Orfeo escribió en su diario de navegación:
Hoy es el 69º día de navegación. Todavía no estoy muerto. La mar está en calma y los vientos son favorables. Durante mi guardia, he observado la presencia de pájaros parecidos a nuestras gaviotas y de bancos de peces más numerosos de lo habitual. Ayer mismo, nuestro cocinero (que además es un pescador excelente) aprovechó un momento de calma para bucear, provisto de un arpón. Nos ha traído unas grandes doracudas de escamas plateadas, típicas según él del mar de Ocre. No hay duda de que nos acercamos a Cispacia.
Cerró el diario, pensativo. En el silencio de su camarote, la llama de la vela proyectaba sombras ondulantes en las paredes de madera. Al dormía, con los belfos colgando, al pie de la litera. Era la hora más tranquila, un instante antes del alba, cuando se oía rechinar el casco del barco y roncar a los marineros dormidos. Era la hora ideal para actuar con total discreción.
Orfeo apagó la vela de un soplido, se levantó de la silla, abrió lentamente la puerta del camarote y se dirigió de puntillas a la gambuza. Aparte de los dos hombres que había en cubierta y que iban a relevarlo de su guardia, nadie podía sorprenderlo robando provisiones.
Al cabo de tantas noches metiéndose a escondidas en la despensa, Orfeo había llegado a conocer bien las costumbres de Finopico, el cocinero. Detrás del hornillo de hierro fundido había una estantería llena de libros y tratados. No eran libros de cocina, sino obras científicas sobre peces. Por lo visto, el cocinero era un gran aficionado al estudio de las especies que poblaban los abismos de todos los mares conocidos. De todos modos, lo que interesaba a Orfeo era lo que había detrás: ¡la reserva de fruta confitada, buñuelos de arándanos y mazapanes! En otros estantes, siempre encontraba un tarro de arenques o de anchoas picantes. Desde luego, Finopico se daba cuenta de estas desapariciones, pero no se atrevía a quejarse al capitán, ya que aquel tipo de exquisiteces no debían encontrarse a bordo… El único problema era que el duendecillo de pelambrera roja dirigía sus sospechas al pobre Al, de modo que el san bernardo recibía patadas vengativas en las costillas en cuanto sacaba la nariz del camarote.
«¡Bah! —pensó Orfeo mientras se llenaba los bolsillos de golosinas—. ¡Al no es precisamente un perro delicado! Además, como es medio paralítico, tampoco debe de notar gran cosa!» Orfeo se reconfortaba de este modo y acallaba sus escrúpulos repitiéndose que era por una buena causa.
Salió de la gambuza y bajó a hurtadillas hacia el vientre del barco. Allí, avanzó a tientas entre los barriles apilados, las amarras roídas por la sal y los sacos de harina.
—¡Soy yo! —susurró en la oscuridad.
Poco después, oyó un rumor detrás de los sacos.
—¿Qué nos traes? —preguntó una voz.
—¡Fruta confitada, espero! —añadió otra.
—¡Tengo de todo! —respondió Orfeo, sentándose en un tablón atravesado.
Cogió un trozo de vela que tenía en el bolsillo y encendió la mecha. Dos caritas sucias pero iluminadas por el hambre surgieron de la oscuridad.
—¡Primero los arenques! —anunció Chanclo agarrando el tarro.
—¡Pues yo empiezo por la fruta confitada! —exclamó Peppe.
Orfeo contempló divertido a los gemelos abalanzarse sobre la comida.
—Una sola comida al día es poco —comentó Peppe mientras se chupaba los dedos—. Pero al menos está muy rica.
—No puedo bajar a veros durante el día —explicó Orfeo—. Ya sabéis que es demasiado peligroso. Como alguien descubra vuestra presencia a bordo…
—¡El capitán nos hará colgar por los pies de la verga mayor, ya lo sabemos! —recitaron a coro los gemelos.
—¡Y a mí con vosotros! —precisó Orfeo—. Un contramaestre que protege a unos polizones no merece mejor suerte. Francamente, no sé qué es lo que me impidió lanzaros por la borda el primer día. ¡Y pensar que fui tan ingenuo como para creer que habíais bajado al muelle sin reclamar vuestros cincuenta galniques!
Los dos hermanos asintieron sin dejar de comer.
—Sabíamos que podíamos contar contigo —sonrió Chanclo—. ¡Eres de esa gente que no haría daño ni a una mosca!
—¡Cuando supimos que embarcabas en la Errabunda, no nos lo pensamos dos veces! —agregó Peppe entre un bocado y otro.
—Además, según cómo lo mires, nos hemos pagado el pasaje —prosiguió Chanclo—. La información que te hemos dado bien vale dos plazas en la bodega, ¿no?
Orfeo torció el gesto dubitativamente. Aquella famosa información no era nada del otro mundo: ¡no era otra cosa que las predicciones de una echadora de cartas! Según dijo ella, el arconte habría embarcado rumbo a Cispacia varios días antes de que zarpara la fragata Errabunda. Los dos muchachos creían ciegamente en aquella afirmación, pero Orfeo tenía una mentalidad demasiado racional como para dar crédito a lo que dijeran las cartas. De todos modos, para quedarse tranquilo, se lo comentó de pasada al capitán, pero éste se rió en sus narices. ¡El arconte no se les podía haber adelantado porque hacía meses que ningún barco había zarpado de Galnicia!
—¿Qué, está rico? —preguntó Orfeo para cambiar de tema.
—¡Un banquete de primera! —suspiró Chanclo, engullendo un cuarto arenque—. Por cierto, ¿cómo está tu perro? ¿Se marea?
—¡No lo sé! —rió Orfeo—. ¡Se pasa el día durmiendo! ¡Y yo que creía que era un marinero excelente!
—¿Cuándo llegaremos a Cispacia? —quiso saber Peppe.
—Mañana, si los vientos nos llevan.
—¿Y luego? Iréis a salvar a la principetta, ¿verdad? ¡Me pregunto cómo os las vais a arreglar!
—Lo ignoro —confesó Orfeo—. Pero supongo que el capitán tendrá un plan.
Chanclo se incorporó bruscamente.
—Pues yo, si fuera el capitán —dijo con entusiasmo—, ¡ya sabría qué hacer! Mandaría al gigante a hablar con Temir-Gaí y…
—¿El gigante? —resopló Orfeo—. ¿Te refieres a Babilas?
—¡Sí! Ese que levanta cuatro barriles con una sola mano! ¡El otro día lo vi! ¡Bajó a la bodega! ¡Te digo que es muy, pero que muy fuerte!
—Es verdad —dijo Orfeo—. Nunca había visto a un hombre tan fuerte como Babilas. Pero el capitán no puede enviarlo a hablar con Temir-Gaí.
—¿Por qué?
—Porque Babilas es mudo —explicó Orfeo—. No habla desde hace muchos años. Nadie sabe qué le pasó.
—Ah —dijo Chanclo, decepcionado.
Se sentó otra vez al lado de su hermano y le robó un mazapán.
—¡Pues se va a montar un buen lío, de todas formas! —tomó la palabra Peppe—. ¡Con la de cañones y espinglones que lleva la María Bella, esos cispacianos se van a enterar rápido de con quién están tratando!
—¡Eso! —remató Chanclo—. ¡Y nos devolverán a la principetta en un plisplás!
Orfeo sonrió al ver brillar los ojos de aquellos guerreros de pantalón corto.
Por las noches, cuando bajaba a charlar con ellos, se olvidaba un poco del peso de las responsabilidades y preocupaciones que recaían ahora sobre sus hombros. Por un lado, como contramaestre no se las apañaba mal y, aunque había cometido algunos errores, no tuvieron ninguna consecuencia grave. Por otro, la tripulación no era nada dócil y a algunos marinos viejos les costaba aceptar sus órdenes. Lo llamaban «halacabuyas», que es el nombre que reciben los marineros novatos, y no desaprovechaban ninguna ocasión para jugarle una mala pasada: una vez le pusieron cucarachas en la sopa, otra una rata muerta en los zapatos, otra vez le rociaron la cara «accidentalmente» con un chorro de vinagre. Nada más que bromas de marineros, en suma, sin ninguna mala intención. Sin embargo, Orfeo se sentía incomprendido y marginado. Al concederle aquel puesto, el coronado le había hecho un regalo un poco envenenado. Por eso, agradecía mucho aquellos momentos compartidos con los dos muchachos.
—¿Vais a decirme de una vez por qué estabais tan empeñados en subir a bordo de la Errabunda? —les interrogó—. ¡Cada vez que os lo pregunto, me salís con evasivas!
A medida que iban transcurriendo las noches, los gemelos fueron contando a Orfeo algunos episodios de su vida miserable y rocambolesca. Habían nacido trece años atrás en una provincia lejana, fronteriza con Galnicia y con Armunia. Sus padres murieron debido a una enfermedad y los dos mocosos se convirtieron en huérfanos antes de cumplir los tres años de edad. Una vieja del pueblo los acogió. Vivieron con ella durante varios años, pero la vieja les alimentaba más con golpes que con pan. Así pues, a los diez años decidieron fugarse.
Vagabundeando y mendigando por los caminos, llegaron a la ciudad, pero allí los detuvieron y los mandaron a un orfanato. «¡Peor que una cárcel! —comentó Chanclo—. Nos obligaban a dormir en camas de paja llenas de bichos y a mendigar para los monjes que nos cuidaban. Y, para agradecérnoslo, nos daban latigazos y nos encerraban en calabozos oscuros durante días y días.»
Más experimentados y hábiles, Chanclo y su hermano se fugaron de nuevo. Desde entonces, vivieron en la calle con una banda de golfillos que se convirtieron en su familia. Tanta miseria bastaba sobradamente para explicar su deseo de irse de Galnicia, pero Orfeo sospechaba que había algo más. Un secreto de los dos.
—Nosotros no tenemos ningún secreto —afirmó Chanclo—. Sólo queríamos explorar el Mundo Conocido.
—Dejar de vivir en la miseria ¡para ser libres! —añadió Peppe—. De todos modos, nuestro futuro será…
Chanclo le lanzó un codazo para hacerle callar.
—¿Quién conoce el futuro, so idiota? ¡Dom Mac Bott nos ha dicho muchas veces que no hay que creerse todo lo que dicen los videntes!
Justo entonces, Orfeo oyó un ruido en la entrecubierta. En aquel momento rompía el alba. Ya le había llegado la hora de unirse a los marineros.
—Tenéis que pasar desapercibidos como fantasmas —recomendó a los dos chicos—. Cuando desembarquemos, vendré a buscaros y entonces seréis libres para ir adonde queráis.
Apagó la vela y subió rápidamente. No quería toparse con un marinero y mucho menos con el cocinero. Cuando se hubo refugiado en su camarote, cogió su escudilla de cerámica, la llenó de agua y se echó el líquido a la cara. Tenía sueño atrasado, pero no era el mejor momento para tumbarse a dormir. Así pues, se dispuso a afeitarse.
Mientras se pasaba la cuchilla por las mejillas, Orfeo pensó en sus protegidos. ¡Decididamente, le caían bien aquellos chicos! No les faltaba descaro ni audacia. Se habían atrevido a hacer lo que él debería haber hecho a su edad: ¡partir sin pedir permiso a nadie! Todos esos motivos lo impulsaron a correr el riesgo de esconderlos. Aquello no estaba bien, desde luego, y la conciencia le remordía como nunca. Por otro lado, si los hubiera denunciado al capitán, se habría sentido todavía peor. Además, la presencia de los gemelos no ponía en peligro la expedición: ¡sólo perjudicaban a las reservas personales de un cocinero irascible!
Al se movió al pie de la litera, bostezó hasta casi desencajar las mandíbulas y luego volvió a dormirse.
Orfeo guardó la espuma de afeitar y se miró al espejo. El sol y el aire de mar le habían curtido la piel. Casi había adquirido la apariencia de un marinero de verdad, pero aquellos sesenta y nueve días de navegación sin incidencias no le bastaban para hacer de él un hombre. «¡Tempestades, eso es lo que quiero! —pensó—. ¡Y naufragios! ¡Batallas y cañonazos!»