Tras varios días de navegación, Filomena seguía sin acostumbrarse al bamboleo del barco. Presa de un persistente mareo, se encerró obstinadamente en su camarote. Malva, en cambio, se sentía muy a gusto a bordo del Estafador. Había sustituido sus vestidos por unos pantalones y una marinera de tela gruesa. Vestida de esa forma, y con el pelo corto, casi parecía un chico, y los hombres de la tripulación se divertían llamándola «grumete». Radiante, pasaba el rato corriendo desde el castillo de proa al alcázar de popa, observando las maniobras de las velas y pidiendo que le enseñaran todos los secretos de la navegación.
Durante los últimos años, las enseñanzas que le había dispensado el arconte consistían esencialmente en matemáticas, botánica, leyendas, geografía terrestre e historia de las dinastías galnicianas. Nunca le había enseñado la ciencia de enjarciar barcos. De este modo, Malva anotaba encantada en sus cuadernos todos aquellos nombres nuevos y poéticos: gazas, amantes, mosquetones, drizas, escotas… A veces, los marineros la dejaban subir por los obenques; otras, Vincenzo le enseñaba a determinar la posición con la ayuda del sextante. Malva estaba en el séptimo cielo. Al terminar la jornada, cuando bajaba a reunirse con Filomena, la cara pálida, el cuerpo tendido sobre su litera, Malva no se cansaba nunca de cantar alabanzas sobre el viaje.
—¡Navegar es algo tan embriagador! ¡Estoy segura de que un día escribiré un relato de marineros! Si salieras de tu madriguera, te enseñaría los nombres de las velas. Sería divertido.
Filomena se escondía entre las almohadas, con una mano en la boca para contener las náuseas. Una noche, sin embargo, como se sentía menos enferma, se dejó convencer al fin por la principetta.
—¡Anda, ven! —le dijo ésta—. ¡Subamos con la tripulación! ¡El gambucero ha mandado freír sardinas y tú necesitas comer algo! Mira lo flaca que estás. ¿Qué dirán tus primos de Lombardeña cuando te vean? ¡Van a pensar que los galnicianos no saben alimentarse!
Insegura, Filomena se dejó guiar por la escalera de la escotilla. Las dos salieron a cubierta en el momento en que se ponía el sol. El mar de Yprea se rizaba hasta donde alcanzaba la vista, y una espuma dorada decoraba la cresta de las olas.
—Según Vincenzo, atracaremos en Lombardeña mañana por la noche —murmuró Malva—. Te queda el tiempo justo para disfrutar del espectáculo.
Filomena sonrió a la principetta. Nunca la había visto tan feliz, tan animada y jovial. En el centro de la cubierta, los marineros se habían reunido para beber y comer. En el aire flotaba un olor a parrillada. Seguro que las sardinas del mar de Yprea no podían compararse a los arenques galnicianos, pero a Filomena le entró una hambre repentina de todos modos.
—¡Vamos con ellos! —la animó Malva—. ¡Ya verás! ¡Cuando han bebido bastante, se ponen a cantar y a contar historias increíbles!
La dama de compañía se sentó al lado de la principetta. La tripulación del Estafador constaba de una veintena de hombres. Sus caras surcadas de arrugas y de viejas cicatrices, su habla grosera y sus risas escandalosas no parecían molestar a Malva en absoluto. A su lado, los marineros se divertían mucho viéndola quemarse los dedos al intentar comer sardinas, y el ambiente era tan agradable que Filomena pudo relajarse. Hasta se dejó servir un vasito de rioro, y luego un segundo y un tercero. El color le subió a las mejillas.
—¡Por Lombardeña! ¡Y que viva Filomena! —entonaron los marineros, botella en alto.
—¡Por Lombardeña! —respondió la dama.
Finalmente, cuando ya no quedaron más que las raspas de las sardinas, uno de los marineros cogió su mandolina y empezó a puntear las cuerdas.
—Se llama Silvio —susurró Malva al oído de Filomena—. Y canta tan bien que te parecerá que ya estás en Lombardeña…
Las primeras estrellas aparecieron en el cielo teñido de morado. La voz de Silvio en seguida hizo que se apagaran las conversaciones y los demás marineros acompañaban las canciones a coro.
Vincenzo se acercó entonces discretamente para unirse al grupo. A Filomena no le gustó su aspecto. Se acercó a Malva para comentárselo, pero la principetta la tranquilizó:
—Vincenzo trabaja todos los días hasta muy tarde. Me ha enseñado a localizar nuestra posición por las estrellas. Se siente responsable de nosotros, por eso parece un poco tenso. —Y a continuación añadió—: ¡No olvides que llevo el medallón del arconte colgado del cuello, que nos protege de todos los males!
Filomena suspiró y se dejó llevar poco a poco por el canto de los marineros, mientras Malva daba palmadas alegremente. Más tarde, cuando Silvio guardó su mandolina, la principetta se puso en pie de un salto.
—Filomena no ha oído las historias que me habéis contado —dijo—. Ya que desembarcamos mañana, ¡contad algo para ella!
Bulo, el más viejo de los marineros, se puso en pie. Las demás noches había permanecido en silencio, limitándose a asentir mientras escuchaba a sus camaradas.
—¡Ahora me toca a mí compartir con estas muchachas mi larga experiencia en la mar! —afirmó.
Entonces, de pie bajo las estrellas, con una botella de rioro en la mano, se dispuso a describir uno de sus viajes.
—Fue hace mucho tiempo —empezó a decir con voz trémula—. Por aquel entonces yo era joven y no tenía miedo de enfrentarme a lo desconocido. Me había embarcado a bordo de la Fábula, una goleta fletada por un armador de Polvaquia.
Malva estaba ya entregada a la historia. Apoyó la barbilla en las manos y no se movió.
—Partimos hacia el este, con destino a las Tierras Altas de Fridgia —siguió contando el viejo Bulo—. Pero cuando ya nos aproximábamos a la costa, una espantosa tormenta se abatió sobre la Fábula. Era una lluvia densa, tan violenta que las gotas agujereaban la cubierta. Y ¡qué relámpagos! ¡Por todos los dioses, aquellos relámpagos eran tan intensos que algunos de mis camaradas se quedaron ciegos! Y la marejada…
Hizo una pausa para volver a llenar sus pulmones de aire y el vaso de rioro.
—¡Ah, amigos míos! Nunca he visto una mar tan exaltada —murmuró con los ojos desorbitados, como si reviviera la escena y de nuevo el terror se apoderara de él.
Apoyada distraídamente en el hombro de Filomena, Malva se estremeció. La mención de terribles tormentas le traía a la memoria los numerosos relatos que el arconte le había contado y que le proporcionaban un intenso placer.
—¿Y se hundió la goleta? —preguntó.
El viejo Bulo se volvió hacia ella. Sus mechones revueltos se irguieron sobre la arrugada cabeza.
—¡No, no! —dijo con un tono misterioso—. ¡Si nos hubiéramos hundido, yo no estaría aquí para contaros esta historia!
—Creía que seríais el único superviviente del naufragio —murmuró Malva—. ¡No hay nada más emocionante!
Bulo negó con su cabeza hirsuta.
—Si supieras cómo son los arrecifes que rodean las Tierras Altas de Fridgia, sabrías que es imposible sobrevivir.
—¡Es verdad! —intervino Vincenzo, abandonando la actitud de reserva que había adoptado hasta entonces—. Esos arrecifes son al menos tan temibles como los que marcan la frontera entre Lombardeña y el país de Esperda.
Otros marineros asintieron con expresión grave.
—¡Qué pena que no se puedan ver esos escollos de cerca! —exclamó Malva—. ¡Con lo que me gustaría conocer el sabor del miedo!
Filomena le dio un codazo y la hizo callar con la mirada. Para una muchacha de talante sencillo como ella, hablar de naufragios a bordo de un navío era como llamar al mal tiempo. Vincenzo acercó la cara al pequeño brasero donde se habían asado las sardinas. Encendió un cigarro en las brasas y un resplandor inquietante bailó por un momento sobre su cara oscura.
—No os recomiendo conocer de cerca esos arrecifes —susurró, clavando sus ojos de gato en los de Malva—. Acabaríais despedazada.
—¡Ya basta! —chilló Filomena—. ¡Nos estáis asustando con vuestras historias!
—¡En absoluto! —se rebeló Malva—. ¡Yo, al menos, quiero oír cómo sigue!
El viejo Bulo tomó otro trago de vino. Su voz se abrió paso lentamente entre las tinieblas que habían invadido la cubierta:
—La tormenta no nos envió al fondo del mar, pero nos desvió de nuestra ruta. Durante días, el viento golpeó sin cesar las velas, que ya no eran nada más que jirones. Murieron muchos hombres. Fuimos a la deriva hacia el este, siempre hacia el este, sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo. El hambre y el miedo nos hundían las mejillas y nos oprimían el corazón. Finalmente, una buena mañana, el viento remitió y la roda de la Fábula se hundió en una lengua de arena. Habíamos embarrancado.
—¿Adonde habíais ido a parar? —preguntó Malva, con los ojos iluminados.
—¡Precisamente, jovencita! ¡No teníamos ni idea! ¡Acabábamos de varar en un país cuya existencia no mencionaba ningún mapa!
Entre los marinos se alzó una repentina algarabía. Silvio exclamó con una carcajada:
—¡Ya estamos! ¡Con este canalla de Bulo, siempre es lo mismo! ¡Por fuerza tiene que acabar saliendo con su puñetero país imaginario!
Los demás se echaron a reír, pero Bulo no parecía dispuesto a parar ahí.
—¡Escuchad! —insistió—. ¡Ese país existe, porque yo he estado allí! ¡Y juro por la cabeza de mis antepasados que, si pudiera encontrar la ruta, es allí donde quisiera pasar mis últimos días! Porque…
—¡Basta! —le interrumpió de nuevo Silvio—. ¡Todo eso no es más que un cuento! ¡Estás mal de la azotea, Bulo!
Malva miraba por turnos al viejo borracho y a sus risueños compañeros, tratando de averiguar quién decía la verdad. Filomena, por su parte, se revolvía de impaciencia.
—Ya es muy tarde —dijo de pronto—. Propongo que vayamos a descansar. Mañana, en Lombardeña…
—¡No, no! —suplicó Malva—. ¡Dejemos acabar a Bulo!
Vincenzo aplastó su cigarro. Unas chispas saltaron para desaparecer en la negra noche.
—¡Sí, terminemos! —decidió—. ¡Después, iremos todos a dormir, porque la jornada de mañana se presenta muy larga, desde luego!
Animado por estas palabras, el anciano terminó su historia, que Malva escuchó totalmente maravillada.
—Decidimos llamar a ese país Elgri-la, jovencita. Y, como ya he dicho antes, es allí donde quisiera terminar mi vida. El clima es cálido y seco, pero la tierra se mantiene fértil durante todo el año, porque sus llanuras están regadas por cientos de ríos. El cielo está poblado de pájaros de plumaje de color carmesí. Los árboles se inclinan bajo el peso de sus frutos y los habitantes no conocen la miseria. Oculto en el secreto de un bosque, hay un lago de aguas calientes y burbujeantes. Es el lago Barath-Thor. ¡Quien se baña en él rejuvenece diez años! Además, en la cima del monte Ur-Tha, se yergue un árbol milenario. Cuando uno se sienta en la rama más alta, por alguna suerte de magia puede ver el otro extremo del Mundo Conocido. Así, siempre puedes saber cómo está la gente que has dejado atrás, en Galnicia o donde sea. Finalmente, existe una bahía maravillosa. La bahía de Dao-Boa. Allí sopla una brisa suave y azucarada, y basta con respirar ese aire para que te sientas infinitamente dichoso.
El viejo Bulo suspiró con nostalgia. Se echó un último trago de rioro al fondo del gaznate y arrojó la botella por la borda.
—Yo no estoy loco —murmuró—. Elgri-la existe, en algún lugar, siempre al este, en los límites del Mundo Conocido.
—Lo que no entiendo —dijo Silvio con tono jocoso— es por qué no te quedaste en tu Elgri-la querida, si eras tan feliz allí.
Bulo se cubrió de pronto la cara con las manos, embargado por una profunda tristeza.
—¡Elgri-la hay que merecerla! —sollozó—. ¡Y yo no he demostrado ser digno! ¡Por desgracia, me echaron de allí! ¡Fue por mi culpa, sólo por mi culpa! ¡Ojalá pudiera enmendar mi error!
Y cayó de rodillas sobre la cubierta. Filomena dio un respingo. Aquel hombre parecía tan sincero y a la vez… ¡tan borracho! ¿Qué impresión causaría esa escena en el espíritu de la joven Malva? La cogió de la mano para animarla a bajar a su camarote, pero la principetta no estaba dispuesta a dejar allí a Bulo. Se escapó de Filomena y se arrodilló al lado del borracho.
—Pero ¿qué ocurrió? —preguntó con voz muy suave.
—¡Fui demasiado codicioso! —lloriqueó Bulo—. ¡Quise apropiarme del vuth-nathor y lo eché todo a perder!
Entonces, aferró a la principetta por la muñeca.
—¡Si un día fueras allí, no te confíes! Nunca te dejes tentar por el fulgor del vuth-nathor.
—¿Y qué es eso? —susurró Malva, fascinada.
—Vuth-nathor, vuth-nathor —farfulló el marinero, al límite de sus fuerzas.
Y, de pronto, se desplomó sobre la cubierta. Malva dejó escapar un grito.
—Parece que se acabó la diversión —observó Vincenzo.
Chasqueó los dedos y todos los marineros se pusieron en pie. Filomena aprovechó para tirar de la manga a Malva:
—Déjale dormir la borrachera. Ya ves que está totalmente ebrio y que no sabe ni lo que dice.
Malva se despegó de Filomena y se arrodilló al lado del viejo Bulo para zarandearlo un poco.
—¿Qué es el vuth-nathor? —insistió.
Pero el hombre se quedó inmóvil, tendido cuan largo era, como si el solo hecho de haber pronunciado aquel nombre extraño lo hubiera dejado sin sentido.
Entonces, decepcionada, Malva se resignó a seguir a Filomena. Cuando ya estaban bajando los primeros escalones que descendían desde la escotilla, Vincenzo las alcanzó. Acercó a ellas su cara tenebrosa y les dijo:
—Que durmáis bien. Mañana será el gran día. —Y, rozando con la punta de los dedos el medallón del arconte, que Malva jamás se quitaba, añadió—: Mañana, principetta, podréis juzgar hasta qué punto vuestro protector ha hecho bien las cosas.
—Atracaremos sin problemas en Lombardeña, ¿verdad? —quiso asegurarse Filomena.
—He repasado mis cálculos diez veces esta noche —respondió el capitán—. Todo va a la perfección. Nos dirigimos directamente hacia la costa.
Aquella noche, Malva durmió muy profundamente. Soñó con Elgri-la, el lago Barath-Thor, el árbol milenario que crecía sobre el monte Ur-Tha y con la bahía de Dao-Boa. Pero un ruido espantoso la arrancó de sus sueños por la mañana. Con un sobresalto, se incorporó en su litera.
A su lado, Filomena roncaba. Inquieta, Malva la empujó, pero a pesar de los empellones, cada vez más fuertes, la dama de compañía seguía sin despertarse. Se oyó un nuevo crujido. Malva se tapó los oídos: tenía la sensación de que el barco gritaba de dolor.
Salió del camarote como una exhalación y subió a cubierta. Allí se quedó paralizada, sobrecogida por el asombro. El Estafador se dirigía directamente hacia una hilera de rocas que asomaban fuera del agua sus cabezas blancas de esqueletos, rizando el mar por todos lados. ¡Y los crujidos que Malva oía procedían de la curva de la roda, que rascaba ya el fondo!
Malva habría gritado, pero no tenía fuerzas. Se quedó de pie en la cubierta, fascinada por el espectáculo de las olas al estrellarse contra el arrecife. La proa de la nave no estaba a más de un cable de distancia de la catástrofe y, sin embargo, ¡nada indicaba que fuera a virar!
La principetta alzó la cabeza. Un cielo sin nubes flotaba sobre el horizonte. La vela mayor, el trinquete, la vela mediana y el foque estaban izados, pero nadie parecía ocuparse del velamen. La cubierta estaba desierta y los hombres de la tripulación habían desaparecido.
—¿Vincenzo? —consiguió articular al fin.
Entonces se dirigió a popa, y fue en aquel momento cuando se dio cuenta de que las dos chalupas que normalmente se asentaban sobre sólidos calzos de roble en el centro del barco, habían desaparecido.
—¡Vincenzo! —gritó con más fuerza.
Pero sólo recibió la respuesta del viento entre el cordaje y, más lejos, la resaca monstruosa de las olas al golpear las puntiagudas rocas. Malva tuvo la sensación de que un abismo se abría bajo sus pies y lanzó un grito de horror.
—¡Filomena! ¡Filomena! —gritó, arrojándose hacia los camarotes con el frenesí que da la desesperación—. ¡Nos han abandonado! ¡Nos vamos a estrellar contra los arrecifes! ¡Filomena!
Malva irrumpió en el camarote. Agarró a su dama de compañía y la sacudió con todas sus fuerzas.
—¡Despierta! —gritó hasta enronquecer—. ¡Nos hundimos!
Filomena abrió un ojo lánguido. Parecía tener la pupila increíblemente dilatada.
—¡Te han drogado! —comprendió Malva de pronto—. ¡Los muy traidores! ¡Te echaron algo en el vino!
Tiró de los brazos de la dama hasta lograr hacerla caer de la litera. Filomena pareció recuperar el sentido por el golpe.
—¿Qué haces levantada a estas horas? —preguntó con voz pastosa.
Malva le agarró la cara con las dos manos.
—¡Tenemos que saltar del barco, Filomena! ¿Me oyes? ¡Si no, no vamos a salir vivas!
—¿Saltar… del barco? —respondió la joven—. Es que, mira… mejor no… ¡No sé nadar!
Malva le soltó un par de bofetones.
—¡Despierta! ¡Vamos a morir!
Esta vez, la neblina que enturbiaba los ojos de Filomena se disipó repentinamente. Notó un sobresalto en el pecho y un espasmo. Echó la cabeza a un lado y vomitó en el suelo del camarote. Cuando terminó, se puso en pie tambaleándose.
—¡De prisa! ¡De prisa! —la apremiaba Malva—. ¡Sígueme!
Medio aturdida, Filomena echó a correr detrás de su ama. Mientras, el Estafador chirriaba y crujía como un tronco en una hoguera, a punto de partirse en pedazos. Cuando salieron al exterior, el arrecife estaba ya a escasos codos de distancia.
—¡Ayúdame! —ordenó Malva—. ¡Esto nos ayudará a flotar!
La principetta había levantado el entramado de láminas de madera que cubría la escotilla central. Filomena le echó una mano y, entre las dos, pudieron arrancarlo. Sin perder tiempo, repitieron la operación con otro entramado.
—¡Ahora, al agua! —dijo Malva, corriendo hacia la popa.
Desde allí veían olas de al menos diez metros crecer bajo ellas. El agua espumeaba contra el casco. Pálida como una muerta, Filomena apretaba la madera contra su pecho.
—No puedo —murmuró.
—¡Sí puedes! —replicó Malva.
Justo entonces, la proa del Estafador dio de lleno contra las primeras rocas del arrecife. Con un estallido seco, la madera se rompió y el barco entero dio una sacudida.
—¡Ya! —gritó Malva. Y, aferrando el vestido de Filomena con su mano libre, se arrojó al vacío.
Las dos cayeron a plomo en el agua turbulenta. El frío las rodeó y tragaron agua varias veces. Entonces, sujetas a los trozos de madera, sacudieron los pies para alejarse del barco y del arrecife.
La ropa, viscosa como las algas, se les pegaba a la piel y dificultaba sus movimientos. Sin embargo, el miedo les dio fuerzas. Obligándose a sí mismas a seguir, consiguieron apartarse de la zona más peligrosa, donde la corriente las habría dirigido irremisiblemente contra las rocas.
Cuando Malva consideró que ya estaba suficientemente lejos, miró hacia atrás. El Estafador hacía aguas por todas partes. Un enorme boquete se abría en el casco desde la barandilla hasta el escobén. Las velas se habían desplomado y el bauprés colgaba, inerte, de los estays.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Filomena, aterrorizada. Había recobrado totalmente el sentido al entrar en contacto con el agua fría.
—Vincenzo ha intentado matarnos —respondió Malva—. Él y sus hombres han abandonado el barco mientras dormíamos. A estas horas, ya deben de andar lejos.
Las olas castigaban a las dos náufragas. Sus dedos resbalaban constantemente de los improvisados flotadores y el agua salada les entraba en la boca y la nariz y les irritaba los ojos.
—Vamos a morir —se estremeció Malva al rato—. No veo la costa. Nadie va a venir a salvarnos.
Filomena, casi sin aliento, sacudió los pies y se pegó a la principetta.
—Tú me has obligado a saltar —le dijo—. Pues ahora yo te voy a obligar a sobrevivir.
Durante dos largas horas, las dos se animaron mutuamente a seguir. Según Filomena, lo mejor era avanzar en el sentido que indicaba la cresta de las olas.
—¿Y si hay corriente en contra? —dijo Malva, desalentada.
—No pienses en eso —respondió Filomena— y sigue nadando.
El sol se alzaba en el cielo, abrasándoles la cara cubierta de sal. La sed les desgarraba la garganta. El agotamiento las acechaba. Se pusieron a cantar por turnos para mantenerse despiertas. Finalmente, vencidas por la sed y la fatiga, se quedaron calladas.
De pronto, cuando ya se rendía al sueño, Malva notó que algo le rozaba las piernas, y dio un respingo.
—¿Filomena? ¿Has notado eso?
—¿Qué? —dijo la dama de compañía, dando otro respingo.
Desplomada sobre la madera, también ella había estado a punto de dormirse.
—He notado alg…
Malva no tuvo tiempo de terminar la frase. Soltó un grito ensordecedor y su cara se contrajo de dolor.
—¡Malva! —la llamó Filomena, mientras se acercaba a ella dando fuertes patadas en el agua.
—¡Mi pierna! —gritó la principetta.
Filomena soltó su madero y se agarró al de Malva. Entonces trató de hacerla subir a él mientras la muchacha gemía de dolor.
—¡Me ha mordido algo! —lloraba—. Mi pierna… Mi pierna…
Filomena resoplaba todo el rato. Estuvo a punto de resbalar, pero volvió a agarrarse fuerte y finalmente tumbó a Malva sobre el madero. El agua se teñía de rojo por la sangre, cerca de la pantorrilla derecha. A Filomena le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué tengo? —se alarmó Malva—. ¡No me siento la pierna!
—¡La pierna está en su sitio! —respondió Filomena—. Sangra un poco, pero no es nada. No te muevas más. Seguro que era una roca que sobresalía… sólo una roca.
Y mientras pronunciaba esas palabras reconfortantes, contempló con horror la herida que surcaba la pierna de la principetta: una herida profunda, en forma de boca, con la marca de dos hileras de dientes.
Filomena acarició la frente de Malva con la mano.
—No es nada —murmuró—. Sólo una roca con la que te has dado un golpe. Yo te curaré, principetta mía. Ya lo verás, yo cuidaré de ti…
Con un nudo en la garganta, Filomena encontró fuerzas para cantar las nanas que en otra época repetía una y otra vez para dormir a Malva cuando ésta tenía miedo de la oscuridad y de las pesadillas. La dama de compañía se pasó cantando una eternidad, esperando a cada momento ver surgir del agua la bestia monstruosa que había mordido a su ama. Y, mientras cantaba, pensó que morirían así, juntas, perdidas en medio del mar.
Malva se había desmayado.
El sol golpeaba con tanta fuerza la superficie del agua que Filomena ya no lograba abrir los ojos. Y por ese motivo no vio, a lo lejos, la silueta de una barca que se dirigía hacia ellas. En el momento en que ya se resignaba a morir, dos manos se acercaron para sacarla del agua.