La Ciudad Baja estaba en plena efervescencia. En todos los callejones, en todas las tiendas y en todas las casas no se hablaba de nada más que de la desaparición de la principetta. Durante toda la mañana, el rumor había brotado de los puntos más elevados y franqueado los muros de la Ciudadela para derramarse como un río de lava por toda la ciudad. Y ahora nada podía contener el clamor que se dejaba oír por doquier.
—¡Qué desgracia! —se lamentaban las muchachas.
—¡Busquemos a nuestra principetta! —gritaban los hombres.
—¡Es una conspiración! —acusaban los más desconfiados.
—¿O una broma? —se preguntaban los más incrédulos.
Mientras los criados registraban todos los rincones de la Ciudadela, el coronado envió a sus guardias en busca de su hija. Tropas armadas patrullaban calles y puentes hasta llegar al puerto.
Sólo Orfeo seguía ajeno al tumulto general. Y es que ni un terremoto, podría haberle distraído de su cataclismo personal.
Desde el día anterior, permanecía derrumbado en su sillón, incapaz de moverse, con el diario de navegación de Aníbal Mac Bott sobre sus rodillas. Ni siquiera lo había abierto aún. No tenía fuerzas para hacerlo.
Las pasmosas revelaciones de su padre lo habían arrojado a un torbellino de emociones contradictorias. Se sentía humillado y enfurecido pero también aliviado y desconcertado. Todos estos sentimientos lo asaltaban de forma desordenada, hasta el punto de que llegó a preguntarse si no acabaría volviéndose loco. ¿Cómo iba a reaccionar de otro modo tras haber descubierto que había construido su vida sobre un enorme engaño?
Tumbado frente a la chimenea, Al no se movía más que Orfeo. Alrededor de él, sobre su alfombra, había restos de pan desperdigados. Durante la noche, al ver que su amo no se ocupaba de él, había sacado de la cocina lo que necesitaba para comer. Saciado, con un hilillo de baba en el morro, dormía ahora el sueño de los justos.
De pronto, sonaron unos golpes en la puerta.
Orfeo alzó la cabeza, alelado. Ya no sabía muy bien dónde estaba ni qué hora era. De todos modos, como los golpes se intensificaban y unas voces imperiosas le ordenaban abrir la puerta, se puso en pie. El libro de cuero cayó pesadamente al suelo.
Entonces vio que había soldados frente a su casa, blandiendo buzarcas y espinglones de boca ancha.
—¡Dejadnos entrar! —dijo el jefe—. ¡Por orden del coronado!
Sin esperar la respuesta del propietario de la casa, los soldados irrumpieron en la vivienda martilleando el suelo con sus botas de suela metálica. Bajo la mirada incrédula de Orfeo, levantaron las tapas de los baúles, dieron la vuelta a los cojines de los sillones, abrieron todas las puertas y registraron los armarios. Hasta quisieron comprobar que no hubiera nada escondido bajo la alfombra de Al. Despertado de su siesta, el viejo san bernardo mostró los colmillos, pero su pesado trasero le impidió precipitarse sobre los agresores, y se conformó con cambiar de sitio. Finalmente, los hombres introdujeron las buzarcas en el conducto de la chimenea, y al no caer más que hollín, subieron al piso de arriba.
Allí, los ojos del jefe adoptaron una mirada maliciosa.
—La cama está intacta —dijo.
Luego se volvió hacia Orfeo, que iba siguiendo a la tropa de una sala a otra sin entender nada.
—¿Dónde habéis pasado noche? Al parecer, no habéis dormido aquí.
Orfeo murmuró, con voz ronca:
—Debí de quedarme adormilado en el sofá. ¿Qué buscáis exactamente?
Los soldados intercambiaron miradas suspicaces. Toda la ciudad estaba al corriente; ¿no estaría burlándose de ellos aquel hombre?
—¡Seguid registrando! —ordenó el jefe, apuntando a Orfeo con su espinglón—. ¡Ya me encargo yo de vigilar a éste!
Los demás tomaron posesión del colchón, levantaron el somier y vaciaron el armario y los cajones. Aquel zafarrancho inesperado tuvo el efecto de una ducha fría sobre Orfeo, que recuperó su coraje.
—¡Yo no tengo nada que esconder! —dijo entonces, indignado—. ¡Lo que estáis haciendo contraviene los preceptos de Quietud y Armonía!
—¡Los preceptos de Quietud y Armonía se han suspendido hasta nueva orden! —replicó el jefe de los soldados—. ¡Hasta que se haya encontrado a la principetta!
Orfeo mostró sorpresa, pero renunció a pedir más explicaciones. Durante todos aquellos años de paz, los espinglones y las buzarcas habían servido sólo para decorar las paredes de las salas de la guardia. Esta vez, en cambio, el olor de la pólvora se percibía de verdad.
Pasado un rato, al no encontrar nada, los soldados abandonaron la casa, no sin amenazar antes a Orfeo con represalias peores si les había ocultado algo.
—Si tanto respetáis los preceptos divinos —se despidió el jefe—, ¡la próxima vez dormid en vuestra cama! Pasar la noche en el sofá no aporta quietud alguna.
Dicho esto, se fue riendo sarcásticamente, y dejó a Orfeo a solas con su desasosiego. Su casa estaba irreconocible… o tal vez no: en ella se reflejaba el estado de ánimo de su dueño, confuso y revuelto.
Ahora que estaba despierto, Orfeo oía los gritos y lamentos que corrían por las callejuelas. Entonces, era cierto: ¡la principetta había desaparecido! ¿Cómo podía haber ocurrido algo así? Cuando volvió a su habitación para poner un poco de orden, vio que las mujeres se habían agrupado en las azoteas de las casas de enfrente. No se dedicaban a sus tareas, como de costumbre, sino que se ponían de puntillas, tratando de ver qué ocurría dentro de la Ciudadela.
Orfeo abrió discretamente la ventana.
—¡Están vaciando los estanques! —exclamó una de las mujeres.
—¡Por la Santa Armonía! —gimió otra—. ¡Espero que por lo menos la principetta no se haya ahogado!
—¡Mirad! ¡Es el arconte en persona! —gritó la mayor, señalando con el dedo hacia la fachada oeste—. ¡Está interrogando a los criados!
—Pues van a pasar un mal rato —comentó una tercera—. ¡El arconte debe de estar preocupado a más no poder!
—¡Mirad allí! —observó la más joven—. ¡Están llegando unas carrogencias de caballos!
—¡Es la delegación del príncipe de Andemarca! —confirmó una chica alta y delgada—. ¡Qué catástrofe! ¡Y pensar que la ceremonia va a anularse!
—Si no encuentran a la principetta, quedaremos cubiertos de vergüenza —suspiró la de mayor edad—. Escuchadme bien, estamos entrando en una época de desgracias.
Orfeo ya había oído suficiente; cerró la ventana.
«Una época de desgracias.» Esa última frase causó un efecto extraño en él. Era como si, por un designio funesto, su destino y el de su país se hubieran tambaleado juntos, en una sola noche.
Se encontraba sumido en estas reflexiones cuando, de nuevo, alguien llamó a su puerta. Orfeo notó que la espalda se le empapaba de sudor. ¿Habrían vuelto los soldados para detenerlo? ¿Le considerarían sospechoso? Todo sucedía con tanta rapidez que, en su exaltado fuero interno, se preguntó incluso si no habría llegado a oídos del coronado la verdad sobre su padre.
Bajó corriendo la escalera y cogió el atizador que estaba junto a la chimenea. ¡Si los soldados pretendían llevárselo, no pensaba ponérselo fácil! Orfeo se acercó a la puerta y la abrió bruscamente, blandiendo su arma improvisada.
En el umbral, sin embargo, no había ningún soldado. Allí sólo le esperaba, petrificada, la vieja Bertilda con un pañuelo negro atado sobre el pelo gris.
—¡Por la Santa Quietud! —gritó—. ¿Qué haces?
Orfeo soltó rápidamente el atizador y farfulló una serie de excusas. La vieja sirvienta se lo quedó mirando acongojada y él comprendió al instante el motivo de su visita.
—Ha muerto, ¿no es así?
Bertilda asintió con la cabeza.
—Esta misma noche —susurró—. Pocas horas después de que te fueras.
Orfeo se quedó un rato plantado, sin saber dónde meter las manos, expuesto al aire frío del exterior. Se estremeció y estornudó dos veces. Desde el día anterior, y a pesar de la calidez de aquel verano, no había logrado entrar en calor.
—¿Qué será de nosotros? —se lamentó Bertilda, reprimiendo los sollozos.
Él la miró con expresión grave; la conocía de toda la vida y, sin embargo, tenía la impresión de estar viéndola por primera vez. En aquel momento, Orfeo comprendió que ya no le quedaba nadie en quien confiar. Nunca había tenido amigos, su padre estaba muerto y ahora se interponía entre él y Bertilda la brecha que aquel engaño había abierto.
—He podido hablar con el santo diáfice —siguió informándole la vieja sirvienta—. Con la desgracia que ha caído en la Ciudadela, ya no hay nada seguro… El coronado ha prohibido todas las ceremonias. Pero me las he arreglado para que se celebre al menos el entierro. Aunque tendremos que esperar unos días, hasta que las cosas se calmen.
Orfeo asintió.
Con la suspensión de los preceptos de Quietud y Armonía, toda la organización del país se había trastornado.
—Pero ¿qué pasará con todo lo demás? —insistió Bertilda—. ¿Qué va a ser de la casa? ¿Y los muebles, los libros, los recuerdos? Tu padre te lo ha legado todo, por supuesto.
—Yo no quiero nada —respondió Orfeo con calma.
—Pero… ¿y su fortuna? Es una suma considerable. ¿Quién se va a ocupar de ella?
—Haz lo que te parezca mejor —dijo Orfeo—. Cuida tú de todo, si quieres.
La pobre Bertilda apenas conseguía contener las lágrimas, pero no le dirigió ningún reproche.
—¿Irás al cementerio por lo menos? —se limitó a preguntar.
—Avísame y allí estaré —dijo él—. Ahora, vete.
Orfeo volvió a estornudar y después cerró la puerta. La anciana, abrumada por la pena, regresó a la Ciudad Alta.