14. LA CHICA DE BALMÚN

Los amoyedas habían atado a Malva y luego le habían vendado los ojos antes de arrojarla al interior de un carromato. Tras una eternidad dentro, notó que la llevaban a algún lado. Estaba tan asustada que era incapaz de llorar o gritar. Le dolía la herida de la pierna. Tenía hambre, pero ni siquiera podía coger las galletas de pagul que le quedaban en el bolsillo. Intentó calmarse repitiendo mentalmente todas las palabras nuevas que había aprendido después de haberse fugado de la Ciudadela. Se mantenía ocupada combinándolas para formar frases coherentes, pero la mayoría de las veces se le enredaban. Y en esos momentos todo lo que le quedaba era el miedo. Un miedo atroz que le encogía el estómago.

De vez en cuando le llegaban de fuera gritos, risas, murmullos y a veces una especie de chillidos horripilantes. Los amoyedas hablaban un idioma lleno de gruñidos, bufidos y ronquidos: ¿seguro que eran humanos?, ¿o más bien unas criaturas híbridas, mitad hombres, mitad bestias, al estilo de sus horribles enliles?

Mientras Malva le daba vueltas a aquellos tenebrosos pensamientos, el traqueteo del carromato que la sacudía cesó bruscamente. Le pareció que llamaban a alguien, pero no tardó en reinar el silencio. Era la primera vez que el convoy se detenía. La primera vez que se hacía un silencio tal.

Malva aprovechó esta pausa para cambiar de posición y tratar de aliviar el dolor de sus músculos. A su derecha había unos sacos. Deslizó el trasero por el suelo lleno de astillas y se dejó caer, con la mejilla pegada a aquellos voluminosos fardos. En aquel momento, una nueva llamada, más cercana que la anterior, rompió el silencio. «¡Mirgaí!», le pareció oír.

Durante un buen rato, no sucedió nada. Hasta los enliles se habían callado. Malva se sumió en una especie de sopor comatoso. En sueños, vio correr a Filomena tras ella, con la cara ensangrentada. La vio tropezar y desplomarse en el suelo, inmóvil. Quiso llamarla, pero de pronto sintió que un par de manos la agarraban por los hombros.

Malva soltó un grito seco y atormentado, mientras un fuerte olor a sudor le revolvía las entrañas. ¡Un amoyeda! Se había introducido en el carromato y la zarandeaba para despertarla. Ladró unas palabras y luego, sin previo aviso, le arrancó la venda de los ojos.

Una luz cegadora le cortó la respiración. El amoyeda no le dio tiempo a que se diera cuenta de lo que sucedía. La arrastró sin contemplaciones al exterior, la levantó del suelo y la empujó para que caminara. Aunque sus pies tocaban el suelo, la principetta no podía dar ni un paso: sus piernas estaban demasiado débiles para llevarla. Malva se desplomó sobre la hierba.

«¡Temir-Gaí!» Aquella nueva llamada le resonó en los oídos. Al momento, el amoyeda gritó algo y la obligó a ponerse en pie aferrándola por el brazo. La mantuvo así sujeta, débil y asustada, mientras por todas partes las llamadas se iban respondiendo: «¡Temir-Gaí, Temir-Gaí!».

Poco a poco, la vista de Malva se iba acostumbrando a la claridad del día. De pie frente a su guardián, asaltada por dolores y calambres que le recorrían el cuerpo, descubrió un espectáculo sobrecogedor: se hallaba en un patio inmenso y rodeada por murallas plateadas, altas como acantilados. En lo alto distinguió a unos vigías que se mantenían firmes sobre el camino de ronda. Eran sus gritos los que había oído unos momentos antes.

Miles de guerreros se habían reunido allí, en aquel patio parecido a un ruedo, pisoteando la hierba seca. La mayor parte de ellos eran amoyedas encapuchados, pero también había otros bárbaros que estaban sentados a horcajadas sobre unas monturas de pelo lanoso y que enarbolaban banderas negras y rojas. Malva observó que en medio de cada grupo habían unas chicas atadas y temblorosas, como ella. La respiración se le aceleró. ¿De dónde habían salido todas aquellas chicas?

Miró hacia atrás. A algunos pasos, de pie junto a otro carromato, vio a una muchacha rubia, de ojos azules y redondos como perlas. Llevaba una simple blusa de algodón y los pies descalzos. Sus miradas se cruzaron.

—¡Lei! —gritó la chica.

¿Sería ése su nombre?

—¡Malva! —le respondió la principetta.

La chica le dirigió una sonrisa tímida, pero el amoyeda que estaba junto a ella le dio un golpe brusco en la cabeza. Malva desvió la mirada. Sería mejor no provocar la cólera de aquellos bárbaros.

Un nuevo grito atravesó el aire y la muchedumbre se apartó al momento. Una puerta se abrió en la muralla plateada, a lo lejos.

—Temir-Gaí… —murmuró el amoyeda que sujetaba a Malva por el brazo.

Una columna de hombres armados surgió en aquel instante de la puerta. Avanzaban en fila de tres, con trajes resplandecientes y la cabeza ceñida por turbantes dorados. En medio de la columna apareció un animal extraordinario. Se asemejaba a una montaña dotada de movimiento: alta como tres hombres y larga como seis, balanceaba una cabeza alargada sobre el enorme cuello. Dos pares de cuernos plateados le brotaban sobre los ojos. Tenía unas patas tan gruesas que parecían los pilares de un templo. Malva nunca había visto a un animal semejante. Desprendía tanto poderío que a la principetta se le cortó la respiración.

—Auriga celeste —susurró de pronto una voz a su espalda—. Animal mítico de imperio de Orniente.

Malva dio un respingo. La chica rubia llamada Lei estaba con ella y le había tocado el hombro al hablarle. A su derecha, el guardián contemplaba fascinado la llegada de los soldados.

—¿Hablas mi idioma? —preguntó Malva discretamente.

—Yo hablo todos idiomas —respondió la muchacha en voz baja—, porque soy chica de reino de Balmún. Mira: Temir-Gaí, único emperador que tiene auriga celeste. Poder inmenso para él. Ahora, él como dios.

Malva distinguió una silueta sentada sobre el lomo de la bestia de astas de plata. Allí estaba el emperador, semioculto bajo un dosel de tela. Sin lugar a dudas, los bárbaros se habían reunido al pie de aquellas murallas para recibirlo.

—Nosotras regalos —siguió explicando Lei con voz apagada—. Regalos para Temir-Gaí.

Malva se estremeció, pero no tuvo tiempo para hacer más preguntas a su compañera. Un nuevo clamor se elevó en el ruedo. El emperador Temir-Gaí había salido de debajo del dosel y, de pie sobre el auriga celeste, acababa de mostrar su rostro. Los gritos dieron paso a un silencio total. El amoyeda que vigilaba a Malva la mantenía sujeta con menos fuerza. Tenía la cabeza baja. Todas las caras que la rodeaban mostraban un temor respetuoso.

—¿Tú miedo? —le susurró Lei al oído.

Malva le dijo que sí con la cabeza.

—Yo, rabia. Amoyedas y emperador…

Lei escupió al suelo para subrayar su desprecio. Entonces, clavó sus ojos azules en los de Malva y le sonrió.

—Tenemos que quedarnos juntas, tú y yo. Más fuertes, juntas. ¿Prometes?

La principetta agradeció la presencia inesperada de aquella chica. No sólo sabía galniciano, sino que además parecía demostrar un temperamento enérgico muy reconfortante. Malva le devolvió la sonrisa:

—Te lo prometo —murmuró.

Apenas hubo pronunciado aquel juramento cuando la mano de su guardián volvió a aferrarle brutalmente el brazo. El minuto de silencio había terminado. El hombre la empujó, y el otro guardián obligó a avanzar a Lei al mismo tiempo. Los bárbaros guiaban a sus prisioneras hacia el emperador.

«Regalos —pensó Malva—. Somos regalos…» Estaba muda de terror. Caminaba lo mejor que podía, renqueando y resoplando de dolor al lado de Lei, que mantenía la cabeza alta y miraba fijamente al emperador sin temblar. Malva nunca había oído hablar del reino de Balmún. Tal vez era un país de guerreras, de mujeres sin miedo, dispuestas a afrontar cualquier dificultad. Fuera como fuese, Lei mostraba una sangre fría fuera de lo común.

Cuando ya les separaban pocos pasos del auriga celeste, Malva no pudo dejar de admirar a aquel animal increíble, a pesar del miedo que le encogía el corazón. De cerca, parecía todavía más gigantesco y majestuoso. El emperador había desaparecido de nuevo bajo el dosel, pero le pareció entrever su mirada tras una ranura en la tela. Las estaba observando, a ella y a Lei… ¡No, en realidad sólo a Malva!

—¡Tu pierna! —le susurró Lei—. ¡Sin cojear, o emperador te rechazará!

—No puedo remediarlo. Estoy herida… Me…

—Si Temir-Gaí te rechaza, amoyedas te matarán.

Aterrorizada, Malva apretó los dientes y, a costa de un dolor espantoso, dio los últimos pasos sin cojear. Al fin, el emperador dejó de mirarla. Volvió la cabeza, se incorporó en su montura y lanzó un grito ronco. A su orden, los soldados enturbantados condujeron a las prisioneras fuera del ruedo.

—Sigue, sigue —la animó Lei—. Cuando esté en harén, yo curaré tu pierna.

—¿Un harén? —dijo Malva con una mueca.

—Harén de Temir-Gaí, aquí, en Cispacia. ¡Muy famoso en todo imperio de Orniente! Dicen que su sueño es tener diez mil chicas para su placer. —Y, sonriendo, añadió—: Mi hermana siguió mismo camino que nosotras. Pero ella… ¡escapó! Volvió a Balmún hace tres lunas. Yo haré lo mismo. ¡Y tú también, Malva! ¡Tú vendrás con mí!

¿Cuántas fueron las que cruzaron la puerta tras los soldados del emperador? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? Algunas chicas lloraban en silencio, otras tenían la cara más pálida que la que tendrían si hubiesen estado muertas. Sólo Lei conservaba su dignidad. Entonces, al verla tan orgullosa y animada, Malva sintió renacer en ella un poco de esperanza.

Había perdido la libertad, había perdido a Filomena y la protección de Uzmir, iba a afrontar sin duda más humillaciones, pero ya no estaba sola. Aquellas pocas palabras intercambiadas apresuradamente habían bastado para que entre ella y la chica de Balmún naciera la amistad.