3. DOS BARRILES DE RIORO

Malva y Filomena avanzaban por el pasadizo secreto, contando en voz baja. Quedaban ciento veintiocho pasos hasta llegar a las cocinas. Allí, tendrían que desviarse por el pasillo de la izquierda y después contar ciento ochenta y cinco pasos para dejar atrás la lavandería, y doscientos treinta para llegar, finalmente, a la salida del túnel.

En sus últimos ensayos, las piernas de Malva la habían llevado hasta el final sin desfallecer, pero ahora le costaba horrores avanzar sin tambalearse. No podía evitar sudar bajo la capucha de lana.

A medida que se acercaba a las cocinas, el rumor de voces y de la vajilla se fue haciendo más nítido. A Malva no le costó imaginarse la agitación y el buen humor que debían de reinar entre las mesas, donde la vajilla de plata reposaba antes de ser lustrada para la ocasión. ¡La de veces que la principetta había buscado la compañía de las criadas cuando era pequeña! Su risa sonora y sus maneras toscas la distraían mucho más que las hipocresías melosas de las gentes de su rango. Lo que, por cierto, provocaba la indignación de la coronada, que, para castigar a su hija, la encerraba durante horas ante el Altar de las Divinidades.

—¡Más rápido! —la apremió Filomena al notar que flaqueaba.

Malva tomó el desvío y siguió avanzando entre las tinieblas hasta que sintió una corriente de aire que se filtraba bajo la última puerta. Era la que daba al exterior, a los establos.

Allí, Filomena la adelantó y entreabrió el panel. Instantáneamente les llegó a la nariz el olor de los caballos. «El perfume de la libertad», pensó Malva.

Entre las tablas del techo del establo se deslizaba un rayo de luna que hizo relucir los anillos metálicos de los arreos. Al fondo de una de las cuadras, uno de los animales rascaba el suelo con el casco. Se podía oír el temblor de sus hocicos al resoplar.

Filomena sacó a su ama al exterior, pero de repente, la obligó bruscamente a agacharse detrás de un montón de paja.

—Todo va bien —susurró—. Allí está la carreta, lista para partir. Y el arconte está montando guardia, como hemos acordado.

Tras decir esto, cogió las manos de Malva sin dejar de mirarla.

—¿Seguro que no estás cometiendo una tontería? Todavía estás a tiempo de echarte atrás.

La principetta mostró su cabeza de erizo echándose la capucha hacia atrás.

—Me opongo firmemente a este matrimonio —afirmó.

—Al hacerlo renuncias al trono —le recordó Filomena.

—Renuncio al trono.

—Dejarás de vivir al amparo de Quietud y Armonía —siguió diciendo Filomena con tono severo.

—Ya lo sé.

Con cada palabra que articulaba, Filomena apretaba con más fuerza las manos de su ama. Eran las mismas palabras que habían repetido tantísimas veces en el pasadizo secreto de la alcoba. Sonaban como una última plegaria, como si recitaran un juramento.

—Puede que no vuelvas a ver a tu madre —siguió murmurando la dama de compañía.

—La coronada nunca ha sido una madre para mí.

—Puede que no vuelvas a ver a tu padre…

—El coronado nunca ha sido otra cosa que el coronado.

—Vivirás como una extranjera, vayas a donde vayas.

—Prefiero una vida de peligros a una vida de muñeca —respondió Malva con firmeza—. No soy un objeto que tenga que ser expuesto en una vitrina.

—Así pues… no hay lugar para el arrepentimiento.

Filomena volvió a bajar la capucha sobre la bella cara de la principetta. Lanzó una mirada por encima del montón de paja y le hizo una señal para que la siguiera.

El arconte se volvió hacia ellas al oírlas llegar. Bajo la luna ascendente, su cráneo afeitado parecía un casco de plata. Malva se acercó a él y, como de costumbre, bajó la cabeza en señal de respeto.

—No es momento para ceremoniales —susurró el arconte—. Todo está en orden, pero no debemos entretenernos.

Cogió a la principetta del brazo y la llevó hacia la parte trasera de la carreta. Sentados en el asiento del conductor, con la brida en la mano, dos hombres esperaban la orden de partir. El arconte había contratado sus servicios en la ciudad, en una de esas tabernas mugrientas que suelen frecuentar los mercenarios. Habían seguido al pie de la letra las instrucciones del arconte: un viñatero los había empleado para entregar los barriles de vino rioro que se servirían en el banquete de bodas; después, debían regresar con la carreta aquella misma noche… cargando con una docena de barriles vacíos que tenían que devolver a la bodega.

—¡Subid, rápido! —apremió el arconte—. Os acompañaré hasta el puesto de vigilancia.

Malva dio un respingo.

—¿Cómo? ¿No nos acompañaréis más lejos? Pero si habíamos decidido…

El arconte se pasó la mano por el cráneo afeitado y clavó sus ojos grises en los de su joven protegida.

—Pensadlo bien, niña mía. Yo no puedo ausentarme de la Ciudadela. Y menos esta noche. Despertaría sospechas. Pero no temáis. Los dos cocheros son de fiar y me he asegurado de que el barco os espere en el puerto de Carducia. Una vez a bordo, encontraréis a Vincenzo, uno de mis más fieles amigos.

Filomena, intranquila, aplicó el oído.

—Ese tal Vincenzo… —preguntó—, ¿estáis seguro de que nos sabrá llevar a Lombardeña?

—Completamente —sonrió el arconte—. Y para que sepa que vais de mi parte, llevaréis esto.

Entonces se desató del cuello el cordel del que colgaba su medallón de arconte y se lo entregó a Malva.

—En el reverso está escrito mi nombre —dijo—. Con el medallón como garantía, Vincenzo os llevará hasta los confines del Mundo Conocido.

Malva tenía las manos sobre la carreta, pero no lograba decidirse. ¡Cómo lamentaba que el arconte no las acompañara hasta Carducia! Echaría muchísimo de menos su presencia reconfortante.

—Cuando estemos seguras en Lombardeña —dijo—, os mandaré el medallón. Así sabréis que todo ha salido bien, y entonces sólo nos quedará esperar noticias vuestras.

El arconte puso la mano sobre el hombro de la principetta.

—Contad conmigo. Rezaré por vos durante el Rito de Quietud. Pero ¡ahora no perdáis más tiempo! ¡El camino hasta Carducia es largo!

Un poco más tranquilas, Filomena y Malva subieron a la carreta. La dama de compañía abrió la tapa de uno de los barriles.

—Te cedo el honor, principetta —anunció tapándose la nariz.

Malva se subió la falda y se metió por el agujero. El barril tenía la anchura y la profundidad justas para dar cabida a una chica de quince años medianamente corpulenta. El olor del vino rioro que impregnaba la pared interior le hizo girar la cara, pero no llegó a quejarse. Para llevar su nueva vida de fugitiva, tendría que acostumbrarse a los olores fuertes.

Filomena se inclinó hacia ella para confiarle el valioso fardo y luego cerró la tapa. Por un instante, Malva tuvo la impresión de estar prisionera en un ataúd. Estaba tan oscuro… y tenía tanto miedo…

Oyó a Filomena abrir otro barril para esconderse a su vez. Un ruido sordo anunció que había colocado la tapa en su sitio. A una orden del arconte, la carreta dio una sacudida y empezó a avanzar por el sendero pedregoso que conducía a la salida de la Ciudadela.

En la Sala de las Exquisiteces, los preparativos durarían gran parte de la noche. Con un poco de suerte, la coronada no notaría la ausencia de su hija hasta que saliera el sol, momento en el que estaba previsto que empezara a acicalarse para la boda. ¡Las ayudas de cámara, las peluqueras y el resto de impertinentes de todo tipo se llevarían una decepción tremenda al ver que la novia se había esfumado! ¡Para cuando hubieran registrado cada rincón de la Ciudadela, ya sería mediodía! ¡Nada de boda! ¡Nada de banquete! ¡Nada de nada! En cuanto al novio, ese príncipe de Andemarca que Malva detestaba desde el principio, ¡no le quedaría más remedio que buscarse a otra principetta que llevarse a la cama!

De pronto, Malva se acordó de la carta de despedida que había escrito. ¡Por la Santa Quietud, la había olvidado detrás del espejo del tocador! Quiso salir del barril para suplicar al arconte que le dejase recuperarla, pero en aquel momento la carreta aminoró. El cochero estaba parando ante el puesto de vigilancia. ¡Ya era demasiado tarde para dejarse ver!

Malva oyó al arconte charlar y bromear con los vigilantes y, al poco rato, el cochero arreó a los caballos. La carreta tomó dirección norte, a través de las llanuras que bordeaban el río Gdavir. «En fin —pensó Malva—, a la porra la carta. Estando donde está, nadie la encontrará hasta que pase un buen tiempo.»

Sacudida dentro del apestoso barril, Malva se asfixiaba. Al cabo de un rato que consideró suficiente, alzó la tapa para poder respirar el aire fresco del exterior. Encima de ella, las estrellas se encendían una a una contra el fondo negro del cielo. A lo lejos, la Ciudadela se iba haciendo cada vez más pequeña. Ya sólo se distinguía su silueta y las luces titilantes de los farolillos colgados de los olivos. Malva se echó a reír silenciosamente. Pensaba en la cara que pondrían el coronado y la coronada al día siguiente. Su rabia sería proporcional a los gastos contraídos para la ceremonia: ¡inmensa!

—¿Qué te pasa? —susurró Filomena desde el interior del barril contiguo.

—Nada, nada… —rió la principetta—. ¡Tienes que ver esto! ¡Mira qué bonito!

Filomena separó también la tapa del barril. Asomó su cara pálida y alargada, pero un bache que había en el camino le hizo perder el equilibrio y se dio en la frente con el borde. Malva se echó a reír con más ganas.

—No sé qué te parece tan gracioso —refunfuñó Filomena mientras se frotaba la cabeza.

—Si lo hubieras visto, te reirías tú también… ¡pobrecita!

Filomena se quedó mirando a Malva. En la penumbra, el barril le daba un aspecto rechoncho, como de un extraño cuerpo sin brazos ni piernas. Con aquel pelo tan hirsuto, la principetta estaba irreconocible. Mirándolo bien, la escena era bastante cómica. La cara de la dama esbozó una sonrisa.

—Tienes razón —dijo—. ¡Menuda facha tenemos las dos! ¡Ya verás cómo vamos a apestar a vino durante días!

Y estallaron en risas, mientras los dos cocheros, mudos e impasibles, conducían la carreta hacia las montañas. El paisaje desfilaba a su lado, impregnado de luz de luna: las ramas de los tejos, algunas casitas de piedra aisladas, grandes extensiones de pasto silvestre. No se veía ni a una alma y el camino se abría generosamente ante los caballos, como invitándolos a

emprender el galope.

Más tarde, Malva y Filomena compartieron un pedazo de pan y un puñado de aceitunas negras.

—Me pregunto si alguna vez las he comido tan ricas —murmuró la principetta.

—Es que están aderezadas con la salsa de la libertad —respondió Filomena.

Y era cierto. A pesar de los peligros que la amenazaban, Malva nunca se había sentido tan ligera. Cerró los ojos. Por primera vez en su vida no dormiría en su cama. Por primera vez en su vida había desobedecido al coronado, así como los preceptos de Quietud y Armonía. Antes de sumirse en un sueño intermitente, apretó el medallón del arconte con la mano, llena de agradecimiento hacia aquel hombre que la había comprendido tan bien.