2. UNA LLAMADA URGENTE

Las primeras casas de la Ciudad Baja se apoyaban en los muros que protegían los jardines de la Ciudadela. Eran edificios altos y estrechos, blanqueados con cal y muy pegados entre sí. Durante el día había ropa puesta a secar sobre la propia piedra de las planas azoteas. Noche tras noche, cuando los últimos rayos de sol atravesaban el horizonte, las mujeres salían de la cocina para subir a recuperar las sábanas y la ropa, impregnadas de calor. Entonces podía verse un ejército de sombras moviéndose en lo alto de las casas.

Desde que vivía en la Ciudad Baja, Orfeo nunca dejó de observar aquel curioso tiovivo formado por mujeres. Con los codos apoyados en la ventana de su habitación, escuchaba sus risas, sus canciones y su parloteo. De vez en cuando surgían disputas entre ellas. Los insultos saltaban de una azotea a otra y resonaban por los callejones vacíos. A veces, las mujeres se quedaban un momento inmóviles y mudas, contemplando, desde sus observatorios, los estanques y los bambúes del coronado.

Aquella noche, Orfeo se dio cuenta de que sólo tenían ojos para la Ciudadela. Ni disputas, ni canciones; Orfeo no oía más que sus comentarios de admiración:

—¡Farolillos! —dijo una—. ¡Qué bonitos!

—Y han puesto en marcha los surtidores —observó otra.

—¡Escuchad! —exclamó una tercera—. ¡Parece que ya hay música!

—¿Creéis que habrá empezado ya el baile? —se preocupó la más joven.

—¡No seas tonta! —replicó la más anciana—. Sólo es un ensayo. ¡La boda es mañana!

—¡Cómo me gustaría estar invitada! —suspiró la primera.

—Ya asistiremos a la fiesta de lejos —la consoló su vecina.

—¡Ojalá podamos ver a la principetta! —volvió a suspirar la más joven—. Es tan bella, tan armoniosa…

Desde su ventana, Orfeo no alcanzaba a ver los jardines, pero los comentarios de las mujeres le bastaban para estar al corriente de los preparativos de la boda. Y él, al contrario que ellas, asistiría a la fiesta. La noche del día siguiente, podría contemplar tanto como quisiera los estanques, los farolillos y a la principetta.

A menos que decidiera rechazar la invitación… Al fin y al cabo, ¡él no era más que un sustituto! Era su padre, el capitán Aníbal Mac Bott, quien había sido invitado oficialmente, y no él. Pero cuando el coronado supo que Aníbal se encontraba demasiado enfermo como para desplazarse, optó por invitar a Orfeo.

—«¡Como representante del orgulloso linaje de marineros de los Mac Bott!» —dijo Orfeo en voz alta, recordando las palabras empleadas por el coronado.

Y, encogiéndose de hombros con despecho, añadió:

—¡No se puede representar a los marineros sin haber sido jamás uno de ellos!

Entonces, oyó unas risas. Absorto en sus pensamientos, se había olvidado de la presencia de las mujeres, que le habían oído refunfuñar y ahora lo miraban desde encima de los tejados.

—Pero ¡si es el timidillo! —exclamó una, guasona.

—¡Qué triste parece esta noche! —observó otra.

—¡Bueno! —reía la tercera—. ¡A lo mejor se ha vuelto loco! ¡Está hablando solo!

Las mujeres soltaron unas risitas al ver que Orfeo se ruborizaba. Y, antes de que tuviera tiempo de esconderse, la más joven le dijo, mandándole un beso descarado:

—¡La próxima vez sube a vernos en lugar de espiarnos desde lejos!

Con el corazón latiéndole con fuerza y la frente empapada, Orfeo cerró la ventana precipitadamente. ¡De modo que se habían dado cuenta de su presencia, noche tras noche, sin dar señales de ello! ¡Hasta le habían bautizado como «timidillo»!

Se sintió ridículo a más no poder.

De todos modos, perdía los papeles cada vez que una mujer le dirigía la palabra. Ese problema se debía sin duda a la falta de costumbre, ya que Orfeo nunca había vivido con mujeres. Su madre murió poco después de que él naciera y, desde entonces, la única presencia femenina que su padre había tolerado en casa era la de Bertilda, una criada vieja, enjuta y arisca, que se pasaba el día rezongando y abrillantando los muebles.

Orfeo siempre había admirado y temido a la vez las miradas de las chicas. Su belleza le intimidaba sobremanera. Y, sin embargo, nada hubiera sido más fácil que hacer callar a aquel grupo de comadres: hubiera bastado con conservar la sangre fría, adoptar una actitud bravucona y decirles que él iría a la Ciudadela el día siguiente, y como invitado de honor… ¡Así se enterarían de con quién estaban tratando! Pero en lugar de eso, ¡les ofreció más motivos de burla! ¡Y aquel beso! ¡Qué afrenta!

Todavía humillado, abandonó apresuradamente su habitación y se dirigió al salón, en la planta baja de su casa. La sala estaba en penumbra, y la única salida daba al otro lado de la calle; allí, Orfeo estaba seguro de que no lo vería ninguna de las mujeres.

Cuando se acercó a su sillón, se dio cuenta de que, una vez más, Al no le había obedecido. El perrazo se había hecho allí un ovillo, sin prestar atención alguna a las amenazas.

—¡Lárgate de aquí! —gruñó Orfeo—. ¡Estás en mi sillón!

El san bernardo entreabrió un ojo.

—¡La alfombra! —gritó el joven—. ¡Tienes que tumbarte en tu alfombra!

El animal se limitó a abrir el otro ojo. A Orfeo no le quedó más remedio que arrastrarle por las patas para recuperar al fin su asiento.

En realidad, el san bernardo era de su padre. Lo había acompañado en todas sus expediciones marítimas. Pero cuando el capitán cayó enfermo, le regaló el perro a Orfeo. «Alisio es demasiado viejo —le explicó Aníbal Mac Bott—. Cuando lo veo arrastrarse de una habitación a otra, tengo la sensación de que me imita. Me deprime.»

Orfeo no podía negarle nada a su padre; por eso acogió a aquel animal deprimente bajo su techo. En cambio, no lograba acostumbrarse a aquel nombre ridículo: Alisio. ¿Cómo podía un viejo san bernardo medio paralítico llevar el nombre de un viento? Así pues, Orfeo decidió en secreto llamarlo Al. De todos modos, aquel perro hacía siempre lo que le venía en gana.

En el fondo, los sentimientos de Orfeo estaban divididos: por un lado, apreciaba la compañía de Al, y por otro, albergaba un profundo resentimiento contra él. ¡El viejo san bernardo había viajado! ¡Había recorrido todos los mares del Mundo Conocido! Había visto, con sus ojos perrunos, todo aquello que Orfeo soñaba con descubrir: los territorios salvajes y los ríos lejanos de Orniente, las tormentas y los huracanes que asolan la Tierra de Arémica, la engañosa dulzura del mar de Yprea…

—Ni te imaginas la suerte que tienes, maldito chucho… —murmuró—. En realidad, es a ti a quien el coronado tendría que haber invitado a la boda de la principetta. ¡Al fin y al cabo, tú representas mejor a los Mac Bott que yo!

Y, hundiéndose un poco más en su sillón, se dejó invadir por sus sombrías obsesiones. Como hacía siempre que se sentía así, revivió hechos pasados, especialmente aquel dichoso día en que sus sueños se derrumbaron.

Había ocurrido trece años antes, cuando Orfeo tenía once. Cada minuto de aquel día, cada palabra, quedaron grabados a fuego en su memoria.

En aquellos tiempos, Orfeo era un niño alegre, con una enorme curiosidad, y no tenía nada de tímido. Cada día se dirigía al puerto para admirar los barcos. Allí, rodeado de marineros y del olor característico del tabaco negro y del cordaje mojado, se sentía en su elemento. Corría, infatigable, de un muelle a otro, memorizando los nombres de los navíos, su tonelaje, los lugares de los que habían zarpado y aquellos a los que se dirigían.

Aquel día, conoció a un capitán de goleta que buscaba un grumete. Con sus once años, Orfeo clavó sus ojos claros en los del hombre: «¡Contratadme!», dijo. El hombre le dedicó una media sonrisa. Orfeo no era muy robusto, pero había estudiado tantas obras técnicas, había leído tantos relatos, que terminó convenciendo al capitán. «Ve a ver a tu padre y habla con él —le sugirió éste—. ¡Zarpamos dentro de cuatro días!»

Con el corazón rebosante de emoción, Orfeo corrió por los callejones de la Ciudad Baja, atravesó el puente del río y se dirigió como una flecha hacia la colina de la Ciudad Alta, situada justo enfrente de la que coronaba la Ciudadela. Allí, al pie del campanario, se encontraba la residencia de los Mac Bott.

Tras abrir la puerta, entró como una exhalación en el despacho de su padre, sin molestarse siquiera en llamar. Y en aquel preciso momento todo se vino abajo…

De pronto, Al se puso a gruñir e interrumpió las evocaciones de Orfeo.

—¡Cállate! —ordenó.

Pero el san bernardo, con los colmillos expuestos, levantó las orejas y siguió gruñendo. Cuando Orfeo estaba a punto de propinarle una suave patada, oyó llamar a la puerta. Al soltó un ladrido ronco.

—¿Quién es? —preguntó Orfeo mientras se acercaba a la entrada.

—¡Tengo un mensaje para Orfeo Mac Bott! —respondió una voz aguda al otro lado.

Orfeo abrió la puerta y vio a un muchacho plantado frente a él, con los pies descalzos sobre el polvo del callejón.

—¿Eres Orfeo? —preguntó.

—¿Cuál es el mensaje?

—Son cien galniques por decirlo.

Orfeo exhaló un suspiro y hurgó en sus bolsillos en busca de algunas monedas. La cara sucia del joven mensajero se iluminó de placer al recibirlas.

—Tu padre quiere verte —dijo entonces con tono solemne—. Te espera esta noche, en la Ciudad Alta. Es muy urgente.

Orfeo frunció el ceño.

—La que me ha mandado venir es una vieja —aclaró el muchacho—. La que siempre va vestida de negro y nunca sale.

—¿Bertilda?

—¡Eso! Me ha dicho que no podía separarse del capitán ni un segundo, porque está muy enfermo.

—Gracias —dijo Orfeo con voz apesadumbrada—. Ya puedes irte.

—Sí, tengo que volver a mi casa… —dijo el chico, poniendo cara de enfado—. Es muy tarde. Seguro que mis padres me regañarán por correr por ahí en plena noche.

Orfeo miró al cielo y volvió a hundir la mano en el bolsillo. Sacó otras dos monedas de veinte galniques y las arrojó al suelo.

—¡Por las molestias! —dijo, mientras volvía a cerrar la puerta.

Oyó al muchacho reírse y luego alejarse corriendo por el callejón. En el fondo de la sala, Al seguía emitiendo un gruñido sordo, pero Orfeo no le prestó atención. Aquella llamada urgente no parecía augurar nada bueno.