16. LOS BAÑOS DE PUREZA

Al quinto golpe de gong, todas las chicas tenían que estar a punto. Malva y Lei habían aprendido muy rápido lo que significaba tener que estar a punto. Vestidas con unos sarimonos rojos, con las manos cruzadas sobre el pecho y los pies descalzos, tenían que unirse en el deambulatorio a la inmensa fila de prisioneras del harén. Todas juntas, en silencio, debían dirigirse a los Baños de Pureza. Ninguna de ellas podía hablar, ni sonreír, ni siquiera suspirar. No se podía oír más que el roce de los pies descalzos sobre la arena blanca del deambulatorio.

Era una hora tan temprana del día que hasta los pájaros estaban todavía callados. Entre las columnas de madera tallada flotaban jirones de niebla y, como máximo, una rana osaba perturbar muy de vez en cuando el silencio imperial.

Lei se colocaba siempre detrás de Malva. Entonces, hacía lo posible por aminorar ligeramente el paso con el fin de que nadie se diera cuenta de la cojera de su amiga. Para Malva, de todos modos, el quinto golpe de gong señalaba todas las mañanas el inicio de interminables momentos de sufrimiento. No sólo el recorrido hacia los Baños de Pureza era tremendamente largo, sino que luego Malva tenía que afrontar la Inmersión.

El emperador Temir-Gaí había hecho construir un gigantesco recinto en lo más alto de Cispazán, la fortaleza imperial. Cada techo, cada puerta, cada columna se había esculpido con madera de mesua, también conocido como árbol de hierro. Unas torres afiladas, remachadas con tejados en forma de campana, coronaban el recinto. En cada una de estas torres había vigías montando la guardia.

Malva avanzó con la cabeza gacha, intentando no apoyarse demasiado en la pierna derecha. La procesión no tardó en desembocar en la mandapa, una extraña sala sin techo donde se alineaban pilares decorados con volutas y con cientos de piedras incrustadas que reflejaban la luz como fragmentos de espejos. Cuando los primeros rayos de sol tocaban los pilares de la mandapa, había llegado la hora de la Inmersión.

Las chicas se separaron y se colocaron en pequeños grupos junto a los pilares, tal como les había enseñado el preunuco mayor. Ninguna de ellas se atrevía a desobedecer las órdenes del preunuco mayor ni de ningún otro preunuco. Todas sabían el castigo que les esperaba: la Jaula de los Suplicios.

El día de su llegada al harén, Malva oyó gritos desesperados. Procedían de un lugar concreto del recinto al que las chicas habían dado el nombre de «matadero». Malva aprovechó unas horas de descanso para ir hasta allí y averiguar quién gritaba de aquel modo. El corazón se le paró al descubrir lo que era el «matadero». Sobre una enorme tarima expuesta al sol y al viento se alineaban unas jaulas de madera de mesua. Fuera, un engranaje permitía bajar, separar o juntar las paredes. En aquellas jaulas había chicas encerradas: algunas estaban tan comprimidas en el interior que no podían evitar llorar y gritar.

Y cuanto más gritaban ellas, más apretaban los preunucos el torno que las estrujaba lentamente. Aquel suplicio se infligía a todas las que desobedecían o contrariaban a Temir-Gaí…

El sol terminó inundando de luz la mandapa. Al momento surgieron de los compartimentos donde permanecían ocultos unos preunucos que empezaron a entonar cánticos con sus voces límpidas para rendir honor al nuevo día.

Acompañadas por aquellos cantos cristalinos, ellas avanzaron hacia los Baños de Pureza: una sucesión de estanques artificiales en los que las chicas del harén se bañaban a diversas horas del día. El más grande, lleno de agua de mar, estaba cubierto de hojas de loto. Aquel estanque era donde se celebraba la Inmersión. Malva sintió acelerársele el pulso una vez más. Temía tanto aquel momento que el dolor aumentaba de día en día. Pero ¿qué podía hacer? No tenía más opción que obedecer o ser condenada a la jaula.

Malva se detuvo en el borde del estanque. A su lado, Lei miraba fijamente la superficie gris del agua. Al oír una modulación de los cánticos de los preunucos, todas las chicas entraron en el agua.

Malva aspiró una bocanada de aire y luego contuvo la respiración. El agua salada hacía que le escociera la herida de la pierna como si miles de agujas se le clavaran en la piel.

—Debes nadar —le susurró Lei—. Sin gritar.

Con los dientes apretados, la principetta se puso a nadar y todas las chicas que había a su alrededor se dirigieron al centro del estanque, haciendo ondular las hojas de loto. El emperador Temir-Gaí había aparecido en la orilla opuesta, vistiendo un traje de plata con unas mangas tan largas que le llegaban a los pies. Observaba la Inmersión en compañía de un ejército de preunucos.

Cada vez que estiraba la pierna, Malva notaba la herida picándole. Aunque el escozor era casi insoportable, consiguió llegar al centro del estanque. Lanzó una mirada llena de angustia a Lei. Ya estaba a punto de sonar el sexto golpe de gong, y entonces tendrían que sumergirse en el agua y permanecer allí todo el tiempo posible. Si no…

El gong sonó. Malva abrió la boca, se llenó los pulmones y se sumergió al mismo tiempo que todas las demás. La regla establecida era muy sencilla: la primera que saliera a la superficie sería la elegida por Temir-Gaí para pasar la noche siguiente con él en la estancia imperial. Cada vez que Malva se hundía en las frías aguas del estanque, intentaba imaginarse cómo podía ser una noche así, y aquello le daba las fuerzas necesarias para no volver arriba. Sin embargo… al cabo de un momento, le faltaba tanto el aire que se veía incapaz de resistir.

Aquella mañana, cuando volvió a la superficie, comprobó que se había salvado una vez más: otra chica acababa de ser elegida.

—Muy bien, Malva —le sonrió Lei una vez hubo emergido ella también—. Tenemos un día más.

Malva le sonrió, pero sabía que aquello no era más que un aplazamiento. ¿Quién sabía lo que ocurriría a la mañana siguiente? Quizá el dolor de la pierna le impidiera nadar, y entonces…

Mientras los preunucos sacaban del agua a la desdichada que Temir-Gaí había elegido, las demás prisioneras se alejaron rápidamente del centro del estanque para alcanzar la orilla. Malva lanzó una mirada a la víctima del día: era una chica menuda de piel tostada y pelo rizado, seguramente originaria del desierto de Nahara. Se resistía y suplicaba al emperador que la perdonara, pero fue en vano. En el harén, todo el mundo sabía que ninguna chica volvía tras haber pasado por la estancia de Temir-Gaí. Hubo incluso una mañana terrible en la que el emperador quiso dos chicas: una para él y otra para un invitado de excepción al que esperaba. Tampoco estas dos chicas regresaron.

—Ayer noche, yo encontré larvas de galeodos —anunció de pronto Lei en voz baja—. Último ingrediente que falta para fabricar medicamento. Tú verás. Esta noche, yo curaré tu pierna.

Llena de esperanza, Malva miró fijamente a su amiga. Desde que la encerraron en el harén, vivía esperando aquella medicina mágica cuyos ingredientes había estado reuniendo Lei pacientemente. Las larvas de arañas nocturnas le habían costado muchísimo de encontrar.

—Ojalá me cure tu medicina —suspiró Malva al tocar por fin la orilla.

—¡Seguro! —respondió Lei alegremente—. ¡Ciencia de Balmún, tú sabes!

La chica de ojos perlados, de pie y cubierta con un sarimono goteante, tendió la mano a Malva.

—Cuando tu herida curada, tú y yo huiremos del harén —susurró—. Como hizo mi hermana antes que nosotras. Tú confía.

Malva se tumbó en la hierba, agotada. El sol ya había entrado en el cielo y todas las chicas se dispersaron entre las columnas para descansar y charlar. El emperador Temir-Gaí había desaparecido con su prisionera y la jornada transcurriría sin más sobresaltos hasta el día siguiente, cuando el gong volviera a sonar y el cruel juego de la Inmersión empezara otra vez.

«Yo confío en ti, chica de Balmún —pensó Malva—. Y, cuando hayamos salido de aquí, buscaré a Filomena, esté donde esté, y la llevaré a Elgri-la, donde no habrá ni coronado, ni arconte, ni Vincenzo, ni monstruo marino, ni amoyedas, ni emperador, ni harén ni suplicios.»

Desde que huyó de la Ciudadela, Malva no cesaba de agregar nombres a la lista de cosas espantosas que no quería volver a soportar. Poco a poco se daba cuenta de que el Mundo Conocido sólo obedecía muy raramente a los preceptos de Quietud y Armonía.