Hacia el este. Siempre hacia el este.
Malva y Filomena llevaban dieciocho días avanzando en dirección al sol naciente. Habían recorrido llanuras áridas, cruzado pueblos y campos, salvado torrentes turbulentos, atravesado los bosques sombríos de la frontera con Monteplano, y ahora abordaban las montañas de Guirkistán. Descansaban por turnos a lomos del mulo que los pescadores de Esperda les habían dado, pero cada paso les arrancaba muecas de dolor. Cuando no les sangraban los pies, era la espalda lo que les daba tirones, o los ojos los que lloraban por la agresión continuada del viento y del sol, o las tripas las que sonaban de hambre. Sus escasas provisiones se habían agotado hacía tiempo. Mientras atravesaban territorio habitado, habían conseguido algo de pan o una sopa y hasta habían llegado a robar coles de algún huerto… Pero ahora recorrían lugares desolados, donde no se veía ni un alma.
Antes de que se hiciera de noche, buscaban un lugar donde refugiarse. En el mejor de los casos se trataba de un establo abandonado, pero la mayoría de las veces tenía que ser una hendidura en una roca, un árbol de ramas bajas o incluso una simple zanja al borde de camino. Entonces, muertas de cansancio, se quedaban dormidas. Las bayas silvestres, las castañas, las setas y los ratones que comían a veces para cenar nunca bastaban para aplacar el hambre. De noche, soñaban con festines pasados y con la vida suntuosa que llevaban en la Ciudadela.
Cada mañana, el mismo dolor despertaba a Malva: un calambre brusco en la pierna derecha que se extendía hasta la espalda. Al principio, lanzaba gritos espantosos que despertaban a Filomena con un sobresalto, al borde de un ataque al corazón. Después, se acostumbró a aquel dolor que la asaltaba. Había descubierto algunas posturas que la aliviaban: estirar la pierna mientras se sujetaba el pie con fuerza, y luego relajarse y levantarse lo más rápido posible para dar algunos pasos, primero cojeando y luego con normalidad. Por último, tenía que beber algunos tragos de una medicina infecta que la mujer del pescador le había preparado y que Malva llevaba dentro de un odre de piel de cabra. Finalmente, el calambre remitía y ella notaba tal alivio que de pronto se sentía en plena forma.
—¡Arriba, perezosa! —gritaba a su dama de compañía—. ¡Ya sale el sol y Elgri-la nos espera!
Filomena gruñía. Efectivamente, había jurado acompañar a su ama hasta el final, pero ¡por todas las divinidades del Mundo Conocido, qué caro estaba pagando aquel juramento! De haber podido, algunas mañanas se habría quedado allí mismo, tumbada en el suelo, esperando que una bestia salvaje la devorara o que el sol la asara. Hubiera preferido morir antes que proseguir el camino hacia aquel condenado país cuyo nombre Malva no dejaba de ladrarle al oído.
—Ya verás como llegaremos —la animaba Malva, con la mirada fija en el este.
—¡Claro! —rezongaba Filomena—. ¡A algún lado acabaremos llegando, digo yo! ¡El mundo tendrá que acabarse en alguna parte, en Elgri-la o donde sea!
—¿No te das cuenta? —decía alegremente la principetta—. ¡Seremos las primeras en poner los pies en Elgri-la! ¡Ningún galniciano ha llegado jamás tan lejos!
Malva soñaba ya con las páginas que escribiría para relatar todas sus aventuras. Había perdido sus cuadernos de notas en el naufragio, pero su memoria le bastaba.
—Ayúdame a pensar un buen título, Filomena —decía—. ¿Qué te parece Viaje a lo desconocido? ¿O Dos aventureras en Elgri-la?
Filomena le lanzaba miradas de soslayo. A duras penas llegaba a comprender vagamente el entusiasmo de su ama. ¡Con la de peligros que podían presentarse! ¡Con la de trampas que podían abrirse a sus pies! Había que reconocer que, en dieciocho días de travesía, no se habían topado con mucha gente: algunos campesinos desconfiados, algunos vagabundos que les habían propuesto viajar con ellos, algunos mercaderes que les habían querido vender joyas… Cada vez habían apresurado la marcha para huir de su compañía. Pero ¿qué ocurriría tan lejos, en aquellas montañas hostiles? ¿Quién sabe con qué tipo de hombres o de monstruos podrían llegar a encontrarse?
—¡Menuda galniciana estás hecha! —se burlaba Malva al ver la cara de susto de Filomena—. ¿Por qué te imaginas enemigos por todas partes? ¡Yo prefiero creer que el Mundo Conocido está repleto de personas tan encantadoras y caritativas como los pescadores esperdianos! —Y entonces añadía maliciosamente—: ¡Además, somos tan pobres que ya no corremos ningún peligro!
Y se acariciaba con las puntas de los dedos el medallón del arconte que todavía llevaba colgado del cuello «como recuerdo de su perfidia», como ella decía.
—Esto es todo lo que podrían robarme. Pero ¿vale algo el medallón de un traidor?
Tenía razón. Y sin embargo…
Cuando, una semana más tarde, alcanzaron el primer puerto nevado de los escarpados macizos de Guirkistán, divisaron a lo lejos unas volutas de humo que no tenían nada de natural.
—¿Será un pueblo? —sugirió Malva.
Tiritaba de frío, encogida a lomos del mulo, cuyas pezuñas se hundían en la nieve mojada. Los labios de la muchacha habían adquirido un tono violáceo. A su lado, Filomena avanzaba penosamente y resollaba, al límite de sus fuerzas. Debían mantenerse alerta, pero ¿qué más podían hacer? Tenían que atravesar el puerto antes de la noche para encontrar temperaturas más suaves en el valle. En cuanto a dar media vuelta, ni pensarlo.
A medida que se acercaban lentamente al humo negro, se dieron cuenta de que no había ningún pueblo. Había algo quemándose en el suelo, pero no era ni un fuego de campamento ni una hoguera. Alrededor del fuego yacían formas negras: carros rotos, barriles y cofres despedazados. Silenciosas y congeladas, Filomena y Malva se acercaron algo más. Un olor acre flotaba en el aire helado. Cuando estuvieron cerca de las llamas, se quedaron de piedra. Lo que se estaba quemando allí, ante sus ojos, era…
—¿Un caballo? —titubeó Malva.
—No… —gimió Filomena, sintiendo una náusea revolviéndole las tripas—. Caballos. Muchos caballos…
Y fue en aquel momento cuando surgieron de todas partes, como sombras salidas del Mundo de los Muertos. Eran una veintena, montados en criaturas inmensas, mitad toros, mitad gamos, que exhalaban vaho por las narices al resoplar. Al verlos, Malva y Filomena palidecieron y se agarraron la una a la otra.
A pesar del frío, los jinetes llevaban sólo unas túnicas, muy abiertas sobre sus pechos velludos. Unas capuchas de tela negra les cubrían las caras y les daban aspecto de fantasmas. Pero lo que llevó el terror de Malva a su extremo fue la visión de los collares que lucían: unos cordones de cuero con hileras de dientes humanos ensartados.
Filomena cayó bruscamente de rodillas sobre la nieve. Gritó, lloró y suplicó a aquellos guerreros fantasmagóricos que no las mataran. Ellos no se inmutaron, pero estrecharon sensiblemente el círculo formado en torno a las dos viajeras.
Malva se bajó entonces del mulo. Tenía las piernas, los brazos y los músculos de la cara entumecidos por el frío. Se dejó caer al lado de Filomena y se echó a llorar con ella. «Es el fin —pensó con una tristeza inconmensurable—. Vamos a morir aquí, sin haber conocido Elgri-la.»
Sintió en la nuca un soplo cálido y húmedo. Alzó la cabeza. ¡Una de aquellas bestias monstruosas la olfateaba! ¡Le estaba pegando sus narices viscosas a la piel! Sin pensar, Malva propinó una fuerte bofetada a aquel hocico chato.
—¡Fuera! —gritó.
La bestia soltó un gruñido sordo y se enderezó vigorosamente, a punto casi de desmontar a su jinete. De pronto, el pánico se apoderó de toda la tropa. Los guerreros encapuchados empezaron a lanzar gritos, y en sus manos aparecieron terribles armas metálicas: hachas en forma de media luna y de filo centelleante.
Malva creyó al principio que había sido su gesto lo que había provocado la cólera de los guerreros, pero entonces distinguió un ejército de hombres a caballo que se abalanzaba directamente sobre ellos. ¡Era una distracción perfecta! ¡Ahora o nunca! La principetta tiró bruscamente de la manga de Filomena:
—¡Ven!
Corrieron, tropezaron y luego se arrastraron por la nieve hasta refugiarse detrás de un carro volcado.
Desde aquel escondite asistieron al enfrentamiento entre los guerreros encapuchados y el ejército de hombres a caballo. Éstos eran mucho más numerosos. Combatían con valor, dando sablazos y latigazos, y parecían seguir las órdenes de un jefe: un hombre joven y vigoroso, con la cabeza cubierta por un gorro de piel, que se mantenía de pie sobre el lomo de su montura. Con los brazos alzados sobre la cabeza, dirigía a sus tropas con una elegancia desconcertante.
—¡Vaya! —murmuró Filomena—. Nunca había visto a alguien tan… ágil.
Contemplando a aquel jinete excepcional, casi llegó a olvidar su miedo. Era como si la belleza en estado puro se hubiera presentado en el campo de batalla: los sables chocaban, las hachas lunares centelleaban, las pezuñas de los animales martilleaban la nieve, los látigos chasqueaban, y el conjunto formaba una coreografía extraordinaria. En cambio, Malva no parecía apreciar el espectáculo. Era incapaz de apartar la vista de los collares de dientes que se balanceaban en los cuellos de los guerreros encapuchados, y aquella visión la estremecía hasta el tuétano.
Sin embargo, los guerreros quedaron en seguida en desventaja. Algunos de ellos resultaron heridos, mientras que otros, desarmados, se dieron a la fuga en dirección oeste, lanzando gritos airados y clavando los talones en las panzas de los toros-gamo.
Cuando se hubieron alejado bastante y el silencio volvió a
caer sobre las montañas, el jefe de los hombres a caballo saltó
al suelo y se arrodilló al lado del fuego.
Dejó caer puñados de nieve sobre los esqueletos carbonizados mientras pronunciaba unas palabras incomprensibles. La voz le salía del fondo de la garganta, como un gorgojeo, y se balanceaba hacia delante y hacia atrás frente al cuadro desolador de los cuerpos calcinados. A su alrededor, los demás jinetes permanecían inmóviles, con la mirada fija, mientras las volutas de humo negro se disipaban en el cielo.
Finalmente, el hombre se puso en pie y se acercó al carro con paso ágil. Al ver a las dos viajeras, encogidas y temblorosas, se inclinó ante ellas y dejó caer el látigo sobre la nieve, en señal de paz.
Sin saberlo, Malva y Filomena acababan de ser salvadas por hombres del pueblo baigur. Y quien les sonreía en aquel momento no era otro que Uzmir, su kansha supremo.
Para Malva y Filomena, empezó entonces una nueva vida. Uzmir las tomó bajo su protección y ellas no tuvieron que hacer más que seguir al grupo: hacia el este, siempre hacia el este.
Los baigures eran cazadores nómadas. Desde tiempos inmemoriales, se desplazaban en largas caravanas sobre la estepa aciciena, siguiendo el ritmo de las estaciones y de las migraciones de oryaks, de cuya carne se alimentaban. El resto del animal lo utilizaban para comerciar con los mercaderes. La piel, los huesos, los largos pelos, todo se transformaba en las manos hábiles de las mujeres. Con este material, ellas fabricaban arpones, alfombras, cuerdas, aceite y amuletos de la suerte que entusiasmaban a los habitantes de pueblos lejanos. A cambio de todos estos artículos, los baigures obtenían caballos, que constituían su única y auténtica riqueza.
Sin caballos, no había forma de acorralar a los oryaks. Sin caballos, era imposible arrastrar los carros que transportaban a niños y ancianos. Sin caballos, los baigures perdían toda esperanza de sobrevivir en aquellas estepas glaciales e inmensas.
Poco a poco, Malva y Filomena comprendieron todo aquello. Comprendieron por qué Uzmir parecía tan triste ante el fuego en el que se consumían aquellos caballos el día de su encuentro. Y también comprendieron que los baigures no tenían otros enemigos que aquellos guerreros de capuchas negras que les habían atacado: los amoyedas.
Aquel nombre, por sí solo, ya provocaba escalofríos a Malva. Y, puesto que la caravana se dirigía al este, la principetta agradecía con más motivo a las divinidades del Mundo Conocido haber puesto a Uzmir en su camino: sin él, los amoyedas no habrían dudado en matarla para arrancarle los dientes y completar los trofeos que tenían colgados del cuello.
Pasaron los días y las semanas.
El miedo de Malva se iba disipando a medida que la caravana se adentraba en la estepa. Uzmir le había dado, al igual que a Filomena, una chaqueta y unas botas de piel de oryak que la ayudara a soportar las temperaturas extremas. Para proteger y esconder el pelo, que le había vuelto a crecer, la principetta se enrolló en la cabeza un turbante de lana. Cabalgaba durante todo el día, rodeada por el viento y el silencio, animada por la perspectiva cada vez más próxima de llegar a Elgri-la. Filomena dejó de rezongar. Parecía conquistada por la amabilidad y la hospitalidad de los baigures.
De noche, agotada, Malva se unía al grupo de mujeres para ayudar a preparar la comida y trenzar las cuerdas de pelo de oryak. Las mujeres baigures le enseñaron a mascar pagul, una semilla extraña que al parecer tenía diversas propiedades, entre ellas la de fortalecer los dientes y facilitar la digestión del oryak, aunque no tenía ningún sabor.
—Y ¿para los calambres? —preguntó Malva a sus compañeras—. ¿Esta semilla también cura los calambres?
Pero claro, nadie entendía la pregunta, y las mujeres se limitaban a sonreír y mover la cabeza. Entonces, Malva cogía algunas semillas más de pagul diciéndose que tampoco iban a hacerle daño.
Mientras trabajaban, algunas mujeres fumaban el chibuk, una especie de pipa de tubo largo, pero a Malva no le permitían fumarla. Las mujeres le hicieron entender que era demasiado joven y que, según la tradición, tenía que esperar a estar casada para poseer un chibuk. Malva sonreía e intentaba explicarles que, en su propio país, quisieron casarla por la fuerza a pesar de su corta edad. Las mujeres abrían los ojos como platos: ¡los galnicianos debían de parecerles auténticos bárbaros!
Filomena no participaba en aquellos trabajos. Se negaba a mascar pagul y siempre encontraba una excusa para ausentarse. Malva la seguía con el rabillo del ojo y siempre la sorprendía con los hombres, pasando el rato en compañía de Uzmir.
—Me está enseñando su idioma —explicaba Filomena cuando volvía con Malva.
—Sí, sí, claro…
—¡Es la verdad! —se azoraba la dama—. ¡Aprendo rápido y Uzmir está muy contento conmigo, por si te interesa!
—Nunca lo he dudado —respondía Malva con una sonrisa picara—. ¡Nunca se aprende tan bien como cuando el corazón está enamorado!
Filomena se encogía de hombros, pero Malva sabía muy bien que no se equivocaba. Su dama de compañía había sucumbido a los encantos del kansha supremo desde el momento en que lo vio, de pie sobre su caballo, llevar a sus hombres al combate contra los amoyedas.
—Me he enterado de una cosa muy interesante —dijo Filomena una noche para cambiar de tema—. Tiene que ver con Elgri-la.
Malva interrumpió su labor de trenzado.
—¿Uzmir te ha hablado de Elgri-la?
—Soy yo quien ha sacado el tema. Le he dicho que era el destino de nuestro viaje. Según dice, puede que exista ese país, pero debe de estar muy lejos, más allá del horizonte. Algunos viajeros han mencionado su existencia, pero ningún baigur ha llegado jamás tan lejos.
—¡Lo sabía! —exclamó la principetta con entusiasmo—. ¿Cuántos días de viaje hacen falta para llegar allí?
—¿Quién sabe? —suspiró Filomena—. De momento, vamos en la dirección correcta y en buena compañía. No seas impaciente.
Malva asintió con la cabeza, suponiendo lo difícil que sería para Filomena, cuando llegara el momento, abandonar a su héroe.
—Uzmir me ha hablado también de los amoyedas —siguió diciendo Filomena con una voz más apagada—. Si lo he entendido bien, esos bárbaros llevan a cabo misiones para la gente que les paga. Roban y saquean. A menudo secuestran a mujeres y niños para vendérselos a un emperador cuyo nombre ya no recuerdo… Matan los caballos de los baigures para debilitarlos, pero Uzmir no se lo pone fácil.
—Uzmir es un buen jefe —reconoció Malva.
—Es el kansha supremo —añadió Filomena con admiración—. ¡Y hasta me ha prometido que me enseñará a mantenerme de pie sobre un caballo!
Malva se echó a reír.
—¡Entonces aprovecha que todavía no te has roto los huesos para ayudarme a trenzar estas cuerdas!
Una mañana, mientras Filomena dormía aún y Malva se paseaba bajo la tienda para mitigar el dolor de la pierna, Uzmir entró. Malva lo miró, cohibida. Hasta entonces, el kansha había demostrado una gran discreción y nunca se habría permitido invadir la intimidad de las chicas a menos que tuviera una razón de peso para hacerlo. Y, precisamente, su cara revelaba una gran inquietud.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Malva, sin dejar de andar para evitar que le volviera el calambre.
Con un gesto de la cabeza, Uzmir señaló a Filomena, enterrada bajo las mantas. Necesitaba una intérprete.
Malva sacudió a su compañera, que se despertó con un sobresalto y se ruborizó al ver a Uzmir de pie frente a ella. Intercambiaron unas pocas palabras en aquel lenguaje gutural del que Malva no entendía nada y, al terminar, Filomena estaba completamente pálida. Cuando Uzmir hubo salido, apartó las mantas de golpe.
—¡De prisa! —exclamó—. ¡Coge tus cosas! ¡Vamos a levantar el campamento! Nos han robado unos caballos por la noche.
Malva notó que se le aceleraba el corazón y se ajustó el turbante a la cabeza a toda prisa.
—Los ladrones han dejado huellas —prosiguió Filomena, con la respiración entrecortada.
Malva se mordió el labio.
—¿Qué tipo de huellas? —preguntó con voz inexpresiva.
—De pezuñas de enliles, los toros-gamo. La caravana parte inmediatamente. Daremos media vuelta, al oeste.
—¿Al oeste?
El efecto combinado del miedo y la decepción casi había hecho gritar a Malva. Filomena se volvió hacia ella, con los brazos en jarras.
—Es una cuestión de vida o muerte, Malva. Si los amoyedas nos han encontrado, esta vez no se dejarán vencer tan fácilmente.
Entonces, para suavizar sus palabras, abrazó a Malva.
—Tenemos que confiar en Uzmir. ¡Si ya nos ha salvado una vez, volverá a salvarnos! Cuando haya pasado el peligro, volveremos a tomar el camino a Elgri-la, te lo prometo.
Abatida, Malva cogió sus cosas, se puso la chaqueta y las botas de piel de oryak, y salió con Filomena. El aire glacial de la madrugada las paralizó al instante.
La estepa, plana y congelada, se extendía ante ellas hasta donde alcanzaba la vista, mientras al este el sol intentaba superar tímidamente el horizonte. Malva dirigió una mirada amarga en aquella dirección. Las perspectivas de llegar a Elgri-la se alejaban y, con ellas, parte de la esperanza que le permitía día tras día superar las dificultades de la vida nómada: el frío que quemaba, la monotonía de las altas planicies, el cansancio agotador. Dejó escapar un suspiro. La Gran Estepa Aciciena alzaba entre aquel país y ella una barrera infinita y hostil. ¿Tendría fuerzas para afrontar de nuevo todo aquello mientras daba la espalda a su sueño?
Mientras Filomena ataba las mantas bajo el vientre de su caballo, Uzmir se acercó a Malva para ofrecerle una taza de té gris y una gran cantidad de galletas de pagul. Luego volvió a la tienda para desmontarla con la ayuda de otros dos hombres.
—¡Y dale con esas dichosas galletas! —se lamentó Filomena cuando Malva le pasó su parte—. No, gracias.
Malva metió las galletas en el bolsillo de la marinera que todavía llevaba bajo la chaqueta de piel. Ella siempre se burlaba de Filomena y de sus gustos refinados. «¡Soy yo la principetta! —se mofaba—. ¡Soy yo quien tendría que quejarse!» Pero aquella mañana no hizo ningún comentario. Sobre el campamento había una atmósfera pesada y angustiosa que no se prestaba a las risas.
Las mujeres y los niños se concentraron en torno a los carros tras haber apilado dentro las mantas, las estacas de las tiendas, las marmitas abolladas de cobre, los enseres de cocina y los chibuks. Malva se dio cuenta en seguida de que los caballos robados se echaban cruelmente en falta. Algunos viejos se prepararon para hacer el viaje a pie aunque sus piernas apenas les sostenían. La principetta fue a buscar a Uzmir e intentó hacerle entender que ella podía caminar. Pero él negó con la cabeza y señaló la temblorosa pierna derecha de la muchacha. ¿Cómo sabía lo de la herida?
—Yo se lo he contado todo —confesó Filomena al verla tan desconcertada.
—¿Cómo que todo?
—Pues… nuestro naufragio, la bestia sin nombre que te mordió, la curandera de Esperda…
Malva frunció el ceño.
—¿Y qué más? ¿También le has contado nuestra huida de Galnicia y la boda que no se celebró? ¡Habíamos jurado que mantendríamos en secreto todo este asunto!
Filomena se ruborizó ligeramente, pero la principetta no tuvo tiempo de enfadarse más. Ya se habían desmontado todas las tiendas, los caballos piafaban y la urgencia de la partida era palpable.
Malva se resignó a montarse en un caballo y la caravana se puso en marcha. A la cabeza, los hombres. En medio, los niños y los ancianos. Cerrando la marcha, las mujeres.
Al mismo tiempo que el sol, se había levantado un viento desagradable que azotaba la hierba rasa y quemaba los labios. Malva encogió el cuello entre los hombros y encorvó la espalda bajo las heladas ráfagas. A su lado caminaba Filomena, sujetando la brida del caballo que ambas compartían. En el aire flotaba un olor a miedo y a catástrofe que enmudecía a los jinetes.
Al cabo de una hora de silencio, Malva empezó a sentirse oprimida por la necesidad de hablar para ahuyentar sus inquietudes.
—¿Qué será lo primero que hagas cuando lleguemos allí? —preguntó de pronto a Filomena.
Sin soltar la brida del caballo, la dama de compañía alzó la cabeza y arrugó el entrecejo:
—¡Ya me has hecho esta pregunta cien veces, Malva!
—Pues dímelo otra vez.
Filomena soltó un suspiro de resignación. «Allí» quería decir Elgri-la, claro.
—Buscaré el lago del que hablaba el marinero —dijo, complaciente—. El de aguas burbujeantes y calientes.
—El lago Barath-Thor —concretó Malva, recuperando ligeramente el ánimo.
—Sí, ése. Me meteré dentro y me quedaré allí durante horas, sin hacer nada, para que se me vaya el frío de los pies y el cansancio de la espalda. Si, además, rejuvenezco diez años como dijo el marinero… mejor que mejor.
—¡Pues yo no pienso bañarme allí! —rió Malva—. ¡Me convertiría en una niña pequeña!
Filomena asintió con la cabeza.
—¡Bueno! —insistió Malva—. ¿No me vas a preguntar qué voy a hacer yo?
Filomena apretó los labios. Aquellas preguntas le fastidiaban, pero ella siempre terminaba doblegándose a los deseos de su ama.
—A ver, ¿qué vas a hacer tú?
—Yo subiré a aquel árbol milenario que se alza en la cima del monte Ur-Tha —respondió Malva con entusiasmo—. Con un poco de suerte, podré ver Galnicia desde allí.
—¡En ese caso, te arriesgas a que te entren ganas de volver —le pinchó Filomena.
—¡Ni hablar! Cuando haya subido al árbol, les sacaré la lengua a Galnicia, al arconte, a la coronada y al coronado. Después, bajaré de prisa para construir una casa al borde del mar, en aquella bahía donde sopla un viento azucarado. La bahía de Dao-Boa. Allí es donde me quedaré a vivir para siempre. ¡Y allí es donde escribiré el relato de nuestras aventuras!
La principetta había dibujado en su imaginación toda la geografía de Elgri-la basándose en las descripciones y los nombres que había dado el viejo Bulo. En aquella bahía de Dao-Boa, Malva se veía cortando leña, clavando tablones y construyendo el armazón de su futura morada.
—Será muy modesta, ¿sabes, Filomena? No tendrá torres, ni Sala de las Exquisiteces, ni estanques como en la Ciudadela. Pero será mi casa. Y la construiré con mis propias manos.
En realidad, Filomena no la estaba escuchando. Se sabía de memoria aquellos sueños y, en el fondo, no creía en la existencia de Elgri-la. Las chicas galnicianas tienen los pies en el suelo y sólo creen en lo que ven. Malva era justo su opuesto: ella necesitaba creer precisamente en lo que no veía.
La caravana avanzaba lentamente, estirándose como una nube larga a medida que pasaba el tiempo. Malva alzó los ojos hacia el cielo y vio que el sol estaba a punto de llegar a la mitad de su camino. Entonces tiró de la brida del caballo para que se parara.
—Te toca montar a ti —dijo a Filomena, saltando al suelo.
La dama de compañía no se hizo de rogar y Malva se puso a andar, renqueando un poco. Tenía los pies entumecidos y los dedos helados. Delante de ella, en las carretas, los niños se habían dormido en el regazo de sus madres. Más a lo lejos adivinaba las anchas siluetas de los hombres, a ambos lados de Uzmir. Todo parecía igual que los demás días y ninguna amenaza se perfilaba en el horizonte.
—A lo mejor Uzmir se ha equivocado —sugirió Malva mientras franqueaban una pequeña elevación sobre la que se rizaban unos matorrales poblados de espinas—. Tal vez esos ladrones no eran amoyedas…
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando se alzó un griterío procedente del grupo de cabeza. Los hombres habían desaparecido momentáneamente en una grieta del terreno, más abajo. Malva y Filomena eran incapaces de verlos, pero el viento les traía un rumor maligno.
Los carros se detuvieron y los caballos apuntaron sus orejas inquietas hacia delante. Algunas mujeres se irguieron sobre los estribos, al acecho. Malva creyó reconocer, entre los bramidos del viento, ruidos de caballos y de armas entrechocando.
De pronto una de las mujeres golpeó los costados de su caballo y partió a explorar, con la rienda suelta. Filomena y Malva intercambiaron una mirada, pero de sus labios no salió ni una palabra. Se les había secado la boca de repente. Poco después, la mujer volvió al galope, gritando:
—¡Amoyedas! ¡Amoye…!
El grito murió mientras salía de la garganta, y la mujer desplomó sobre el cuello del caballo. Un hacha en forma de luna se le había clavado en los omóplatos.
Malva notó que la sangre se le helaba en las venas. En un instante, el pánico se apoderó de la caravana. Los caballos se encabritaban, las mujeres huían al galope, las carretas volcaban con estrépito.
—¡Coge el caballo! —ordenó Filomena.
Se bajó precipitadamente del animal y empujó a Malva para que montara en su lugar. La principetta estaba petrificada. Las piernas ya no le obedecían.
—¡De prisa! —se desgañitaba Filomena—. ¡Monta y sálvate!
—¿Y tú? —dijo Malva, atónita.
Filomena la miró fijamente, con los ojos agrandados por el miedo:
—No pienses en mí, ¡Te digo que montes!
Sin saber cómo, Malva se vio de pronto a lomos del caballo. A lo lejos, del principio de la columna, aparecieron unos jinetes que blandían sus armas plateadas. Llevaban la cara cubierta por capuchas de guerreros amoyedas.
Por todos lados se armó una desbandada. Había niños que lloraban y corrían en todas direcciones y mujeres despeinadas que se arañaban las piernas con las zarzas al huir. Filomena tiró de la brida del caballo y luego le golpeó la grupa.
—¡Volveré a buscarte! —gritó a Malva—. ¡Ahora tengo que ir a ayudar a Uzmir!
Malva miró atrás justo a tiempo para verla correr y saltar sobre los carros volcados. ¡Se iba derecha hacia los amoyedas! Malva quiso llamarla, suplicarle que volviera, pero su espíritu horrorizado flotaba en una especie de niebla. El caballo se alejaba al galope del campo de batalla. Detrás de Malva repiqueteaban los cascos de otros caballos, pisoteando las tiendas destrozadas, los utensilios abandonados, las cajas de comida reventadas.
De pronto, el animal se asustó y se echó atrás. La pierna de Malva golpeó el costado de otro caballo y la muchacha sintió una quemazón atroz en la piel. Justo después empezó a salirle sangre de la vieja herida. ¡Se había reabierto con el golpe!
El efecto que le causó aquello fue como una descarga eléctrica. La niebla en la que estaba sumida se disipó de golpe, y Malva recuperó el ánimo.
—¡Filomena! —gritó, dándose cuenta de sopetón de que se habían separado por primera vez desde que empezaron el viaje.
Malva asió las riendas y tiró con todas sus fuerzas. El caballo empezó a encabritarse y Malva perdió el turbante, pero consiguió recuperar el equilibrio. Cuando por fin dio media vuelta, lo que vio la dejó boquiabierta. La caravana se había convertido en un amasijo inconexo de hombres, caballos y carros, que formaban una masa de la que surgían de vez en cuando el acero de los sables y las hojas centelleantes de las hachas. El aire se llenaba de gritos. En el suelo no había más que sangre y barro.
—¡Arre! —gritó Malva a su caballo.
Y lo espoleó con todas sus fuerzas para hacerlo correr. El dolor que le atravesaba la pierna le cortaba la respiración, pero tenía que encontrar a Filomena a toda costa. ¡Sin ella estaba perdida! ¡Sin ella ya nada le parecía posible!
Las flechas zumbaban en sus oídos mientras se acercaba. Entonces apretó su cuerpo contra el cuello del caballo tanto como pudo.
—¡Filomena! —volvió a gritar.
De pronto, el caballo tropezó contra los restos de un carro. Malva notó que estaba a punto de caerse. Lanzando un relincho, el animal la desmontó, pero el pie de Malva se quedó atascado en el estribo y ella se vio arrastrada entre el polvo del suelo, hasta que su montura se desplomó también en medio del caos. Malva soltó un grito de dolor y de angustia.
Lo último que vio fue el morro viscoso de un enlil inclinado hacia ella. Y una hilera de dientes humanos que colgaban de un cordón de cuero.