13. EL MENSAJERO MISTERIOSO

Orfeo fue despertado por un rayo de sol que le cosquilleaba la nariz y por un estallido de voces que llegaban de fuera. Abrió los ojos, sorprendido. Vio un resquicio de cielo azul por la ventana de su habitación y sonrió de alegría. ¡Llevaba meses sin ver el sol!

Corrió a abrir la ventana y entonces se dio cuenta de algo extraordinario: ¡las mujeres habían vuelto! En las azoteas de las casas de enfrente, aprovechando la mejoría del tiempo, se apresuraban a tender sábanas y manteles. Las voces se respondían entre sí, como antes, y se elevaban en el aire perfumado de la mañana.

—¡Te digo que es mentira! —decía una—. ¡Es un rumor, nada más!

—¡De eso, nada! —se encendía la de mayor edad—. Lo sé por mi hermana. ¡Es cocinera en la Ciudadela, y si la llamas otra vez mentirosa, te denuncio a la patrulla!

La mujer que había hablado la primera alzó el puño amenazadoramente.

—Y ¿por qué me vas a denunciar, chalada?

—¡Por infracción del sexagésimo cuarto edicto, para empezar! —replicó la otra, burlona—. El otro día te oí: ¡estabas canturreando en la cocina!

Bajo la mirada divertida de Orfeo, las otras mujeres se unieron rápidamente a la discusión. Algunas se atrevieron a afirmar, en voz baja, que los edictos del arconte no eran justos y que todo el mundo tenía derecho a cantar en su cocina, mientras que otras, horrorizadas, proclamaban que la ley era la ley.

Finalmente, dejaron de pelearse cuando la más joven exclamó:

—¡Mirad! ¡El timidillo está en la ventana!

Orfeo se sobresaltó. ¡Ya lo habían pillado otra vez! Pero en esta ocasión se obligó a quedarse. ¡Aquellas mujeres no iban a volver a humillarlo! Además… el aire era muy agradable aquella mañana. Se sentía revivir ligeramente, como un oso que sale de su hibernación.

—¡Buenos días! —les soltó.

—¡Vaya! Pero ¡si tiene voz! —se burló la primera que había hablado.

—Y unos ojos muy… muy… azules —añadió la más joven.

Orfeo se ruborizó imperceptiblemente, pero decidió conservar la sangre fría.

—¿De qué rumor habláis? —quiso saber.

La mujer de más edad se asomó al borde de su azotea.

—¡No está nada bien, señor timidillo, espiar las conversaciones de los demás! —dijo con tono burlón—. Pero ya que os interesa, parece ser que ayer por la noche llegó a la Ciudadela un hombre a caballo. Mi hermana lo vio. Era un hombre muy extraño. Tenía los ojos rasgados y la piel oscura. No hablaba nuestro idioma, pero llevaba una carta para el coronado. ¡Y eso es lo que les estaba diciendo a mis vecinas!

La más joven dejó su canasta de la colada y se asomó también al borde de la azotea.

—Según dice, es una carta escrita por Filomena, la dama de compañía de la principetta. ¿Sabéis quién es? ¡La que desapareció con ella!

—¡Vaya! —dijo Orfeo, cada vez más interesado—. ¿Así que esta dama de compañía no está muerta?

—¡No, señor! —respondió la mujer de mayor edad—. Y si ella no está muerta, y si le ha escrito al coronado, ¡os digo que la cosa va a animarse!

—¿De dónde venía ese jinete? —preguntó Orfeo.

—De un país muy lejano —le informó la mujer, adoptando un tono de confidencialidad—. De más allá de las montañas de Guirkistán. ¡Mi hermana me ha dicho que había recorrido toda esa distancia a caballo en menos de diez días!

—¡Imposible! —intervino otra de ellas—. ¡Ningún caballo ni ningún jinete es capaz de una hazaña semejante!

—¡Ya estamos! —repuso la de mayor edad—. ¿Vas a salir otra vez con que mi hermana es una mentirosa?

La disputa se reavivó, pero Orfeo ya había oído bastante. Dirigió un pequeño gesto amistoso a la más joven y cerró la ventana antes de precipitarse al salón.

Allí encontró a Al, acurrucado otra vez en su sillón, pero no perdió los estribos.

Alisio de mi vida —dijo—. ¡Tú no eres un san bernardo, tú eres una mula, te lo digo en serio!

El perro irguió las orejas y abrió sus ojazos húmedos.

—¡Pues sí! —sonrió Orfeo—. ¡Sorpréndete! ¡Porque no te voy a regañar! ¡Quédate en mi sillón si quieres, que yo tengo que salir!

Dicho esto, se vistió a toda prisa. ¡Si las mujeres estaban en lo cierto, iban a pasar muchas cosas! ¡Seguro que el coronado iba a tomar algunas decisiones respecto a aquella dama de compañía! ¡Hasta podría ser que quisiera organizar una expedición! ¡Y necesitaría a hombres valerosos!

—¡Y, en ese caso, yo seré uno de ellos! —exclamó Orfeo mirándose al espejo.

Un escalofrío de agitación le erizó la nuca. Tenía que averiguar de todas todas quién era aquel jinete misterioso y cuál era el contenido de la carta que llevaba. Tenía que enterarse antes que nadie para poder ofrecer sus servicios al coronado. Orfeo golpeó el suelo con el pie: ¡si por fin se le presentaba la ocasión, no podía dejarla escapar!

Salió de su casa y decidió subir a la Ciudad Alta. El sol se asomaba a través de las nubes y una ligera brisa barría la suciedad acumulada en los umbrales de las casas. Mientras tomaba una calle tras otra, Orfeo se cruzó con más transeúntes que de costumbre. Las mujeres salían a recibir el sol como las flores en primavera. Aunque en aquella época debían empezar a sentirse los primeros rigores del otoño, el buen tiempo que acababa de llegar hacía que noviembre se confundiera con abril.

Más tarde, Orfeo vio a un grupo de muchachos harapientos que perseguían gatos callejeros lanzándoles piedras. Reían, corrían y saltaban sin preocuparse del edicto número trigésimo primero. Orfeo se les acercó: le parecía haber reconocido entre ellos al granujilla que había llamado dos veces a la puerta de su casa.

—¡Oye! —le llamó—. ¿Te acuerdas de mí?

El muchacho cerró los ojos y se plantó frente a Orfeo.

—Eres Mac Bott, ¿verdad? ¡Cómo no me voy a acordar de ti! ¡Y sobre todo de los galniques que he ganado contigo! Gracias a ti, he ido a que me echaran las cartas y me han dicho la buenaventura.

—¡Eso sí que es saber gastar el dinero! —se burló Orfeo—. ¡Al menos espero que te hayan predicho un sinfín de maravillas!

—¡Pues sí! —respondió el chico—. ¡No te puedes ni imaginar el futuro que me espera! ¡Y también me he comprado unos zapatos de soldado. ¡Mira!

Y le mostró orgulloso un calzado de tacones metálicos, algo grande para él.

—¡Con esto, ya soy el jefe de la banda! —anunció, sacando pecho—. ¡Todos los demás no son más que unos impresentables!

—¡Tus padres deben de estar muy orgullosos de ti! —exclamó Orfeo.

—¿Mis padres? ¿Qué padres?

—La primera vez que viniste a mi casa, me dijiste que tus padres estarían preocupados por ti si estabas en la calle de noche —recordó Orfeo, frunciendo el ceño.

El chico se encogió de hombros.

—¿Eso dije? A lo mejor no me supe explicar. Soy huérfano.

Orfeo se echó a reír al comprender la artimaña del muchacho.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Antes me llamaba Diego… pero ¡desde que tengo estos zapatos, todos me llaman Chanclo!

—Bueno, Chanclo, ¿te apetece ganar unos galniques más?

El diablillo estrechó los ojos con picardía.

—¿Cuánto?

—Al menos… trescientos —dijo Orfeo en voz baja.

Los ojos del chico centellearon.

—¿Qué hay que hacer?

Orfeo señaló la Ciudadela, que se erguía en la cima del precipicio.

—Quiero que te cueles allí dentro —dijo.

Chanclo alzó las cejas y arrugó la nariz.

—Ya sé que no es nada fácil, pero me da la impresión de que eres más listo que el hambre… Y ahora quiero que me prestes mucha atención. Resulta que un forastero ha llegado de noche con un mensaje importante. Si me dices en qué consiste este mensaje, te daré… ¡cuatrocientos galniques, nada menos!

Chanclo lanzó una mirada a los muros que protegían la Ciudadela. Asi ntiendo con la cabeza, indicó a Orfeo que aceptaba su oferta.

—¡Nos encontraremos al anochecer bajo el puente que cruza el Gdavir! —le gritó Orfeo mientras lo veía salir pitando.

—¡Allí estaré! —respondió Chanclo.

Orfeo pasó todo el día fuera. Cuando sorprendía a dos galnicianos conversando, aplicaba el oído. Fue así como se dio cuenta de que el rumor se estaba extendiendo. Por la mañana se evocaba la llegada de un forastero a caballo, pero a medida que avanzaba el día, la noticia se enriquecía con toda suerte de detalles.

—Parece que se trata de un emperador —decían unos—. ¡Viene de un país sin nombre, donde se crían caballos alados! ¡Seguro que es así como ha llegado hasta aquí, volando!

—Según dicen —añadían otros por su parte—, ¡trae oro al coronado porque quiere casarse con una galniciana!

—¿Qué galniciana?

—¡No se sabe!

Al terminar el día, la ciudad rebosaba de los más descabellados rumores. Sus habitantes se quedaban fuera de las casas, se reunían a la sombra de los plátanos, hablaban levantando la voz, riendo a veces, sin preocuparse por los múltiples edictos del arconte. Se decía que se habían suspendido las patrullas y que ningún soldado había salido de la Ciudadela. Se conjeturaba incluso que el arconte había desaparecido.

Cuando Orfeo se reunió con Chanclo bajo el puente, el chico llegó colorado, sin aliento y muy sucio.

—Dime, ¿has entrado en la Ciudadela? —preguntó Orfeo.

—¡Sí, por los jardines! ¡Y por poco me ahogo al caer en un estanque! ¡Estaba lleno de mugre y de sapos! ¡Qué asco!

—Ya veo que te has ganado la paga —sonrió Orfeo—. Vamos, dime de qué te has enterado.

Chanclo lanzó algunas miradas a su alrededor para asegurarse de que no le escuchaba nadie y luego empezó su relato.

—He visto al forastero —dijo—. Se llama Ugmir, o algo por el estilo. Es muy fuerte, y lleva una ropa rarísima y un gorro con pelos de animales. Ha venido a la Ciudadela a petición de Filomena, la dama de compañía de la principetta.

—¿Por qué ha venido? —le apremió Orfeo.

Chanclo chasqueó la lengua y le tendió la mano.

—Para oír el resto de la historia hay que pagar cien galniques.

Orfeo suspiró y le entregó las monedas.

—El forastero traía un mensaje. Tenía que entregárselo personalmente al coronado, a nadie más. Se ve que el arconte se ha puesto como una furia porque el forastero se negaba a decirle qué decía la carta. Bueno, pero yo lo he oído todo de boca de una criada de la coronada. ¡En el mensaje, Filomena dice que la principetta no está muerta, que no se ahogó en el puerto de Carducia!

—Pero… pero entonces… —farfulló Orfeo—. ¿Dónde está?

—Para saberlo, son cien galniques —anunció Chanclo cruzándose de brazos.

Orfeo le pagó.

—La principetta ha sido secuestrada por unos guerreros… que se llaman… a-medias, creo. Quieren venderla a un emperador de Orniente.

—¿Venderla? —dijo Orfeo, con la respiración agitada.

—Yo sólo repito lo que he oído —explicó Chanclo—. Ese emperador tiene un arcén donde encierra a las chicas.

Orfeo se rascó la cabeza, perplejo.

—¡Un harén! —exclamó—. Creo que es eso lo que has oído.

Chanclo se encogió de hombros. A él, todas esas palabras sin sentido le sonaban igual de raro.

—Pero lo más interesante —dijo— es que el forastero llevaba también un objeto. En una caja cerrada con llave. Un objeto que era… sorprendente.

Resignado, Orfeo pagó doscientos galniques más para oír el resto.

—¡El medallón del arconte! —reveló Chanclo con entusiasmo—. ¡Cuando el coronado abrió la caja, se ve que el arconte se quedó blanco como la nieve! En la carta, la dama de compañía lo acusaba de haber enviado a la principetta a la muerte. El coronado ha pedido explicaciones, pero el arconte ha salido corriendo de la sala de recepciones de su majestad. Unos criados lo han visto salir de la Ciudadela al galope. ¡Y ya nadie ha sabido nada más de él!

Orfeo se quedó estupefacto. Aquellas revelaciones superaban todo lo que se hubiera podido imaginar durante el día. No encontraba ninguna forma de explicar la relación entre el arconte y el forastero, pero de todos modos aquello olía a chamusquina. En cualquier caso, una cosa estaba clara: Galnicia iba a despertarse por fin de su embotamiento. ¡El reinado de terror del arconte había terminado!

Entonces, miró a Chanclo y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

—Gracias. ¡Eres un auténtico jefe!

—¡Hasta he podido robar esto! —rió el chico, sacándose del bolsillo un saquito de piel vuelta.

—¿Qué es? —preguntó Orfeo.

—Un regalo que ha traído el forastero para la coronada. Se lo he sisado a un cocinero. Toma, te invito, hay que mascarlas.

Orfeo se puso algunas semillas en la palma y se las llevó a la boca. No se parecía a nada que hubiera probado antes. No sabía a nada pero en cambio era agradable de masticar.

—Las voy a plantar en la orilla del Gdavir —decidió Chanclo—. ¿Tú crees que crecerán?

—A lo mejor… —dijo Orfeo, pensativo.

Fueran lo que fuesen, aquellas extrañas semillas tenían un gusto muy intenso a aventura y a viaje.