas con la mirada. ¿Qué debían hacer? ¿Unirse a ellos o dejar que llevaran la delantera? Finalmente, tomó una decisión: apretó el paso y se pegó al primer grupo justo en el momento en que éste llegaba al monumental pórtico.
—¡Ga Taí Ma Taí! —gritaron los guardias.
—¡Sumor Tet Ga Taí! —respondió el cispaciano que encabezaba el primer grupo.
Los guardias abrieron las pesadas puertas y les dejaron entrar. Pero cuando Orfeo, con el corazón palpitando con fuerza, quiso pasar, le cortaron el paso alzando sus sables.
—¿Ma Taí Ga Taí? —preguntó uno de los guardias.
La frente de Orfeo se cubrió de sudor. Tragó saliva y, con una voz que quiso que sonara firme, repitió lo que acababa de oír:
—¡Sumor Tet Ga Taí!
Entonces, los guardias bajaron los sables y se apartaron para dejarles entrar. Mientras pasaba frente a ellos, Orfeo sintió que le temblaba todo el cuerpo, pero cuando las puertas volvieron a cerrarse a su espalda, dejó escapar un suspiro. La primera etapa de su plan había tenido éxito, pero todavía quedaba lo más difícil: encontrar a la principetta y sacarla de allí. ¡Suponiendo, eso sí, que todavía se encontrara en el harén!
En el interior de la muralla, todo estaba en calma. En esa noche sin luna, los faroles y las antorchas diseminadas por todas las galerías y en las entradas de los diversos edificios brillaban como centenares de luciérnagas. De lo alto de las torres llegaban otras luces que proyectaban reflejos amarillos sobre los jardines. Se oía cantar a las ranas y, más lejos, una especie de lamento que parecía un cántico.
—No debemos separarnos —susurró Orfeo—. Seguidme.
Se adentraron en silencio por las galerías hasta llegar a una extraña sala descubierta donde se alineaban unos pilares adornados con volutas. Tomaron la dirección de los pilares para desembocar en un largo pasillo con el suelo cubierto de arena. Orfeo hizo una pausa. Tenía la boca seca. Nada se movía, ni siquiera el follaje de los árboles. Aquella extraña tranquilidad le ponía nervioso.
—Por aquí —decidió.
El instinto le dictaba continuar por el pasillo. La arena amortiguaría bien sus pasos, y ya se vería luego adonde conducía aquel camino.
Más lejos descubrieron una puerta, encima de la cual colgaban dos farolillos blancos. Justo al lado, había una ventana cerrada por unos postigos de madera con aberturas para dejar pasar la luz. Orfeo se acercó a ella y echó una rápida ojeada al interior. En la sala, mal iluminada, dormían varias decenas de chicas tumbadas sobre el suelo en esteras de bambú. Orfeo sintió una sacudida del corazón en el pecho. «Si la principetta se encuentra en este harén, tiene que estar aquí», se dijo.
La puerta del dormitorio no estaba cerrada con llave. Orfeo la empujó suavemente e hizo señas a sus compañeros para que entraran tras él.
Una vez en el interior, se separaron para que cada uno de ellos se pusiera a buscar a la principetta. Como todos los galnicianos, la podrían reconocer entre un millón, especialmente por su suntuosa melena negra.
Así pues, fueron pasando sigilosamente entre las filas de durmientes e inclinándose hacia ellas con precaución para escrutar cada una de las caras. Al llegar al final de una fila, Orfeo vio una estera vacía. Y, en la estera de al lado, una chica que sollozaba silenciosamente, con la cara contra el suelo. Intrigado, se acercó a ella. No era la principetta: aquella chica era rubia como el trigo en agosto. Quiso alejarse, pero al retroceder pisó con el pie un peine que había en el suelo y que, al romperse, emitió un chasquido.
La chica que sollozaba se incorporó con un sobresalto.
—¿Amun Lin? —susurró ella, mirando asustada a Orfeo.
Éste se llevó un dedo a los labios para indicarle que no gritara.
—No es nada —murmuró—. No tenemos malas intenciones.
La chica rubia se lo quedó mirando aún más fijamente.
—¿Habláis galniciano? —dijo, asombrada.
Orfeo se arrodilló junto a ella.
—Estoy buscando a alguien. Una chica con el pelo negro como la tinta. Malva.
Al oír esto, la muchacha se puso en pie de un salto y agarró la túnica de Orfeo.
—¿Venís para salvar Malva? ¿No preunuco? —preguntó, señalando la cinta amarilla en la frente de Orfeo.
—Es un disfraz —dijo él—. ¿Conoces a Malva? ¿Dónde está?
—¿Vosotros amigos de ella?
—Sí, sí—respondió Orfeo, impaciente—. ¿Dónde está?
—¡En Jaula de Suplicios! —susurró la chica—. Debéis venir conmigo. ¡De prisa!
Se puso apresuradamente una especie de túnica que se ató al pecho y se dirigió de puntillas a la salida del gineceo. Orfeo la siguió y avisó a sus compañeros chasqueando los dedos.
Cuando estuvieron todos reunidos en el deambulatorio, Lei contempló con gran extrañeza aquel grupo pintoresco. Babilas y los dos hombres le inspiraban confianza, pero el más joven no tenía porte de guerrero. En cuanto a los dos chicos, ¡estaban flacos como barras de incienso!
—¿Tenéis armas? —preguntó Lei.
—No —explicó Orfeo—. Sólo navajas.
—¡Muy peligroso! —exclamó Lei, asustada—. ¡Para salir de harén, muchos obstáculos!
—Llévanos hasta donde está Malva —ordenó Orfeo—. Luego ya veremos.
Resignada, Lei los guió a través de la sucesión de jardines. A medida que avanzaban, oían de forma cada vez más nítida aquel lamento extraño, parecido a un cántico, que se elevaba en la oscuridad de la noche.
Cuando vio la tarima del «matadero», Lei se paró en seco y se escondió detrás de un seto.
—Malva aquí —susurró—. Encerrada en Jaula de Suplicios. Y vigilada por hombre galniciano, invitado de Temir-Gaí.
—¿Un hombre galniciano? —repitió Orfeo, frunciendo el ceño.
Con el corazón en un puño, apartó sigilosamente las ramas del seto y observó la escena. Cuatro antorchas ardían en las esquinas de la tarima. Desde allí veía claramente las jaulas alineadas. Estaban todas vacías… menos una. Y era de allí, de la figura que se encogía en su interior, de donde procedía el lamento. Justo detrás se alzaba y se agachaba una corpulenta silueta, siguiendo un ritmo extraño. A la luz de las antorchas, Orfeo reconoció de pronto la cabeza lisa y abombada del arconte.
—¡Por la Santa Quietud! —murmuró—. ¡Los gemelos decían la verdad!
Peppe y Chanclo se pusieron de puntillas para ver a la principetta. Cuando distinguieron al arconte, se dieron un codazo. ¡La echadora de cartas no se había equivocado!
—¿Qué está haciendo? —preguntó inquieto Chanclo, señalando al arconte.
—¡Él gira manivela de Jaula de Suplicios! —explicó Lei con una cólera reavivada—. Malva pronto morirá aplastada.
Todas las caras palidecieron bruscamente al oírlo.
—Hay que actuar de inmediato —resolvió Orfeo, con un nudo en la garganta—. ¿Cómo vamos a alejar al arconte?
Un silencio pesado se abatió sobre el grupo. Los dos marineros, con los puños apretados, se preparaban ya para pelear, pero Babilas los calmó con un gesto. Al primer grito del arconte, los guardias intervendrían y todo se iría al traste. Al cabo de un momento, Lei se acercó a los gemelos. Los escrutó sin remilgos, con sus ojos como perlas, hasta que los chicos acabaron por ruborizarse.
—En mi país, en reino de Balmún, decimos que gemelos traen buena suerte… —murmuró.
Les puso la mano sobre las cabezas afeitadas y ellos se estremecieron.
—¡Oye! ¡Quita esas manos! —protestó Chanclo—. ¡Que no somos cornalinos!
Lei se echó a reír y apartó las manos diciendo:
—Cortes de pelo muy buenos, muy reales. ¡Aquí, todos creerán que vosotros preunucos novicios!
Entonces se dirigió a Orfeo:
—Si gemelos van con hombre extranjero, podrán llevarlo fuera. Hombre extranjero creerá que ellos mensajeros de Temir-Gaí.
Peppe y Chanclo empezaron a respirar más de prisa.
—Pero… ¡nosotros no hablamos cispaciano! ¿Qué le vamos a decir? Y luego, ¿adonde lo llevamos?
—No hace falta hablar —les tranquilizó Lei—. Preunucos siempre callados, menos para cantar antes de Baño de Pureza. Vosotros guiáis a hombre lejos de Malva y ya está.
El lamento que salía de la jaula cesó de pronto. Orfeo se alarmó. ¿Y si Malva se había desmayado? ¿O peor? Cogió a los gemelos por los hombros y los empujó hacia donde terminaba el seto.
—¡Id ahora mismo! ¡Si la cosa se pone fea, saldremos a ayudaros!
Con las piernecillas temblando, Peppe y Chanclo se acercaron a la tarima. Subieron los escalones y dieron la vuelta a la jaula para presentarse ante el arconte. Cuando lo encontraron, se apoyaba con todo su peso sobre la manivela, con aspecto exaltado.
—¿Quién va? —preguntó.
Los chicos se acercaron más, con la cabeza gacha, y el arconte dejó de empujar la manivela.
—Unos preunucos novicios —sonrió—. ¡Qué monada!…
Se acercó a ellos y, con un gesto brusco, les cogió por la barbilla. Chanclo y Peppe se encontraron entonces con los ojos del arconte, que, en la penumbra, parecían brillar como dos trozos de metal encendido al rojo vivo.
—¿Qué hacéis aquí? —bramó—. ¿No veis que tengo cosas que hacer?
Chanclo abrió la boca, pero fue Peppe quien murmuró:
—Temir-Gaí.
—¿Qué pasa con Temir-Gaí? —exclamó el arconte—. El emperador quiere verme, ¿no es así?
—Temir-Gaí —repitió simplemente Peppe.
El arconte soltó un suspiro exasperado.
—Muy bien, os seguiré. Le diré al emperador lo honrado que me siento al poder girar yo mismo esta manivela. ¡Al menos le debo eso!
Y, para subrayar la frase, dio otro tirón de manivela y bajó una muesca más las paredes que estrujaban a Malva. Del interior de la jaula surgió un grito que heló a Peppe y Chanclo en lo más hondo del corazón.
—¡Vamos! —dijo el arconte, riendo—. ¡Llevadme ante vuestro emperador!
Los gemelos bajaron de la tarima, tomaron la dirección opuesta al lugar donde se escondían Orfeo y los demás y desaparecieron en la noche, seguidos por el arconte.
Entonces, Lei se precipitó hacia la jaula.
—¡Malva! ¿Me oyes? —susurró—. ¡Yo Lei! ¡Nosotros te liberaremos!
Un débil gemido salió de la jaula.
Mientras, Orfeo y los dos marineros se apoderaron de la manivela para intentar invertir el mecanismo.
—¡No se mueve! —se irritó un marinero.
Babilas les apartó. Tomando apoyo, intentó desbloquear los engranajes. En aquel momento, un estruendo sordo y lejano, parecido al retumbar del trueno, atravesó el cielo. Orfeo alzó los ojos, sorprendido. No había ni una nube cubriendo las estrellas.
Bruscamente, mientras Babilas empujaba con todas sus fuerzas con las piernas apuntaladas en el suelo, la manivela cedió y se le quedó en las manos. La había arrancado.
—¡No! —gritó Orfeo, abatido.
—¡Malva! —gimió Lei, poniéndose de rodillas—. ¡Ella desmayada!
Babilas arrojó furiosamente la manivela al suelo y se acercó a la jaula. Con los dientes apretados, agarró dos barrotes e intentó separarlos. La madera de mesua presentaba una resistencia extrema y los músculos de Babilas temblaban con el esfuerzo.
Un segundo estruendo, más cercano que el primero, hizo que el follaje de los árboles cercanos se estremecieran. Orfeo volvió la cabeza. A lo lejos, hacia el oeste, le pareció percibir unos estallidos de luz y, sin embargo, el cielo estaba despejado. Aquellos fenómenos extraños le inquietaban.
Mientras tanto, Babilas seguía forzando la jaula sin resultado. Los barrotes eran inquebrantables. Orfeo sacó la navaja y quiso romper la cerradura de la jaula. Se esforzó durante un buen rato, pero entonces dio un respingo al oír más truenos. Un clamor aumentaba por el oeste, más allá de la muralla del recinto.
—¡Jaula demasiado fuerte! —dijo Lei—. ¡Ya imposible sacar Malva! ¡Vosotros marchad! ¡Muy peligroso!
En el mismo instante, los gemelos se acercaron corriendo a la tarima, presas de una gran agitación.
—¡Hemos encerrado al arconte en una sala del palacio! ¡Va a atraer a toda la guardia!
Y, como para corroborar sus palabras, empezaron a resonar gritos y voces por todas partes que perturbaron la serenidad de los jardines. A lo lejos, unas luces rojas ascendían al cielo.
Orfeo lanzó una mirada de desesperación a Babilas. ¿Qué debían hacer? ¡Tenían que huir de allí, pero abandonar a la principetta era impensable!
El gigante se arrancó de pronto la cinta amarilla que le ceñía la frente. Respiró hondo, se puso de cuclillas y, rodeando los barrotes con sus recios brazos, levantó la jaula. Orfeo, Lei y los gemelos se quedaron tiesos de estupefacción al verlo. Las piernas le temblaban y unas gruesas venas le recorrían los brazos, pero Babilas consiguió al fin ponerse la jaula sobre los hombros. Cuando hubo recobrado el equilibrio, hizo una señal a Orfeo.
—Está bien —resopló éste—. ¡Vayámonos cuanto antes del recinto!
—¡Yo voy! ¡Yo huyo con vosotros! —anunció Lei.
Así, los siete se precipitaron hacia el pórtico. Por increíble que pudiera parecer, Babilas corría delante, con la jaula de Malva a la espalda. «Por la Santa Armonía y la Santa Quietud —rogaba Orfeo para sí—, ¡que pueda aguantar ese peso hasta el barco!»
A medida que se acercaban al pórtico, el extraño estruendo que oían desde hacía un rato se intensificó. Se llevaron una buena sorpresa al ver a un gran número de eunucos y guardias concentrados frente a la inmensa muralla. En el exterior, las llamas lamían la madera y por todas partes se oía correr y gritar. Los fugitivos se detuvieron.
—¡Vaya problema! —exclamó Chanclo.
—¡Una guerra! —agregó Peppe—. Son el capitán y los hombres de la María Bella !
—Pero, pero… —farfulló Orfeo—. ¿Por qué han lanzado el asalto? ¡Todavía es pronto! ¡Aún no es el momento!
De repente, el pórtico se abrió de par en par y unas lenguas de fuego entraron a chorro en el interior del recinto. Los preunucos y los guardias imperiales, despavoridos, retrocedieron gritando hacia los edificios y las torres.
—¡Tenemos que salir! —gritó Orfeo.
Justo entonces, apareció una horda de jinetes. Eran decenas de hombres a lomos de caballos cubiertos con caparazones, decenas de siluetas negras abriéndose paso entre el resplandor rojo del incendio. Arrojándose a través de las llamas, penetraron en el harén.
—¡No es…! —musitó Peppe.
—¡… el capitán! —terminó Chanclo, boquiabierto.
Los caballos se abalanzaron en bloque hacia los jardines del recinto, pisoteándolo todo a su paso. Replegados tras una fila de columnas, Orfeo y sus compañeros vieron pasar a los jinetes, que blandían lanzas y látigos. Y, por delante del resto, dirigiendo el asalto, un hombre joven y vigoroso se mantenía de pie sobre el lomo de su montura.
—¡Cazadores de Gran Estepa Aciciena! —gritó Lei al oído de Orfeo.
El estrépito causado por el fuego, los caballos y las armas era ensordecedor. ¿Por qué atacaban aquellos hombres la fortaleza de Temir-Gaí? ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? Orfeo, fascinado por su arrojo, se quedó inmóvil durante un buen rato pero, en cuanto hubo pasado la horda, recobró la compostura:
—¡Vía libre! ¡De prisa!
Dicho esto, se precipitó hacia el pórtico. Las llamas ya habían alcanzado la parte alta de la muralla y devoraban la estatua de Temir-Gaí y su montura mítica. Orfeo se protegió la cara con el brazo. Conteniendo la respiración, atravesó el incendio gritando de miedo.
Los demás lo imitaron y pronto se reunieron todos fuera del recinto, vivos aunque aturdidos, en medio de la plaza de suelo cubierto de césped. Babilas seguía con la jaula sobre los hombros. Tenía la cara ennegrecida por el humo y la respiración entrecortada, pero su potente musculatura no desfallecía.
Más abajo, en las calles de Cispazán, se había dado la alarma. Entre la agitación general, se estaban formando cadenas humanas para llevar agua hasta el recinto en llamas.
—¡La principetta está a salvo! —suspiró Orfeo—. No nos entretengamos más.
Al alejarse del campo de batalla, no vieron la silueta de un hombre que acababa de atravesar el incendio. Un hombre de cráneo afeitado y cejas chamuscadas por las llamas que llevaba en la mano la manivela rota de la Jaula de los Suplicios…
A bordo de la fragata, el capitán estaba fuera de sí. El ataque sorpresa llevado a cabo por los jinetes de la estepa había perturbado una parte de sus maniobras. En concreto, el trabajo de los submarinistas que había mandado al puerto para sabotear la flota del emperador. Al ver correr por el muelle a una muchedumbre de cispacianos cargando cubos, los submarinistas tuvieron miedo de que les vieran, de modo que abandonaron su misión para regresar a la Errabunda. ¡La mayor parte de los navíos cispacianos estaban inutilizados para hacerse a la mar, pero no todos!
—¿Quiénes son esos bárbaros que han atacado a Temir-Gaí sin avisar? —bramó el capitán al ver llegar a Orfeo a cubierta—. ¡Esos imbéciles me han estropeado los planes! ¿Los habéis visto?
Orfeo, que todavía no había recuperado el aliento, se limitó a hacer un comentario. Entonces se volvió y echó un cabo a Babilas, que esperaba en la chalupa con los otros cinco. Orfeo se asomó por la barandilla. Vio a los gemelos amarrando rápidamente la jaula y a Babilas, que le hizo una señal para que tiraran.
—¡Vamos a ver, contramaestre! —siguió diciendo el capitán—. ¿Me queréis decir qué es lo que pasa? ¿Dónde está la principetta?
—Ahora mismo lo verá, mi capitán —respondió Orfeo, pasando el otro extremo del cabo por la muesca de una gran polea—. ¡Ayudadme a subirla a bordo!
El capitán alzó una ceja. Es cierto que la principetta siempre había sido algo rellenita, pero de ahí a tener que izarla como a una vaca… De todos modos, unió fuerzas con Orfeo y la jaula terminó por surgir por encima de la barandilla de popa.
—Pero ¿qué…? —se asombró el capitán—. Pero, pero…
Babilas subió por la escalera de cuerda, saltó a bordo, tiró de la jaula y finalmente la depositó sobre la cubierta. Tras él, los marineros, los gemelos y Lei pasaron sobre la barandilla ante el ceñudo capitán.
—¿Quién es esta chica rubia? —preguntó.
—Ya os lo explicaré más tarde —se excusó Orfeo—. ¡La principetta se asfixia en esta jaula!
Ordenó a los gemelos que fueran a por cubos y que los llenaran de tanta agua como pudieran y luego descendió por la escotilla central para ir a su camarote. Allí, reunió todas las velas que tenía en reserva y subió a toda prisa.
—¡Contramaestre! —le volvió a interpelar el capitán.
Estaba señalando en dirección a la parte alta de la ciudad. Incluso desde aquella distancia, se veían con toda claridad las llamas que devastaban el harén y toda la fortaleza imperial.
—¡Parece que de momento Temir-Gaí no nos va a perseguir! ¡Y, dado que la principetta está a bordo, zarparemos de inmediato! —ordenó el capitán.
Orfeo asintió distraídamente antes de correr hacia la jaula. Allí, ofreció las velas a Lei y Babilas.
—Prended fuego a los barrotes —dijo—. Si esta jaula está hecha con la misma madera que la fortaleza, arderá. Si el fuego se acerca demasiado a la principetta, los gemelos le echarán encima los cubos de agua. ¿Entendido?
Orfeo encendió las mechas de las velas y cada uno acercó una llama a un barrote. La madera empezó a ennegrecerse y luego a echar humo. Entonces, de pronto, el fuego empezó a prender en más barrotes.
—¿Echamos agua ya? —preguntó Chanclo, inquieto.
—¡Esperad un poco! —dijo Orfeo—. ¡Sólo en caso de peligro!
Lei miró con ansiedad cómo se quemaba la jaula. En el interior, oprimida entre las paredes y bajo el falso techo, apenas se veía a Malva. Sólo se distinguían una mano y algunos mechones de pelo.
—¡Echad agua! —gritó de pronto Orfeo.
Ansiosos, los gemelos vaciaron dos cubos de golpe. Las llamas se extinguieron, la madera silbó y se oyó un gritito.
—¿Malva? —llamó Lei—. ¿Tú me oyes?
Una débil respuesta salió de la garganta de la principetta.
—¡El agua fría la ha reanimado! —celebró Orfeo.
Dirigiéndose a Babilas, le mostró los barrotes medio calcinados. El gigante hizo una señal a los demás para que se apartaran. Se agarró a los barrotes y, con un enérgico gesto, los hizo saltar al fin. Repitió la operación varias veces. A cada barrote que Babilas rompía, la esperanza aumentaba. Finalmente, pudo acceder a uno de los plafones de madera que comprimían el cuerpo de Malva y lo arrancó.
—¡Por fin! —exclamó Orfeo, triunfal.
Ayudó a Babilas a sacar a la principetta de su prisión y la tumbaron en la cubierta. Lei y los dos gemelos se apiñaron en torno a ella. Orfeo contempló la maltratada cara de la joven como haría un buscador de oro ante su primera pepita. Al ver viva a la principetta, sana y salva, se dio cuenta de que había realizado la primera hazaña de su vida.
—Pues sí que es guapa… —susurró Chanclo.
—¿Está muerta? —preguntó Peppe.
—No digas tonterías —le reprendió Orfeo—. Pero está muy mal. Hay que hacer venir al médico de la María Bella.
—¿La María Bella ? —exclamó Chanclo—. ¡Ya estamos muy lejos! ¡Mira!
Orfeo alzó la cabeza. ¡Con las prisas del momento, se había olvidado por completo de supervisar las maniobras! Los marinos habían levado el ancla, habían izado el trinquete y el velacho y habían alejado la Errabunda de la cala, ¡y todo sin que él prestara la menor atención!
La nave singlaba ahora hacia el oeste, seguida por la María Bella , cuya robusta silueta se distinguía a varios cables de distancia. Y, más a lo lejos, a Orfeo le pareció ver incluso otro puntito blanco. ¿Sería la vela de un tercer barco…? Y, en tal caso, ¿tenía motivos para preocuparse? Sacudió la cabeza y miró otra vez, pero ya no vio nada. La fatiga le estaba jugando malas pasadas.
—Yo conozco medicina —dijo entonces Lei con voz suave—. Medicina de reino de Balmún. Muy mágica, muy buena. Ya curó pierna de Malva.
Orfeo dirigió la mirada a la principetta. Movía los labios pero apenas estaba consciente. Tendida sobre la cubierta, su cabellera mojada le coronaba la cabeza mucho mejor que cualquier diadema.
—Tiene sed, ¿verdad? —se preocupó Chanclo.
Orfeo se incorporó, agotado.
—Dadle de beber y llevadla a mi camarote —dijo—. Necesita reposo, pero hay que velarla en todo momento.
Y, dirigiéndose a Lei, le dijo:
—Utiliza tu medicina. Yo tengo que ir a ver al capitán.
Al ponerse en pie, percibió en el horizonte una bruma oscura. Orfeo tuvo el presentimiento de que aquella bruma no podía traer nada bueno.