El estrépito de las armas se había extinguido. Los gritos habían dado paso a los gemidos y los llantos. En la pequeña elevación sembrada de zarzas, parecía que la tierra hubiera sido labrada. Pero lo que se había sembrado allí no era trigo ni cebada. En los profundos surcos yacían muertos y heridos, armas rotas, chaquetas de piel hechas jirones.
Los amoyedas se habían ido, abandonando a su suerte a los que todavía respiraban. No quedaba ni un solo caballo en pie. Y a cierta distancia, en la grieta que formaba el terreno, un hombre se cubría la cara con las manos, arrodillado frente a otra hoguera: era Uzmir, el kansha supremo, que lloraba y rezaba tras el desastre.
Filomena volvió en sí al oír aquellos sonidos extraños. Se había caído en la pendiente, había rodado hasta las zarzas y se había golpeado la cabeza contra una piedra antes de desvanecerse.
—Uzmir… —musitó mientras intentaba incorporarse—. ¡Por la Santa Quietud…! ¡Estás vivo!
Haciendo un esfuerzo tremendo, logró ponerse en pie. Y allí, viendo a todos los muertos que la rodeaban, comprendió la magnitud de la catástrofe. La cabeza empezó a darle vueltas incontroladamente y toda la sangre le volvió de golpe al corazón.
—Malva… —dijo—. ¿Dónde está Malva?
Subió por la pendiente, sin preocuparse por las espinas que se le clavaban en las manos y las rodillas cada vez que se caía. Cuando llegó a lo alto descubrió los carros volcados, las cajas, los chibuks pisoteados y las tiendas despedazadas, y tuvo un horrible presentimiento.
—¡Malva! —gritó.
Su voz quedó ahogada por las ráfagas de viento de la estepa. En medio de la destrucción, una mujer baigur y su hijita vagaban desorientadas, llorando, con la cara negra de barro. Filomena se acercó a la madre. Con palabras de la lengua baigur que había aprendido, le preguntó si había visto a Malva.
La mujer dijo que no con la cabeza, azorada. En cambio, la niña que estaba pegada a su falda señaló con el dedo la dirección que habían tomado los amoyedas y le dijo a Filomena que había visto a uno de los guerreros llevarse a la principetta a lomos de su enlil.
—¿Estás segura? —dijo sin aliento Filomena, a punto de perder otra vez el sentido.
La niña asintió con la cabeza y metió la mano en el bolsillo. De allí sacó el medallón del arconte, que la niña había recuperado de entre los restos. La madre lanzó una mirada de desesperación a Filomena. En la estepa, todos sabían que los amoyedas vendían a las chicas al emperador de Cispacia.
—Cispacia… —repitió Filomena—. Malva… vendida…
Y, cogiendo el medallón, prorrumpió en sollozos.
—¡Por todas las divinidades del Mundo Conocido! —aulló—. ¡Que el arconte muera ahora mismo si le pasa algo malo a mi principetta!
Dicho esto, se dejó caer en el barro. Todas las dificultades que habían superado juntas desfilaron por su memoria. En su palma, el medallón del arconte parecía arder como una brasa. «Como recuerdo de su perfidia», había dicho Malva. Filomena alzó los ojos al cielo inmenso de la estepa. ¿Quién, en este mundo, podría ayudarla a salvar a Malva? ¡Para arrancarla de las manos de los amoyedas o de aquel emperador, sería necesario reunir un ejército! Los baigures habían sufrido una masacre… ¿A quién podía dirigirse?
Filomena golpeó el suelo con el puño. ¡Ah, si el coronado y la coronada hubiesen mostrado un mínimo de compasión por su hija! ¡Si no hubieran sido tan crueles, tan inflexibles! Si hubieran escuchado a Malva, nada de todo aquello habría sucedido.
La criada sollozó un buen rato. Supuso que, allá en Galnicia, todo el mundo las debía de creer muertas. Se imaginó el duelo en el que sin duda se encontraba el país. El pueblo galniciano siempre había querido a Malva. Aquellas buenas gentes debían de estar lamentando profundamente la pérdida de su principetta. Y, ante aquella desgracia, ¿no era posible que el coronado hubiera empezado a comprender que él había actuado mal? ¿No era posible que tuviera remordimientos? ¿No era posible que se alegrara y se sintiera aliviado al enterarse de que Malva estaba viva? ¿Y si supiera que el arconte había influenciado a su joven alumna para empujarla a aquella fuga insensata?
Tal vez… Aunque, ¿acaso tenía otra opción Filomena?
—Por la Santa Armonía —murmuró—. Perdóname, Malva… Perdona a tu hermana adoptiva…
Y, antes de perder de nuevo el conocimiento, supo exactamente qué tenía que hacer.