15. ¡DESTINO: ORNIENTE!

Al alba, Orfeo cerró la puerta de su casa con dos vueltas y luego metió el manojo de llaves dentro de una bolsa de lona que se echó a la espalda. La bolsa contenía ropa de abrigo, un capote impermeable, pañuelos de tela, varios tratados, un cuaderno de navegación, una carta náutica y una brújula. Era todo lo que necesitaría a partir de entonces. El viejo Al, percibiendo que estaba ocurriendo algo fuera de lo común, daba vueltas alrededor de su amo, pendiente de todos sus gestos, como si hubiera adivinado que aquella salida matutina no era como las demás.

En pocos días, los acontecimientos se habían precipitado. En cuanto conoció el mensaje que le había traído Uzmir, el coronado abandonó su estado de retiro y abatimiento. Tras salir de la Ciudadela en compañía de los consejeros que le habían guardado fidelidad, se había dirigido a la ciudad para anunciar en persona a los galnicianos que volvía a tomar el timón del país. Había cancelado uno a uno todos los edictos del arconte, suprimido el duelo, reabierto las fronteras y restablecido el derecho al culto a Quietud y Armonía. A continuación envió a todas las provincias a pregoneros oficiales que anunciaron a la población que la principetta no había muerto. Además, ofrecía una recompensa a todo aquel que contribuyera a detener al arconte. La carta de Filomena había surtido efecto: el arconte estaba acusado de conspirar contra la vida de la principetta con el fin de usurpar el poder.

Aquellas revelaciones provocaron una gran agitación entre las gentes. Así pues, ¡todo había sido por culpa de aquel hombre! La tristeza, el miedo, el hambre, el frío, la lluvia y la angustia, se le atribuía la culpa de todo. De un día para otro, el arconte se había convertido en el peor enemigo de los galnicianos. Se organizaron partidas de búsqueda para localizarlo, se difundieron caricaturas y hasta se compusieron canciones burlescas para exorcizar el terror que había orquestado con tan malas artes.

Otra noticia se extendió con gran rapidez: el coronado pedía voluntarios para una expedición a Cispacia, una tierra lejana donde Malva se hallaba prisionera. Orfeo inició los preparativos sin perder tiempo. ¡Por fin se presentaba la ocasión tan esperada!

Así pues, fue con gran entusiasmo como aquella mañana se dirigió a la Ciudadela, andando a paso ligero y desatendiendo a su perro, que, con la lengua colgando, hacía esfuerzos por seguirle por las calles de la ciudad. El aire estaba lleno de vida, el cielo se desplegaba con un azul intenso y en la atmósfera flotaba algo nuevo y eléctrico que hacía que le palpitase el corazón.

Las puertas de la Sala de las Exquisiteces aún seguían cerradas cuando Orfeo se unió a los primeros candidatos. Entre las brumas de la madrugada, algunas decenas de hombres esperaban ya el momento de la audiencia zapateando para entrar en calor. Unos guardias se mantenían firmes ante las puertas con sus espinglones al cinto.

Orfeo sacó los codos para abrirse paso, mirando amenazadoramente a los presentes. No podía evitar ver a un rival en cada uno de ellos, pues era evidente que el coronado seleccionaría a los mejores para aquella misión. Uno de ellos atraía especialmente las miradas: un hombre inmenso, de espaldas anchas como un armario y manos recias. Destacaba entre todos los demás y su cara robusta tenía algo de inquietante. Al pasar cerca de él, Orfeo se sintió ridículo. Durante años, debido a su enfermedad ficticia, había evitado correr y cargar con peso, y ahora lamentaba no poder marcar músculo… ¡Una vez más, el engaño de su padre ponía en peligro sus posibilidades de viajar! ¿Cuántas veces, en aquellos últimos tiempos, había deseado correr hasta el cementerio para pisotear su tumba, aún fresca?

—¿De quién es este chucho asqueroso? —gritó de pronto una voz iracunda.

Orfeo salió de su ensimismamiento al darse cuenta de pronto de que había perdido de vista a Al. Se dirigió al lugar en el que se había formado una aglomeración. Allí encontró al san bernardo tumbado cuan largo era sobre una bolsa, con un pollo asado en la boca. Abochornado, Orfeo se acercó al hombre que había lanzado aquel llamamiento furioso.

—Lo siento mucho —dijo—. Es muy viejo… Mi perro…

—¡Me ha robado ese pollo! —gritó el hombre.

Orfeo lo reconoció inmediatamente. Era el mequetrefe nervioso e inquieto con quien se había topado tan a menudo en el Instituto Marítimo. Aquella mañana, su pelambrera encendida hacía que su cara pareciera más roja que de costumbre. Bajo el efecto de la cólera, hasta se le podría haber confundido con un duendecillo escapado de los páramos de Dunbraven.

—¡Voy a destripar a ese animal! —berreaba—. ¡Le voy a hacer picadillo! ¡Lo trincharé en mil pedazos!

Orfeo se agachó tratando de recuperar el pollo, pero Al ya le había hincado el diente de tal manera que su amo no pudo salvar más que un muslito.

—¡Es demasiado tarde! —le vituperaba el duendecillo—. ¡Por la Santa Quietud, este perro sarnoso merece que lo asen a fuego lento!

—Os pagaré para compensaros —sugirió Orfeo.

—¡Ya podéis guardaros vuestros galniques! —exclamó el otro, hinchando pecho con aire indignado—. ¿Sabéis cuántas horas he pasado para prepararlo? ¡Era un regalo especial para el coronado! ¡Un pollo sazonado con especias y cebollas silvestres! ¡Una receta que conservo en secreto! ¡En estos tiempos de hambruna, un pollo como éste no tiene precio!

El hombre lanzó una mirada de consternación a su obra maestra despedazada. De pronto, se le quebró la voz:

—Y ahora, ¿cómo voy a demostrar al coronado que soy el mejor cocinero de toda Galnicia y que soy indispensable para el éxito de esta expedición? —se lamentó—. ¡Para mantener el ánimo de los marineros, no hay nada que pueda compararse a una gastronomía armoniosa!

Orfeo tragó saliva con dificultad. A su alrededor se elevaban cada vez más voces, escandalizadas o divertidas por aquel contratiempo.

—Si sois tan buen cocinero —apuntó un mozo—, ¿por qué no inventáis una salsa a base de babas de perro?

El comentario despertó una oleada de risas, pero el pelirrojo no estaba de humor. Lanzó una mirada de desprecio a Orfeo y masculló:

—No sé quién sois, pero vuestra cara no me resulta desconocida. ¡Tened por seguro que me acordaré bien de vos! Si el coronado no me contrata, os juro que me veng…

Pero entonces fue interrumpido por la apertura de las puertas y la voz atronadora de un guardia que anunciaba el inicio de la audiencia.

Orfeo notó que el corazón se le aceleraba al entrar con los demás en la Sala de las Exquisiteces. Para su gran alivio, Al no quiso seguirlo. El perro se quedó solo en el exterior, absorto en su pollo.

El procedimiento era rápido y estricto: el coronado se entrevistaba con cada uno de los candidatos y seguidamente el médico del Instituto Marítimo examinaba a quienes se consideraba aptos para el trabajo. Finalmente, los más afortunados desaparecían en la sala contigua para prestar juramento. En el puerto, dos fragatas esperaban al puñado de elegidos que formarían sus tripulaciones.

Cuando llegó su turno, Orfeo se acercó al coronado y plantó una rodilla en el suelo.

—¿Vuestro nombre? —preguntó el coronado.

—Orfeo Mac Bott, majestad.

—¿Mac Bott? —repitió el coronado, pensativo—. ¿No seréis acaso el hijo de Aníbal?

A Orfeo se le hizo un nudo en la garganta.

—En efecto, majestad.

—¡Bien! —celebró el coronado—. ¡Entonces no hay duda de que sois un excelente marino! ¿Cómo se encuentra vuestro padre?

—Está muerto, majestad.

El coronado parecía sinceramente afligido por la noticia. Dio el pésame a Orfeo y luego le hizo una señal al médico.

—¿Estoy contratado? —preguntó Orfeo, desconcertado.

—¡Vuestro nombre habla por vos! —exclamó el coronado—. ¡Seréis contramaestre! ¡Los Mac Bott siempre han servido a Galnicia con valor y abnegación!

Estas palabras causaron un efecto tan doloroso en Orfeo, que estuvo a punto de protestar y de gritar a voz en cuello toda la verdad acerca de su padre. ¡Quería que lo admitieran por méritos propios y no exclusivamente por su nombre! Pero ¿cómo podía demostrar su valía? Los libros y los discursos bonitos no servían de nada… ¡Si el coronado se enteraba de que nunca había puesto los pies en un barco, podía ser capaz de cambiar de opinión!

Entonces, con el corazón en un puño, Orfeo se puso en pie, expresó humildemente su agradecimiento y se dirigió hasta el médico mientras el candidato siguiente se sometía al interrogatorio.

—¿Tenéis problemas de vista? —quiso saber el médico al inscribir el nombre de Orfeo en un voluminoso registro.

Orfeo negó con la cabeza y el médico marcó una casilla con una pluma.

—¿Y el oído?

—Excelente.

—¿Tenéis la sangre bien roja y fluida?

—Lo ignoro. Nunca me corto.

—¿Ni siquiera al afeitaros? ¡Vaya, qué hombre tan diestro tenemos aquí! —rió el médico mientras marcaba otra casilla— ¿Qué me decís del resto de vuestra anatomía? Cabeza, corazón, hígado, pulmones…

Orfeo pensó en la enfermedad de la que durante tanto tiempo se creyó víctima. Se sintió palidecer, pero pudo recuperar el dominio de sí mismo.

—Aparte de estornudos y catarros, no tengo más problemas de salud —contestó.

—¿Os mareáis en el mar? —preguntó entonces el médico.

Esta vez, Orfeo se sonrojó. ¿Cómo iba a contestar aquella pregunta sin confesar su inexperiencia en la navegación? El médico, al notar su turbación, se echó a reír:

—¡No os preocupéis! ¡A veces, hasta los mejores marinos tienen el estómago sensible! ¡No vamos a eliminar a nadie por eso!

Y le señaló la entrada de la sala contigua antes de añadir:

—Galnicia cuenta con vos para rescatar a la principetta. Buena suerte.

Orfeo entró en la Sala de las Exquisiteces. Era una sala de techo bajo y poco iluminada, puesto que la única ventana que había daba al norte. En el suelo, una tupida alfombra amortiguaba el ruido de tal forma que, inconscientemente, todos los que entraban allí andaban de puntillas, como para no despertar a alguien que estuviera dormido. En el centro de la antesala se levantaba el Altar de las Divinidades: un pedestal de madera sobre el que se erguían las estatuas de las diosas Quietud y Armonía. Un frío húmedo impregnaba la atmósfera. Se notaba que la sala había permanecido cerrada durante muchos meses debido a las diversas prohibiciones promulgadas por el arconte.

El monje venerabile, un anciano de cuerpo enjuto y encorvado como una rama de olivo, puso una mano nudosa sobre el hombro de Orfeo.

—Acercaos al Altar —le indicó.

Orfeo obedeció. En lo alto del zócalo de madera, Quietud y Armonía parecían tener puestas en él sus miradas benévolas.

El monje venerabile cogió un cáliz de piedra tallada y se lo tendió a Orfeo.

—Bebed un poco —le ordenó.

El cáliz contenía agua pura de las montañas, fresca y ligeramente turbia. Orfeo tomó con deleite un sorbito.

—Ahora, repetid conmigo este juramento —dijo el monje—: «Prometo por mi honor servir a mi país y a sus divinidades… Prometo sufrir, atravesar cualquier dificultad sin desfallecer».

Con un nudo de emoción en la garganta, Orfeo repitió el juramento. Antes que él, de generación en generación, sus antepasados habían pronunciado allí mismo aquellas palabras solemnes, hasta llegar a su padre, que acabó rompiendo sus promesas…

—Que Quietud y Armonía oigan vuestro juramento —siguió diciendo el monje—. ¡Ahora, terminad de beber!

Así, ofreció de nuevo el cáliz a Orfeo. Cuando éste se lo llevó a los labios, le pareció que el agua no era la misma: de pura y turbia, había pasado a ser extremadamente amarga. No obstante, se la bebió de un tirón, con escalofríos por todo el cuerpo. Entonces, el monje venerabile dio por terminada la ceremonia con estas palabras:

—Que el sabor amargo que ha adquirido esta agua, manche para siempre jamás vuestra boca si un día faltáis a la palabra que acabáis de dar. Ahora, podéis iros.

Invadido por una profunda impresión, Orfeo salió de la sala.

Dos días más tarde, cargado con su equipo de marinero y acompañado por Al, Orfeo atravesó la pasarela que conducía a la cubierta de la Errabunda, la fragata de la que había sido nombrado contramaestre. Se sentía dichoso y a la vez aterrorizado. «¿Y si mi padre me hubiera mentido? —pensaba—. ¿Y si me muero después de pasar un par de días en el mar?» Asaltado por un vértigo repentino, tuvo que agarrarse a la barandilla hasta recuperar el aliento para no caer en las aguas del puerto.

—¿Necesitáis ayuda, dom Mac Bott? —preguntó de pronto una voz aguda.

Orfeo se asomó y vio a Chanclo, plantado en el pie de la pasarela y mirándolo divertido. Vestía unos pantalones nuevos y seguía calzando sus zapatos de soldado. Un brillo alegre le bailaba en los ojos.

—¡Por cincuenta galniques te llevo el equipaje!

—¿Sólo cincuenta galniques? ¡Ese buen corazón que tienes será tu ruina, Chanclo! —bromeó Orfeo—. ¿Qué haces aquí?

El chico se cruzó de brazos:

—¡Quería ver partir a los héroes! ¡Si aceptas mi ayuda, te daré una información muy interesante!

Orfeo vaciló por un momento. Aquel chico era perfectamente capaz de timarlo, pero le gustaba su descaro. Dejó su equipaje en medio de la pasarela y Chanclo lo atrapó con un par de ágiles zancadas. Al se puso a gruñir mientras olfateaba los pies del recién llegado.

—¿Este perro es tuyo? —preguntó Chanclo—. ¿Él también embarca?

Al tiene una larga experiencia náutica —explicó Orfeo—. Ha atravesado el océano Máltico y el mar de Yprea, y ha viajado incluso hasta el mar de Ocre, en las costas de Orniente.

Chanclo hizo una mueca, impresionado, y se agachó ante el san bernardo.

—¿Así que tú eres el que va a salvar a nuestra principetta? —murmuró, acariciando enérgicamente el pecho del animal—. ¡Ya veo que Galnicia está en buenas patas!

—No me atrevo a dejarlo —se justificó Orfeo—. Es muy viejo. En el tiempo que tarde en ir y volver de Cispacia, ya se habrá muerto. Lo mismo da si me acompaña.

Chanclo se puso en pie y levantó el equipaje.

—¡Pues sí que pesa! —comentó—. ¡Creo que necesitaré ayuda!

El chico silbó entre los dientes. Entonces, Orfeo vio aparecer en el muelle a otro muchacho que se escondía detrás de un montón de barriles.

—Pero… pero ¡bueno…! —farfulló.

¡El otro muchacho se parecía a Chanclo como una gota de agua a otra! La misma mirada clara, la misma desenvoltura, la misma carita sucia, el mismo pelo hirsuto.

—¡Te hacemos una oferta! —exclamó el segundo muchacho—. ¡Cincuenta galniques por mi hermano y por mí!

«¡Son gemelos!», pensó Orfeo con alivio, ya que durante algunos segundos se creyó víctima de una alucinación. Entonces sonrió:

—Trato hecho. Os espero aquí. Pero daos prisa. ¡Pronto soltaremos amarras!

En un abrir y cerrar de ojos, los gemelos transportaron el equipaje al otro extremo de la pasarela. Entonces atravesaron la cubierta de la fragata Errabunda a todo correr.

—¡Eh! ¡No me habéis dado ninguna información interesante! —gritó Orfeo a sus espaldas.

Pero los dos chicos ya se habían escurrido por la primera escotilla. Orfeo soltó un suspiro. Lentamente, su vértigo se fue disipando. A su alrededor, los marinos empezaban a afanarse: subían escaleras, accionaban poleas y enrollaban las escotas. Una horda de porteadores y curiosos pululaban por el muelle. En las bodegas de la Errabunda se cargaban, entre gritos y tirones, barriles de vino y agua y cajas de arenques salados, además de una cincuentena de pollos, veinte cabras, diez corderos y cuatro bueyes. Orfeo distinguió una pelambrera roja en la popa: se trataba del cocinero, que supervisaba el embarque de los víveres.

—Bueno, Al... —murmuró Orfeo—. Creo que ya nos hemos ganado un enemigo a bordo. Como se te ocurra meter las narices en la gambuza buscando algo de comer, ¡te vas a enterar!

Orfeo constató además la presencia del gigante de tez oscura que había visto el día de la selección en la Ciudadela. Con una destreza fuera de lo común, transportaba cajas sobre la pasarela del segundo navío. La bodega de la fragata María Bella estaba destinada al material militar: reservas de pólvora para cañones, buzarcas, espinglones, catallestas y un gran número de flechas, que se transportaban en previsión de posibles batallas contra los hombres de Temir-Gaí, el temible emperador de Cispacia.

Según los cálculos de los cartógrafos oficiales, la expedición podía alcanzar su objetivo en menos de dos meses, ya que los vientos eran favorables. Para el regreso, seguramente habría que tomar rutas marítimas nuevas y navegar por los límites del Mundo Conocido. La aventura no estaba exenta de riesgos, de modo que el coronado había impuesto la presencia de un cirujano en la fragata María Bella, así como la de un santo diáfice a bordo de la Errabunda.

Orfeo alzó los ojos hacia el mastelero de juanete. Los obenques temblaban por el viento y los colores verdes y amarillos de la bandera galniciana ondeaban ya contra el cielo puro. ¿No había soñado siempre con aquel instante? «¡Vamos! —pensó—. ¡Ya es hora!»

Seguido de Al, recorrió la cubierta en busca de los dos gemelos. Hacía más de un cuarto de hora que habían desaparecido. ¿Y si los dos pillos habían huido con sus pertenencias? ¡Eso sí que sería una mala jugada! Inquieto, se precipitó escaleras abajo hacia la entrecubierta. En la sala de techo bajo, algunos marineros esperaban el momento de zarpar. Orfeo les preguntó por los gemelos, pero ninguno de ellos los había visto.

—¡Qué inocente he sido! —refunfuñó Orfeo—. ¡Estos dos bribones me han robado, simple y llanamente! Ahora van a vender mi ropa, mis libros, mi brújula… ¡y seguro que con eso se ganan más de cincuenta galniques!

Ya hervía de indignación cuando de golpe encontró su bolsa de lona en un rincón con el resto de bultos. La abrió y no faltaba nada. Perplejo, siguió buscando a los dos hermanos entre la marinería, pero fue en vano. Cuando volvió a subir a cubierta, tuvo que llegar a la conclusión de que ya no estaban a bordo.

—¡Qué curioso! —musitó—. ¡No es propio de Chanclo esfumarse sin que le hayan pagado!

Pero ya no quedaba tiempo para buscar explicaciones. Orfeo se encogió de hombros y corrió en busca del capitán para ponerse a su disposición, ya que estaban a punto de soltar amarras.

Unos instantes más tarde, la Errabunda y la María Bella abandonaron el puerto entre los vítores de la multitud. En un estado de gran agitación, pero valiéndose de los conocimientos sobre navegación que había adquirido, Orfeo supervisó las maniobras del velamen sin cometer errores. El perico, el juanete de proa y el velacho se izaron. Después, de pie sobre el castillo de proa, vio alejarse la Ciudadela y las costas de Galnicia, mientras Al, tumbado sobre la cubierta, emprendía la primera siesta del viaje.

En los campanarios de las torres de la Ciudad Alta, las campanas se echaban al vuelo para celebrar la partida de los marineros. Un rayo de sol permitió a Orfeo distinguir incluso las paredes blancas de la morada familiar de los Mac Bott. Al verla alejarse, se hizo la promesa de que, si sobrevivía a aquel periplo, devolvería todo su esplendor a aquel nombre que él había heredado pero que su padre había manchado.