Aquella misma noche, las fragatas Errabunda y María Bella anclaron en una cala a resguardo de los vientos. La tripulación llevaba sesenta y seis días sin pisar tierra, y cuando el capitán pidió voluntarios para ir al puerto de Cispazán con el fin de llevar a cabo un reconocimiento, se alzaron decenas de manos. Sólo Orfeo, que no quería abandonar a Chanclo y Peppe toda una noche, mantuvo las manos detrás de la espalda.
El capitán eligió a una docena de entre los hombres más fornidos y luego, sorprendentemente, se dirigió a Orfeo:
—Necesito a un hombre juicioso para dirigir esta expedición. No os sacrifiquéis, Mac Bott. Habéis trabajado bien durante la travesía y os habéis ganado sobradamente el derecho de salir a desentumecer las piernas.
Orfeo sintió sobre él el peso de varias miradas hostiles. Si se negaba a descender a tierra, se arriesgaba a que lo trataran de halacabuyas con más razón… Y así fue como se vio a bordo de una chalupa, sentado frente a Babilas el gigante, que remaba sin quitarle los ojos de encima.
Arribaron a una pequeña playa rodeada de acantilados. Babilas levantó la chalupa con una sola mano y la llevó hasta la arena con una facilidad pasmosa. Orfeo tragó saliva con dificultad. La compañía de aquellos hombres rudos le incomodaba en extremo, pero se concentró en disimularlo y tomó con ellos un camino lleno de raíces que se adentraba en la negra noche de Orniente.
¡Qué diferente de Galnicia era todo aquello! Ni las plantas, ni los olores, ni los sonidos, ni siquiera el cielo estrellado se parecían en nada a lo que conocía Orfeo. En varias ocasiones dio un traspié y estuvo a punto de caerse, lo que no hizo más que aumentar su nerviosismo. A pesar de la oscuridad, podía sentir sobre sí la mirada de Babilas, que nunca se desprendía de él.
Tras una hora de marcha, distinguieron las luces de la ciudad imperial de Cispazán. Una multitud de farolillos rojos señalaban la entrada del puerto, a cuyo abrigo se balanceaban extraños veleros de fondo plano.
—Separémonos —propuso Orfeo cuando se hubieron acercado a las primeras casas—. De dos en dos pasaremos más desapercibidos que en tropel.
Los marineros miraron a Babilas, que acababa de plantarse al lado de Orfeo. El gigante asintió con un gesto de la cabeza.
—Nos reuniremos en el acantilado que da a la cala antes de las primeras luces del alba —agregó Orfeo—. Y manteneos en guardia. No olvidéis que no disponemos de espinglones ni buzarcas a los que podamos recurrir.
Orfeo se palpó debajo de su chaquetón de contramaestre para asegurarse de que su alfanje estuviera todavía allí. Aquel sable corto era la única arma que el capitán había autorizado para la misión, ya que cualquier otra hubiera levantado sospechas.
Cada pareja se puso en marcha. Orfeo y Babilas bordearon el barrio del puerto y se dirigieron a la parte alta de la ciudad. Silenciosos, al acecho, evitaron por el momento adentrarse demasiado en las calles, mientras se ocultaban detrás de los macizos de flores para observar las idas y venidas de los cispacianos.
—Un pueblo de noctámbulos —observó Orfeo en voz baja.
Entre las casas de madera con tejados cónicos, una muchedumbre se paseaba a la luz de farolillos de papel rojo. Hablaban a voz en cuello, reían mucho y de vez en cuando se detenían para golpearse los muslos soltando una carcajada. Llevaban chaquetas bordadas de manga larga y gorritos trenzados. Algunos fumaban pipas largas, otros bebían de botellitas plateadas.
—No sé qué tipo de alcohol será —susurró Orfeo—, pero están todos borrachos. Ésta es la nuestra. Un hombre borracho no desconfía. Ven, Babilas.
Con un poco más de confianza, llevó al gigante a la luz de los faroles, a través de una hilera de calles idénticas. En cada umbral parecían montar guardia estatuas de animales de madera con ojos de jade. Ante sus caras gesticulantes, Orfeo sintió un escalofrío: aquellos monstruos le recordaban las máscaras colgadas en las paredes del despacho de su padre.
De pronto, Babilas puso su enorme mano sobre el hombro de Orfeo. Una tropa de hombres muy extraños se acercaba a ellos. Éstos no reían ni hablaban ni bebían ni fumaban. Avanzaban en una fila estrecha, con la cabeza baja. En la frente llevaban unas cintas de color amarillo chillón. En medio, marchando al mismo paso, había unos niños que no parecían tener más de once o doce años. Todos estos chicos tenían la cabeza rapada, a excepción de un mechón corto que les caía sobre la frente.
—¿Crees que son soldados alistando a reclutas? —susurró Orfeo a Babilas cuando hubo pasado la tropa.
El gigante dijo que no con la cabeza.
—Sigámoslos de todas formas. Tienen pinta de saber adonde van y siento curiosidad por conocer el destino de estos niños.
La pareja aceleró la marcha para no perder de vista la extraña comitiva y la siguió a distancia por las calles, que se hacían cada vez más anchas y empinadas. Finalmente desembocaron en una gran plaza de suelo cubierto de césped, iluminada por linternas de papel verde. La algarabía del barrio rojo había desaparecido.
—¡Mira allí! —susurró Orfeo.
Al otro lado de la plaza se alzaba una inmensa muralla de madera. En el centro de ésta se abrió una puerta monumental para dejar entrar a los hombres con cintas amarillas y a los niños.
Orfeo y su compañero se acercaron a la muralla. Al otro lado, a pesar de la oscuridad de la noche, distinguieron otras edificaciones: torres con terrazas cubiertas con techos acampanados, columnas y amplios edificios. El conjunto parecía construido enteramente a partir de piezas de madera tallada.
Babilas y Orfeo se detuvieron frente al enorme pórtico. Volvía a estar cerrado, de modo que ahora podían verse unas inscripciones que había allí grabadas.
—¿Sabes qué significan estos signos? —preguntó Orfeo por si acaso.
Como respuesta, Babilas señaló con el dedo la parte alta del pórtico. Una estatua dominaba la construcción: la de un hombre cabalgando una criatura gigantesca con cuernos plateados.
—Es lo que yo pensaba —dijo Orfeo—. Estamos sin duda ante el palacio de Temir-Gaí. Y su harén debe de estar allí. Detrás de esta muralla.
Mientras se entretenía contemplando la estatua, Orfeo vio el cielo blanqueando al este. ¡El alba estaba a punto de llegar por el lejano horizonte!
—Volvamos rápido a la Errabunda —ordenó.
Cuando llegaron a lo alto del acantilado, las estrellas se estaban desvaneciendo una por una en el cielo pálido. Los demás les esperaban ya en la chalupa. Orfeo y Babilas bajaron rápidamente a la playa y, una vez a bordo, el gigante cogió los remos.
Orfeo soltó un suspiro. Se sentía agotado y estuvo a punto de dormirse cuando ya se acercaban al navío, pero unos chillidos estridentes lo despertaron.
—¡Vaya! —se echó a reír uno de los marineros al alzar la vista hacia los obenques—. ¿Qué es eso? ¡Parece que la caza del mono ha sido buena!
Orfeo se puso en pie sobre la barca y miró en la misma dirección. Lo que vio entonces hizo que se le helara la sangre: dos cuerpos se balanceaban en lo alto de la verga mayor. ¡Y esos dos cuerpos pertenecían a Chanclo y Peppe, que estaban colgados de los pies y se sacudían como anguilas pidiendo socorro!
Por la popa descendió una escalera de cuerda. Por turnos, los hombres de la chalupa se agarraron a ella para volver a la cubierta de la Errabunda, pero cuando Orfeo quiso hacer lo mismo, no tuvo fuerzas. Lívido, se tomó un poco de tiempo para recobrar el valor. Si los gemelos habían hablado, si habían pronunciado su nombre, estaba perdido. El capitán lo repudiaría, la tripulación no dudaría en humillarlo definitivamente y nunca más podría volver a navegar…
—¡Bueno, contramaestre! —le interpeló el capitán cuando por fin franqueó la barandilla de popa para volver a cubierta—. ¡Parece que esta expedición ha dado sus frutos! ¡Babilas acaba de indicarme que habéis encontrado el harén!
Orfeo bajó la cabeza, incapaz de contestar. Los gritos de Chanclo y Peppe hacían que se le doblasen las piernas.
—¡Mirad a estos dos mamelucos que hemos descubierto en vuestra ausencia! —exclamó el capitán—. ¡Unos polizones! Estaban birlando arenques en la gambuza, pero Finopico los ha pillado con las manos en la masa.
—¡Vaya!… —se limitó a decir Orfeo con un hilo de voz.
—Vamos a dejarlos colgados allá arriba algunas horas, a ver si así se les calma el apetito.
Y como el capitán parecía decidido a pasar a otros asuntos, Orfeo recuperó la voz:
—¿Han dicho cómo han subido a bordo?
El capitán se encogió de hombros:
—Imposible sacarles ni una palabra que tenga sentido. Desde que los hemos atrapado, no han hecho más que gritar y llorar.
Orfeo experimentó de golpe un intenso alivio. ¡Qué chicos tan valientes! ¡No habían confesado! Pero ahora, ¿cómo podría sacarlos de aquella situación tan incómoda?
—¡Habladme del harén! —ordenó el capitán.
De pronto, Orfeo tuvo una inspiración. ¡Era la idea más ingeniosa que se le podía haber ocurrido!
—El harén… ¡Vaya, qué cosa tan oportuna! —exclamó—. ¡Seguro que esos dos rufianes podrían sernos de utilidad!
—¿Esos ladronzuelos? ¡No veo cómo! —gruñó el capitán—. ¡Son flacos como raspas de sardina y apenas sirven como comida para peces!
Las ideas se arremolinaban en la mente de Orfeo. Cuanto más oía los gritos de los gemelos, mejor se concretaba su plan. Relató brevemente al capitán todo lo que Babilas y él habían visto. Describió la tropa de hombres que escoltaban a los niños y le explicó que los habían conducido al otro lado de la muralla que rodeaba el harén.
—Una muralla, por supuesto —masculló el capitán—. Entonces, habrá que entrar por la fuerza… Iré a hacer el inventario de nuestras buzarcas.
—¡Esperad! —lo retuvo Orfeo—. Tengo una propuesta que haceros. Podríamos entrar en el harén mediante un ardid.
—¿Un ardid? —se asombró el capitán—. El coronado nos ha ordenado lanzar ataques contra Temir-Gaí. ¡Una guerra de mil años, si es necesario! ¡La pólvora hablará por nosotros!
Orfeo se secó la frente. El sol implacable de Orniente estaba ya alto y el ambiente empezaba a humedecerse.
—Sí, sí la pólvora—dijo con diplomacia—. Pero ¿y si herimos a la principetta?
El capitán enarcó una ceja. Estaba claro que no se había planteado aquella eventualidad.
—Los edificios del harén son de madera —prosiguió Orfeo—. Si dirigimos contra él los cañones y los espinglones, nos arriesgamos a incendiarlo.
—Es cierto —admitió el capitán.
—En lugar de eso, yo propongo que nos llevemos a la principetta en secreto. Cuando se halle sana y salva en la Errabunda, podréis abrir fuego contra lo que deseéis.
El capitán se acariciaba la barbilla, perplejo.
—¿Y en qué nos serían útiles estos dos ladrones de arenques?
Orfeo alzó la mirada hacia la verga mayor.
—Descolgadlos, conseguidme un poco de tela amarilla y os lo mostraré —dijo con una sonrisilla en los labios.