Orfeo cruzó el puente sin prestar atención a los reflejos plateados con que la luna decoraba las aguas del Gdavir y tomó una calle adoquinada que subía directamente hacia la Ciudad Alta. En el aire nocturno flotaban aromas de almendra y tamarisco. Alzó la mirada hacia el campanario, plantado en la cima de la colina. Al pie de la torre se hallaba la residencia familiar de los Mac Bott. Allí había nacido Orfeo veinticuatro años antes.
Toda su infancia había seguido el ritmo marcado por las ceremonias, las bodas y los entierros. El doblar de las campanas fue su canción de cuna. Así, cuando se fue a vivir a la Ciudad Baja, lo que más echaba de menos era el toque del carillón y el del ángelus. Cuando era pequeño le gustaban incluso las notas fúnebres del toque a muerto. Entonces se decía: «¡Mira, uno que se ha muerto!». La curiosidad lo impulsaba a salir de casa para esperar el momento en que pasara el ataúd. Para un niño que nunca había conocido a su madre, ver un entierro era algo especialmente interesante.
Pero ese día no tenía ganas de oír el toque a muerto. Tenía miedo de la muerte desde que su padre cayó enfermo. La idea de quedarse sin nadie en el mundo le parecía espantosa.
A paso rápido, subió por las empinadas calles hasta llegar al campanario y, cuando llamó a la pesada puerta de la casa, tuvo la sensación de estar oyendo los golpes del destino retumbando en sus oídos.
—¡Por la Santa Armonía! ¡Por fin llegas! —exclamó Bertilda al abrirle—. Entra, rápido. ¡El capitán te espera!
Orfeo siguió la delgada silueta de la criada por el pasillo.
—¿Cómo está?
La vieja Bertilda suspiró y negó con la cabeza.
—El médico ha vuelto esta mañana. No le ha recetado nada.
Inquieto, Orfeo atravesó el estudio. Era una estancia alargada y repleta de muebles, alfombras, libros e instrumentos de navegación. En las paredes, máscaras de madera abrían sus bocas deformes; el joven sintió un escalofrío, como tantas otras veces, al pasar frente a los ojos hechos de conchas. Los recuerdos de viaje de Aníbal siempre le habían asustado un poco.
La siguiente sala olía a cerrado, a desinfección y a enfermedad. Tumbado en un sofá, cerca de la chimenea, Aníbal Mac Bott le esperaba.
—Hola —dijo Orfeo en voz baja al acercarse.
La cabeza del anciano surgió de debajo de las mantas. Tenía la tez grisácea y la piel frágil como el papel. Sus ojos febriles se posaron en la cara de su hijo.
—Voy a morir —dijo sin más preámbulos—. Me alegro de que hayas venido.
Un ataque de tos sacudió el cuerpo enjuto del capitán.
—Acércate, acércate más —jadeó—. Ya no nos queda mucho tiempo.
Orfeo quiso protestar, decirle que tal vez el médico se equivocaba y que no tardaría en recuperar las fuerzas. Pero él nunca había contradicho a su padre en toda su vida. Así pues, se calló, como siempre, y se limitó a sentarse al lado del sofá.
—Tengo que hablar contigo —empezó a decir Aníbal—. De algo importante. Pero las palabras no logran salir de mis labios. Tengo en la boca un gusto amargo que ya no puedo quitarme…
Quiso coger con su mano escuálida un frasco que había en una mesita, pero le temblaba demasiado. Orfeo destapó el frasco y luego sostuvo la cabeza de su padre para ayudarlo a tragar un sorbo de un líquido que olía a paja quemada y a miel.
—Es preciso que encuentre las fuerzas… —murmuró Aníbal—. He esperado demasiado. No debería haber esperado tanto tiempo.
Orfeo escuchaba sin entenderlo. Pensó que tal vez la enfermedad hacía divagar la mente de su padre.
—¿Te acuerdas de nuestra discusión? —le preguntó de pronto el capitán.
—¿Qué discusión?
—La única que hemos tenido de verdad, los dos, de hombre a hombre.
Orfeo frunció el ceño, comprendiendo que su padre se refería a lo que se dijeron aquella dichosa noche, trece años antes.
—¿Quieres hablar de aquella discusión? —preguntó con prudencia.
—Sí, sí. Tú tenías once años. Entraste en… en mi estudio…
—… sin llamar, ya me acuerdo —murmuró Orfeo, agitado.
Todavía sentía sobre él el peso de la cólera fría de su padre cuando lo vio aparecer de improviso, en medio de sus libros, sus instrumentos, sus máscaras.
—Me moría de impaciencia —recordó Orfeo—. Aquel capitán, que me iba a admitir a bordo de su navío… ¡Era una oportunidad increíble! No paré de correr desde el puerto hasta casa, y entré en tu despacho sin pensar.
Al evocar aquellos recuerdos, el joven sintió una punzada en el corazón. ¿Por qué tenían que perseguirle siempre sus obsesiones? Hacía sólo un momento, postrado en su sillón, había vuelto a recordar aquella misma escena.
—Fue en aquel momento cuando me revelaste la verdad… —suspiró, mirando a su padre con tristeza—. Pero no hablemos más de ello. Lo pasado, pasado está, ya no tiene remedio. ¿Quieres que te hable de tu perro? No se mueve mucho, pero sigue igual de astuto, ya lo conoces… Ya sé, ¿quieres que te lea algo para distraerte?
—¡No, no! —dijo Aníbal, perdiendo los nervios—. ¡Deja a Alisio donde está y no me vengas con lecturas! Lo que pasó aquel día es más importante. ¿Qué te dije entonces?
Orfeo se secó las manos sudorosas en los pantalones.
—Me hablaste de mi nacimiento —murmuró—. Yo ya sabía que mi llegada al mundo había sido difícil… y que mi madre no sobrevivió al esfuerzo. Lo que no sabía era que yo también estuve a punto de morir.
Entonces dio un suspiro y puso la mano encima de la de su padre. Aquellas viejas historias le atormentaban. ¿Qué necesidad había de rememorarlas?
—Te expliqué que habías tenido una conmoción —siguió diciendo su padre—. Y que estuvo a punto de matarte.
—Sí, eso fue lo que me dijiste —susurró Orfeo—. Me contaste que los médicos me daban por muerto. Por suerte, tú me cuidaste, me velaste día y noche…
—Hasta que estuviste fuera de peligro, ¿no es así? ¿Y luego? —insistió Aníbal—. ¿Qué más te dije?
—Me explicaste que, a pesar de todos los cuidados y atenciones, me quedaron secuelas. La conmoción me había dañado una parte del cerebro.
Un largo escalofrío estremeció al viejo Aníbal.
—El cerebro. Sí, eso es —murmuró—. Yo quería que comprendieras hasta qué punto tu mal era grave.
Con los ojos empañados en lágrimas, el anciano se incorporó y apoyó la nuca en los cojines del sofá. Se pasó la lengua por los labios como lo haría alguien que no consigue aplacar su sed.
—No me preguntaste nada más —dijo al cabo de un rato—. No me pediste ninguna prueba, ningún detalle.
Orfeo se encogió de hombros:
—¿Y qué iba a preguntar? Para mí, lo único que importaba eran las consecuencias de mi enfermedad. Cuando tú me contaste que no podía navegar…
Se le quebró la voz. En sus tiempos, su padre había sido un hombre fuerte y corpulento, un coloso con la cara curtida por el sol y la espuma del mar. Ante él, Orfeo se sentía débil y sumiso; nunca habría osado poner en duda su palabra.
—Me avisaste de que, si me echaba a la mar, pondría mi vida en peligro. El vaivén y el cabeceo de los barcos reabrirían mi lesión en la cabeza y provocarían daños irreparables. Eso fue lo que me revelaste aquella noche.
Orfeo vio cómo se aferraban a las mantas las manos de su padre. Vio cómo le temblaba la mandíbula, cómo se le hundían las mejillas.
—Recuerdo las palabras que pronuncié —murmuró el capitán—. «Para ti, la mar es la muerte. Si subes a bordo de un barco, no sobrevivirás más de dos días.»
Orfeo cerró los ojos. Aquéllas eran las palabras que resonaban en sus oídos desde hacía trece años. Trece años sufriendo sus efectos.
Aníbal tendió el brazo hacia el frasco que contenía el líquido marrón, y Orfeo le ayudó a beber otro sorbo. Al tocar los hombros de su padre, notó que su piel ardía por el efecto de la fiebre.
—Mírame —articuló el anciano al recostarse—. Mírame bien, Orfeo. —Respiró profundamente y siguió diciendo—: Aquello no era verdad —soltó—. Te mentí. No sufriste ninguna conmoción, nunca has estado enfermo. Me lo inventé todo.
Por un momento, Orfeo pensó que su padre deliraba, que estaba perdiendo la cabeza, que ya no sabía lo que decía. Lanzó una mirada al frasco. La sustancia que contenía debía de provocar alucinaciones.
—No me crees —observó Aníbal.
Orfeo suspiró y dirigió una sonrisa piadosa a su padre.
—¡No me crees! —exclamó de nuevo el anciano, rozando la desesperación—. ¡Y, sin embargo, ahora digo la verdad!
De nuevo le invadió la agitación. Empezó a balancear la cabeza, a temblar, a hacer gestos incontrolados. Orfeo se sentía como anestesiado. No sabía qué decir ni qué hacer.
—¡Escucha! —gritó de pronto Aníbal—. ¡Ve a mi despacho y trae mi diario de navegación! ¡El libro grande de cuero negro! ¡Anda!
Orfeo se puso en pie y, como en estado de trance, entró en el despacho de su padre. El diario de navegación estaba en la estantería correspondiente de la biblioteca, en el mismo lugar en el que había estado durante años. Orfeo lo tomó y se lo llevó a Aníbal, que, con los ojos cerrados, trataba de recuperar el aliento.
—La prueba escrita de mi engaño está en este diario —murmuró—. Así podrás comprobarlo…
Entonces, volvió a abrir los ojos con mucho esfuerzo.
—Te lo voy a decir todo, aunque me odies. Antes de irme, te debo una explicación.
Orfeo se puso el diario sobre las rodillas y escuchó.
—Siempre he sabido que querrías navegar —empezó a decir su padre—. Lo llevas en la sangre, como todos los Mac Bott. Y, sobre todo, sabía que serías un buen marinero, un buen capitán. Te he observado desde que eras muy pequeño, Orfeo… Aprendes rápido, tienes valor, energía. Y, lo más importante, tienes el anhelo. El anhelo de partir, de descubrir.
Orfeo escuchaba estas palabras con una agitación que llegaba hasta lo más profundo de su alma. Nunca su padre le había hablado de aquel modo, con tanta sinceridad. Jamás le había dirigido tantos elogios.
—Yo tenía mi engaño bien preparado —prosiguió Aníbal—. Para podértelo soltar a la cara cuando llegara el momento. Me inventé la historia de la conmoción. No tenía ni pies ni cabeza, pero yo sabía que me creerías. No tenías a nadie más en el mundo, siempre has confiado en mí… —se ahogó, tosió y siguió diciendo—: … pero abusé de tu confianza. Por eso tengo que intentar reparar mi falta antes de que sea demasiado tarde.
En aquel instante, Orfeo oyó un ruido y volvió la cabeza. Bertilda estaba de pie en la entrada de la habitación, llevando una bandeja. Tenía un aspecto desencajado. Las manos le temblaban tanto que los vasos que había sobre la bandeja chocaban entre sí.
—Bertilda… —jadeó el viejo Aníbal—. ¡Ella, ella lo sabe! ¡Ella sabe que te mentí!
Orfeo escrutó la cara de la criada. Llevaba más de treinta años trabajando allí, al servicio de la familia Mac Bott. Pertenecía a aquella casa tanto como los muebles. Sus ojos debían de haber visto todo lo que se podía llegar a ver, y sus oídos habían oído todo lo que se podía llegar a oír. Incluidos los silencios.
—¡Díselo, Bertilda! —la exhortó Aníbal.
—Tu padre dice la verdad —confesó ella antes de agachar la cabeza—. Yo lo sabía.
Entonces, el viejo capitán volvió a tomar la palabra:
—Yo tenía secretos, hijo mío. Están reflejados en mi diario… Durante cuarenta años, he recorrido los mares del Mundo Conocido bajo el estandarte de Galnicia. He estado al servicio del coronado. Oficialmente, mi deber era controlar los barcos extranjeros, vigilar las colonias, hacer reinar el orden y transportar mercancías. Pero yo no me conformaba con tan poco… A espaldas de todos, he robado, he saqueado. Incluso he matado a hombres.
Su voz se volvió sorda y grave. Alzó los ojos hacia su hijo, que lo miraba con espanto.
—Yo era un pirata, Orfeo. Un pirata de verdad. ¡Y la amargura de los remordimientos me consume!
Estas palabras hicieron estallar en sollozos a Bertilda. Un vaso cayó de la bandeja y se estrelló contra el suelo.
—Un pirata… —repitió Orfeo, asombrado.
—He actuado en contra de los intereses del país —corroboró Aníbal—. Me he enriquecido, he traicionado la confianza del coronado. Y he llegado a eliminar a quienes me daban problemas, con mis propias manos. Ya leerás todo esto en mi diario.
Agotado, hizo una pausa. Orfeo notaba el peso del libro de cuero sobre sus rodillas como si se tratara de un bloque de granito. ¡Aquellas revelaciones parecían una auténtica locura!
—Si te hubieras hecho a la mar en un barco —prosiguió Aníbal con una voz más calmada—, habrías terminado descubriendo mi secreto. Los marineros habrían hablado. O, lo que es peor…, me imaginaba un encuentro, un día, entre tú y yo, en alta mar… ¿Qué habría hecho yo? ¿Habría dado la orden de abrir fuego contra el buque en el que se encontraba mi propio hijo? No quería enfrentarme a una situación así. Tenía que encontrar un modo de impedir que te hicieras marinero. —Y añadió—: Ésta es la verdad, Orfeo. Aunque me odies, al menos te has liberado de la trampa que te había tendido. Ahora, si lo deseas, ya puedes hacerte a la mar…, porque sé…, sí, yo sé que sabrás navegar.
La cabeza gris de Aníbal volvió a caer pesadamente a un lado. Su pecho se elevaba con dificultad.
Orfeo se volvió hacia Bertilda, que, en un rincón de la sala, no cesaba de llorar. En la chimenea, el fuego se extinguía lentamente. El joven se puso en pie, con el diario de navegación bajo el brazo. Mientras se alejaba del sofá, las campanas de la torre tocaron las doce de la noche. Estaba tan estupefacto que se sentía vacío de todo sentimiento.
—Cuida de mi padre —recomendó simplemente a la criada cuando pasó junto a ella—. Y avísame cuando haya muerto.
Era todo lo que podía hacer en aquel momento: abandonar el hogar de su infancia. Partir con el secreto. Dejar a su padre extinguirse, sin ningún comentario.
Afuera había refrescado. Las calles vacías parecían haberse congelado en el silencio. Orfeo entró en su casa sin haber visto nada. Caminaba como un autómata. Ya nada tenía sentido. Ya ni siquiera sabía quién era.