Malva y Lei se despertaron mucho antes del primer golpe de gong. A su alrededor, las demás chicas dormían apaciblemente en esteras de bambú.
—Deja ver —dijo Lei en voz baja.
Malva apartó la sábana para dejar al descubierto su pierna. El día anterior, Lei había vendado la herida con el ungüento que había preparado y ahora sólo faltaba comprobar su efecto.
Con movimientos delicados, la chica de Balmún levantó ligeramente la venda. Malva apretó los dientes y buscó ansiosamente bajo su estera una de las galletas de pagul que había escondido allí. Entonces la mordisqueó para armarse de valor. Desde que la arrancaron de la protección de Uzmir, no dejaba de mascar las semillas que había en las galletas, que tenían poderes calmantes sobre su cuerpo y su espíritu.
De pronto, a Lei se le iluminó la cara.
—¡Mira! —susurró.
Malva se acercó la pierna a los ojos. Era algo increíble: ¡la herida casi había desaparecido! Lo único que quedaba era una larga cicatriz blanca en el lugar donde la bestia sin nombre le había clavado los dientes.
—¡Toca! —sugirió entonces Lei.
Con mano temblorosa, Malva se pasó los dedos por la cicatriz. Lo que sintió fue una caricia, nada más. Entonces se frotó más fuerte… ¡Nada! ¡Ningún tipo de dolor!
—Mueve —le indicó Lei.
Malva obedeció sin disimular su alegría. Hizo algunos movimientos con la pierna en el aire y, para terminar, se animó a ponerse en pie.
—Ya no me duele —susurró, con los ojos abiertos como platos por la sorpresa—. No me duele nada de nada… ¡Mira, Lei! ¡Estoy andando! ¡Exactamente como andaba antes!
—¡Chist! —suplicó Lei, llevándose un dedo a la boca—. ¡Tú despertarás otras chicas!
—¡Puedo andar! ¡Puedo andar! —repetía Malva, que no cabía en sí de alegría—. ¡Es maravilloso, Lei! ¡Eres una auténtica maga!
Casi se había puesto a bailar. Sobre las tablas de madera de mesua que tapizaban el gineceo, Malva brincaba, separaba los pies y los juntaba, hasta que una de las chicas terminó levantando la cabeza.
—Tú duermes —le susurró Lei—. Lo que ves es sólo sueño.
La chica gruñó, se dio la vuelta y volvió a quedarse dormida. Al menos, aquello bastó para calmar a Malva. Se había sentado con las piernas cruzadas, sin apartar la mirada de la pierna, maravillada.
—¡Gracias, gracias, Lei! ¡Me has liberado! ¡No sé cómo te lo puedo…!
De pronto, la interrumpió el resonar del primer golpe de gong. Todas las chicas se despertaron bruscamente. Se levantaron de un salto, cogieron sus sarimonos verdes y se cubrieron con ellos antes de arrodillarse frente a sus esteras.
—¡Rápido! —apremió Lei—. ¡Nadie debe vernos!
Malva y ella se apresuraron a ponerse los sarimonos. Apenas se habían arrodillado cuando las sobresaltó el segundo golpe de gong. Todas a la vez, las chicas cogieron el peine de marfil que tenían cerca del lecho y empezaron a peinarse.
Malva contemplaba la escena con nuevos ojos. Las otras mañanas, completamente absorta en su propio dolor, no prestaba atención al resto de la gente. Aquella mañana, en cambio, le fascinó la perfecta coreografía que se ejecutaba en el gineceo. ¿Cómo podía alguien, por mucho que fuera emperador de Cispacia, conseguir que tanta gente hiciera todo aquello? Era hermoso e inquietante a la vez. En cualquier caso, Malva no podía dejar de formar parte de aquella operación sincronizada: también ella se peinaba el pelo negro que, ahora que le había vuelto a crecer, le caía sobre los hombros como las alas desplegadas de un cuervo.
El tercer golpe de gong anunció la entrada de los preunucos. Llegaron en fila india, silenciosos, con las cabezas bajas, con una cinta de color amarillo chillón en la frente que señalaba su condición de esclavos, y colocaron delante de cada chica un cuenco con leche de macoco humeante.
Al cuarto golpe, las chicas se llevaron el cuenco a los labios. Contenía una leche cremosa y aromática que Malva solía acompañar discretamente con una galleta de pagul. Aquella mañana, en cambio, no tuvo tiempo de disolver la galleta en la leche. Llevada por las prisas, se deslizó las galletas restantes en el bolsillo del sarimono.
Al quinto golpe de gong, las chicas ya estaban a punto, en fila y en silencio, en el deambulatorio. Cuando se pusieron en marcha, Malva experimentó una alegría que le costaba contener. «¡Puedo andar! —se repetía—. ¡Es increíble! ¡Ya no cojeo nada!»
Se sentía tan aliviada que la perspectiva de la Inmersión ni siquiera le parecía ya desagradable. ¡Por mucho que la sal del primer Baño de Pureza le agrediera la piel, ahora ya no le escocería!
Cuando se plantó al borde del estanque, todavía esbozaba una sonrisa.
—Tu cara —le susurró Lei—. Cuidado. Sin sonreír.
Malva se mordió las mejillas por dentro y entró en el agua. A su alrededor, los pétalos de loto llenaban el aire con su fragancia. Se puso a nadar vigorosamente y llegó la primera al centro del estanque. No fue hasta entonces cuando reparó en el hombre que había aparecido al lado del emperador Temir-Gaí.
Iba vestido como los ricos mercaderes que comerciaban por las costas del mar de Ocre. Era alto y le pasaba una cabeza al emperador. Un sombrero bordado le ocultaba una parte de la cara. Sin embargo, Malva se sintió turbada por su presencia, como si se encontrara frente a alguien que ya conociera. De pie junto a la orilla, el emperador murmuraba confidencias al oído de su invitado.
—Aquel hombre… —susurró Malva a Lei—. ¿Quién es?
La chica de Balmún lo examinó de lejos y se encogió de hombros.
—No sé. Pero hoy sacrificarán a dos chicas. Tú debes tener mucho cuidado.
El sexto golpe de gong estaba a punto de sonar, Malva tenía que prepararse para sumergirse, y sin embargo aquel hombre acaparaba toda su atención… Ahora paseaba una mirada atenta por todas y cada una de las chicas que esperaban en el centro del estanque. De golpe, sus ojos de acero atravesaron a Malva como dos flechas.
Al reconocer al hombre, el corazón le dio un vuelco y estuvo a punto de gritar. Pero el gong vibró justo en aquel momento. Lei tuvo el tiempo justo de coger a Malva por la mano mientras todas las chicas se sumergían al mismo tiempo.
Bajo el agua, Malva se sintió mal desde el principio. No había tomado suficiente aire. ¡Y aquella mirada! ¡Por la Santa Quietud! ¡Qué mirada! La principetta agitó los pies tanto como pudo, pero su pecho oprimido le pedía aire. ¡Aire!
Cuando salió fuera del agua, en la superficie no había otra cabeza aparte de la suya. Al momento, el emperador señaló con el dedo hacia ella y gritó unas órdenes a sus preunucos: ¡Malva sería ofrecida al invitado del emperador!
Sus ojos se cruzaron de nuevo con la mirada penetrante de aquel que la reclamaba. Y lo que Malva leyó en aquellos ojos grises disipó toda duda: efectivamente, ¡era el arconte!
¿Cómo habría llegado hasta allí? ¿Cómo habría obtenido la hospitalidad de Temir-Gaí? Malva no podía comprenderlo. De lo que estaba segura era de que había viajado hasta Cispacia para matarla. Y podría hacerlo aquella misma noche, con plena impunidad, en la estancia que el emperador ponía a su disposición.
Los preunucos sacaron a Malva del agua y la llevaron rápidamente a uno de los edificios del complejo principal, en el otro extremo del recinto. Entonces la encerraron en una pequeña celda iluminada por ventanas con celosías. En el centro había un solo cojín de color blanco. Malva pasó allí una buena parte del día, sola y aterrorizada.
Estuvo andando arriba y abajo por la habitación, negándose a sentarse en el cojín blanco e incluso a mirar por la ventana.
El sarimono se le estaba secando. No tenía hambre ni sed. Por los huecos de las celosías vio descender el sol lentamente y, cuando éste se había teñido ya de rojo, otros dos preunucos entraron en la celda y le indicaron que los siguiera. Malva fue escoltada hasta la entrada de una sala mucho más grande, cuyo suelo estaba cubierto de pétalos de loto. Al parecer, le iban a hacer seguir un ritual que la prepararía para su noche con el invitado del emperador…
Allí, los preunucos volvieron a dejarla sola.
Malva se adentró en la sala. En el fondo vio un baúl y, encima de él, unas copas con fruta fresca y una jarra de licor. Estaba claro que habían dejado aquellos manjares allí para ella, pero no los tocó.
Y todo el rato, todo el rato, se le aparecían los ojos grises del arconte. La indignación y el asco le perforaban las entrañas sin cesar. ¿Cómo le habría seguido la pista? ¿Por qué se ensañaba con ella? ¿Habría pasado algo en Galnicia?
«¡Ay, Lei! —se lamentaba en su interior—. ¡Ojalá tu magia pudiera salvarme una vez más!» Pero la chica de Balmún ya no podía hacer nada por ella y el tiempo pasaba sin escapatoria posible.
Un campanilleo anunció la llegada de más preunucos. Se llevaron las copas de fruta y la jarra de licor y luego condujeron a Malva a una tercera sala.
Esta vez había que bajar una escalera y adentrarse bajo tierra por unos pasadizos ocultos del recinto. Finalmente, los preunucos empujaron a Malva al interior de una habitación. En el centro destacaba una cama enorme, que reposaba sobre unas patas de madera tallada. Ni una horca habría impresionado más a la joven. «Es el fin», se dijo al oír la puerta cerrarse tras ella. Su indignación y su asco se redoblaron ante el intenso pavor que sentía. La espera duró más y más, tanto que, cuando la puerta volvió a abrirse, Malva estaba hecha un manojo de nervios.
Con un sobresalto, volvió rápidamente la cabeza. El arconte estaba en la entrada de la habitación, vestido también con un sarimono verde. Malva notó una sacudida en el pecho. Unos espasmos violentos le oprimían el estómago.
—Bueno, principetta… —empezó a decir el arconte—. Se diría que sois insumergible.
Seguro de sí mismo, no se movía y permanecía apoyado en el marco de la puerta. Malva se sentía incapaz de pronunciar ni una sola palabra.
—Me habéis costado sudor y lágrimas, principetta —prosiguió el arconte con voz melosa—. Y me estáis trayendo muchos disgustos… Así que he decidido hacer yo mismo el trabajo en lugar de confiarlo a ineptos como Vincenzo.
Diciendo esto, se desabrochó el cinturón que le ceñía el sarimono, se lo quitó y lo mantuvo firme y tirante entre las dos manos. Malva abrió la boca para gritar, pero se contuvo. Si quería mantener la esperanza de escapar de la muerte, debía conservar la sangre fría a toda costa. Se mantuvo donde estaba y recuperó el control de la respiración.
—¿Es el coronado quien os envía? —preguntó para ganar tiempo.
El arconte dibujó una sonrisa maligna.
—Nadie me ha enviado. Los tiempos en que recibía órdenes del coronado ya han pasado. ¿No es curioso? Todavía tenemos algo en común, vos y yo: a ninguno de los dos nos gusta obedecer órdenes ciegamente.
Blandiendo el cinturón, agregó:
—Sin duda, Temir-Gaí comprenderá que a veces se produzcan accidentes… Ni siquiera en el curso de una noche de amor puede uno estar seguro de que no ocurrirá un estrangulamiento.
Se enrolló el cinturón alrededor de los puños y dio un tirón seco. Malva tragó saliva con dificultad.
—Hablando de amor —siguió diciendo el arconte con un tono repleto de ironía—, ¿os podéis creer que el país se halla literalmente consumido por el dolor tras conocer vuestra desaparición? He intentado poner un poco de Quietud y Armonía en ese caos, pero… la verdad es que habéis vuelto a la superficie demasiado pronto.
Malva hacía esfuerzos por no temblar ni moverse. Pero cada vez que el arconte tensaba el cinturón entre sus manos, ella daba un respingo. Era extraño: durante diez años, Malva se había acostumbrado a estar en compañía de aquel hombre con plena confianza, ¡incluso con alegría! Pero ahora, frente a él, sentía un miedo más profundo del que hubiera experimentado nunca.
—¡He esperado diez años! —exclamó el arconte, como si le hubiera leído el pensamiento—. Lo tenía todo perfectamente calculado. Había conseguido poneros en contra de vuestros padres y viceversa. Había llegado el momento justo, principetta. No me quedaba más que facilitaros el camino para vuestra evasión… ¿No os pareció admirable mi plan?
—Pues ya podéis apoderaros del trono —replicó Malva sin apartar la vista del cinturón del sarimono—. Yo no os lo impediré. Aquí estáis perdiendo el tiempo. Os conviene más volver a Galnicia para rematar vuestra obra.
—¡No necesito vuestros consejos! —explotó de pronto el arconte, chasqueando el cinturón en el aire como un látigo.
Malva retrocedió un paso, alarmada.
—Si os sirve de consuelo antes de morir, sabed que el trono se me ha escapado definitivamente. Vuestra criada ha hecho llegar un mensaje a la Ciudadela. He sido desenmascarado… por una… por esa…
El arconte temblaba de rabia, mientras Malva, presa del terror, registraba aquella información sin comprender todo el sentido.
—Cuando haya terminado con vos —prosiguió el arconte—, me ocuparé de esa chica. La encontraré, esté donde esté. Ahora, ya no me queda otra salida que la venganza.
Dio un paso hacia Malva. La puerta había permanecido abierta tras él. ¡Ahora o nunca!
Malva se abalanzó hacia delante con toda la energía que le daba la desesperación. Se impulsó tan lejos, tan rápidamente, que pudo escapar del alcance del arconte. La chica hizo una pirueta, rodó por el suelo, se levantó y consiguió salir disparada por la puerta. El arconte sólo tuvo tiempo para darse la vuelta y verla desaparecer por el largo pasillo.
Malva no había corrido tan rápido en toda su vida. Su pierna, al fin curada, le permitía acelerar el paso y arrojarse a toda velocidad por las escaleras y los pasadizos que serpenteaban bajo la fortaleza imperial.
Pero el arconte había reaccionado rápidamente. Soltando un grito de rabia, se lanzó en su persecución.
—¡No volverás a escapar de mí! —gritaba—. ¡Esta noche te mataré! ¡He venido sólo para eso!
Malva corría cada vez más rápido. Los pasillos doblaban y se dividían en dos, las escaleras subían y bajaban, llevando a una estancia tras otra. Tomaba una u otra dirección al azar, sin pensar, aterrorizada por los gritos del arconte, que andaba pisándole los talones.
De pronto, una pared se le plantó delante. Malva apoyó las manos en ella y la aporreó con los puños. ¡Nada, ninguna abertura! Se dio la vuelta. Buscando por todos lados, acabó encontrando una trampilla en el suelo. Se tumbó y metió la cabeza dentro. Era una especie de túnel que seguía bajando, tal vez fuera un canal para evacuar la basura o el agua sucia. Ayudándose con los codos, empezó a arrastrarse hacia su interior. El canal era verdaderamente estrecho, pero ella había adelgazado tanto desde que se fue de Galnicia que pudo meter todo el cuerpo dentro.
Justo cuando sus pies desaparecían por el conducto, oyó llegar al arconte, que se topó también con la pared. Con el corazón desbocado, Malva se apretó contra las paredes del túnel y se deslizó más adentro.
—Aquí está esa sabandija… —dijo entonces la voz del arconte.
Aquellas palabras resonaron en el interior del túnel. Torciendo el cuello, Malva llegó a ver el hueco por el que se había colado. La cara huesuda del arconte estaba allí, observándola, con un rictus estremecedor en los labios.
—… y se ha metido solita en la trampa —se mofó.
Dicho esto, el arconte metió la cabeza en el conducto.
Presa del pánico, Malva empezó a arrastrarse y arrastrarse con todas sus fuerzas para alejarse del arconte. Cuando volvió a mirar atrás, se dio cuenta de que él no había podido seguirla: ¡sus anchos hombros no cabían por la abertura! Con la cara desencajada por el odio, el arconte golpeó el suelo con los puños.
Malva siguió avanzando por el estrecho canal. No temía más que una cosa: que una reja le impidiese salir por el otro lado. Por suerte, el conducto terminó ensanchándose y ella se vio dentro de una especie de alcantarilla oscura que apestaba a orina y a podredumbre.
Se dejó caer rodando por el suelo y luego se puso en pie. Allí dentro estaba tan oscuro que no se veía ni los pies… No obstante, al aplicar el oído, detectó una presencia. Sintió un nudo en la garganta. Lo que estaba oyendo era una respiración.
Malva extendió los brazos y avanzó a tientas. De pronto, le pareció que se topaba con algo. Algo blando. Se agachó. Aquello que acababa de pisar era una cosa caliente… y peluda.
Un gruñido rompió repentinamente el silencio. Malva dio un brinco hacia atrás y se apretó contra la pared. ¡Un animal! ¡Se había metido en la guarida de un animal! ¡Así pues, el conducto en el que se había colado debía de servir de ventilación para la jaula!
El animal respiraba ruidosamente. Malva lo oyó menearse y comprendió, al notar que el suelo temblaba, que la bestia estaba a punto de saltarle encima. Con la espalda pegada a la pared, la muchacha contuvo la respiración.
El animal gruñía y se agitaba cada vez más cuando de pronto se oyó un tintineo de llaves y apareció un resplandor que iluminó un pasadizo y los barrotes de la jaula donde estaba encerrado el animal. Atraído por el alboroto, un preunuco provisto de una antorcha había ido a hacer una ronda de inspección. Malva se agachó escurriéndose contra la pared.
El preunuco recorrió toda la jaula con la antorcha mientras susurraba palabras apaciguantes. A la luz anaranjada de la llama, Malva entrevió por fin la silueta enorme del animal. De pronto, vio brillar dos pares de cuernos. Cuernos plateados. El corazón le dejó de latir. ¡El auriga celeste! ¡Por la Santa Armonía! ¡Estaba encerrada en la jaula de aquel monstruo!
El auriga era tan grande y pesado que apenas podía moverse en aquel espacio tan reducido. De todos modos, llegó a darse la vuelta y Malva vio su espantosa cabeza alargada inclinándose hacia ella. La muchacha tuvo que morderse las mejillas por dentro para no gritar de pavor.
Mientras tanto, en el pasadizo, el preunuco seguía alzando la antorcha para iluminar todos los rincones de la jaula. Sin embargo, Malva quedaba oculta por el cuerpo enorme del auriga, que la estaba olfateando con su nariz viscosa. La principetta notó un largo hilillo de baba goteándole sobre el brazo derecho. Estaba claro: ¡el auriga tenía hambre!
De pronto, Malva se acordó de que todavía llevaba galletas de pagul en el sarimono. Deslizó lentamente la mano en el bolsillo. Las galletas se habían mojado durante la Inmersión y se habían convertido en una especie de papilla, pero decidió jugarse igualmente el todo por el todo y abrió la mano bajo las narices del auriga.
Durante algunos segundos el monstruo dejó de gruñir y de agitarse. Husmeó las galletas con detenimiento y luego pareció decidirse. Malva notó una lengua enorme barriéndole la mano. Después oyó ruidos esponjosos de deglución. La muchacha se rascó apresuradamente el fondo del bolsillo y tendió lo que quedaba de las galletas bajo el morro del monstruo. La pobre temblaba tanto que la papilla de pagul se le cayó de las manos y fue a parar a sus pies. El auriga bajó el lomo y se acercó a lamer el suelo.
Justo entonces, la luz de la antorcha deslumbró a Malva. Al bajar la cabeza para comer, el animal había revelado su presencia a los ojos del preunuco, que reaccionó lanzando un grito estridente. Malva, agarrotada contra la pared de la jaula, cerró los ojos. Ahora sí que se había quedado atrapada en la trampa.
Una decena de preunucos irrumpió en el pasadizo blandiendo antorchas y sables. Uno de ellos abrió la jaula del auriga y otros cuatro se abalanzaron hacia su interior. Cogieron a Malva por los hombros y la empujaron hacia fuera, mientras el monstruo seguía lamiendo el suelo en busca de más galletas.
A juzgar por los gritos que soltaban los preunucos, Malva comprendió que había cometido una falta imperdonable: ¡introducirse en la guarida del animal preferido de Temir-Gaí constituía un auténtico sacrilegio! Los guardias la arrastraron sin contemplaciones por escaleras y pasillos hasta llegar a la estancia del emperador, que, avisado por otros preunucos, esperaba a la culpable sentado en su cama.
Los preunucos lanzaron a Malva a sus pies y ofrecieron al emperador algunas explicaciones en su idioma. Tumbada panza abajo, Malva notaba cómo la sangre le palpitaba en las sienes. No entendía ni una palabra de lo que se estaba diciendo allí, pero la furia de Temir-Gaí era tan patente que la principetta no necesitaba traducción. Por un momento, pensó que le iban a cortar la cabeza sin más.
El emperador se acercó a ella, la agarró por el pelo y la obligó a mirarlo a la cara. Tenía el semblante pálido, salpicado de motas rojas. Detrás de él, en la cama, Malva reconoció a la chica que había reclamado para aquella noche. Lloraba en silencio, acurrucada contra las almohadas. El emperador lanzó unas órdenes, soltó a Malva y salió de la estancia como una exhalación.
Poco después, los preunucos arrastraron a Malva hacia el exterior del edificio. Era noche cerrada. Se oía únicamente el canto de las ranas, a lo lejos, en dirección a los Baños de Pureza. Los preunucos llevaron a Malva a empujones de jardín en jardín. Ella supo finalmente la suerte que le esperaba al descubrir el «matadero», la tarima donde estaban las Jaulas de los Suplicios.
Les preunucos abrieron una y arrojaron a Malva a su interior. Cerraron la puerta con llave y luego uno de ellos agarró la manivela que controlaba el mecanismo. Dio algunas vueltas y Malva vio acercarse el techo de la jaula. Sentada en el suelo, juntó las rodillas contra el pecho y puso la cabeza encima. El falso techo se le apoyó en las vértebras y le arrancó un gesto de dolor.
Justo en aquel momento oyó unas voces que venían de lo lejos. Alguien llegaba con mucho estruendo. Malva volvió ligeramente la cabeza. Unos preunucos se acercaban corriendo con antorchas en la mano. Y traían a empujones a una chica vestida simplemente con una blusa blanca de algodón. Malva dio un respingo al reconocerla: era Lei.
—¡Malva! —gritó ésta con un sollozo—. ¡Tú viva!
Se arrodilló al lado de la jaula y se agarró a los barrotes.
—Preunucos me buscaron para traducir tus palabras —explicó con voz ronca—. Chica de Balmún conoce todos idiomas, ellos saben.
Se produjo un nuevo tumulto en los jardines. Temir-Gaí hizo su aparición, y le acompañaba el arconte. Los dos subieron a la tarima.
El emperador señaló al arconte y lanzó algunas palabras airadas.
—Él quiere saber por qué tú desobedeciste a invitado de honor. ¿Por qué tú escapaste?
Malva notó que un sudor frío le resbalaba entre los omóplatos. Una sensación de vértigo le nubló la vista. Estaba al borde del desvanecimiento.
—Ha intentado matarme —musitó.
—¡Miente! —gritó el arconte antes de que Lei llegara a traducir nada.
El emperador prosiguió su interrogatorio.
—Quiere saber qué tú haces en jaula de auriga celeste… y también qué tú le diste de comer. Veneno, piensa él.
—Galletas de pagul —sollozó Malva, a punto de perder los nervios—. ¡Sólo eran galletas de pagul!
Lei transmitió su respuesta en cispaciano. El emperador dio entonces algunas órdenes. Lei se puso todavía más pálida, y le empezaron a temblar los labios.
—Él dice que tú envenenadora. ¡Cree que tú mientes! Él te condena a Jaula de Suplicios. El dice que tú mueres en tres días…
—Bien merecido —intervino el arconte con tono satisfecho.
Dio un paso al frente y se agachó para acercarse a Malva:
—Habría preferido matarte con mis propias manos, pero ya vendré a admirar el efecto de esta jaula en tus huesos mañana por la mañana. Quiero oír cómo se rompen de uno en uno.
Lei lloraba con la mejilla pegada a la jaula de madera. Los preunucos la obligaron a apartarse y luego el emperador dio a los demás la orden de retirarse. Entonces, todos se alejaron de la tarima para abandonar a Malva a su suerte.