Al cabo de varios días, el tiempo cambió. Primero, el sol dio paso a un cielo sombrío, uniformemente gris. Después, el viento entró en escena. Pero no lo hizo para echar a las nubes, sino para lanzarlas unas contra otras, para apiñarlas sobre la tierra como si las recogiera dentro de una caja, y empezó a llover. En Galnicia, este fenómeno no era corriente en aquella época del año. Pronto se alzaron voces supersticiosas para decir que el cielo descompuesto anunciaba nuevas catástrofes. De los países vecinos, de Armunia, de Tildesia, llegaron pitonisas y echadoras de cartas, que instalaron sus caravanas en medio de las plazas y de las avenidas y empezaron a pregonar su ofertas: cincuenta galniques por una predicción a seis meses, cien para saberlo todo a varios años vista y doscientos para quien quisiera modificar la hora fatídica de su muerte. Colas interminables de galnicianos inquietos se agolparon frente a las caravanas y ya nadie prestaba atención a la gente razonable que criticaba a los charlatanes.
En la Ciudad Baja, algunas mujeres se cubrían la cabeza con paños untados con cera de abeja como protección contra las desgracias. En el puerto, los marineros grababan signos misteriosos en la piedra de los muelles para expulsar a los espíritus malignos. Amuletos de todo tipo aparecían en las estanterías de los comercios, y los clientes se peleaban por comprarlos. Hasta se veían vendedores de cornalinos instalando tenderetes donde pregonaban las virtudes de aquellas piedras rojas que, según ellos, tenían el poder de ahuyentar la mala suerte.
Tanto de noche como de día, tropas de soldados patrullaban la ciudad golpeando los adoquines con sus suelas metálicas. El coronado estaba convencido de que la principetta había sido víctima de un secuestro, pues no veía otra explicación posible a aquella desaparición tan repentina. Por supuesto, el arconte no hizo nada por sacarlo del engaño y dejó que enviara a sus hombres a registrar todas las provincias hasta las fronteras del país.
Empezaron a correr entre murmullos los nombres de algunos bandidos y algunas acusaciones ambiguas sobre conspiraciones urdidas por tal o cual país extranjero. Se enviaron embajadores a Dunbraven, al reino de Norj e incluso a Polvaquia. La coronada se pasaba el día frente al Altar de las Divinidades, rezando. El coronado estaba fuera de sí. No confiaba más que en una persona para encontrar a la principetta: el arconte.
En medio de ese clima que se había creado, los soldados regresaron a la Ciudadela con el vestido que Malva llevaba puesto la noche de su desaparición. Lo habían encontrado entre las algas, arrastrado por las olas hasta una playa cerca del puerto de Carducia. Entre los encajes del cuello había unos mechones de pelo negro.
El coronado y la coronada se quedaron estupefactos ante aquella reliquia. La examinaron, la tocaron con la yema de los dedos. Por un momento, se negaron a afrontar la realidad, y sin embargo… ¿No era aquel vestido la prueba de que la principetta se había ahogado?
—¿Ahogada? —murmuró la coronada con voz inexpresiva.
—¿Ahogada? —repitió el coronado con el mismo tono.
Discretamente, el arconte hizo una señal a los soldados para que se quitaran los cascos y bajaran el cañón de sus espinglones. Entonces, con pasos suaves, se acercó a la pareja real.
—Lloraremos mucho tiempo a nuestra amada principetta —murmuró—. Galnicia ha perdido a una persona de gran valor.
Las reglas de protocolo que tanto habían pesado en las relaciones entre Malva y sus padres se rompieron en mil pedazos. Por primera vez en su vida, el coronado y la coronada se dejaron inundar por sus sentimientos y se sumieron en un profundo dolor.
Abrumados por la incómoda situación, los soldados se esfumaron. En cuanto salieron, el rumor se extendió por toda la ciudad: la principetta, la heredera única al trono de Galnicia, se había perdido para siempre entre las olas del océano Máltico.
Durante varios días, un pesado silencio invadió la Ciudadela. El coronado se había encerrado en su habitación y la coronada no salía nunca de la de Malva. Ni uno ni otro querían ya ver a nadie aparte del arconte, que, como si se tratara de un miembro de la familia, era la única persona autorizada a visitarlos. Así, se le veía ir y venir por los silenciosos pasillos y galerías con la frente preocupada y los ojos atentos, transportando tazas humeantes con tisanas contra la jaqueca.
En última instancia, y superados por la situación, los criados, los soldados, los santos diáfices y los ministros acabaron dirigiéndose directamente a él para los asuntos del día a día. Al principio, el arconte prometía transmitir las diversas peticiones y preguntas al coronado. Sin embargo, como éste ya no se encontraba en disposición de nada, el arconte se vio obligado a tomar decisiones en su nombre. Fue así como promulgó sus primeros edictos:
Edicto n.° 1: Galnicia entraba en un período de duelo indefinido. Las fronteras se cerraban.
Edicto n.° 2: Los preceptos de Quietud y Armonía se abolían definitivamente. No se celebraría ninguna boda ni ningún entierro, dado que Malva no había podido casarse y que, al no existir cadáver, tampoco había sido posible enterrarla.
Edicto n.° 3: Las únicas ceremonias autorizadas serían las que sirvieran para mantener el recuerdo de la principetta.
En la Sala de las Exquisiteces, en el corazón de la Ciudadela, el arconte hizo instalar el retrato de Malva, realizado el día que cumplió catorce años, así como el vestido encontrado en el mar. Todos los galnicianos fueron invitados a acudir allí para depositar ofrendas sagradas.
Todos estos acontecimientos se sucedieron de forma muy rápida. En menos de dos semanas, el país, que parecía tan firme y sereno, se tambaleaba sobre sus cimientos. Era como si, al fugarse, Malva se hubiera llevado consigo el pilar sobre el que se sustentaba toda Galnicia.
Mientras las paredes de las calles de la ciudad se llenaban de carteles con los primeros edictos, en la residencia de los Mac Bott, el cadáver del anciano capitán Aníbal se descomponía lentamente, despidiendo un olor insoportable. Armándose de valor, Bertilda abrió el cofre donde su antiguo señor había depositado su fortuna.
La criada sabía que ninguna ley se resistía al poder del oro.
Así pues, cogió una bolsa de terciopelo verde y salió a buscar al santo diáfice.
Ya estaba anocheciendo cuando Orfeo oyó llamar a la puerta. No había hablado con nadie desde la mañana en que Bertilda le había informado de la muerte de su padre. Puesto que detestaba la humedad y la lluvia le ponía triste, no quiso aventurarse a salir. Ni siquiera había subido a su habitación a espiar a las mujeres desde la ventana, perfectamente consciente de que los acontecimientos del mundo exterior no mejorarían su estado de ánimo. Había pasado el tiempo alimentando sus rencores, pero también preguntándose qué podía hacer con su vida ahora que sabía que gozaba de buena salud.
No sin recelo, se acercó a la puerta. La abrió tras un momento de vacilación y se topó de frente con el mismo muchacho que le había traído el otro mensaje. El pobre chico temblaba de frío con los andrajos mojados que llevaba, pero le iluminaba las pupilas la misma malicia de siempre.
—¿Eres Orfeo, como la otra vez? —preguntó.
Orfeo estornudó con un estremecimiento de hombros y preguntó:
—¿El mensaje cuesta cien galniques, como la otra vez?
—Qué va —corrigió el muchacho—. Hoy serán doscientos galniques. Todos los comerciantes suben los precios. Yo también.
Orfeo soltó un suspiro y hurgó en sus bolsillos para pagar al joven mensajero.
—Es de la vieja de la otra vez —explicó entonces el chico—. Me envía para decirte que será esta noche, a las once.
Orfeo frunció el ceño:
—Me parece un poco enigmático. ¿No ha dicho nada más?
—No —respondió el mensajero—. Y a mí no me parece muy buena idea meterse en los cementerios con los tiempos que corren… ¿No sabes que está prohibido?
Orfeo captó en seguida lo que el chico quería decir. Le dio cien galniques más.
—Espero que con esto pueda confiar en tu silencio.
Las mejillas del muchacho recuperaron el color al coger el dinero con su mano mugrienta.
—¡Seré una tumba! —dijo con desparpajo.
Dicho esto, salió por piernas y desapareció tras la esquina de la primera callejuela.
Orfeo volvió a estornudar y se apresuró a volver al salón. Frente a él, colgado en la pared, se desplegaba el mapa del Mundo Conocido, dibujado por el Instituto Geográfico de Galnicia. Había comprado aquella preciosa reproducción cinco años antes, cuando decidió irse a vivir solo. Muchas veces se detenía ante él para contemplar las tierras y los mares cuyos nombres le hacían soñar: tierras de Arémica, imperio de Orniente, mar de Ocre, mar de Yprea, Guirkistán, océano Máltico… El Mundo Conocido se ofrecía a Orfeo, de este a oeste, a lo largo de la Gran Latitud. En el centro, Galnicia siempre le había parecido ridículamente pequeña. Y ahora, aquella sensación lo abrumaba más que de costumbre.
—Ya no puedo seguir viviendo aquí —afirmó en voz alta.
El viejo san bernardo respondió con un gruñido.
—¿Tienes algo que decir a eso, Al? —preguntó Orfeo con tono malévolo.
El perro levantó una oreja y luego la dejó caer otra vez.
—¡Pues sí, partir! —suspiró Orfeo—. Para ti no tiene nada de especial, pero ¿y para mí?
Era la única esperanza que le quedaba. Aunque ¿cómo salir de Galnicia? La flota estaba retenida y las fronteras cerradas hasta nueva orden. El duelo impuesto a los galnicianos por el edicto del arconte impedía la circulación en cualquier sentido.
El día tocaba a su fin. La noche invadía las callejuelas y finas gotas de lluvia caían sobre los cristales, pero Orfeo estaba obligado a salir de casa.
Subió a su habitación y se plantó frente al espejo. Una barba de dos días le cubría las mejillas y la palidez de su piel acentuaba el estallido azul de los ojos. Cada vez que se enfrentaba a su reflejo, Orfeo se asombraba de haberse hecho un hombre. En el fondo, seguía sintiéndose un niño. Tenía la sensación de haber vivido únicamente en sueños.
Se vistió de negro, se puso unos guantes y un sombrero y volvió a bajar al salón. Antes de salir, se metió bajo el capote el diario de navegación del capitán. No había podido obligarse a leerlo. ¿De qué le serviría? La vergüenza empañaría en el futuro el nombre de los Mac Bott, y Orfeo no necesitaba más detalles.
Ya iba a cerrar la puerta cuando Al emitió un gruñido. El viejo perro se había puesto en pie y, con la lengua colgando, se acercaba a la entrada.
—¿Qué quieres? —preguntó Orfeo, atónito.
El san bernardo alzó unos ojos húmedos hacia su amo. Aquella mirada no dejaba lugar a dudas: quería acompañarlo.
Orfeo soltó un suspiro de exasperación. ¡Aquel perro se pasaba días tumbado en el suelo, sin moverse, y resulta que ahora quería pasearse en plena noche, con aquel tiempo detestable, en un cementerio!
Al fin, Orfeo se encogió de hombros y lo dejó salir. Hacía mucho tiempo que había renunciado a comprender qué se cocía en la cabezota de aquel animal.
Bajo un cielo sin luna, la ciudad entera se helaba de frío. Ni una vela encendida detrás de las ventanas, ni una farola de gas iluminando las puertas cocheras, no había más que tinieblas y tristeza. Con los hombros encogidos, Orfeo atravesó las calles sorteando los charcos fangosos y los surcos dejados por las ruedas de los carros. En cuestión de pocos días, Galnicia se había cubierto de líquido y viscosidad. Mientras el país se inundaba, Orfeo, ahogado y desdichado, se sentía allí como pez fuera del agua.
Mientras se aproximaba al cementerio, vislumbró unas luces tenues. Apremió a su perro para que anduviera un poco más rápido, pero Al siempre se quedaba atrás para husmear el suelo o recuperar el aliento sentándose beatíficamente sobre su trasero anquilosado.
Bertilda esperaba frente a las rejas, acompañada por cuatro hombres, que habían accedido a hacer de enterradores a cambio de una bolsa de oro, y por el santo diáfice, que se apretaba contra el pecho un viejo devocionario con varias páginas dobladas por las esquinas. Todos ellos saludaron a Orfeo con un simple movimiento de cabeza silencioso. Aquel tipo de incursión los ponía nerviosos a todos.
Bertilda, sosteniendo dos lámparas de gas con los brazos extendidos, encabezaba el cortejo, mientras los cuatro hombres alzaban el ataúd del capitán. El santo diáfice se acercó a Orfeo y le rodeó los hombros con un brazo compasivo.
—Echaremos de menos a tu padre —murmuró—. Era un hombre bueno y leal, y uno de los súbditos más fieles del coronado. En otros tiempos, hubiera tenido unas exequias por todo lo alto, pero…
Orfeo se vio obligado a sonreír. Ciertamente, en otras circunstancias, el entierro del capitán Aníbal Mac Bott se habría celebrado a pleno día, ante los ojos de todos, y no cabía duda de que una multitud de curiosos se hubiera agolpado frente al Santuario para asistir a la ceremonia. Sin embargo, habiéndose enterado de la verdad, Orfeo pensó que su padre no iba a tener más que lo que merecía: un entierro clandestino. ¿Acaso no era así como terminaban los traidores?
El grupo entró en el cementerio, seguido de lejos por el perro Al, que resollaba como un viejo asmático. El guardián les esperaba dentro, escondido tras el tronco de un almendro. Al pie de aquel árbol se había excavado un hoyo para dar cabida al muerto. La lápida de la tumba contigua llevaba el nombre de Merixel Mac Bott, la madre de Orfeo. Estaba agrietada por algunos puntos y cubierta de musgo. Hacía mucho tiempo ya que Orfeo no acudía allí para recogerse. Para él, Merixel era una extraña, una imagen lejana. Nunca había sabido qué quería decir la palabra «madre».
—¡Rápido, rápido! —imploró el guardián cuando Bertilda estuvo más cerca—. La patrulla puede pasar por aquí de un momento a otro.
La criada le tendió una bolsa de oro para hacerle callar y luego dejó las lámparas de gas en el borde del hoyo. Los cuatro portadores hicieron descender el ataúd, bajo la mirada fija de Orfeo. Cuando la caja tocó el fondo con un ruido sordo, el santo diáfice se acercó, cogió una lámpara y abrió su devocionario.
—«Divinidades del Más Allá —empezó a recitar—, esta noche os confiamos el alma de nuestro amado Aníbal…»
Se había levantado viento del norte. La voz del santo diáfice apenas se hacía oír. Orfeo, con la cabeza baja, no lograba concentrarse en sus palabras. Demasiados pensamientos contradictorios, demasiados sentimientos inconfesables atravesaban su espíritu y su corazón. De vez en cuando, lanzaba una mirada a su perro. Al husmeaba alrededor de las tumbas cercanas, como si estuviera buscando el difunto más idóneo sobre el que hacer sus necesidades.
—«… acoged en vuestro seno a este buen capitán que, durante su vida, dirigió con valor su navío, afrontando tormentas y aguaceros, sin dejar nunca de velar por la educación de su hijo» —siguió diciendo el santo diáfice.
Orfeo reparó en que Bertilda lloraba y que el guardián del cementerio había agarrado su pala, impaciente por volver a tapar el hoyo. Finalmente, el santo diáfice terminó su lectura y se dirigió a Orfeo:
—¿Tienes algo más que añadir?
Orfeo dio un paso al frente y bajó la mirada hacia la tapa del ataúd. Sacó de los pliegues de su capote el libro de cuero negro y lo arrojó al foso.
El diario de navegación cayó pesadamente sobre el ataúd.
—¿Eso es todo? —preguntó el santo diáfice.
Orfeo dijo que sí con la cabeza. Acto seguido, los cuatro hombres y el guardián del cementerio se pusieron a cubrir el hoyo. El santo diáfice se acercó a Bertilda para susurrarle unas palabras al oído. Orfeo supuso que ella le ofrecía, a él también, una bolsa de oro. Decididamente, todo se pagaba caro aquellos días.
Una vez hubo quedado la tierra bien apretada sobre la tumba, Orfeo se subió el cuello del capote. Cuando ya se iba, Bertilda lo sujetó por el brazo.
—Mañana vendré a depositar las ofrendas —le dijo—. Yo me ocuparé de todo… ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer?
—Partir —respondió Orfeo—. A la primera ocasión que tenga.
—Me hago cargo —murmuró la vieja criada—. ¿Vendrás a decirme adiós?
Orfeo negó con la cabeza.
—Entonces… —dijo Bertilda— me despido de ti esta noche.
Cuando la criada quiso darle un beso en la mejilla, él escapó de sus brazos. Sin mirar atrás, con el viejo san bernardo siguiéndole los pasos, Orfeo se fue del cementerio.