Acostada en un colchón de paja, Malva todavía no había recobrado el conocimiento. Con los ataques de fiebre, su frente se cubría de un sudor agrio que le goteaba por debajo de la barbilla y le empapaba el cuello de la marinera. Igual se quedaba inerte, con los ojos cerrados, que se agitaba bajo el efecto de las alucinaciones que le perturbaban el espíritu.
—Elgri-la… Elgri-la… —repetía incesantemente—. Vuth-nathor… Dao-Boa…
Filomena le sujetaba la mano, le secaba la frente, le hacía beber con la mayor frecuencia posible y le lavaba la grave herida de la pierna. Por desgracia, sus atenciones no obtenían resultados. La principetta parecía haberse precipitado a otro mundo y Filomena perdía la esperanza de hacerla volver a la realidad.
Todas las mañanas, el pescador y sus dos hijos salían de su casa y se hacían a la mar para recoger las redes y las nasas de pesca. Fue así como salvaron a Filomena y Malva de ahogarse. No hablaban galniciano ni lombardés, sino una lengua extranjera, llena de vocales agudas y sonidos cortantes. Comunicándose por gestos, Filomena acabó averiguando que se hallaba en el país de Esperda, es decir, mucho más al este de lo previsto. Si Malva llegaba a recuperarse, tendrían que deshacer mucho camino para volver a Lombardeña, pero por el momento una expedición así parecía más bien improbable.
La cabaña de los pescadores estaba aislada, colgada al borde de un acantilado blanquísimo sobre el mar. Un camino sinuoso descendía hasta una cala de guijarros y otro ascendía hacia unas colinas cubiertas de hierba corta donde pacían cabras delgaduchas. Y eso era todo.
Cuando no estaba al lado de su ama, Filomena ayudaba en la cocina y con la ropa, o cuidaba de las cabras. El fardo que contenía las monedas de oro del arconte, la ropa de muda y los cuadernos de Malva se habían hundido con el Estafador. A partir de entonces, tendrían que vivir en la indigencia, pero a la dama de compañía no le asustaba la miseria. Trabajaba duro, sin desfallecer, para no ser una carga demasiado pesada sobre los hombros de sus anfitriones.
Todas las noches, la mujer del pescador sacrificaba algunos pescados para hacer cataplasmas. Filomena creyó comprender su lógica: dado que la herida de Malva había sido causada por una bestia acuática, habría que curarla con más bestias acuáticas. Así, boquerones, doradas, escorpinas y bacalaos terminaban esparcidos en forma de ungüento sobre la pierna de Malva.
—¡Akanaiké! —gritaba la mujer del pescador al aplicar el ungüento.
Filomena repetía aquella palabra extraña, «akanaiké», como si fuera una fórmula mágica, esperando que la carne de pescado terminase por hacer su efecto.
Sin embargo, al cabo de dos semanas, como la principetta seguía delirando y se debilitaba hasta extremos alarmantes, el hijo más joven de la familia cogió su bastón, una carretilla vacía y salió de la cabaña.
—Thera —explicó la mujer del pescador a Filomena, e hizo unos gestos vagos en dirección al camino que había tomado su hijo.
—¿Se ha ido a Thera? —preguntó Filomena—. ¿Es el nombre de una ciudad? ¿Y la carretilla? ¿Para qué es? ¿Se ha ido a buscar más medicamentos?
—¡Thera, Thera! —repitió la mujer con tono alentador.
El hijo menor volvió al día siguiente. Llegó empujando la carretilla por el camino escarpado y bajó con sumo cuidado hacia la casa. Filomena percibió, dentro de la carretilla, una forma negra parecida a un montón de ropa. Entonces, a medida que el joven se acercaba, la dama de compañía se dio cuenta de que se había equivocado: no era ropa lo que iba en la carretilla.
Era una persona.
—Thera —confirmó la mujer del pescador, mientras ponía una mano amable sobre el brazo de Filomena.
Así pues, Thera no era un lugar… sino una mujer muy anciana, tan vieja y fatigada que no podía ni andar. Su cara, arrugada y amarilla como un limón, quedaba oculta bajo un amasijo de pañuelos negros.
El hijo de los pescadores la entró en la casa para llevarla junto al colchón de paja donde Malva estaba tumbada. Con la ayuda de su padre, alzó a la vieja y la dejó ante la enferma. Después, descargó de la carretilla una serie de utensilios: en un momento, frascos, garrafas, pinzas, cucharones, aceiteras y alambiques quedaron amontonados sobre el suelo de tierra.
Filomena se acercó tímidamente, intrigada por la presencia de aquella anciana.
Durante largos minutos, Thera se quedó inmóvil y con los ojos cerrados. Había puesto la mano amarilla y moteada sobre la frente de Malva. Sólo su respiración sibilante rompía el silencio que había invadido la cabaña, y Filomena se preguntó si no sería que la anciana se había quedado dormida.
Pero de pronto la mujer abrió los ojos.
—Pneuma —dijo con voz ronca.
Entonces empezó a revolver entre su instrumental y cogió un crisol de tierra cocida en el que destiló el contenido de uno de sus frascos. Filomena cerró los ojos con fuerza. El líquido tenía un aspecto viscoso, parecido al del aceite. En él, la vieja vertió unas gotas negras, una bolsita de hierbas, algunas semillas rojas y unos filamentos blancos que a Filomena le parecieron pelos de cabra.
Mientras, la mujer del pescador había encendido un fuego bajo una olla para hervir agua. La vieja Thera le acercó el crisol que contenía la preparación y la mujer lo mezcló todo al fuego.
La casa no tardó en llenarse de un olor repugnante. Filomena tosió y contrajo la cara, sin apartar la vista de la anciana por si acaso. Cuando ésta acercó la decocción a la boca de Malva, Filomena sintió un ligero estremecimiento de asco.
—Pneuma, atman, psyque, nefesh —recitó Thera mientras el líquido entraba en la boca de la principetta.
Seguidamente, la anciana ordenó sus bártulos, que el hijo de los pescadores volvió a colocar concienzudamente en la carretilla. Malva no se había movido desde que la vieja había entrado en la casa. Ahora respiraba calmadamente, con los brazos a ambos lados del cuerpo.
Thera metió la mano izquierda bajo sus pañuelos, sacó de allí una figurilla de madera tallada que representaba un pez y la puso en el suelo. Con la mano derecha cogió otra bolsita de hierbas. Espolvoreó con ellas la figurilla e indicó con una seña a la mujer del pescador que le prendiera fuego. Al consumirse, las hierbas soltaron un humo denso y aromático.
—Keryké asclepios hebé —murmuró entonces la vieja, mientras dispersaba el humo con sus manos retorcidas.
Entonces volvió a cerrar los ojos y esperó a que la metieran otra vez en la carretilla. Y, sin mediar más palabras, el hijo de los pescadores se llevó de la casa a la misteriosa invitada para desaparecer con ella por el escarpado camino, dejando a Filomena aturdida y perpleja.
Algunas horas más tarde, Malva abrió los ojos. Tenía la frente seca y las mejillas algo menos pálidas.
—Tengo sed —dijo.
Al cabo de tres días, la herida de la principetta había cicatrizado. Malva había recuperado el vigor y demostraba un apetito que daba gusto ver. Filomena no dejaba de llorar y de dar gracias a la vieja curandera esperdiana. La principetta se había salvado, era un milagro.
—Me acuerdo de todo —decía Malva—. Nuestra última noche a bordo del Estafador, las sardinas asadas, las canciones, la historia de Bulo… Y luego, el arrecife, la desaparición de Vincenzo, nuestra lucha por no morir ahogadas.
Malva se quedó mirando el techo durante un buen rato, perdida en sus reflexiones, con el ceño fruncido. Después, llevándose los dedos al cuello, tocó el medallón del arconte. Filomena se apresuró entonces a hablarle de otra cosa, temiendo que sus pensamientos fueran tan negros que alteraran la salud de la muchacha.
—Cuando puedas andar, te llevaré a Lombardeña —repetía—. Ya verás como no está tan lejos. Por lo que he entendido de lo que me han dicho los pescadores, pueden facilitarnos un mulo. Tú subirás a lomos de él y yo te llevaré.
Malva sonreía, pero seguía con la mirada clavada en el techo, como si su futuro estuviera escrito allí. Filomena empezó a temer que su ama tuviera algo metido entre ceja y ceja. ¡Era tan joven! ¡Tan impresionable! ¡Había leído tantos relatos fantásticos junto al arconte! ¡Ojalá todas aquellas catástrofes no le
hubieran trastornado el espíritu!
Una mañana, Malva pudo levantarse al fin. Cogiéndose del brazo de Filomena, cruzó lentamente la casa. Aunque cojeaba de la pierna derecha, logró llegar hasta la puerta. Los rayos de sol inundaban las colinas, chocaban contra los acantilados de piedra caliza y llenaban la superficie del mar de una luz casi cegadora. A cierta distancia de la casa, la mujer del pescador tendía la ropa sobre una roca plana. Cuando vio a Malva de pie, se limitó a sonreír y a dirigirle un pequeño gesto amistoso.
—Así que estamos en el país de Esperda —murmuró Malva con un tono de asombro en la voz.
Todas las clases de geografía terrestre que le había dado el arconte le vinieron a la memoria. La principetta veía claramente la sucesión de territorios del Mundo Conocido, colgando de la Gran Latitud como la colada en una cuerda de tender ropa: Galnicia, Lombardeña, la guadaña que formaba Monteplano bajo Polvaquia y el país de Esperda. Y al fondo, más al este, las montañas de Guirkistán, que reposaban en la inmensidad de la Gran Estepa Aciciena.
—Lombardeña está por allí —dijo Filomena, apuntando al oeste con el dedo. A cuatro o cinco días de camino.
Malva ni siquiera volvió la cabeza en la dirección señalada.
—No iremos a Lombardeña —dijo de sopetón.
Filomena sintió un estremecimiento.
—He estado pensándolo mucho —siguió diciendo Malva con voz firme—. ¿Por qué iba a abandonarnos Vincenzo a bordo del Estafador? No ganaba nada con eso… A menos que alguien le hubiera pagado para hacerlo.
Se pasó la mano por el medallón que le colgaba del cuello y afirmó:
—Sólo una persona ha podido ordenar a Vincenzo que nos matara. Me cuesta admitirlo, pero el arconte nos ha traicionado.
Filomena se apoyó en el marco de la puerta, con las piernas repentinamente flojas. Aquellas ideas se le habían pasado por la cabeza más de una vez, naturalmente, pero no había querido profundizar sobre el tema. Desde su punto de vista, lo único que contaba era que Malva estuviera viva. El resto le parecía tan complicado, tan horrible, que hizo todo lo posible por retrasar el momento de hablar de ello.
—He confiado en el arconte durante diez años, he confiado en él como si fuera mi padre —murmuró Malva—. Yo pensaba que me comprendía. Hasta pensaba que me quería…
Reprimió un sollozo antes de dejar escapar una risa llena de amargura. ¡Los muchos momentos de felicidad que debía al arconte! Creyó que había sido sincero con ella, pero no era así. Se le tensaron las mandíbulas y de pronto estalló en cólera:
—¡Ahora lo odio! ¡Y odio a toda la gente ávida de poder! ¡El arconte ha utilizado mi rebeldía para sus propios intereses! Me pregunto incluso si me habrá leído todos esos libros con la única intención de inspirarme repulsión por la vida que me esperaba en Galnicia… Fue él quien me animó a escribir, a inventar historias, a creer en todas las cosas fantásticas de las que hablan las leyendas. ¿Qué pretendía? ¡Él sabía perfectamente que el coronado jamás admitiría ese tipo de distracciones! ¡Él sabía perfectamente que mis padres querrían que me casara y, sin embargo, nunca me ha preparado para ello!
Un tropel de recuerdos asaltaron su memoria. Malva revivió con dolor las escenas de su infancia en las que el arconte la subía a sus rodillas para contarle las hazañas de los aventureros. Había conseguido llenar su imaginación con tantas leyendas que todo el resto acabó siendo aburrido a los ojos de la muchacha. ¿Cuántas veces había elogiado él las virtudes de aquellos héroes de la Antigüedad que, sin preocuparse de lo que dejaban atrás, partían a la aventura para cumplir sus destinos excepcionales?
Malva cogió el brazo de Filomena:
—¿Estoy loca? —le preguntó—. ¿Crees que el arconte se propuso ser mi preceptor con el único objetivo de alejarme del trono? ¿Que me estuvo manipulando pacientemente durante diez años hasta recoger por fin los frutos de su trabajo?
Filomena dirigió una mirada desquiciada a su ama. No conseguía seguir su razonamiento, le entraba vértigo sólo de pensarlo. A Malva le temblaban las aletas de la nariz y se le torcía la boca de rabia.
—Al fin y al cabo, ¿qué más da si tengo razón o no? No quiero seguir siendo un instrumento entre las manos de esa gente. No quiero ser la muñeca con la que casarse, ni la heredera a la que eliminar. Quiero vivir mi vida, y punto.
Filomena la miraba con desaliento. De pronto, la cara enflaquecida de Malva había adquirido una expresión tan dura, ¡y sus palabras eran tan tajantes!
—Pero… ¿por qué no vamos a Lombardeña? Mis primos nos esconderán —musitó de todos modos—. Son muy…
—El arconte es mucho más poderoso de lo que crees —la interrumpió Malva—. Si vamos a parar a Lombardeña, estoy segura de que se enterará, tarde o temprano, de que todavía estamos vivas. Nada le resultaría más fácil que enviar a mercenarios como Vincenzo para matarnos.
Filomena se estremeció. ¡Lo que más temía estaba a punto de suceder! Pero ¿cómo luchar contra la determinación de una principetta humillada y engañada?
—¡Por la Santa Quietud! —se lamentó—, ¿por qué tenía que pasar todo esto? ¿Qué será de nosotras?
Malva la cogió de la mano y clavó sus ojos de ébano en los de la muchacha.
—No quiero tener nada más que ver con el destino de mi país, Filomena. Si el arconte quiere derrocar al coronado y tomar el poder, yo no puedo hacer nada. Todo el mundo me cree muerta. ¡Soy libre de ir a donde me plazca!
—¿Libre? —repitió débilmente Filomena—. ¿Libre de ir adonde?
Se arrepintió instantáneamente de haber hecho esa pregunta, porque conocía la respuesta de antemano. Y le provocaba un miedo cerval.
—¿Sigo siendo una hermana para ti? —le preguntó Malva.
¿Cuántas veces se habían hecho promesas solemnes desde que se conocían, la una a la otra? ¡Seguro que cientos de veces! Se habían jurado seguir juntas para siempre jamás. Compartir alegrías y penas, secretos y esperanzas. Filomena quería a Malva más que a nada. ¿Cómo iba a romper aquel vínculo ahora que se hallaban unidas en la misma situación de desamparo? Eso sería imposible.
—Sigues siendo una hermana para mí —respondió entonces Filomena—. Iré contigo a donde quieras.
Una sonrisa iluminó la cara de Malva, que dirigió la mirada hacia lo alto de los acantilados, lejos, lejos, como si quisiera ver más allá del horizonte.
—He sobrevivido a un naufragio y al ataque de un monstruo marino —dijo—. Ahora ya nada me asusta.
Y, soltando la mano de Filomena, dio media vuelta y regresó cojeando al colchón de paja. Se tumbó allí con un suspiro y se masajeó la pierna antes de añadir:
—No se hable más. En cuanto podamos, partiremos a Elgri-la.